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viernes, 21 de marzo de 2008

Benedicto XVI bautiza en la Vigilia de Pascua a un famoso convertido del islam

Magdi Allam ha encontrado en el catolicismo «la certezza della verità»

CIUDAD DEL VATICANO, (ZENIT.org).- Benedicto XVI bautizó en la Vigilia de la Noche a siete personas, cinco mujeres y dos hombres de diferentes países, entre los que se encontraba el famoso periodista de origen egipcio Magdi Allam, convertido del islam.

«Siempre hemos de ser "convertidos", dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor», dijo el Papa en la homilía dirigiéndose a todo bautizado.

La Vigilia, el momento más importante del año litúrgico, en la que se revive la resurrección de Jesús, comenzó en el atrio de la Basílica de San Pedro con la sugerente bendición del fuego y la iluminación del cirio pascual.

Como es tradición, en esta noche el Papa administró el Bautismo y los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana (Confirmación y Comunión) a adultos de diferentes nacionalidades y condición, que han realizado el necesario camino de preparación espiritual y catequística, que en la tradición cristiana se llama «catecumenado».

Las siete personas que en esta ocasión han recibido el Bautismo proceden de Italia, Camerún, China, Estados Unidos, y Perú.

Magdi Allam, subdirector de «Il Corriere della Sera», el diario de mayor tirada en Italia, de 55 años, quien vive en Italia desde hace 35, recibe protección policial desde hace un lustro por las amenazas recibidas a causa de sus críticas al islamismo radical violento.

Explicando los motivos que han llevado al Papa a administrar en esta ocasión el bautismo al periodista, el padre Federico Lombardi S.I., director de la Oficina de Información de la Santa Sede, ha aclarado que «para la Iglesia católica toda persona que recibe el Bautismo, tras una profunda búsqueda personal, una decisión plenamente libre y una adecuada preparación, tiene el derecho a recibirlo».

«El Santo Padre administra el Bautismo en el curso de la liturgia pascual a los catecúmenos que le han sido presentados, sin hacer "acepción de personas", es decir, considerándolos a todos igualmente importantes ante el amor de Dios y bienvenidos en la comunidad de la Iglesia», añade el portavoz vaticano.

En una carta escrita este domingo en «Il Corriere della Sera», Allam, que como bautizado ha tomado el nombre de «Cristiano», explica que en su conversión han desempeñado un papel decisivo los testimonios de católicos que «poco a poco se han convertido en un punto de referencia a nivel de la certeza de la verdad y de la solidez de los valores».

Entre ellos cita al presidente del movimiento eclesial Comunión y Liberación, don Julián Carrón; al rector mayor de los salesianos, don Pascual Chávez Villanueva; al cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado; y al obispo Rino Fisichella, rector de la Pontificia Universidad Lateranense, quien le ha «seguido personalmente en el camino espiritual de aceptación de la fe cristiana».

Pero reconoce que quizá el papel más decisivo lo ha desempeñado Benedicto XVI, «a quien he admirado y defendido como musulmán por su maestría para plantear el lazo indisoluble entre fe y razón como fundamento de la auténtica religión y de la civilización humana, al que adhiero plenamente como cristiano para inspirarme con nueva luz en el cumplimiento de la misión que Dios me ha reservado».

«Para mí es el día más bello de mi vida», reconoce.

En su homilía el Papa explicó que la conversión no es sólo la decisión de un día, sino una actitud de fondo que debe realizarse diariamente.

La conversión, aclaró, consiste en «dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera».

Es levantar «el corazón, fuera de la maraña de todas nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción».

Convertirse, añadió, significa que «siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y obras».

El Santo Padre concluyó su meditación con esta plegaria: «Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor».


Homilía de Benedicto XVI en la Vigilia de la Noche de Pascua

Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la Vigilia de la Noche de Pascua.

* * *

Queridos hermanos y hermanas:

En su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: "Me voy y vuelvo a vuestro lado"
(Jn 14,28).
Morir es partir. Aunque el cuerpo del difunto aún permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo (cf. Jn 13,36). Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es una cosa definitiva, no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su muerte: "Me voy y vuelvo a vuestro lado". Justamente en su irse, él regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca. En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un determinado lugar y a un determinado tiempo. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar contemporáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, amando podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Queda, sin embargo, la barrera infranqueable del ser diversos. Jesús, en cambio, que a través del amor ha sido transformado totalmente, está libre de tales barreras y límites. Es capaz de atravesar no sólo las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20, 19). Puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. Cuando, en el día de su entrada solemne en Jerusalén, un grupo de griegos pidió verlo, Jesús contestó con la parábola del grano de trigo que, para dar mucho fruto, tiene que morir. Con eso predijo su propio destino: no se limitó simplemente a hablar unos minutos con este o aquel griego. A través de su Cruz, de su partida, de su muerte como el grano de trigo, llegaría realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo y tocarlo en la fe. Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado, en el cual Él está presente ayer, hoy y siempre; en el cual abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió con Pablo, quien describe el proceso de su conversión y Bautismo con las palabras: "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Mediante la llegada del Resucitado, Pablo ha obtenido una identidad nueva. Su yo cerrado se ha abierto. Ahora vive en comunión con Jesucristo, en el gran yo de los creyentes que se han convertido -como él define- en "uno en Cristo" (Ga 3, 28).

