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martes, 11 de febrero de 2025

Víctor Sono, atrapado en las adicciones, ha vivido en la calle, era carterista internacional, y fue encarcelado 30 años: «Dije: ‘Dios, te entrego mi vida y mi voluntad’; al Señor Jesús lo amo más cada día, es mi vida»


Víctor Sono Neira / Foto: Diego López Marina - ACI Prensa

* «Jesús está aquí, al lado mío, sentado conmigo. Él es mi amigo. Dios está presente, conversando con nosotros, hablándome a través de los hermanos. Recuerdo la última vez que fui a buscar al Señor de los Milagros, y escuché decir que ‘Jesús ha venido a buscar a quien está perdido, al enfermo del alma, de la mente y el corazón’. No ha venido por los sanos, ha venido por quien está enfermo por dentro, como yo. Porque la verdadera enfermedad no está fuera, está en lo profundo de mi ser y Él ha venido a sanarme… Dios hizo un milagro con mis hijos... Una de mis hijas es capitán de la policía. La otra es doctora»

Camino Católico.-   Víctor Sono Neira vivió años atrapado en las adicciones y la delincuencia como carterista internacional. En un giro radical, eligió vivir en las calles del Centro Histórico de Lima en busca de redención. Devoto del Señor de los Milagros, entregó a Jesús sus fragmentos rotos y hoy, a sus 72 años, es un testimonio vivo de su misericordia y perdón.

“¿Cómo es posible que un hombre tan malo, viejo y criminal como yo, que cometió tantos pecados, incluso llegó a quitarle la vida a otros, haya sido tan amado por Él? ¿Por qué a mí? ¿Quién soy yo?”, se pregunta Víctor en una entrevista con ACI Prensa.

“La misericordia de Dios la tengo que aceptar, aunque me cueste… Soy terco, peleo con Él como un hijo lo hace con su padre. Pero eso es lo que a Él le gusta: ver cómo, a pesar de todo, lo amo más cada día. Él es mi vida”, añade.

Nacido el 5 de octubre de 1952, en la Maternidad de Lima, Víctor vive hoy en la casa hogar Sembrando Esperanza del distrito de Villa María del Triunfo, un espacio que brinda atención integral a personas vulnerables, la mayoría en situación de abandono y con problemas de salud.

Al visitarlo y conversar con él para conocer su historia de primera mano, se pueden ver las cicatrices en su piel: huellas de las balas que lo atravesaron durante atracos a bancos o persecuciones policiales, y las marcas de accidentes y de los cuchillazos que recibió en sus brazos en enfrentamientos del pasado.

Conocerlo es sentir el peso de un pasado difícil, un relato que, aunque doloroso, forma parte de la experiencia que le permitió reencontrarse con Dios en su momento más sombrío. A pesar de haber tenido grandes riquezas gracias al robo, hoy no posee bienes materiales y vive confiado en la Providencia.

Víctor Sono Neira / Foto: Diego López Marina - ACI Prensa

Víctor es diabético, hipertenso y enfrenta problemas de depresión. Sin embargo, desde hace varios años no deja de asistir a Misa, recibir los sacramentos, leer la Biblia, recibir acompañamiento espiritual y buscar sanar sus heridas, entregándose completamente a la voluntad de Dios y a servir a sus hermanos y a quienes llegan a visitarlo para entablar una amistad sincera.

“Jesús está aquí, al lado mío, sentado conmigo. Él es mi amigo. Dios está presente, conversando con nosotros, hablándome a través de los hermanos. Recuerdo la última vez que fui a buscar al Señor de los Milagros, y escuché decir que ‘Jesús ha venido a buscar a quien está perdido, al enfermo del alma, de la mente y el corazón’. No ha venido por los sanos, ha venido por quien está enfermo por dentro, como yo. Porque la verdadera enfermedad no está fuera, está en lo profundo de mi ser y Él ha venido a sanarme”, asegura.

De una vida humilde en el Rímac al primer robo que cambió su vida  

Víctor quedó al cuidado de su abuelita tras ser abandonado por su madre, a quien nunca llegó a conocer. Esto le representa un vacío que le sigue doliendo en lo más profundo del alma. 

