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viernes, 25 de febrero de 2022

Papa Francisco en Mensaje para la Cuaresma 2022: «No nos cansemos de orar siempre sin desanimarnos, extirpar el mal de nuestra vida y hacer el bien en la caridad hacia el prójimo»  

 


*  «La Cuaresma nos recuerda cada año que ‘el bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día’ Por tanto, pidamos a Dios la paciente constancia del agricultor (cf. St 5,7) para no desistir en hacer el bien, un paso tras otro. Quien caiga tienda la mano al Padre, que siempre nos vuelve a levantar. Quien se encuentre perdido, engañado por las seducciones del maligno, que no tarde en volver a Él, que «es rico en perdón» (Is 55,7). En este tiempo de conversión, apoyándonos en la gracia de Dios y en la comunión de la Iglesia, no nos cansemos de sembrar el bien»

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viernes, 12 de febrero de 2021

Papa Francisco en Mensaje para la Cuaresma: «Camino de conversión y oración para compartir nuestros bienes que nos ayuda a reconsiderar la fe que viene de Cristo vivo»


* «
El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo»

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lunes, 11 de febrero de 2008

La cuaresma en familia

VIDEO 1

VIDEO 2
En este segundo video hay una pausa de algun minuto por razones ajenas a nosotros. Después se reprende el programa.

VIDEO 3

sábado, 9 de febrero de 2008

La limosna como antídoto del materialismo / Autor: Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, OFM, Presidente Conferencia Episcopal Peruana

1. La Cuaresma es una ocasión providencial para profundizar el valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. Por eso se propone algunos compromisos específicos como la oración, el ayuno y la limosna.

2. Quisiéramos detenernos sobre la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales, porque fuerte es la seducción de las riquezas materiales y tajante tiene que ser nuestra decisión de no idolatrarlas: "No podéis servir a Dios y al dinero" (Lc 16,13).

3. La limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a socorrer al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos por bondad divina. De este modo, a la purificación interior a la que nos invita la Cuaresma, se añade un gesto de comunión eclesial

4. Según las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los bienes que poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios; un medio de la providencia divina hacia el prójimo y es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen las riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos.

5. San Juan dice que "si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1Jn 3,17). Socorrer a los necesitados es pues un deber de justicia aun antes que un acto de caridad.

6. El Evangelio indica también una característica típica de la limosna cristiana: tiene que ser en secreto. "Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha", dice Jesús, "así tu limosna quedará en secreto" (Mt 6,3-4). Y poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de los cielos (cf. Mt 6,1-2). La preocupación del discípulo debe ser que todo sea para mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Ojalá que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al prójimo.

7. Si al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y el verdadero bien de nuestros hermanos, sino más bien aspiramos a satisfacer un interés personal o simplemente obtener la aprobación de los demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica.

8. La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, virtud que exige la conversión interior al amor de Dios y al de los hermanos, a imitación de Jesucristo. En este sentido, ¿cómo no dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos de los reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu, acciones generosas de ayuda al prójimo necesitado? No nos olvidemos, "Dios ve en el secreto".

9. Por otro lado, hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos (cf. 2Cor 5,15). San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. "La caridad -escribe- cubre multitud de pecados" (1P 4,8). Y a menudo repite la liturgia cuaresmal, que Dios ofrece, a los pecadores, la posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don.

10. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.

11. San José Benito Cottolengo solía recomendar: "Nunca contéis las monedas que dais, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo" (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo "todo lo que tenía para vivir" (Mc 12,44). Esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee sino lo que es. Toda su persona.

12. Jesús, como señala San Pablo, se ha entregado a sí mismo por nosotros. Y la Cuaresma nos empuja a seguir su ejemplo. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos. ¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor.

13. La Cuaresma pues nos invita a "entrenarnos" espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. El Apóstol Pedro dijo al hombre tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: "No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar" (Hch 3,6).