Queridos amigos, se pone así de manifiesto, que las palabras misteriosas de Jesús en el Cenáculo ahora -mediante el Bautismo- se hacen de nuevo presentes para vosotros. Por el Bautismo el Señor entra en vuestra vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros no estamos ya uno junto al otro o uno contra el otro. Él atraviesa todas estas puertas.Ésta es la realidad del Bautismo: Él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad, sí, una sola cosa con Él, y de este modo una sola cosa entre vosotros. En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar la verdad de esta palabra. Las personas bautizadas y creyentes no son nunca realmente ajenas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también acontecimientos históricos. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestras vidas es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo: la lejanía ha sido superada, estamos unidos en el Señor (cf. Ef 2, 13).

Esta naturaleza íntima del Bautismo, como don de una nueva identidad, está representada por la Iglesia en el Sacramento a través de elementos sensibles. El elemento fundamental del Bautismo es el agua; junto a ella está, en segundo lugar, la luz que, en la Liturgia de la Vigilia Pascual, destaca con gran eficacia. Echemos solamente una mirada a estos dos elementos. En el último capítulo de la Carta a los Hebreos se encuentra una afirmación sobre Cristo, en la que el agua no aparece directamente, pero que, por su relación con el Antiguo Testamento, deja sin embargo traslucir el misterio del agua y su sentido simbólico. Allí se lee: "El Dios de la paz, hizo subir de entre los muertos al gran pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre de la alianza eterna" (cf. 13, 20). En esta frase resuena una palabra del Libro de Isaías, en la que Moisés es calificado como el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. 63, 11). Jesús aparece como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte. En este contexto podemos recordar que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo. Luego, por providencia divina, fue sacado de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y así -salvado él mismo de las aguas de la muerte- pudo conducir a los demás haciéndolos pasar a través del mar de la muerte. Jesús ha descendido por nosotros a las aguas oscuras de la muerte. Pero en virtud de su sangre, nos dice la Carta a los Hebreos, ha sido arrancado de la muerte: su amor se ha unido al del Padre y así desde la profundidad de la muerte ha podido subir a la vida. Ahora nos eleva de la muerte a la vida verdadera. Sí, esto es lo que ocurre en el Bautismo: Él nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida verdadera. Nos conduce por el mar de la historia a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones y peligros corremos el riesgo de hundirnos frecuentemente. En el Bautismo nos toma como de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en aquella verdadera y justa. ¡Apretemos su mano! Pase lo que pase, ¡no soltemos su mano! De este modo caminamos sobre la senda que conduce a la vida.

En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. Gregorio de Tours narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en ciertas partes, de encender el fuego para la celebración de la Vigilia Pascual directamente con el sol a través de un cristal: se recibía, por así decir, la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Esto es un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia Pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra -la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas respecto al hombre; qué somos y para qué existimos. Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua se llamaba también al Bautismo el Sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos preservarla de todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz. En las promesas bautismales encendemos, por así decir, nuevamente, año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente. Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección se ha manifestado el Rostro de Dios; que en Él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra verdadera e ilumina nuestro corazón; creo que en la comunión de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Esta luz es también al mismo tiempo fuego, fuerza de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar nuestros corazones, para que nosotros seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este mundo.

En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: "Conversi ad Dominum" -volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este -en la dirección del sol naciente como señal del retorno de Cristo, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la Cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera. A esto se unía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: "Sursum corda" -levantemos el corazón, fuera de la maraña de todas nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción- levantad vuestros corazones, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro Bautismo: Conversi ad Dominum -siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Siempre hemos de ser "convertidos", dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor. En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos Sacramentos nos indica el itinerario justo y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor. Amén.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]


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sábado, 9 de febrero de 2008

Benedicto XVI: La formación del corazón en lo esencial

Encuentro del Papa con los párrocos y el clero de Roma (II)

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 12 febrero 2008 (ZENIT.org).- Como es tradicional a inicios de Cuaresma, Benedicto XVI se reunió con los párrocos y el clero de la diócesis de Roma el pasado jueves. El encuentro se desarrolló en forma de diálogo, entre el Santo Padre y los participantes. Proseguimos con la publicación de las preguntas y de las respuestas que brindó espontáneamente el Papa.

Se procura ofrecer las diez intervenciones agrupadas temáticamente, pues no siguieron un orden determinado. La parte I (Dimensión y visibilidad del diaconado) de este encuentro está disponible en Zenit, 11 de febrero de 2008.