Creció en una casa pequeña y muy pobre en el distrito del Rímac de Lima, donde vivían él, algunos tíos y su abuelito. La hermana de su mamá había fallecido de cáncer en Barcelona, dejando tres hijos pequeños: Aurora, Amelia y Manuelito. A menudo, dormían ellos cuatro en una sola cama.

Vista aérea de la Plaza de Acho en el Rímac, la plaza de toros más grande de Lima, y a la vez la más antigua del país / Foto: Jan Schneckenhaus - Shutterstock

Según narra, estudió en el Colegio María Jesús, un colegio cristiano en esos tiempos. Cuando creció un poco más, lo matricularon en el Colegio Filomeno. En la Iglesia San Lázaro, se ofrecía desayuno, algo que era un verdadero alivio para Víctor. Cada mañana, tomaba el tranvía y acudía con regularidad. Un sacerdote les enseñaba a rezar a todos los niños del lugar, los llevaba al Catecismo y les brindaba formación.

“Todo en esa época giraba en torno al Señor de los Milagros, Santa Rosa de Lima. Iba a visitar a San Martín de Porres, a su iglesia que está en Caquetá, también a tomar desayuno. Ese era mi mundo”, relata.

Parroquia Santuario San Martín de Porres en Caquetá, Rímac / Foto: Parroquia Santuario San Martín de Porres

Víctor cuenta que no era muy bueno para los estudios. En aquellos años, su abuelita lavaba ropa para el ejército y él, a sus 9 años, la ayudaba. Como en cualquier barrio, había una tienda, y él recordaba la cantina de Don Manolo. En ese lugar, los carteristas solían ingerir licor.

“No había droga, pero sí alcohol. En la esquina de la casa había un hotel donde uno miraba a las prostitutas por la ventana. Todos los chiquitos se paraban en la noche a mirar. Y todo eso te llama. Veía en la cantina cómo sacaban las billeteras robadas y contaban el dinero. Y no eran asaltantes, eran carteristas”, relata.

La primera vez que robó ocurrió de manera casi automática, impulsado por lo que observaba a su alrededor. Tomaba el tranvía a diario y, viendo cómo otras personas robaban dinero de los bolsillos sin ser detectados, comenzó a imitarlos. “A la hora que salíamos del colegio a comprar frutas”, recordaba, “yo metía la mano en los bolsillos y sacaba dinero”. En una de esas ocasiones, logró conseguir cien soles, una cantidad que lo sorprendió. “Me volví loco”, dice. El impacto de lo que había hecho fue tan grande que casi instantáneamente sintió pánico, recuerda.

Con el paso del tiempo, Víctor comenzó a observar a las mujeres que llegaban a la cantina, pero también a sus tíos, quienes solían tomar los viernes después de cobrar. “Veía las ropas que tenían, me gustaban. Estaban bien vestidos, bien elegantes. Yo quería eso”, explica Víctor.

En ese punto, decidió dejar la escuela y comenzó a trabajar como lustrabotas en la Plaza de Armas de Lima. “Todo lo que juntaba se lo daba a mi abuelita, que lo guardaba sin gastarlo”, añade Víctor.

Plaza de Armas de Lima en la actualidad / Foto: Shutterstock

“Ahí conocí a otros chicos que lustraban zapatos, bien vestidos, y veía a las chicas con vestidos elegantes. Un día las vi abriendo carteras antiguas, lo hicieron tres veces. Fue entonces cuando decidí entrar en ese mundo”, asegura.

Víctor y su camino como carterista internacional y atracador de bancos

Un día, a los once años, robó a la esposa de un diplomático en la Plaza de Acho. Fue arrestado y llevado a la cuarta comisaría en el Rímac, según relata. En ese entonces, no existía el conocido centro penitenciario de menores “Maranguita”, por lo que fue recluido en el hogar infantil, donde permaneció casi tres años.


Plaza de Acho, en el Rímac / Foto: Milton Rodriguez - Shutterstock

“Con el tiempo, mi mente ya estaba más metida en el robo. Los chicos con los que andaba no eran cualquiera. Empecé a vestirme bien. Pero también empecé a ver cosas que nunca había visto, como que algunos de ellos le compraban casas para sus mamás”, cuenta.