14. Que María, Madre y Sierva fiel del Señor, ayude a todos los creyentes a llevar adelante la "batalla espiritual" de la Cuaresma, armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados en el espíritu.

ASÍ SEA.

+ HÉCTOR MIGUEL CABREJOS VIDARTE, OFM
Arzobispo de Trujillo
Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana
Presidente del Departamento de Misión y Espiritualidad del CELAM

jueves, 7 de febrero de 2008

La Cuaresma, Camino hacia la Pascua / Autor: Juan Pavlo II

Invitación a la penitencia

1. Nos encontramos hoy en el primer día de Cuaresma, Miércoles de Ceniza. En esta jornada, al comenzar el de cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: «Arrepentios, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt. 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo «ayunó cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuadragesimal, la Iglesia, en cierto sentido, esta llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio. El primer día de Cuaresma –precisamente hoy– debe testimoniar de modo especial que la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea cumplirla.

Convertirse a Dios

2. La penitencia en sentido evangélico significa sobre todo conversión. Bajo este aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo somete a crítica el modo puramente externo del cumplimiento de estos actos: limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo de la entidad humana, en el secreto del corazón.

«Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas... para ser alabados de los hombres... ; No sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo oculto te premiará.

Cuando oréis, no seáis como los hipócritas..., para ser vistos de los hombres..., sino... entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará.

Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas..., (sino)... úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6,2).

Por lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior, espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí mismo, en lo más profundo de la propia entidad, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre exterior debe ceder –diría– en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto sentido, dejarle el puesto. En la vida corriente el hombre no vive bastante interiormente. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente interiores, pueden ceder al exteriorizan corriente, y, por lo tanto, pueden ser falsificados. En cambio, la penitencia, como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. Hasta una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre, es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama ascesis (así lo llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo). Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes exteriores, para permanecer así siempre ellos mismos y conservar la dignidad de la propia humanidad.

Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice «entra en tu cámara y cierra la puerta», indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no debe terminar en el hombre mismo. Ese cerrarse es, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por esto debe realizarse. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio yo interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente.

Liberación espiritual

3. Así, pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En este esfuerzo, la voluntad humana de convertirse a Dios es investida por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo, de perdón y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.

Parece que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias que es difícil analizar en los limites de este discurso. Nuestra civilización –sobre todo en Occidente–, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones interiores.

En fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización pierde muy frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que conduce al fruto hace poco mencionado como la alegría que proviene de él: la alegría grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión (metanoia), la alegría de la penitencia.

La liturgia austera del Miércoles de Ceniza y, después, todo el período de la Cuaresma es –como preparación a la Pascua– una llamada sistemática a esta alegría: a la alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de sí mismo con paciencia: «Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas» (Lc. 21,19).

Que nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.

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Ciudad del Vaticano, 7 de febrero de 1979
Catequesis del Papa Juan Pablo II

El cardenal Zen cuenta cómo la limosna le salvó del hambre

El obispo de Hong Kong exhorta a ser generosos con los pobres

HONG KONG, (ZENIT.org).- La carta pastoral del cardenal Joseph Zen para la Cuaresma se hace eco del llamamiento de Benedicto XVI a la limosna cuaresmal y relata cómo un donante salvó a su propia familia del hambre.

La carta del obispo de Hong Kong, de 1 de febrero, cuenta los detalles de una experiencia que el joven Joseph Zen vivió de niño.

«Fue cuando Shanghai había sido invadido --recuerda el cardenal--. Mi padre había tenido un derrame cerebral y estaba enfermo. Éramos siete de familia y cinco de nosotros en edad escolar, todos con necesidad de ser alimentados. Un frío día de invierno estaba nevando, así que nos quedamos todos en la cama para estar calientes. Estábamos hambrientos y sólo podíamos pensar: "¿Tendremos arroz para comer hoy?"».

«Mi padre miró al reloj y me dijo que me levantara. [...] Mi madre dijo: "Está nevando. Las suelas de tus zapatos de plástico están rotas. Si te mojas, cogerás un resfriado. Quédate en casa a rezar"».

