* «Hacía como diez años que yo no creía en Dios cuando mi mamá me invitó a Misa. Me impactó una muchacha que leyó la primera lectura: Isaías 49, 14-16. No enseguida me la aprendí por la muchacha, sino que la muchacha me llamó la atención, y era aquella lectura de ‘el Señor ya no me quiere, el Señor me ha abandonado’. ‘¿Acaso hay una madre que abandone al hijo de sus entrañas o una madre que abandone al hijo que estén amamantando sus pechos? Pues aunque hubiera una mujer así, Yo jamás te olvidaré’. Se me quedó eso y, afortunadamente, tenía un amigo que aún vive, pastor protestante de los pentecostales; y le pregunté, y me empezó a hablar, pero no me satisfizo. Yo estaba aferrado a que Dios no existía, pero quería encontrar algo que me dejara satisfecho: que yo pudiera decir “sí existe” o “no existe”. Y por eso entré al Seminario»
* «Ahora para mí ser un comunista, en el buen sentido de la palabra, es seguir los pasos de Cristo, seguir la Cruz de Cristo. Alguien me llamó, en la escuela de Cuernavaca, ‘el padre que pasó de comunista a sacerdote’. Y ciertamente yo cambié la hoz y el martillo por la Cruz de Cristo. Para mí ser comunista es seguir el camino de Cristo. Todos por igual. Ahora, a mis 30 años de sacerdote y a mis 58 años de edad, ciertamente me siento muy privilegiado por Dios, muy “chiqueado”. Dios existe porque yo existo. A lo mejor mi manera de ser, mi manera de expresarme, mi manera de sentirme seguro de mí mismo no es por mi persona, sino porque soy hijo de Dios. Porque así Dios me ha determinado: ser su hijo»