* * *

[Padre Graziano Bonfitto, vicario parroquial de la parroquia de Ognissanti:]


Santo Padre: soy originario de un pueblo de la provincia de Foggia, San Marco in Lamis. Soy un religioso de Don Orione y sacerdote desde hace año y medio, actualmente vice-párroco en la parroquia de Ognissanti, en el barrio Appio. No le oculto mi emoción, y también la increíble alegría que tengo en este momento, para mí tan privilegiado. Usted es el obispo y el pastor de nuestra Iglesia diocesana, pero es siempre el Papa y por lo tanto el pastor de la Iglesia universal. Por ello la emoción se multiplica irremediablemente. Desearía en primer lugar expresarle mi agradecimiento por todo lo que, día tras día, hace no sólo por nuestra diócesis de Roma, sino por la Iglesia entera. Sus palabras y sus gestos, sus atenciones hacia nosotros, pueblo de Dios, son signo del amor y de la cercanía que usted alimenta por todos y cada uno. Mi apostolado sacerdotal se ejerce en particular entre los jóvenes. Es precisamente en nombre de ellos que desearía darle hoy las gracias. Mi santo fundador, san Luigi Orione, decía que los jóvenes son el sol o la tempestad del mañana. Creo que en este momento histórico en que nos encontramos los jóvenes son tanto el sol como la tempestad, no del mañana, sino de ahora. Los jóvenes sentimos actualmente, más que nunca, la fuerte necesidad de tener certezas. Deseamos sinceridad, libertad, justicia, paz. Deseamos contar con personas que caminen con nosotros, que nos escuchen. Exactamente como Jesús con los discípulos de Emaús. La juventud desea personas capaces de indicar el camino de la libertad, de la responsabilidad, del amor, de la verdad. O sea, los jóvenes hoy tienen una inagotable se de Cristo. Una sed de testigos gozosos que hayan encontrado a Jesús y hayan apostado por Él toda su existencia. Los jóvenes quieren una Iglesia siempre en el terreno y cada vez más próxima a sus exigencias. La quieren presente en sus opciones de vida, aunque persista en ellos cierta sensación de indiferencia respecto a la Iglesia misma. El joven busca una esperanza fidedigna -como usted escribió en la última carta que nos dirigió a los fieles de Roma-- para evitar vivir sin Dios. Santo Padre -permítame llamarle «papá»--, qué difícil es vivir en Dios, con Dios y por Dios. La juventud se siente insidiada por muchos frentes. Son tantos los falsos profetas, los vendedores de ilusiones. Demasiados los insinuadores de falsas verdades e ideales innobles. Con todo, la juventud que cree hoy, aún sintiéndose acorralada, está convencida de que Dios es la esperanza que resiste a todas las desilusiones, que sólo su amor no puede ser destruido por la muerte, aunque la mayor parte de las veces no es fácil encontrar espacio y valor para ser testigos. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo comportarse? ¿Vale efectivamente la pena seguir apostando la propia vida por Cristo? La vida, la familia, el amor, el gozo, la justicia, el respeto de las opiniones ajenas, la libertad, la oración y la caridad, ¿son todavía valores que hay que defender? La vida de los santos, que se mide por las bienaventuranzas, ¿es una vida idónea para el hombre, el joven del tercer milenio? Mil gracias por su atención, por su afecto y su premura por los jóvenes. La juventud está con usted: le estima, le quiere y le escucha. Siga siempre cerca, indíquenos cada vez con más fuerza la vía que lleva a Cristo, camino, verdad y vida. Ayúdenos a volar alto. Cada vez más alto. Y ruegue siempre por nosotros. Gracias.

[Benedicto XVI:]

Gracias por este bello testimonio de un joven sacerdote que está con los jóvenes, les acompaña y, como ha dicho, les ayuda a caminar con Cristo, con Jesús. ¿Qué decir? Todos sabemos lo difícil que es para un joven de hoy vivir como cristiano. El contexto cultural, el contexto mediático, aporta todo lo contrario del camino hacia Cristo. Parece precisamente que hace imposible ver a Cristo como centro de la vida y vivir la vida como Jesús la muestra. Sin embargo, me parece también que muchos sienten cada vez más la insuficiencia de todas estas ofertas, de este estilo de vida que al final deja vacío.

