* «Las dos personas a quienes consulté, mi obispo y un sacerdote moralista, me dieron consejos divergentes. Me tocaba a mí discernir qué convenía hacer. La Iglesia no me pedía aplicar preceptos o recetas prefabricadas, sino acudir a mi conciencia, a mi libertad y a mi conocimiento de la situación. Con la decisión de detener esta actividad, el conjunto de las personas de la fábrica de la que yo era responsable se libraban también de esta actividad mortífera. Jesús solo quiere mi felicidad: Me pide cada día confiar en Él y elegir el camino de la Verdad y del Bien sin temor, a pesar de las consecuencias que pueda suponer. Porque Él está a mi lado para sostenerme y acogerme»