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jueves, 13 de diciembre de 2007

La misión de ser precursor / Autor: P. Cipriano Sánchez LC

Juan Bautista aparece en el Evangelio como la figura del hombre que precede a Cristo. Y no cabe duda que la misión de Juan Bautista, la misión de preparar el camino del Redentor, la misión de precursor se encaja en su vida como algo que él tiene que vivir, que tiene que aceptar.

La vocación de Juan Bautista no se da simplemente por el hecho de que Dios llama a su vida; también se da, se cuaja, se fecunda, se madura porque, con su libertad, Juan Bautista acepta esta misión. Ya su padre Zacarías había hablado de su misión cuando Juan es llevado a circuncidar. Zacarías dice que ese niño “será llamado Profeta del Altísimo porque irá delante del Señor a preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados”.

Esta es la misión del precursor, ser el hombre que va delante del Señor, que prepara sus caminos y que anuncia el gran don que es el perdón de los pecados. Lo que hace grande a Juan es que la misión que Dios le propone, él la lleva a cabo. Y el hecho de que sea el precursor, de alguna manera, se convierte para Juan Bautista no sólo en un motivo de gloria para él, sino que también se convierte en el modo en el que él llega a nuestras vidas.

También en cada uno de nosotros se realiza una misión semejante. En cierto sentido, cada uno de nosotros es un precursor, es un hombre o una mujer que va delante en el camino de la Redención. Todos estamos llamados, al igual que Juan Bautista, a realizar, a llevar a cabo nuestra misión.

¿Hasta qué punto valoramos la misión que se nos encomienda? ¿Sabemos apreciar el don que hemos recibido? Un don que, como dirá Zacarías, no es otra cosa sino “el Sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Ese es el don que recibimos, el don que Cristo viene a traer.

Pero, el don que Cristo viene a traer, lo trae a través de otras personas, a través de precursores. ¿Yo valoro el don de Cristo, el don que yo puedo dar a mis hermanos? ¿Me doy cuenta de la inmensa riqueza que supone para mi vida, pero también la inmensa riqueza que supone para los demás? Cuántos hombres —como dirá también Zacarías— viven en manos de sus enemigos y en manos de todos los que los aborrecen. Cuántos hombres y mujeres son atacados, denigrados, humillados, hundidos, manipulados.

Y sin embargo, la misericordia de Dios tiene que llegar a sus vidas. Pero ¿cómo va a llegar si no hay nadie que lo proclame, si no hay nadie que vaya delante del Señor para preparar sus caminos y anunciar a su pueblo la salvación? ¿Cuántos corazones no podrán encontrarse con Cristo en esta Navidad?

En estos días en que nos estamos preparando de una forma más intensa para el Nacimiento de Nuestro Señor, tendríamos que preguntarnos ¿cuántos corazones, por mi omisión, por mi falta de delicadeza, por mi falta de preocupación, quedarán sin encontrarse con Dios? ¿Cuántos corazones en las familias, cuántos corazones en el ambiente, cuántos corazones en el ámbito laboral y social no van a saber que Cristo nace para ellos y por ellos? ¿No va a haber nadie que se los enseñe, no va a haber nadie que les predique el camino de la Salvación?

¿Podremos ser tan egoístas como para cerrar el conocimiento de la salvación a los demás? Nuestro corazón no puede pensar tanto en sí mismo como para olvidarse del don que tiene para dárselo a otro. Es una tarea que tenemos que hacer; pero no la podemos hacer si no valoramos primero el don que podemos tener en nuestras manos, si no somos nosotros los que acogemos, los que recibimos el don de Dios. Un don que tiene que vivirse, que tiene que manifestarse, de una manera muy especial, a través de nuestro testimonio de vida; un don que no es tanto la teoría y consejos que podemos decir a los demás, sino sobre todo, lo que nosotros estamos haciendo con nuestra vida.

¡De qué poco nos serviría decir que valoramos mucho el don de Cristo que viene en esta Navidad si no lo transmitiéramos, si no lo diéramos a los demás! ¡De qué poco serviría que dijéramos que queremos ser estos profetas del Altísimo que van delante del Señor para preparar sus caminos, si nuestra vida no se transforma, si nuestra vida no recibe esa visita de Dios, si nuestra vida no quiere ser recibida por Cristo nuestro Señor! No se puede, es imposible. Antes que redimir a otros, hay que redimir mi corazón, hay que cambiar mis actitudes, hay que cambiar mi comportamiento. Tengo que ser el primer redimido. Tengo que redimir mi corazón, tengo que cambiar mis actitudes, tengo que ser el primero que acepta a Cristo como el que me salva de mis pecados, como el que me salva de mis fragilidades.

Dice Zacarías: “[Dios], desde antiguo, había anunciado, por boca de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos, de las manos de todos los que nos aborrecen [...]”. ¿Cómo se podrá hacer eso? ¿Se podrá hacer sin un cambio en mi corazón? ¿Se podrá hacer sin un trabajo sistemático en las virtudes cristianas? ¿Se podrá hacer sin el testimonio de caridad, justicia y fortaleza? ¡Es imposible! Cristo necesita de nosotros para poder llegar a los demás. ¿Estaremos dispuestos a ser nosotros ese precursor de Cristo entre los hombres?

En el himno con el cual Zacarías celebra el nacimiento de su hijo, sobre todo, de su misión, termina diciendo: “Dios va a guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. La paz que todos buscamos y necesitamos. ¿Cuántas inquietudes, cuántos nudos no resueltos, cuántos problemas sin concluir hay para nosotros en esta Navidad? Cada uno de nosotros debería decirse a sí mismo: ¿Qué voy a hacer, cuál es el cambio que yo voy a dar, cómo voy a hacer para que mi vida, en esta Navidad, se acerque más al Señor?

A lo mejor, tendremos que aprender a perdonar y sembrar así el perdón en los demás. Pero para lograr esto tenemos que aceptar el que nosotros también nos hemos equivocado, o tenemos que aceptar dar el primer paso para tender la mano, porque sin duda ese camino de la paz no se podrá llevar con plenitud y verdad, mientras nosotros no aceptemos con plenitud y verdad el plan de Dios sobre nuestra vida.

¿Por qué seguirme escondiendo del plan de Dios? ¿Por qué seguirle dando vueltas a lo que Dios me está pidiendo? ¿Acaso no lo he oído? ¿Acaso no se me ha proclamado, con mucha frecuencia, este plan de Dios?

Jesús en el Evangelio dice: “El que tenga oídos para oír, que oiga”, que es una forma hebrea de decir que quien esté dispuesto, quien quiera, que escuche mi palabra. Pero hay una cosa muy clara, ninguno de nosotros entrará en el camino de la paz que Zacarías profetiza cuando ve a su hijo, si no somos capaces de oír lo que Dios nos pide, el cambio concreto que Dios pide a cada uno.

Que la Navidad nos conceda ver surgir en nuestras vidas el Sol que nace de lo alto. Ese Sol que ilumina nuestras sombras particulares: nuestras sombras en la familia, nuestras sombras en nuestro ambiente, nuestras sombras en nuestra vida espiritual. Que Dios nos otorgue en esta Navidad que ese Sol que nace de lo alto pueda —como dice Zacarías—, guiar nuestros pasos por el camino de la paz auténtica, que no es otra cosa que nuestro Redentor. Que el camino de la paz sea para nosotros la fidelidad y el seguimiento del camino de Cristo.

Isaías: 41, 13 - 20.
Mateo: 11, 11 - 15.


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Fuente: Catholic.net

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