En este sentido me parece que justamente las lecturas de la liturgia de hoy, la del Deuteronomio (30, 15-20) y el pasaje evangélico de Lucas (9, 22-25), responden a cuanto, en sustancia, deberíamos decir a los jóvenes y siempre a nosotros mismos. Como usted ha mencionado, la sinceridad es fundamental. Los jóvenes deben percibir que no decimos palabras que no vivamos nosotros mismos, sino que hablamos porque hemos encontrado y buscamos encontrar cada día la verdad como verdad para mi vida. Sólo si estamos en este camino, si procuramos asimilar nosotros mismos esta vida y asociar nuestra vida a la del Señor, entonces también las palabras pueden ser creíbles y tener una lógica visible y convincente. Insisto: hoy ésta es la gran regla fundamental no sólo para la Cuaresma, sino para toda la vida cristiana: elige la vida. Ante ti tienes muerte y vida: elige la vida. Y me parece que la respuesta es natural. Son sólo pocos los que alimentan en lo profundo una voluntad de destrucción, de muerte, de no querer ya la existencia, la vida, porque todo es contradictorio para ellos. Lamentablemente, en cambio, se trata de un fenómeno que se amplía. Con todas las contradicciones, las falsas promesas, al final la vida parece contradictoria, ya no es un don, sino una condena y así hay quien desea más la muerte que la vida. Pero normalmente el hombre responde: sí, quiero la vida.

La cuestión sigue siendo cómo encontrar la vida, qué elegir, cómo elegir la vida. Y las ofertas que normalmente se hacen las conocemos: ir a la discoteca, conseguir todo lo posible, considerar la libertad como hacer todo lo que se quiera, todo lo que se ocurra en un momento determinado. Pero sabemos en cambio -y podemos mostrarlo-- que éste es un camino de falsedad, porque al final no se encuentra la vida, sino realmente el abismo de la nada. Elige la vida. La misma lectura dice: Dios es tu vida, has elegido la vida y has hecho la elección: Dios. Esto me parece fundamental. Sólo así nuestro horizonte es lo suficientemente amplio y sólo así permanecemos en la fuente de la vida, que es más fuerte que la muerte, que todas las amenazas de la muerte. Así que la elección fundamental es ésta que se indica: elige a Dios. Es necesario entender que quien emprende el camino sin Dios al final se encuentra en la oscuridad, aunque pueda haber momentos en los que parezca que se ha hallado la vida.

Un paso más es cómo encontrar a Dios, como elegir a Dios. Aquí llegamos al Evangelio: Dios no es un desconocido, una hipótesis del primer inicio del cosmos. Dios tiene carne y hueso. Es uno de nosotros. Le conocemos con su rostro, con su nombre. Es Jesucristo, quien nos habla en el Evangelio. Es hombre y es Dios. Y siendo Dios, eligió al hombre para hacernos posible la elección de Dios. Así que es necesario entrar en el conocimiento y después en la amistad de Jesús para caminar con Él.

Considero que éste es el punto fundamental de nuestra atención pastoral de los jóvenes, para todos, pero sobre todo para los jóvenes: atraer la atención sobre la elección de Dios, que es la vida. Sobre el hecho de que Dios existe. Y existe de modo muy concreto. Y enseñar la amistad con Jesucristo.

Hay también un tercer paso. Esta amistad con Jesús no es una amistad con una persona irreal, con alguien que pertenece al pasado o que está lejos de los hombres, a la diestra de Dios. Él está presente en su cuerpo, que sigue siendo un cuerpo de carne y hueso: es la Iglesia, la comunión de la Iglesia. Debemos construir y hacer comunidades más accesibles que reflejen la gran comunidad de la Iglesia vital. Es un todo: la experiencia vital de la comunidad, con todas las debilidades humanas, pero sin embargo real, con un camino claro y una vida sacramental sólida en la que podemos tocar también lo que puede parecernos tan lejano, la presencia del Señor. De esta manera podemos igualmente aprender los mandamientos -por volver al Deuteronomio, del que partí. Porque la lectura dice: elegir a Dios quiere decir elegir según su Palabra, vivir según la Palabra. Por un momento esto parece casi positivista: son imperativos. Pero lo primero es el don: su amistad. Después podemos entender que los indicadores del camino son explicaciones de la realidad de esta amistad nuestra.

Podemos decir que ésta es una visión general, que brota del contacto con la Sagrada Escritura y la vida de la Iglesia de cada día. Después se traduce paso a paso en los encuentros concretos con los jóvenes: guiarles al diálogo con Jesús en la oración, en la lectura de la Sagrada Escritura -la lectura común, sobre todo, pero también personal-- y en la vida sacramental. Son todos pasos para hacer presentes estas experiencias en la vida profesional, aunque el contexto esté marcado frecuentemente por la plena ausencia de Dios y por la aparente imposibilidad de verle presente. Pero justamente entonces, a través de nuestra vida y de nuestra experiencia de Dios, debemos intentar que entre en este mundo lejano de Dios la presencia de Cristo.

La sed de Dios existe. Hace poco recibió la visita ad limina de obispos de un país en el que más del cincuenta por ciento se declara ateo o agnóstico. Pero me dijeron: en realidad todos tienen sed de Dios. Escondidamente existe esta sed. Por ello empecemos antes nosotros, con los jóvenes que podamos encontrar. Formemos comunidades en las que se refleje la Iglesia, aprendamos la amistad con Jesús. Y así, llenos de esta alegría y de esta experiencia, podemos también hoy hacer presente a Dios en este mundo nuestro.