«Pero mi padre dijo: "Tú vas a Misa cada día. No la pierdas hoy. Quiera Dios darnos nuestro pan de cada día". Por supuesto, mi padre tuvo las de ganar -recuerda el cardenal de 76 años, nacido en Shanghai--. Apreté los dientes y corrí a la iglesia y ayudé en la Misa como acostumbraba. Cuando me disponía a volver corriendo a casa, un hombre anciano vino corriendo detrás de mí. Era Zhou Chi Yao a quien todos conocíamos».

El cardenal Zen explica que su padre y Zhou iban a Misa todos los días: «Aunque se saludaban mutuamente con un breve gesto de cabeza, llegaron a ser buenos hermanos en el Señor».

El hombre anciano dijo al joven Joseph Zen: «Amiguito, ¿no eres el hijo de Zen En Giou?».

«Sí», respondió el muchacho.

«Gracias a Dios que corrí detrás de ti --dijo Zhou--.¿Cómo está tu padre? Hace mucho tiempo que no viene a la iglesia».

El cardenal recuerda en la carta de Cuaresma: «Le hablé de la situación de mi familia. [...] Me llevó a su casa y cogió un fajo de dinero, lo contó, lo envolvió y me lo dio. Dijo: ‘Ten mucho cuidado y lleva esto a tu padre'».

Con ese dinero, explica el cardenal Zen, su familia tuvo dinero suficiente para comprar alimentos durante varios meses.

«La mano izquierda de Zhou no sabía lo que su derecha estaba haciendo», escribe el cardenal aludiendo a la exhortación de Cristo en el Evangelio. El obispo de Hong Kong urge a los católicos a seguir el ejemplo dado por el anciano Zhou.

«No deberíamos preocuparnos por la falta de medios financieros --exhortó el cardenal--. Podemos quedarnos tranquilos si hacemos lo que podemos. Jesús alabó abiertamente a la viuda por dar dos monedas de poco valor».

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Traducido del inglés por Nieves San Martín

martes, 5 de febrero de 2008

La Cuaresma, tiempo para llegar a ser auténticos cristianos / Autor: Benedicto XVI:


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Intervención durante la audiencia general

Publicamos la meditación que ofreció Benedicto XVI en la audiencia general dedicada al Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma.

* * *

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, Miércoles de Ceniza, volvemos a emprender, como todos los años, el camino cuaresmal animados por un espíritu más intenso de oración y de reflexión, de penitencia y de ayuno. Entramos en un tiempo litúrgico «intenso» que, mientras nos prepara para las celebraciones de la Pascua, corazón del año litúrgico y de toda nuestra existencia, nos invita, es más, nos provoca a imprimir un impulso más decidido a nuestra existencia cristiana.

Dado que los compromisos, los afanes y las preocupaciones nos hacen volver a caer en la rutina, exponiéndonos al riesgo de olvidar hasta qué punto es extraordinaria la aventura en la que nos ha involucrado Jesús, tenemos necesidad, cada día, de comenzar de nuevo nuestro itinerario exigente de vida evangélica, retirándonos en nosotros mismos a través de momentos de pausa que regeneran el espíritu. Con el antiguo rito de la imposición de las cenizas, la Iglesia nos introduce en la Cuaresma como en un gran retiro espiritual que dura cuarenta días.

Entramos, por tanto, en el clima cuaresmal, que nos ayuda a redescubrir el don de la fe recibida con el Bautismo y nos lleva a acercarnos al sacramento de la Reconciliación, poniendo nuestro compromiso de conversión bajo el signo de la misericordia divina. En los orígenes, en la Iglesia primitiva, la Cuaresma era el tiempo privilegiado para la preparación de los catecúmenos a los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, que se celebraban en la Vigilia pascual. Se consideraba la Cuaresma como el tiempo para hacerse cristianos, que no se vivía en un solo momento, sino que exigía un largo camino de conversión y renovación.

