El sueño es tentador: desvelar todos los secretos del cerebro para llegar un día a controlar, con ayuda de la técnica, el comportamiento de cada ser humano.
Bastaría con pastillas, inyecciones hormonales o un chip en el cerebro, para que todos se comportasen bien.
Desaparecerían entonces los delitos. Ya no habría ladrones, mentirosos, violadores, terroristas, estafadores, trabajadores y políticos deshonestos, borrachos, asesinos.
¿Se trata de una meta posible? Quizá alguno piense que sí. Bastaría con analizar bien los mecanismos profundos que dirigen las decisiones humanas para luego desarrollar técnicas sumamente eficaces para el control de las acciones presentes y futuras.
Pero lo anterior supone una cosa terrible: haber “demostrado” que la supuesta libertad humana no existe; que los actos criminales son simplemente una consecuencia de errores evolutivos que podrían ser “corregidos” con la técnica.
Lo cual, hay que decirlo, es sinónimo de suprimir toda grandeza humana. Porque también los actos de altruismo y de generosidad serían, simplemente, resultado de un buen sistema hormonal y de un cerebro desarrollado convenientemente. Y porque los mal llamados delincuentes actuarían simplemente determinados por errores fisiológicos remediables en un futuro más o menos próximo.
A pesar de los esfuerzos técnicos, a pesar de los descubrimientos científicos, el hombre es mucho más que un circuito complicado de neuronas. Porque incluso el médico que cree poder eliminar las guerras a base de inyecciones sobre la gente no actúa simplemente “dirigido” por su fisiología biológica, sino por un deseo de bien que sólo se entiende desde el reconocimiento de su condición de espíritu encarnado.
El sueño de eliminar los pecados y las injusticias a base de sustancias químicas y de aparatos muy sofisticados es, simplemente, vano. O, a lo sumo, llegaría al control de los comportamientos a base de embrutecer al paciente o de acabar con su vida.
Ninguna técnica podrá suprimir el núcleo más profundo del hombre, la raíz de sus actos más sublimes o más egoístas: ese alma por la que vive abierto al amor y a la esperanza.
El camino más difícil, pero más completo, para erradicar el mal consiste en acoger ese misterio de la libertad humana y, desde ella, renunciar al egoísmo, caminar hacia el amor, tender la mano hacia quien lo necesita, y ofrecer un gesto de perdón a quienes nos hayan lastimado.
Existe en cada vida un misterio de miserias y de grandeza. Escoger el camino errado, o avanzar hacia la búsqueda de lo bueno, depende de la elección de las conciencias libres.
Hoy construyo un poco mi futuro. La decisión está en mis manos. Mi cuerpo sufre un desgaste continuo, mientras mi alma, con sus riquezas infinitas y su libertad profunda, puede acoger la mano bondadosa de Dios y ayudar también a quienes me piden un gesto de amistad sincera.
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Fuente: Catholic.net
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