* * *

[Don Paolo Tammi, párroco de San Pío X; profesor de religión:]


Deseo expresarle sólo uno de los muchos agradecimientos por el esfuerzo y la pasión con que ha escrito su libro sobre Jesús de Nazaret, un texto que, como usted mismo ha dicho, no es un acto de magisterio, sino fruto de su búsqueda personal del rostro de Dios. Ha contribuido a poner en el centro del cristianismo la persona de Jesucristo y con seguridad está contribuyendo y seguirá haciéndolo en una paciente justicia de las visiones parciales del acontecimiento cristiano, como la visión política en la que se desarrolló la mayor parte de mi adolescencia y la de mis coetáneos, o la moralista, demasiado insistente -en mi opinión-- en la predicación católica, o finalmente la que ama definirse desmitificadora de la figura de Jesucristo, como la ciertos maestros del pensamiento laico que, con poca sorpresa, la verdad, de golpe se ocupan hoy del Fundador del cristianismo y de su aventura humana para negar su historicidad o para atribuir su divinidad a una fantasía de la Iglesia apostólica. Usted en cambio no deja de enseñarnos, Santidad, que Jesús es verdaderamente todo; que de Él, hombre y Dios, sólo es posible enamorarse, que no es precisamente lo mismo que tener carné de partido, suponiendo que existiera, o llenarse de él la boca sólo para salvar una identidad cultural. Me limito a añadir que en un ambiente laico como la escuela, donde las motivaciones históricas y filosóficas a favor o en contra de la religión obviamente tienen su legítimo espacio, veo cada día a los chavales mantener una gran distancia emotiva, mientras que he visto a otros conmoverse en Asís, donde les llevé hace algunos días, al escuchar un apasionado testimonio de un joven fraile menor. Le pregunto: ¿cómo puede la vida de un sacerdote apasionarse cada vez más en lo esencial, que es el esposo Jesús? Y también: ¿en qué se ve que un sacerdote está enamorado de Jesús? Sé que ha respondido varias veces, pero es cierto que la respuesta puede ayudarnos a corregirnos, a retomar esperanza. Le ruego que lo haga otra vez con sus sacerdotes.

[Benedicto XVI:]

¡Cómo puedo corregir a los párrocos, que trabajan tan bien! Podemos sólo ayudarnos recíprocamente. Así que usted conoce este ambiente laico con distancia no sólo intelectual, sino sobre todo emotiva de la fe. Y debemos, según las circunstancias, buscar la forma de crear puentes. Me parece que las situaciones son difíciles, pero usted tiene razón. Debemos pensar siempre: qué es lo esencial, si bien después puede ser distinto el punto en el que es posible enlazar el kerigma, el contexto, el modo de actuar. Pero la cuestión debe ser siempre: ¿qué es esencial? ¿Qué es necesario descubrir? ¿Qué desearía dar? Y aquí repito siempre: lo esencial es Dios. Si no hablamos de Dios, si no se descubre a Dios, nos quedamos siempre en las cosas secundarias. Por lo tanto me parecería fundamental que al menos naciera la pregunta: ¿existe Dios? Y ¿cómo podría vivir sin Dios? ¿Es Dios verdaderamente una realidad importante para mí?

Me sigue pareciendo impresionante que el [Concilio] Vaticano I quisiera precisamente entablar este diálogo, entender con la razón a Dios -si bien en la situación histórica en la que nos encontramos necesitamos que Dios nos ayude y purifique nuestra razón. Me parece que ya se está buscando responder a este desafío del ambiente laico respecto a Dios como la cuestión fundamental, y después respecto a Jesucristo como la respuesta de Dios. Naturalmente diría que existen los preambula fidei, que tal vez constituyen el primer paso para dejar abierto el corazón y la mente hacia Dios: las virtudes naturales. Estos días he recibido la visita de un jefe de Estado, quien me dijo: no soy religioso, el fundamento de mi vida es la ética aristotélica. Es ya algo muy bueno, y nos sitúa junto a santo Tomás, en camino hacia la síntesis de Tomás. Y por lo tanto puede ser éste un punto de contacto: aprender y hacer compresible la importancia para la convivencia humana de esta ética racional, que después se abre interiormente -si se vive consecuentemente-- a la cuestión de Dios, a la responsabilidad ante Dios.

