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domingo, 9 de marzo de 2025

Isis Barajas, madre de Jacobo, de 4 años, que tiene cáncer y por el que rezamos: «El Señor me pide que le confíe la vida de mi hijo; soltar, dejarse hacer y admitir que no tenemos el control sobre ciertas cosas» (Pásalo para que más personas oren por el pequeño)


Ilustración: Palma M. Guillán - Revista Misión

* «En los primeros días de noticias y sobresaltos, cuando sentía que me ahogaba en el abismo, mi único sosiego llegaba al recordar que estamos hechos para el Cielo; sólo ante esta certeza mi corazón descansaba y mis temores se apaciguaban… En la fragilidad nos volvemos más permeables a la acción de Dios y en la incertidumbre, más sensibles al milagro de la presencia física del otro y del tiempo que se nos regala junto a él. En la enfermedad física de mi hijo siento una unión íntima no sólo con él, sino también con otras personas que sufren dolencias de cuerpo y de alma. Quizá esa comunión tan fuerte que ahora vivo sea porque todos estamos agazapados en el mismo sitio, en ese costado abierto y sangrante del atravesado de donde emana la auténtica Vida»

Camino Católico.- Isis Barajas es redactora de la Revista Misión y ha publicado en ella un artículo  testimonial de cómo está viviendo el cáncer que padece su hijo Jacobo desde hace tres meses, cuando en Camino Católico publicamos una petición de oración que nos llegó, a la que se han unido miles de personas, grupos, religiosos, y sacerdotes. La familia y los médicos siguen en su lucha por encontrar el tratamiento adecuado que pueda sanar al pequeño. Por eso agradecemos tantas plegarias elevadas al cielo y os pedimos que invitéis a otras personas a interceder por esta intención. Este es el testimonio de cómo vive esta dificil situación Isis Barajas:

Esta es la petición de oración que publicamos hace tres meses en Camino Católico

Aquel me pareció un regalo envenenado. Hasta ese momento albergaba la ingenua ilusión de que nos encontráramos en el sitio equivocado. Nadie me había hecho creer tal cosa, pero yo tenía mi hendija de esperanza. Pensaba que en realidad aquella planta de hospital no era la que nos correspondía y que cuando salieran los resultados de las primeras pruebas descartarían las peores sospechas. Pero esa caja repleta de regalos (un bonito cuento, una mantita de Toy Story, un estuche con pinturas, pegatinas de colores brillantes…) me sacó de mi ensoñación de un tortazo: se trataba del pack de bienvenida a la planta de oncología infantil de un gran hospital. El receptor, mi hijo de cuatro años.

Mientras la enfermera le entregaba cariñosamente el obsequio, me crucé con su delicada mirada un instante. Mis ojos estaban vidriosos. Me di la vuelta huyendo rápidamente de la escena, me sequé las mejillas y regresé de nuevo como si fuera una lejana espectadora. Me tocaba entrar en el escenario y hacerlo abruptamente. A un diagnóstico de enfermedad mortal se llega siempre así, a golpe de realidad. 

En una de esas primeras noches tras confirmar que efectivamente lo que tenía mi hijo era un cáncer con nombre y apellidos, me inundó la desgarradora idea de si Dios me estaría pidiendo la vida de mi pequeño. Aquel pensamiento llegó como un torrente a mi mente y me resquebrajaba el corazón. ¿Por qué pienso en esto con tanta fuerza?, ¿será acaso que el Señor realmente me lo está pidiendo? No sé si me aterraba más la posibilidad de que Dios me estuviera -solicitando tal cosa o si lo que me daba más miedo era mi resistencia a entregárselo. Cuando le conté a mi marido el desasosiego que me invadía, me cortó enseguida: “Isis, no estamos en ese punto ahora mismo. En breve empezaremos con el tratamiento”. Descansé.

Pero en el fondo sabía y sé que el Señor sí me pide la vida de mi hijo. No quizá en el sentido literal (no, al menos, en este momento), pero sí me insta a que se lo confíe a Él. Soltar, dejarse hacer y admitir que no tenemos el control sobre ciertas cosas, la mayoría, y más cuando se trata de la vida de un hijo, es una de las lecciones más difíciles de aprender para una madre. 

Lo cierto es que nuestra cotidiana sensación de control es una entelequia. A todos nos aguarda la muerte por igual al otro lado de cualquier esquina, lo que pasa es que una enfermedad grave nos coloca en una posición de privilegio frente a la vida. Nos devela una luz nueva a los ojos, permitiéndonos vivir en verdad, en este hoy, conscientes de nuestra perpetua provisionalidad y de nuestro destino de eternidad. En aquellos primeros días de noticias y sobresaltos, cuando sentía que me ahogaba en el abismo, mi único sosiego llegaba al recordar que estamos hechos para el Cielo; sólo ante esta certeza mi corazón descansaba y mis temores se apaciguaban.

Han pasado ya tres meses desde que todo empezó y, cómo no, de la enfermedad también se hace rutina: de los ingresos hospitalarios, de las revisiones, de las pruebas… Y es que el cáncer, como cualquier otra enfermedad grave, no es un paréntesis en nuestra existencia. “Hay mucha vida dentro de la enfermedad”, me decía la doctora de Oncología pediátrica Blanca López-Ibor hace unos años en una entrevista para esta publicación. Y es verdad. Se trata de una vida quizá más plena, porque en la fragilidad nos volvemos más permeables a la acción de Dios y en la incertidumbre, más sensibles al milagro de la presencia física del otro y del tiempo que se nos regala junto a él. 

En la enfermedad física de mi hijo siento una unión íntima no sólo con él, sino también con otras personas que sufren dolencias de cuerpo y de alma. Quizá esa comunión tan fuerte que ahora vivo sea porque todos estamos agazapados en el mismo sitio, en ese costado abierto y sangrante del atravesado de donde emana la auténtica Vida.    

Isis Barajas

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