Nuestra función como padres es la de hacer que, cuanto antes, cada uno de los hijos que Dios nos ha encomendado se encuentre en condiciones de tomar las riendas de su vida y caminar por sí mismo.
Pido excusas por incluir en estas páginas algunas anécdotas personales, pero estimo que ayudarán a comprender mejor lo que con puras explicaciones abstractas tal vez quedaría poco perfilado.
Desde que se casó mi hija mayor, hace apenas unos meses, han sido varias las ocasiones en que, al comentar el hecho, mi interlocutor o interlocutora me ha sorprendido con palabras parecidas a las siguientes: «Estaréis muy tristes…», o «es una pena, ¿verdad?».
Como acabo de apuntar, la impresión que se apoderó de mí las primeras dos o tres veces que oí estos comentarios fue la de un tremendo estupor: en ningún momento, desde que los novios nos lo anunciaron hasta el instante presente, al pensar en el nuevo matrimonio he experimentado el más mínimo sentimiento de tristeza.
Ciertamente, la separación de mis hijos, como la de mi mujer, mis padres, mis hermanos o cualquiera de las otras personas amadas, provoca en mi interior un claro desgarro. Y, sobre todo en determinadas circunstancias, echo muchísimo de menos la presencia de ese ser querido. Pero de ahí al desconsuelo o al abatimiento hay mucho camino por recorrer. Lo mismo que cuando alguno de mis otros hijos han debido abandonar el hogar por motivos nobles, la sensación dominante al conocer la decisión de la mayor de contraer matrimonio fue de una tremenda alegría y, por decirlo de algún modo, la de un cierto «deber cumplido».
Tanto mi mujer como yo estimamos que nuestra función como padres es la de hacer que, cuanto antes, cada uno de los hijos que Dios nos ha encomendado se encuentre en condiciones de tomar las riendas de su vida y caminar por sí mismo.
Kierkegaard ya explicaba que sólo un Dios omnipotente era capaz de crear seres auténticamente libres. Y Carlos Cardona, siguiendo sus pasos, añadía que la excesiva dependencia de los hijos respecto a sus progenitores era una muestra clara de deficiencia en la educación impartida, una falta de capacidad o de «potencia»: por los motivos que fuere, esos padres no han sabido o no han querido formarlos de la manera correcta, no les han ayudado convenientemente a alcanzar la estatura de personas libérrimas a que el propio Dios los había destinado.
Por retomar la frase que encabeza este apartado, la misión paterna a este respecto podría sintetizarse en la conocida expresión: «patos, ¡al agua!… y cuanto antes».
Respetar su libertad… ¿desde cuándo?
No se trata de una pregunta retórica. Me la han formulado bastantes veces al tocar el tema en charlas o conferencias. La respuesta ha variado a tenor de las circunstancias. A veces me he limitado a devolver el interrogante al público hasta que alguno de los presentes diera con la solución adecuada; otras he contestado que desde los dos o tres meses, desde los quince días de haber nacido, desde el mismo momento de la concepción… o incluso antes.
Y, tras el desconcierto inicial a veces causado, he ido explicando que las distintas maneras de enfocar el asunto dependen en fin de cuentas de los modos, también diversos, en que cada cual entiende la libertad, su sentido y su fundamento último.
Y también de la forma en que se conciba la paternidad y el amor hacia los hijos. El propio Cardona, al que acabo de citar, de nuevo tras las huellas de Kierkegaard, definía a la persona creada —todos los seres humanos, por tanto: nuestros hijos y nosotros mismos— como «alguien delante de Dios y para siempre».
En el ámbito educativo, suelo traducir esta idea explicando que «la verdad» de cada uno de nuestros retoños, lo que los define más radicalmente, lo que en definitiva importa, no es tanto que sean hijos «nuestros» —que sin duda alguna es relevante y fuente de profundo afecto, pero nunca debe llevar a pensar que «nos pertenecen»—, sino su condición de hijos… de Dios.