A esta preparación se unían también los ya bautizados, reactivando el recuerdo del sacramento recibido, y preparándose a una renovada comunión con Cristo en la celebración gozosa de la Pascua. De este modo, la Cuaresma tenía, y todavía hoy lo conserva, el carácter de un itinerario bautismal, en el sentido de que ayuda a mantener despierta la conciencia de que ser cristianos se realiza siempre como un nuevo hacerse cristianos: no es nunca una historia concluida que queda a nuestras espaldas, sino un camino que exige siempre un nuevo ejercicio.

Al imponer sobre la cabeza las cenizas, el celebrante dice: «Polvo eres y en polvo te convertirás» (Cf. Génesis 3, 19), o «Convertíos y creed en el Evangelio» (Cf. Marcos 1, 15). Ambas fórmulas recuerdan la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores que siempre necesitamos penitencia y conversión. ¡Qué importante es escuchar y acoger este llamamiento en nuestro tiempo! Cuando proclama su total autonomía de Dios, el hombre contemporáneo se convierte en esclavo de sí mismo, y con frecuencia se encuentra en una soledad desconsolada. La invitación a la conversión es, por tanto, un impulso a volver a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a fiarse de Él, a encomendarse a Él como hijos adoptivos, regenerados por su amor. Con sabia pedagogía la Iglesia repite que la conversión es ante todo una gracia, un don que abre el corazón a la infinita bondad de Dios. Él mismo anticipa con su gracia nuestro deseo de conversión y acompaña nuestros esfuerzos hacia la plena adhesión a su voluntad salvífica. Convertirse quiere decir, entonces, dejarse conquistar por Jesús (Cf. Filipenses 3, 12) y «volver» con Él al Padre.

La conversión implica por tanto seguir humildemente las enseñanzas de Jesús y caminar siguiendo dócilmente sus huellas. Son iluminantes las palabras con las que Él mismo indica las condiciones para ser sus auténticos discípulos. Después de haber afirmado que «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará», añade: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Marcos 8, 35-36).

La conquista del éxito, la obsesión por el prestigio y la búsqueda de las comodidades, cuando absorben totalmente la vida hasta llegar a excluir a Dios del propio horizonte, ¿llevan verdaderamente a la felicidad? ¿Puede haber felicidad auténtica prescindiendo de Dios? La experiencia demuestra que no se es feliz por el hecho de satisfacer las expectativas y las exigencias materiales. En realidad, la única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios: tenemos necesidad, de hecho, de la alegría infinita. Ni las preocupaciones cotidianas, ni las dificultades de la vida, logran apagar la alegría que nace de la amistad con Dios. La invitación de Jesús a cargar con la propia cruz y a seguirle en un primer momento puede parecer algo duro y en contra de lo que queremos, mortificador para nuestro deseo de realización personal. Pero si lo analizamos con más atención, nos damos cuenta de que no es así: el testimonio de los santos demuestra que en la Cruz de Cristo, en el amor que se entrega, renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra esa profunda serenidad que es manantial de entrega generosa a los hermanos, en especial, a los pobres y necesitados.

Y esto también nos da alegría a nosotros mismos. El camino cuaresmal de conversión, que hoy emprendemos con toda la Iglesia, se convierte, por tanto, en la ocasión propicia, «el momento favorable» (Cf. 2 Corintios 6, 2) para renovar nuestro abandono filial en las manos de Dios y para aplicar lo que Jesús sigue repitiéndonos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Marcos 8, 34), y de este modo emprenda el camino del amor y de la auténtica felicidad.

En el tiempo de Cuaresma, la Iglesia, dando eco al Evangelio, propone algunos compromisos específicos que acompañan a los fieles en este itinerario de renovación interior: la oración, el ayuno y la limosna. En el Mensaje para la Cuaresma de este año, publicado hace pocos días, he querido reflexionar sobre «la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales» (n. 1).

