
Jesús explicó a Nicodemo en una maravillosa noche de Jerusalén: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito». El árbol divino le dio su propia madera al hombre, su ser encarnado en una naturaleza humana, sabiendo que el hombre lo heriría con ella: la muerte del Hijo. Pero sabía que ese hachazo abría la savia de vida inmortal para toda la humanidad. Es bueno saberlo, pero no lo es acabar considerándolo tan natural que ya no nos cause admiración y, por lo tanto, agradecimiento.
Hemos de «contemplar» la presencia de Cristo en la misa y en el sagrario. Contemplación es «parada para ver detenidamente». No mirar fugazmente y quedarse en la superficie de lo que acontece. Se «contempla» sólo lo que interesa mucho -y en este caso, se adora.
En lo sobrenatural el hombre necesita estar en «lo profundo de su ser» y de su relacionarse, para vivir en su auténtica realidad, y porque en su interior es donde encuentra a Dios. La contemplación de una verdad comporta la «fruición» de ella.
Infinitamente más, la de Dios.
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Fuente: La Razón
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