Así fue como comenzó a viajar. El grupo de muchachos viajó a Cusco, Trujillo y otras provincias en busca de billeteras. Con el tiempo, la migración de carteristas los llevó más lejos. Algunos se dirigieron a Brasil, otros a Chile. Él terminó en Argentina en 1969, a los 15 años, donde ganaba mucho más que en Lima.

“Nunca había visto tantos dólares en mi vida. Pero nosotros teníamos un código de no robarle a los pobres, y si nos equivocábamos, lo devolvíamos”, afirma.    

Un día, una compañera le propuso ir a Italia. El pasaje en barco costaba 100 dólares y aceptó. Tras llegar, en dos o tres días, Víctor había conseguido suficiente dinero para comprarle una casa a su madre en Lima. Con tan sólo 15 años, aseguró que podía sacar una billetera con 3.000 o 4.000 dólares.  

Sin embargo, el problema llegó cuando viajó a México, donde se unió a  una banda llamada “Los Angelitos”, que se dedicaba al asalto de bancos y al robo de maletines en motocicleta. Durante uno de esos asaltos, Víctor fue herido de bala en el cuello.  “No todo era ganancia. También perdimos. Aquella vez yo estuve en la morgue, y al parecer estaba muerto, pero descubrieron que aún seguía con vida”, cuenta.

A lo largo de los años, robó en México, Italia, España, Alemania, Grecia y Malasia, donde pasó dos años preso. Para él y su grupo, viajar era fácil, pues sabían “cómo arreglar en la agencia de viajes o cómo pagarle al que sella el pasaporte en la ventanilla del aeropuerto”.

A pesar de su vida de robos, siempre llevaba consigo al Señor de los Milagros y varias estampitas de santos. En esa época, recuerda que asistía a Misa y luego salía a robar billeteras.

Víctor lleva hoy en su cuello un crucifijo y el Santo Rosario, que ha aprendido a rezar con el paso del tiempo / Foto: Diego López Marina - ACI Prensa

El comienzo de la caída de Víctor

Todo comenzó cuando regresó a Lima. En ese momento, ya estaba casado, pero no le prestaba mucha atención a su esposa Julia. Él se veía a sí mismo como “el papá del barrio” porque siempre trataba de ayudar a los necesitados. Había logrado construir su casa, pero en cuanto a su relación con Julia, pensaba muy poco. La indiferencia que le mostró a su esposa, que él mismo reconocía, fue lo que terminó afectando gravemente el vínculo.

En medio de los problemas personales, Víctor recuerda un episodio de su vida en el que participó en una balacera en el distrito de Surquillo, con el auto en marcha y la policía persiguiéndolo. “Mi carro chocó en un barranco y se hizo como un acordeón. Aparecí en la morgue de nuevo”, relata. “¿Cómo es posible que haya seguido vivo? Así habrá querido Dios que sea”. A raíz de ese incidente, estuvo paralítico por un tiempo.

El periodo de persecuciones, robos y balaceras continuó, pero todo empeoró cuando Julia lo dejó. “Ahí vino mi caída”, confiesa. Tras su separación, Víctor comenzó a consumir licor en exceso.

En 1986, cuando tenía 34 años, aceptó participar en un robo en banda en la empresa de productos farmacéuticos Química Suiza, un atraco que rápidamente se convirtió en un caso mediático. “El robo salió mal y me condenaron a 25 años y un día de prisión, aunque en realidad estuve 30 años en la cárcel”, comenta. En prisión, se volvió adicto a los fármacos y probó todo tipo de sustancias. “Fue horrible, pasé por diferentes cárceles del Perú”, explica.

Esos años en prisión fueron un periodo oscuro para él, lleno de drogas, ira, cólera e impotencia. “Me enteré que mi papá se ahorcó. Me sentía fatal, inundado de problemas”, recuerda con tristeza.

Un clamor de rescate a Dios

“No aguanté, ya no aguanté. Decía a Dios: ‘Señor, sácame, compadre. Y nunca más vuelvo acá, Papá. Pero sácame de aquí, viejo’”. Así fue como Víctor comenzó a clamar a Dios, buscando una salida de su vida de encierro, adicción y sufrimiento.