Por desgracia sabemos hasta qué punto la sugestión de las riquezas materiales penetra en la sociedad moderna. Como discípulos de Jesucristo, no estamos llamados a idolatrar los bienes terrenales, sino a utilizarlos como medios para vivir y para ayudar a los que tienen necesidades. Al presentarnos la práctica de la limosna, la Iglesia nos educa a salir al paso de las necesidades del prójimo, a imitación de Jesús, que, como observa san Pablo, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (Cf. 2 Corintios 8, 9).

«Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total --he escrito en el mencionado Mensaje--; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos». Y añadía: «¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor» (n. 5).

Queridos hermanos y hermanas: pidamos a la Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, que nos acompañe en el camino cuaresmal, para que sea un camino de auténtica conversión. Dejémonos guiar por ella y llegaremos interiormente renovados a la celebración del gran misterio de la Pascua de Cristo, revelación suprema del amor misericordioso de Dios.

¡Buena Cuaresma a todos!


[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:


Hoy, con el rito de la imposición de la ceniza, la Iglesia nos introduce en la Cuaresma, que es como un gran retiro espiritual de cuarenta días, en el cual se nos invita a redescubrir el don de la fe recibida con el Bautismo y a acercarnos al sacramento de la Reconciliación, poniendo nuestro esfuerzo de conversión interior bajo el signo de la misericordia divina. Convertirse es acudir a la escuela de Jesús y seguir dócilmente sus huellas. A la luz del Evangelio, la Iglesia propone a los fieles algunos compromisos específicos para este itinerario: la oración, el ayuno y la limosna. Sobre esta última he querido detenerme en el Mensaje para la Cuaresma de este año. El cristiano está llamado a no idolatrar los bienes terrenos, sino a utilizarlos como medios para vivir y ayudar a los necesitados, imitando así al Señor, quien, según San Pablo, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9).

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En particular, a los fieles venidos de San Sebastián, de las parroquias de El Salvador de La Roda y de San Juan Bautista de Carballo, a la Asociación "Palabra culta y buenas costumbres", así como a los demás grupos procedentes de España, México y de otros países latinoamericanos. Dejémonos guiar por la Virgen María en el camino cuaresmal y llegaremos, renovados interiormente, a la celebración de la Pascua de Cristo, revelación suprema del amor misericordioso de Dios. Os deseo a todos una Santa Cuaresma. Muchas gracias.

[Al final de la audiencia, volviendo a hablar en italiano, el Papa lanzó este llamamiento:]

En estos días estoy particularmente cerca de las queridas poblaciones de Chad, sacudidas por dolorosas luchas internas, que han causado numerosas víctimas y la fuga de miles de civiles de la capital. Confío también a vuestra oración y a vuestra solidaridad a estos hermanos y hermanas que sufren, pidiendo que se les ahorren ulteriores violencias y se les asegure la necesaria asistencia humanitaria, mientras dirijo un urgente llamamiento a abandonar las armas y a recorrer el camino del diálogo y de la reconciliación.

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[Traducción del original italiano realizada por Zenit

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

domingo, 27 de enero de 2008

Mensaje de Cuaresma 2008 de Benedicto XVI

Mensaje del Papa para la Cuaresma 2008 / Autor: Benedicto XVI

«Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8,9)

Publicamos el mensaje que ha enviado Benedicto XVI con motivo de la Cuaresma 2008 con el tema: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8,9).

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¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Cada año, la Cuaresma nos ofrece una ocasión providencial para profundizar en el sentido y el valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. En el tiempo cuaresmal la Iglesia se preocupa de proponer algunos compromisos específicos que acompañen concretamente a los fieles en este proceso de renovación interior: son la oración, el ayuno y la limosna. Este año, en mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, deseo detenerme a reflexionar sobre la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales. Cuán fuerte es la seducción de las riquezas materiales y cuán tajante tiene que ser nuestra decisión de no idolatrarlas, lo afirma Jesús de manera perentoria: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13).

La limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a socorrer al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos por bondad divina. Las colectas especiales en favor de los pobres, que en Cuaresma se realizan en muchas partes del mundo, tienen esta finalidad. De este modo, a la purificación interior se añade un gesto de comunión eclesial, al igual que sucedía en la Iglesia primitiva. San Pablo habla de ello en sus cartas acerca de la colecta en favor de la comunidad de Jerusalén (cf. 2Cor 8,9; Rm 15,25-27 ).

2. Según las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los bienes que poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios a través de los cuales el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, a ser un medio de su providencia hacia el prójimo. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, los bienes materiales tienen un valor social, según el principio de su destino universal (cf. nº 2404).

En el Evangelio es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen las riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos. Frente a la muchedumbre que, carente de todo, sufre el hambre, adquieren el tono de un fuerte reproche las palabras de San Juan: «Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17). La llamada a compartir los bienes resuena con mayor elocuencia en los países en los que la mayoría de la población es cristiana, puesto que su responsabilidad frente a la multitud que sufre en la indigencia y en el abandono es aún más grave. Socorrer a los necesitados es un deber de justicia aun antes que un acto de caridad.

3. El Evangelio indica una característica típica de la limosna cristiana: tiene que ser en secreto. «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha», dice Jesús, «así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Y poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de los cielos (cf. Mt 6,1-2). La preocupación del discípulo es que todo vaya a mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Por tanto, hay que hacerlo todo para la gloria de Dios y no para la nuestra. Queridos hermanos y hermanas, que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al prójimo, evitando que se transforme en una manera de llamar la atención. Si al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y el verdadero bien de nuestros hermanos, sino que más bien aspiramos a satisfacer un interés personal o simplemente a obtener la aprobación de los demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica. En la sociedad moderna de la imagen hay que estar muy atentos, ya que esta tentación se plantea continuamente. La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros. ¿Cómo no dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos de los reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu acciones generosas de sostén al prójimo necesitado? Sirve de bien poco dar los propios bienes a los demás si el corazón se hincha de vanagloria por ello. Por este motivo, quien sabe que «Dios ve en el secreto» y en el secreto recompensará no busca un reconocimiento humano por las obras de misericordia que realiza.

4. Invitándonos a considerar la limosna con una mirada más profunda, que trascienda la dimensión puramente material, la Escritura nos enseña que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos (cf. 2Cor 5,15). Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría. Y hay más: San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. «La caridad -escribe- cubre multitud de pecados» (1P 4,8). Como a menudo repite la liturgia cuaresmal, Dios nos ofrece, a los pecadores, la posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don. En este momento pienso en los que sienten el peso del mal que han hecho y, precisamente por eso, se sienten lejos de Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a él. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.

5. La limosna educa a la generosidad del amor. San José Benito Cottolengo solía recomendar: «Nunca contéis las monedas que dais, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo» (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Al respecto es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Su pequeña e insignificante moneda se convierte en un símbolo elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee sino lo que es. Toda su persona.

Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los días inmediatamente precedentes a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala San Pablo, se ha hecho pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros. La Cuaresma nos empuja a seguir su ejemplo, también a través de la práctica de la limosna. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos. ¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don, según las posibilidades y las condiciones de cada uno.

6. Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma nos invita a «entrenarnos» espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que el Apóstol San Pedro dijo al hombre tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar» (Hch 3,6). Con la limosna regalamos algo material, signo del don más grande que podemos ofrecer a los demás con el anuncio y el testimonio de Cristo, en cuyo nombre está la vida verdadera. Por tanto, que este tiempo esté caracterizado por un esfuerzo personal y comunitario de adhesión a Cristo para ser testigos de su amor. María, Madre y Sierva fiel del Señor, ayude a los creyentes a llevar adelante la «batalla espiritual» de la Cuaresma armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados en el espíritu. Con este deseo, os imparto a todos una especial Bendición Apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2007


BENEDICTUS PP. XVI

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[Traducción distribuida por la Santa Sede

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