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viernes, 13 de junio de 2008

Amar y ser amado / Autor: Cardenal Ricard Mª. CARLES

Hablamos la semana anterior de la cultura occidental y de la necesidad de que los cristianos no ocultemos nuestra condición de tales. Una actitud básica es no aceptar como un déficit inevitable de nuestro mundo la falta de amor. Esa aceptación es algo muy repetido en la historia de la humanidad. No caigamos en esa tentación. No es inevitable la falta de amor. Porque en el hondón el alma está anclado el deseo de amar y de ser amado. Y fundamentalmente de amar a Dios y de sabernos amados de Dios. Ello nos impulsa indefectiblemente a que otros, que nos rodean, vivan y mueran con ese profundo sentido de lo divino. Se ha dicho de los justos que mueren como muere la claridad del día, cuando llega la noche, marchando a brillar a otra región. Buena definición de toda muerte cristiana. Los hijos de Dios mueren para brillar en otra región.

Hablando de la posible carencia de amor en el mundo, el gran católico y filósofo español Julián Marías recuerda que san Juan dice que Dios es Amor. Partiendo de ahí, dice repetidamente en sus obras que el hombre es una criatura amorosa porque está hecha a imagen de Dios. De ahí su necesidad de amar y ser amado. Y añade: «Creo que la infidelidad radical al cristianismo es no verse como criatura amorosa». Y recuerda la expresión máxima de desamor y de insolidaridad radical -así lo expresa- en aquella respuesta del comendador a don Juan en el célebre drama de Zorrilla. Le pregunta el comendador: «¿Y qué tengo yo, don Juan, con tu salvación que ver?». No es una actitud cristiana. «Tenemos que ver» con la comunión de los santos y transmitir a otros el amor a Dios, a aquellos que tenemos cerca.


Quien dice que Dios ha muerto -dice un himno litúrgico- que salga a la luz y vea si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue despierto. Decid, si preguntan dónde, que Dios está en donde un hombre trabaja y un corazón le responde.

miércoles, 4 de junio de 2008

Oteando el futuro / Autor: Cardenal Ricard M.ª CARLES

Respecto al futuro de Europa, nos encontramos con dos diagnósticos contrapuestos: de una parte, la tesis de Oswald Spengler, el cual creía que se podían fijar para las grandes expresiones culturales una especie de ley natural: el momento del nacimiento, el crecimiento, el florecimiento, su lento decrecimiento, la vejez y la muerte. La tesis de Spengler era que occidente ha llegado a su época final, que corre inexorablemente al encuentro de la muerte. Europa puede transmitir sus dones a una cultura nueva emergente, como ha sucedido en precedentes decadencias, pero ella tiene ya agotado su tiempo de vida.

Esta tesis biologística ha encontrado opositores en el tiempo entre las dos guerras mundiales, especialmente en el ámbito católico. De manera especial se ha opuesto Arnold Toynbee. Él saca a la luz la diferencia entre el progreso material-técnico y el progreso real, que define como espiritualización. Admite que el mundo occidental se encuentra en crisis, la causa de la cual la ve en que desde la religión se ha caído en el culto de la técnica. Mas, si se conoce la causa de la crisis, se puede también indicar la vía de la solución: debe nuevamente ser introducido el factor religioso, de la que forma parte, según Toynbee, la herencia religiosa de todas las culturas, especialmente aquello «que ha permanecido del cristianismo occidental». A la visión biologista se contrapone una visión voluntarista que se apoya sobre la fuerza de las minorías creativas.

Benedicto XVI dijo crudamente que hay un odio de sí mismo del occidente, que se puede considerar solamente como algo patológico: el occidente intenta de modo laudable abrirse a la plena comprensión de los valores externos, pero no se ama ya a sí mismo. De su propia historia ve solamente aquello que es despreciable, mientras no está en situación de percibir aquello que es grande y puro.

La multiculturalidad huye de las cosas propias. Pero no puede subsistir sin puntos de orientación de valores propios, sin respeto a lo que es sagrado. Debe ir con respeto al encuentro de los elementos sagrados del otro, pero esto lo podemos hacer solamente si lo sagrado, Dios, no es extraño a nosotros mismos. Debemos nutrir el respeto ante aquello que es sagrado y mostrar el rostro de Dios que se ha manifestado tan humano que él mismo se ha hecho hombre, para darnos el sentido de nuestra vida y una perenne esperanza.
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Fuente: La Razón

jueves, 29 de mayo de 2008

Mirar con ojos cansados / Autor: Cardenal Ricard Mª CARLES

Hemos de intentar no mirar nunca a los otros con ojos cansados. La mirada que se nos escapa cuando vemos que se repite, en nosotros o en el prójimo, algo negativo. No miremos a otros con ojos cansados. Pobres de nosotros, si Dios nos mirase con semejantes ojos, diciéndose: «Otra vez este hijo o esta hija no responde a mi amor». Dios nos contempla con ojos ilusionados, no cansados, porque ninguna actitud nuestra le hace cambiar en su plan de que seamos objeto de su amor, suceda lo que suceda en nosotros.

Esta forma de esperanza tiene que ver, y mucho, con el prójimo. Y ello por dos razones. Si el otro adivina que no le creemos capaz de conversión, le quitaremos fuerza. Y otra razón importante: si oramos por él, pero no creemos que pueda cambiar esta persona, mi plegaria por él puede no ser suficiente. Pues Jesús dijo muy frecuentemente: «Que se haga como has creído», y yo ruego sin tener fe, sin confiar en la conversión ajena.

Jean Daniélou dijo que la confianza es difícil porque pide una cierta desposesión de uno mismo. De cara a Dios, desposesión de pecados. De cara al prójimo, pedir perdón y perdonar. Ambas cosas nos hacen falta, porque nos desposeemos, perdonando o pidiendo perdón. Esta ayuda a los otros tiene que ver con un paso, no muy frecuente en las escaladas, llamado «paso de espalda». Poner la espalda es poner oración, amistad, para que otro ascendiera espiritualmente adonde parecía que no podía llegar.

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Fuente: La Razón

miércoles, 21 de mayo de 2008

¿Tiene sentido contemplar? / Autor: Cardenal. Ricard Mª CARLES

El horizonte es la línea en la que el cielo y la tierra se unen. La eucaristía -celebraremos el próximo domingo esta fiesta- es el horizonte en el que el cielo y la tierra se unen hace siglos. Dios no podía ir más allá en su condescendencia, en su deseo de acercamiento al hombre.Sería bueno sorprendernos de tanta generosidad como si jamás nos lo hubieran dicho.

Jesús explicó a Nicodemo en una maravillosa noche de Jerusalén: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito». El árbol divino le dio su propia madera al hombre, su ser encarnado en una naturaleza humana, sabiendo que el hombre lo heriría con ella: la muerte del Hijo. Pero sabía que ese hachazo abría la savia de vida inmortal para toda la humanidad. Es bueno saberlo, pero no lo es acabar considerándolo tan natural que ya no nos cause admiración y, por lo tanto, agradecimiento.

Hemos de «contemplar» la presencia de Cristo en la misa y en el sagrario. Contemplación es «parada para ver detenidamente». No mirar fugazmente y quedarse en la superficie de lo que acontece. Se «contempla» sólo lo que interesa mucho -y en este caso, se adora.

En lo sobrenatural el hombre necesita estar en «lo profundo de su ser» y de su relacionarse, para vivir en su auténtica realidad, y porque en su interior es donde encuentra a Dios. La contemplación de una verdad comporta la «fruición» de ella.
Infinitamente más, la de Dios.
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Fuente:
La Razón