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lunes, 17 de diciembre de 2007

Testimonio vocacional del P. Juan Pablo Álvarez L.C.: Yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote

Podría decir que mi vocación comenzó desde el día de mi bautismo. “Se llamará Pablo” –decía mi papá. “No, Juan es su nombre” –respondía mi mamá. Al final la reconciliación llegó y me pusieron Juan Pablo. Esto sucedió tres años antes de que un Papa se llamara Juan Pablo. Nací en el seno de una familia numerosa y católica. Soy el tercero de nueve hijos y el primero de cinco hermanos que le hemos consagrado nuestra vida a Dios.

Toda vocación tiene una historia detrás, y la historia de mi vocación Dios quiso unirla a un santo de nuestro tiempo. Todo aconteció en enero de 1979. Seis meses antes, en Roma, había sido elegido como sucesor de Pedro, Juan Pablo II. Era el primer viaje de su pontificado, y precisamente a México. Yo aún no tenía uso de razón, pues contaba apenas con tres años y medio de edad. Mi vocación se la debo al Papa

No recuerdo la fecha exacta. Tampoco recuerdo en qué calle de Guadalajara nos encontrábamos, ni siquiera si había mucha gente alrededor o poca, o si era un día de sol o nublado. De aquel día quedaron registrados en mi memoria sólo unos segundos. Segundos que determinarían la ruta del resto de mi vida. Fueron instantes, primero un grito: “¡Ahí viene!”; poco después apareció un camión adaptado como papamóvil y, de pie sobre él, un hombre vestido de blanco que, sonriente, miraba y bendecía a todos. Su mirada se cruzó con la mía, su sonrisa me cautivó. Un instante después el camión se alejaba, llevando consigo al Papa, pero comenzaba a crecer en mí una semillita que, con su mirada y su sonrisa, había plantado en mi corazón: “yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote”. Es el primer recuerdo que Dios quiso que tuviera de toda mi vida. Era el inicio de una vocación a ser sacerdote para toda la eternidad.

Esa semilla que Dios puso en mi alma a los tres años, cayó en tierra muy fértil, pues también Dios había pensado en la familia en la que la semilla se iba a cultivar. Éramos muchos hermanos, con todo lo que ello significa: sus respectivas peleas diarias, regaños y castigos; con las travesuras, las escapadas de casa y del colegio. Pero también cada noche, en el seno del hogar, todos reunidos en torno al papá y a la mamá, rezábamos una a una las avemarías del rosario a nuestra Madre del Cielo. Y cada domingo, después de prepararnos como para una fiesta, en familia, nos dirigíamos a la iglesia para asistir a la misa dominical. Ahí, aquel “yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote” fue madurando año tras año hasta el día en que Dios pasó nuevamente por mi vida y me invitó a dejar mi familia para seguirlo a Él.

Yo tenía entonces 11 años. Durante aquel curso habían pasado varios sacerdotes por mi colegio, invitándonos cada uno a conocer su congregación. Un día se presentó un padre español muy alegre y muy dinámico, era un legionario de Cristo, y me invitó al centro vocacional. En mí volvían a resonar aquellas palabras “yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote”, y casi estaba seguro de que como legionario lo lograría.

A partir de ese momento tuve la oportunidad de encontrarme varias veces, como aquella primera vez, con esa mirada profunda y esa sonrisa cautivadora de Juan Pablo II. Nuestras miradas se cruzaron nuevamente en la Basílica de Guadalupe cuando pisó por segunda vez México en 1990. Yo ya estaba en el centro vocacional y aquel momento fue como una confirmación de que iba por el recto camino. Tres años después volví a encontrarme con esa mirada en España, en Madrid. También nos cruzamos en diversas partes de Roma. Y siempre de mi alma ha brotado un sentimiento de gratitud hacia aquél que fue el instrumento del que Dios quiso valerse para llamarme al sacerdocio.

Apenas una semana después de llegar al centro vocacional, tuve la gracia de conocer a otro gran hombre que ha marcado desde entonces todo mi camino hacia el sacerdocio, el P. Marcial Maciel. Igual que con Juan Pablo II, uno tiene la sensación de estar delante de un hombre santo. Le agradezco mucho a Nuestro Padre Fundador todo su testimonio de entrega a Dios y a los demás.

El llamado de Dios en mi familia

Dios también quiso fijarse en aquella tierra en que creció la semilla de mi vocación pues, sin darme cuenta, a mi lado crecían otras semillas. Tres años después de que yo decidí dejarlo todo para seguir a Cristo, mi hermana Genoveva, un año menor que yo, también lo dejaba todo para seguirlo a Él como consagrada en el Movimiento Regnum Christi. Unos años más tarde, Claudia, la segunda de las mujeres, igualmente abandonaba todo y se decidía a seguir a Cristo como consagrada. Después hicieron lo mismo otras dos de mis hermanas, Gaby y Carolina. Para mí ha sido un motivo de fortaleza en los momentos difíciles de mi vocación, saber que mis hermanas participan junto conmigo de esta llamada de Dios a dejarlo todo y seguirlo en el Movimiento Regnum Christi.

Es confortante saber que mis papás –a quienes debo todo su apoyo y el haber hecho fructífera esta tierra en que Dios plantó mi vocación– participan también como miembros del Movimiento junto con mi hermana menor que el año pasado decidió dar un año de su vida como colaboradora.

25 años después de aquel primer encuentro en aquella calle incógnita de Guadalajara, Dios quiso hacerme un regalo inimaginable: Era el 10 de abril del 2004, yo me encontraba en Roma estudiando la filosofía. Jamás hubiera pensado que aquel año acolitaría la misa de Pascua al Papa Juan Pablo II. Era la última misa de Vigilia de Pascua que presidiría él. Para mí fue un momento muy conmovedor y de un inmenso significado, no sólo por estar delante de este gran hombre, delante de este gigante de la fe, de este santo, sino porque providencialmente en ese año se estaban cumpliendo 25 años de la llamada que Dios me había hecho a seguirlo en la vida sacerdotal. Llamada en la que Dios había usado como instrumento al Papa Juan Pablo II.

Jamás me hubiera imaginado que contemplaría de cerca la pureza de sus ojos, escucharía su voz directamente y recibiría, a un paso de distancia, su bendición. Al final de aquella misa, de rodillas delante de él, estreché y besé agradecido aquella mano por la que Dios me concedió este don tan maravilloso de la vocación sacerdotal. Nuevamente se cruzaron nuestras miradas, nuevamente su sonrisa me cautivó.

Ahora, como sacerdote, yo sé que él “desde la ventana del cielo” se asoma, me mira y me bendice y me acompaña en este ministerio al que Dios me llamó por medio de él.

El P. Juan Pablo Álvarez nació en Guadalajara (México) el 26 de junio de 1975. Ingresó en el centro vocacional de los Legionarios de Cristo en la Ciudad de México en julio de 1987. En 1990 fue a Valencia, España a terminar la preparatoria. De 1992 a 1996 estuvo en Salamanca (España) haciendo el noviciado y cursando los estudios humanísticos. En septiembre de 1996 llegó a Roma para comenzar la filosofía. De 1997 a 2001 ayudó en la pastoral juvenil y la promoción vocacional en Monterrey (México) y en Santiago de Chile, y fue también formador en el centro vocacional de Medellín, Colombia. Desde septiembre de 2001 se encuentra en Roma, en donde ha conseguido la licencia en filosofía por el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum y cursa ahora la licencia en teología moral.

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