* «¿Qué opone el Evangelio al poder? ¡El servicio! Un poder para los demás, no sobre los demás. El poder confiere autoridad, en el sentido de dominio, pero el servicio confiere algo más, autoridad que significa respeto, estima, una ascendencia verdadera sobre los demás. Al poder el Evangelio opone también la no-violencia, esto es, un poder de otro tipo, moral, no físico»
Los grandes ejercen el poder: Domingo XXIX del tiempo ordinario – B:
Isaías 53, 10-11 / Salmo 32 / Hebreos 4, 14-16 / Marcos 10, 35-45
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap. / Camino Católico.- «Entonces Jesús, llamándoles, les dijo: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos”». Después de aquél sobre las riquezas, el Evangelio de este domingo nos da a conocer el juicio de Cristo sobre otro de los grandes ídolos del mundo: el poder. Tampoco el poder es intrínsecamente malo, como no lo es el dinero. Dios se define a sí mismo «el omnipotente» y la Escritura dice que «el poder pertenece a Dios» (Sal 62, 12).
Ya que, sin embargo, el hombre había abusado del poder que se le concedió, transformándolo en dominio del más fuerte y en opresión del débil, ¿qué hizo Dios? Para darnos ejemplo se despojó de su omnipotencia; de «omnipotente» se hizo «impotente». «Se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo» (Flp 2, 7).Transformó el poder en servicio. La primera lectura del día contiene una descripción profética de este salvador «impotente»: «Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. Despreciado y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias».
Se revela así un nuevo poder, el de la cruz: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios» (1 Cor 1, 24-27). María, en el Magnificat, canta anticipadamente esta revolución silenciosa obrada por la venida de Cristo: «Derribó del trono a los poderosos» (Lc 1, 52).
¿Quién es puesto bajo acusación por esta denuncia del poder? ¿Sólo los tiranos y dictadores? ¡Ojalá así fuera! Se trataría, en este caso, de excepciones. En cambio nos afecta a todos. El poder tiene infinitas ramificaciones, se mete por todas partes, como cierta arena del Sahara cuando sopla el viento siroco. Hasta en la Iglesia. El problema del poder no se plantea, por lo tanto, sólo en el mundo político. Si nos quedamos ahí, no hacemos más que unirnos al grupo de los que están siempre dispuestos a dar golpes, por sus propias culpas... en el pecho de los demás. Es fácil denunciar culpas colectivas, o del pasado; más difícil las personales y del presente.
María dice que Dios que «dispersó a los soberbios de corazón; derribó del trono a los poderosos» (Lc 1, 51 s.). Ella señala implícitamente un ámbito preciso en el que hay que empezar a combatir la «voluntad de poder»: el del propio corazón. Nuestra mente («los pensamientos del corazón») puede convertirse en una especie de trono en el que nos sentamos para dictar leyes y fulminar a quien no se somete. Somos, al menos en los deseos si no en los hechos, los «poderosos en los tronos». En la familia misma es posible, lamentablemente, que se manifieste nuestra voluntad innata de dominio y atropello, causando continuos sufrimientos a quien es víctima de ello, frecuentemente (no siempre) la mujer.
¿Qué opone el Evangelio al poder? ¡El servicio! Un poder para los demás, no sobre los demás. El poder confiere autoridad, en el sentido de dominio, pero el servicio confiere algo más, autoridad que significa respeto, estima, una ascendencia verdadera sobre los demás. Al poder el Evangelio opone también la no-violencia, esto es, un poder de otro tipo, moral, no físico. Jesús decía que habría podido pedir al Padre doce legiones de ángeles para derrotar a los enemigos que estaban a punto de acudir para crucificarle (Mt 26,53), pero prefirió rogar por ellos. Y fue así que logró su victoria.
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.
Evangelio
En aquel tiempo, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercan a Jesús y le dijeron:
«Maestro, queremos, nos concedas lo que te pidamos».
Él les dijo:
«¿Qué queréis que os conceda?».
Ellos le respondieron:
«Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda».
Jesús les dijo:
«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?».
Ellos le dijeron:
«Sí, podemos».
Jesús les dijo:
«La copa que yo voy a beber, sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado; pero, sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado».
Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan. Jesús, llamándoles, les dice:
«Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».
Marcos 10, 35-45