Así que me parece que, por un lado, debemos tener claro ante nosotros qué es lo esencial que queremos y debemos transmitir a los demás y cuáles son los preambula en las situaciones en las que podemos dar los primeros pasos: en verdad precisamente hoy una primera educación ética es un paso fundamental. Es lo que hizo también el cristianismo antiguo. Cipriano, por ejemplo, nos dice que antes su vida era totalmente disoluta; después, viviendo en la comunidad catecumenal, aprendió una ética fundamental y de tal modo se abrió el camino hacia Dios. También san Ambrosio en la vigilia pascual dice: hasta ahora hemos hablado de la moral, ahora vayamos a los misterios. Habían hecho el camino de los preambula fidei con una educación ética fundamental, que creaba la disponibilidad para comprender el misterio de Dios. Por lo tanto diría que tal vez debemos realizar una interacción entre educación ética -hoy tan importante-- por un lado, también con su evidencia pragmática, y al mismo tiempo no omitir la cuestión de Dios. Y en este entrelazamiento de dos caminos me parece que tal vez un poco conseguimos abrirnos a ese Dios que sólo puede dar la luz.

* * *

[Don Daniele Salera, vicario parroquial en Santa María Madre del Redentor en Tor Bella Monaca; profesor de religión:]

Santidad:
soy don Daniele Salera, sacerdote desde hace 6 años, vicario parroquial en Tor Bella Monaca; allí enseño religión. Al leer su carta sobre la tarea urgente de la educación he tomado nota de algunos aspectos para mí significativos y de los que me gustaría dialogar con usted. Ante todo encuentro importante su orientación para la diócesis y la ciudad. Esta distinción da razón de las distintas identidades que la componen e interpela, en la libertad a la que usted, Santidad, alude, también a los no creyentes. Desearía transmitirle es estos pocos instantes la belleza de trabajar en la escuela con colegas que por diversos motivos ya no tienen una fe viva o no se reconocen en la Iglesia; sin embargo, me dan ejemplo en la pasión educativa y en la recuperación de adolescentes que tienen una vida marcada por el crimen y la degradación. Percibo en muchas personas con las que trabajo en Tor Bella Monaca una auténtica ansia misionera. Por caminos distintos, pero convergentes, luchamos contra esa crisis de esperanza que siempre se agazapa cuando, a diario, se tiene relación con chavales que parecen interiormente muertos, sin deseos de futuro o tan profundamente envueltos por el mal que no logran percibir el bien que se les desea o las ocasiones de libertad y de redención que en cualquier caso existen en su camino. Frente a tal emergencia humana no hay espacio para las divisiones; me repito frecuentemente una frase del Papa Roncalli, quien decía: «Buscaré siempre lo que une, más que lo que separa». Santidad, esta experiencia me permite vivir cotidianamente con jóvenes y adultos que jamás habría encontrado si me hubiera concentrado sólo en las actividades internas de la parroquia, y observo que es cierto: muchos educadores están renunciando a la ética en nombre de una afectividad que no da certezas y crea dependencia. Otros temen defender las reglas de la convivencia civil porque piensan que aquellas no dan razón de las necesidades, de las dificultades y de la identidad de los jóvenes. Con un eslogan, diría que, a nivel educativo, vivimos en una cultura del «sí, siempre» y del «no, jamás». Pero es el «no» pronunciado con amorosa pasión por el hombre y su futuro el que a menudo traza la línea entre el bien y el mal; límite que en la edad evolutiva es fundamental para la construcción de una identidad personal sólida. Por una parte estoy convencido de que, ante la emergencia las diversidades se atenúan, y por lo tanto en el plano educativo podemos verdaderamente encontrar una mesa común con quien libremente no se declara creyente en sentido propio; por otra, me pregunto, ¿por qué nosotros, Iglesia, que tanto hemos escrito, pensado y vivido acerca de la educación como formación en el recto uso de la libertad -como usted dice--, no logramos transmitir este objetivo educativo? ¿Por qué parecemos, en término medio, tan poco liberados y liberadores?

* * *

[Benedicto XVI:]

Gracias por este reflejo de sus experiencias en la escuela actual, de los jóvenes de hoy, también por estas preguntas de autocrítica para nosotros. En este momento sólo puedo confirmar que me parece muy importante que la Iglesia esté presente también en la escuela, porque una educación que no es a la vez educación con Dios y presencia de Dios, una educación que no transmite los grandes valores éticos que han aparecido en la luz de Cristo, no es educación. Jamás basta una formación profesional sin formación del corazón. Y el corazón no puede formarse sin, al menos, el desafío de la presencia de Dios. Sabemos que muchos jóvenes viven en ambientes, en situaciones que les hacen inaccesibles la luz y la Palabra de Dios; están en situaciones de vida que representan una verdadera esclavitud, no sólo exterior, sino que provoca una esclavitud intelectual que oscurece en verdad el corazón y la mente. Intentemos con cuanto está al alcance de la Iglesia ofrecerles también a ellos una posibilidad de salida. Pero, en cualquier caso, hagamos que en este variado ambiente de la escuela -donde se va desde los creyentes hasta las situaciones más tristes-- esté presente la Palabra de Dios. Es lo que hemos dicho de san Pablo, que quería hacer llegar el Evangelio a todos. Este imperativo del Señor -el Evangelio debe ser anunciado a todos-- no es un imperativo diacrónico, no es un imperativo continental, de que en todas las culturas se anuncie en primera línea; sino un imperativo interior, en el sentido de entrar en los distintos matices y dimensiones de una sociedad para hacer más accesible, al menos un poco, la luz del Evangelio; que se anuncie realmente a todos el Evangelio.