Lo trasladaron de un centro de confinamiento a un pabellón dentro de la prisión. Allí conoció a dos religiosas que se convirtieron en una mano amiga. “Prácticamente empecé a vivir en la capellanía. Fue una nueva etapa para mí. Era la década de los ochenta”, recuerda. Aunque este nuevo camino no estuvo exento de recaídas, donde volvió a consumir alcohol y drogas, algo dentro de él comenzaba a cambiar.

Después de evaluar su caso, las autoridades penitenciarias se dieron cuenta de que ya había cumplido más tiempo del que correspondía. Así fue como salió de prisión y las cosas empezaron a cambiar poco a poco. “En mi interior, ya no quería robar, ni drogarme. Pero la necesidad... Tú sabes, eso te lleva a hacer cosas. Pero ya no fue como antes. Mi mente ya había cambiado. Estaba más centrado en Dios. Ya era diferente, ya estaba más cerca del Señor de los Milagros”, reflexiona.

Tras ser excarcelado, decidió vivir en la calle, buscando la felicidad para los dos hijos que tuvo con Julia y que vivieran lejos de sus adicciones. “Quería que la mujer que los cuidaba sea feliz. Ella ya vivía con otra pareja. Y yo entonces rompí la dependencia familiar”, cuenta.

Víctor vivió durante varios años en las calles y comió de la basura. En algún momento, empezó a recibir alimento de las Madres Nazarenas Carmelitas Descalzas, que regentan la Iglesia de las Nazarenas, donde está la imagen del Señor de los Milagros. “Como todo el mundo se sentaba en la banca cercana al monasterio, un día dije voy a quedarme una noche. Eso se convirtió en mi vida. Luego también ingresé a un grupo de alcohólicos anónimos”, contó. Comenzó a vender caramelos en los buses y así aprendió a ganarse la vida.

Santuario y Monasterio de Las Nazarenas / Foto: Christian Vinces - Shutterstock

Fue en ese contexto cuando Tuto, su padrino del centro de rehabilitación, le planteó una pregunta que marcaría un antes y un después. “¿Quieres dejar esto, Víctor? ¿Quieres dejar de llorar?”. Luego, Tuto le dijo: “Si de verdad amas a Dios y confías en Él, debes poner tu confianza en Él, entregarle todo’”, recordó.

Víctor, en ese instante, dijo: “Dios, te entrego mi vida y mi voluntad”. Y Tuto continuó: “Entrégale todo. Pero para hacerlo, primero debes limpiar tu interior. Saca todo ese escombro que llevas dentro: el odio, la ira, el resentimiento, la manipulación, la mentira... Todos esos defectos. Porque tu enfermedad no está afuera, está dentro de ti. Y la enfermedad del alma es muy poderosa”.

Luego, Víctor aseguró en la entrevista: “Jesús ha venido por lo último del mundo, como yo”. “Cuando tú vives en la calle y vienen personas con comida, te dicen: ‘Señor, aquí mismo te doy dos comiditas. ¿Quieres comer?’. Ese es el amor del alma. Un amor puro que proviene de Dios y que nunca había experimentado”.

A medida que recibía amor y caridad en las calles, Víctor empezó a cambiar en su interior. “Yo le agradezco al suelo por haberme permitido dormir. Le agradezco a la lluvia por haberme bañado con amor y cariño. En la noche, sintiendo frío. Durmiendo así... con la lluvia, ahí sentado, todo empapadito, no importa”, expresando gratitud por los momentos difíciles. 

Además, confiesa: “Yo jamás voy a ser blanco como la nieve. Pero por lo menos, aprendí a detener todas esas inclinaciones al mal que toda la vida me llevaron a la locura”.

Víctor Sono en la capilla de Sembrando Esperanza / Foto: Diego López Marina

A lo largo de los años, Víctor nunca dejó de asistir a la Santa Misa en la Iglesia de las Nazarenas. “Escuchaba a diario las homilías y mensajes de los sacerdotes para crecer espiritualmente. Así fue día tras día y año tras año”, dice.

Una mañana, al despertar, se dio cuenta de que una hermana carmelita le había puesto al costado, mientras dormía, un hábito de la Hermandad del Señor de los Milagros. Así, Víctor también empezó a cargar al Cristo Moreno en el mes de octubre.   