Y de ahí que el amor natural que experimentamos hacia ellos por ser «nuestros» haya de ser completado y elevado —sin suprimirlo— por el que nace de considerarlos como hijos de Dios, por Él creados y destinados a mantener con Él —¡como fruto del ejercicio de su libertad!— un diálogo eterno de amor apasionado.
Andarse con contemplaciones
A veces, descendiendo a detalles y a modo de simple sugerencia, les comento cómo un amigo mío descubrió con el nacimiento de su segundo o tercer hijo la eficacia de «andarse con contemplaciones»: dedicar un rato cada noche a contemplar al pequeño no sólo para provocar su amor hacia él sino también para suscitar la transformación que antes comentaba y aprender a verlo ¡y quererlo! como el hijo de Dios que es.
El sentido profundo de la libertad empieza a advertirse entonces: cuando descubrimos que es el gran don que Dios otorga a todo ser humano para que se conduzca por sí mismo hacia su propia plenitud. Para que —porque le da la gana, que es la razón más sobrenatural, como apuntaba san Josemaría Escrivá de Balaguer— vaya enderezando su vida hacia Dios, hacia la Dicha infinita a que Dios lo destinó desde el instante mismo en que fue concebido… y por el camino concreto —¡y único!— que el propio Dios previó para él.
Me parece que el amor —y el simple respeto— a la libertad de los hijos se condensa en descubrir que su fundamento más radical no es otro que su filiación divina. Y que nuestra tarea acaba por reducirse a ponerlos cuanto antes en condiciones de responder al plan que Dios les ha trazado… por más que difiera de nuestros naturales proyectos respecto a ellos.
Y como ese desprendimiento puede costar —y, en ocasiones, mucho—, conviene ir entrenándose, tal como sugería, incluso desde antes de que los hijos hayan sido engendrados.
Cada vez más libres… por amor
Conforme pasen los años, los modos particulares en que se concretará tal respeto irá variando. Pero el norte ha de permanecer firme y claro. Se trata, como decía, de capacitar a nuestros hijos para hacer el bien por sí mismos. Y eso no implica en modo alguno una renuncia a nuestra propia responsabilidad. Muy al contrario. Sólo que esa responsabilidad apunta paradójicamente a irlos haciendo más independientes de nosotros, a darles criterio y tornarlos capaces de distinguir por ellos mismos entre lo bueno y lo malo, elegir lo mejor y tener la fuerza suficiente para ponerlo por obra.
Será preciso, por tanto, de maneras distintas conforme vayan creciendo, enseñarles a poner en juego su inteligencia y su voluntad.
Y esto podría concretarse en tres puntos:
a) No tratar de imponerles en ningún momento nuestro propio capricho o nuestros gustos, sino encaminarlos a lo que de veras es bueno para ellos: pocas normas, por consiguiente, y verdaderamente fundamentales; exigencia y mano izquierda para que las cumplan de manera progresivamente autónoma; y gran respeto por sus propias opciones en todo lo restante… también cuando son pequeños.
b) Razonarles del modo más oportuno —que siempre será breve— el porqué de lo que en cada caso les pedimos o sugerimos.
c) Orientarlos de tal forma que desde muy niños aprendan a hacer el bien por el motivo correcto: porque es bueno. Es decir, evitar todo aquello que les lleve a encerrarse en sí mismos y a buscar su propio beneficio, y enseñarles a apreciar y a moverse por la bondad objetiva de sus acciones o, lo que viene a ser lo mismo, por el bien que generan para los demás.
Amor y libertad
Y es que —como intuyeron los griegos al equiparar al esclavo con aquella persona obligada a ocuparse tan solo de su propio bien, y no del de los demás— el egoísmo se sitúa en las antípodas de la libertad. Quien está siempre pendiente de su propio yo carece de la «distancia» y de la «soltura» necesarias para distinguir, elegir y llevar a cabo lo efectivamente bueno: incapaz de mirar más allá y de perseguir algo distinto de su propio interés, se encuentra como esclavizado, atado a un yo cada vez más superlativo, que, curiosamente, lo asemeja bastante a los animales y, como demuestra la moderna psiquiatría, puede incluso desembocar en la neurosis.