Y me parece también un aspecto de la formación cultural hoy. Conocer qué es la fe cristiana que ha formado este continente y que es una luz para todos los continentes. Los modos en que se puede hacer presente y accesible al máximo esta luz son diversos y soy consciente de que no tengo una receta para esto; pero la necesidad de ofrecerse a esta aventura, bella y difícil, es realmente un elemento del imperativo del Evangelio mismo. Roguemos para que el Señor nos ayude a responder a este imperativo de hacer que llegue a todas las dimensiones de nuestra sociedad su conocimiento, el conocimiento de su rostro.

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Traducción del original italiano por Marta Lago

martes, 5 de febrero de 2008

La Cuaresma, tiempo para llegar a ser auténticos cristianos / Autor: Benedicto XVI:


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Intervención durante la audiencia general

Publicamos la meditación que ofreció Benedicto XVI en la audiencia general dedicada al Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma.

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, Miércoles de Ceniza, volvemos a emprender, como todos los años, el camino cuaresmal animados por un espíritu más intenso de oración y de reflexión, de penitencia y de ayuno. Entramos en un tiempo litúrgico «intenso» que, mientras nos prepara para las celebraciones de la Pascua, corazón del año litúrgico y de toda nuestra existencia, nos invita, es más, nos provoca a imprimir un impulso más decidido a nuestra existencia cristiana.

Dado que los compromisos, los afanes y las preocupaciones nos hacen volver a caer en la rutina, exponiéndonos al riesgo de olvidar hasta qué punto es extraordinaria la aventura en la que nos ha involucrado Jesús, tenemos necesidad, cada día, de comenzar de nuevo nuestro itinerario exigente de vida evangélica, retirándonos en nosotros mismos a través de momentos de pausa que regeneran el espíritu. Con el antiguo rito de la imposición de las cenizas, la Iglesia nos introduce en la Cuaresma como en un gran retiro espiritual que dura cuarenta días.

Entramos, por tanto, en el clima cuaresmal, que nos ayuda a redescubrir el don de la fe recibida con el Bautismo y nos lleva a acercarnos al sacramento de la Reconciliación, poniendo nuestro compromiso de conversión bajo el signo de la misericordia divina. En los orígenes, en la Iglesia primitiva, la Cuaresma era el tiempo privilegiado para la preparación de los catecúmenos a los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, que se celebraban en la Vigilia pascual. Se consideraba la Cuaresma como el tiempo para hacerse cristianos, que no se vivía en un solo momento, sino que exigía un largo camino de conversión y renovación.

A esta preparación se unían también los ya bautizados, reactivando el recuerdo del sacramento recibido, y preparándose a una renovada comunión con Cristo en la celebración gozosa de la Pascua. De este modo, la Cuaresma tenía, y todavía hoy lo conserva, el carácter de un itinerario bautismal, en el sentido de que ayuda a mantener despierta la conciencia de que ser cristianos se realiza siempre como un nuevo hacerse cristianos: no es nunca una historia concluida que queda a nuestras espaldas, sino un camino que exige siempre un nuevo ejercicio.

Al imponer sobre la cabeza las cenizas, el celebrante dice: «Polvo eres y en polvo te convertirás» (Cf. Génesis 3, 19), o «Convertíos y creed en el Evangelio» (Cf. Marcos 1, 15). Ambas fórmulas recuerdan la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores que siempre necesitamos penitencia y conversión. ¡Qué importante es escuchar y acoger este llamamiento en nuestro tiempo! Cuando proclama su total autonomía de Dios, el hombre contemporáneo se convierte en esclavo de sí mismo, y con frecuencia se encuentra en una soledad desconsolada. La invitación a la conversión es, por tanto, un impulso a volver a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a fiarse de Él, a encomendarse a Él como hijos adoptivos, regenerados por su amor. Con sabia pedagogía la Iglesia repite que la conversión es ante todo una gracia, un don que abre el corazón a la infinita bondad de Dios. Él mismo anticipa con su gracia nuestro deseo de conversión y acompaña nuestros esfuerzos hacia la plena adhesión a su voluntad salvífica. Convertirse quiere decir, entonces, dejarse conquistar por Jesús (Cf. Filipenses 3, 12) y «volver» con Él al Padre.

La conversión implica por tanto seguir humildemente las enseñanzas de Jesús y caminar siguiendo dócilmente sus huellas. Son iluminantes las palabras con las que Él mismo indica las condiciones para ser sus auténticos discípulos. Después de haber afirmado que «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará», añade: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Marcos 8, 35-36).