Más tarde, uno de los capataces de la Hermandad del Señor de los Milagros lo invitó a servir. “Me llevó a un comedor para que atendiera a hermanitos, a los alcohólicos, a todos ellos. Empecé a servir a personas como yo. Aprendí a lavar los pies a mis hermanos”, relata.

Su llegada a la Casa de Todos y Sembrando Esperanza

En medio de la pandemia de COVID-19, un nuevo capítulo se abrió en su vida. La Plaza de Acho se convirtió en un refugio para personas indigentes, y allí se gestó la Casa de Todos. “Los mejores años de mi vida estaban por llegar. Empecé a ayudar con mucho amor a edificar ese lugar e inclusive fui la cara visible del proyecto”, recuerda Víctor, quien encontró en esa iniciativa no solo un lugar físico, sino también un propósito.

Víctor en la Casa de Todos, un programa social de la Beneficencia de Lima en alianza con la Municipalidad Metropolitana de Lima / Foto: Casa de Todos.

Sin embargo, tras la pandemia, Víctor regresó a las calles. Fue entonces cuando recibió una nueva oportunidad en el hogar Sembrando Esperanza. Este lugar, lleno de personas con discapacidad y ancianos, lo acogió con brazos abiertos, y Víctor comenzó a servir a los demás con dedicación. 

A través de Jenny, la directora del hogar, y de algunos sacerdotes, comenzó a profundizar en su fe. “En esta casa sólo basta con mirar los milagros para ver a Dios actuando. No pensé que iba a ver esta casa. Acá hay más personas que son milagros vivos, milagros reales. Esto no es un sueño, no es una mentira”, comparte con emoción.

Víctor y su profundo amor a Dios

En este hogar, Víctor experimentó una profunda sanación interior, abrazando los sacramentos y encontrando un nuevo sentido a su vida. Entre los milagros que Dios realizó en su vida, Víctor mencionó a sus hijos: “Dios hizo un milagro con mis hijos... Una de mis hijas es capitán de la policía. La otra es doctora”.  

Residentes de la casa hogar Sembrando Esperanza, en Villa María del Triunfo  / Foto: Cortesía de Sicar Perú

Sin embargo, aún hay un dolor profundo en su corazón: la ausencia de su madre. “Quiero conocer a mi madre. Ese es el único dolor que cargo ahora. Por eso este viejo anda con tanta ira, porque siento que me falta algo… A veces pienso que, si sigo en la calle, tal vez el Señor me haga el milagro de recogerme para poder verla allá arriba. Ese es mi anhelo”.

Víctor reconoce que su vida no ha sido fácil y que lleva consigo errores y faltas graves. Pero a pesar de todo, siente que Dios lo mantiene vivo por una razón que aún no entiende del todo. “Soy una persona como cualquiera, con errores, defectos, dificultades en mi vida. Pero no sé por qué Dios me mantiene vivo, no sé por qué a mí”, reflexiona.

Víctor, agradecido con Dios por el don de la vida / Foto: Diego López Marina

Hoy en día, Víctor se siente agradecido por lo que tiene y asegura que su misión es sencilla pero llena de significado. “Mi misión es simple: cuidar mi lavandería, cuidar a mis hermanos, mi ropita, tratarlos bien. Sentarme a la mesa y bromear con los demás, con los viejos. Ir al hospital con ellos, eso es mi vida”.

Y, como un hombre que ha conocido el dolor, el perderlo todo, pero también el valor de lo simple, hoy agradece el don de lo cotidiano: “El regalo más grande que me da Dios es a veces el simple hecho de tener mis 50 céntimos, los que me permiten comprar el periódico todos los días, aunque a veces no los tengo. Pero siempre hay alguien que aparece y me ayuda”.

“Al Señor Jesús le gusta ver cómo, a pesar de todo, lo amo más cada día. Él es mi vida”, concluyó Víctor, cuyo testimonio de redención sigue resonando en las vidas de personas que como él, combaten día a día las adicciones y los caminos errados, pero que están en camino a abrirse a la misericordia y el amor de Dios. 

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