Ojo, pues, a «condicionar» la conducta de nuestros hijos con premios desorbitados o innecesarios, que en definitiva los acostumbrarían a obrar en pos de su propio provecho… y esclavizarlos. Al contrario, desde muy chicos es imprescindible mostrarles el valor real de sus acciones, el bien que con ellas engendran: el contento de papá, mamá o el Niño Jesús, en los primeros años; la armonía y buena marcha del hogar, más adelante; el beneficio para sus compañeros y amigos, cuando van madurando; el cumplimiento enamorado de la voluntad de Dios…
En definitiva, hacerlos crecer en libertad equivale a ayudarlos a obrar por amor. Es el amor a los demás, y a Dios, en último término, lo que efectivamente los rescatará de las ligaduras de sus propios antojos y les permitirá actuar libérrimamente, eligiendo en cada caso lo mejor. La auténtica libertad no es, en fin de cuentas, sino la capacidad de amar.
Yo ahí no pinto nada
Termino comentando una tercera anécdota. No hace muchos días, en Monterrey, me pidieron que diera una charla a chicas entre 15 y 18 años. El título propuesto era el de: «Preparación para el amor».
Tras unas palabras iniciales, les expliqué que iba a referirme sobre todo al amor humano. Y, después de aclararles que era perfectamente compatible con el de Dios en el seno del matrimonio y de características bastante parecidas al de quienes se entregan a Él en el celibato, les expuse los motivos de mi «opción»: «hablando en términos de simple estadística, probablemente no seáis muchas las que tengáis la suerte de que Jesús se enamore tan locamente de vosotras que os ofrezca la oportunidad de compartir sólo con Él toda vuestra capacidad de amar. Y seguí hablándoles del noviazgo, de la maravilla de la sexualidad entre los cónyuges, de construir el cariño minuto a minuto, aprovechando hasta el fondo las mil alegrías que la vida de familia —¡y la estrictamente conyugal!— lleva consigo y ayudándose mutuamente a superar las dificultades que tampoco han de faltar…».
Nada más acabar, una de las asistentes alzó la voz: «¿Usted que preferiría, que sus hijos se casaran o que se entregaran a Dios y permanecieran solteros?».
Me hizo gracia el modo de preguntar, a la vez que me imponía un profundo respeto hacia la chica. Pero no tuve que pensar la respuesta: «Yo no prefiero nada. Se trata de una cuestión entre Dios y cada uno de ellos. Lo mismo sufriría cuando creyera advertir que se negaba a permanecer soltero aquel a quien Dios le pedía su corazón en exclusiva, que cuando otro destinado al matrimonio se empeñara en entregarse a Él en el celibato. E idéntico e infinito gozo me embargaría si siguieran el impulso de Dios. Pero en ninguno de los casos cuentan mis preferencias. Yo prefiero lo que Dios prefiera. Y mi única función como padre es ayudar a cada hijo a descubrir Esa voluntad y, una vez vista, seguirla cuanto antes… porque sólo así serán felices».
He propuesto a veces, como correcta descripción del amor, la de «desaparecer en beneficio del ser querido». Y he explicado la entrega en el matrimonio con palabras parecidas a estas: «Al descubrir, gracias al amor que le tenemos, la maravilla que encierra en su interior la persona querida, no podemos más que decir, no con palabras, sino con la propia vida: “vale la pena que yo me ponga plenamente a tu servicio para que tú alcances el prodigio de perfección a que te encuentras llamado/a y que, en fuerza de mi amor, he descubierto en ti”».
Considero que el amor paterno no es sustancialmente diverso: consiste en aprender a «desaparecer» en beneficio de cada uno de nuestros hijos.
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Fuente: arbil.org
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