La conquista del éxito, la obsesión por el prestigio y la búsqueda de las comodidades, cuando absorben totalmente la vida hasta llegar a excluir a Dios del propio horizonte, ¿llevan verdaderamente a la felicidad? ¿Puede haber felicidad auténtica prescindiendo de Dios? La experiencia demuestra que no se es feliz por el hecho de satisfacer las expectativas y las exigencias materiales. En realidad, la única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios: tenemos necesidad, de hecho, de la alegría infinita. Ni las preocupaciones cotidianas, ni las dificultades de la vida, logran apagar la alegría que nace de la amistad con Dios. La invitación de Jesús a cargar con la propia cruz y a seguirle en un primer momento puede parecer algo duro y en contra de lo que queremos, mortificador para nuestro deseo de realización personal. Pero si lo analizamos con más atención, nos damos cuenta de que no es así: el testimonio de los santos demuestra que en la Cruz de Cristo, en el amor que se entrega, renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra esa profunda serenidad que es manantial de entrega generosa a los hermanos, en especial, a los pobres y necesitados.

Y esto también nos da alegría a nosotros mismos. El camino cuaresmal de conversión, que hoy emprendemos con toda la Iglesia, se convierte, por tanto, en la ocasión propicia, «el momento favorable» (Cf. 2 Corintios 6, 2) para renovar nuestro abandono filial en las manos de Dios y para aplicar lo que Jesús sigue repitiéndonos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Marcos 8, 34), y de este modo emprenda el camino del amor y de la auténtica felicidad.

En el tiempo de Cuaresma, la Iglesia, dando eco al Evangelio, propone algunos compromisos específicos que acompañan a los fieles en este itinerario de renovación interior: la oración, el ayuno y la limosna. En el Mensaje para la Cuaresma de este año, publicado hace pocos días, he querido reflexionar sobre «la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales» (n. 1).

Por desgracia sabemos hasta qué punto la sugestión de las riquezas materiales penetra en la sociedad moderna. Como discípulos de Jesucristo, no estamos llamados a idolatrar los bienes terrenales, sino a utilizarlos como medios para vivir y para ayudar a los que tienen necesidades. Al presentarnos la práctica de la limosna, la Iglesia nos educa a salir al paso de las necesidades del prójimo, a imitación de Jesús, que, como observa san Pablo, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (Cf. 2 Corintios 8, 9).

«Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total --he escrito en el mencionado Mensaje--; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos». Y añadía: «¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor» (n. 5).

Queridos hermanos y hermanas: pidamos a la Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, que nos acompañe en el camino cuaresmal, para que sea un camino de auténtica conversión. Dejémonos guiar por ella y llegaremos interiormente renovados a la celebración del gran misterio de la Pascua de Cristo, revelación suprema del amor misericordioso de Dios.

¡Buena Cuaresma a todos!


[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:


Hoy, con el rito de la imposición de la ceniza, la Iglesia nos introduce en la Cuaresma, que es como un gran retiro espiritual de cuarenta días, en el cual se nos invita a redescubrir el don de la fe recibida con el Bautismo y a acercarnos al sacramento de la Reconciliación, poniendo nuestro esfuerzo de conversión interior bajo el signo de la misericordia divina. Convertirse es acudir a la escuela de Jesús y seguir dócilmente sus huellas. A la luz del Evangelio, la Iglesia propone a los fieles algunos compromisos específicos para este itinerario: la oración, el ayuno y la limosna. Sobre esta última he querido detenerme en el Mensaje para la Cuaresma de este año. El cristiano está llamado a no idolatrar los bienes terrenos, sino a utilizarlos como medios para vivir y ayudar a los necesitados, imitando así al Señor, quien, según San Pablo, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9).

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En particular, a los fieles venidos de San Sebastián, de las parroquias de El Salvador de La Roda y de San Juan Bautista de Carballo, a la Asociación "Palabra culta y buenas costumbres", así como a los demás grupos procedentes de España, México y de otros países latinoamericanos. Dejémonos guiar por la Virgen María en el camino cuaresmal y llegaremos, renovados interiormente, a la celebración de la Pascua de Cristo, revelación suprema del amor misericordioso de Dios. Os deseo a todos una Santa Cuaresma. Muchas gracias.

[Al final de la audiencia, volviendo a hablar en italiano, el Papa lanzó este llamamiento:]

En estos días estoy particularmente cerca de las queridas poblaciones de Chad, sacudidas por dolorosas luchas internas, que han causado numerosas víctimas y la fuga de miles de civiles de la capital. Confío también a vuestra oración y a vuestra solidaridad a estos hermanos y hermanas que sufren, pidiendo que se les ahorren ulteriores violencias y se les asegure la necesaria asistencia humanitaria, mientras dirijo un urgente llamamiento a abandonar las armas y a recorrer el camino del diálogo y de la reconciliación.

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[Traducción del original italiano realizada por Zenit

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]