19 de abril de 2025.- (Camino Católico) El obispo de Mondoñedo-Ferrol, Fernando García Cadiñanos reflexiona sobre el día de reposo que representa el Sábado Santo que, "como María al pie de la Cruz, guarda silencio, medita, espera… Cristo ha descendido a los infiernos para abrirnos las puertas de la vida”. Lo hace en el espacio ‘Meditación de Semana Santa” emitido por 13 TV. Este es el texto completo de la meditación:
Queridos amigos y amigas, hoy es Sábado Santo. Jesús descansa después de su obra. Hoy es un día de reposo. Se me ocurre que, en cierta manera, se asemeja mucho a la obra de la Creación, cuando Dios realizó todas las cosas y al séptimo día descansó.
Se paró para contemplar, para recrearse en la obra realizada. Jesús también ha realizado una obra grande, una obra buena, una nueva Creación, y tiene que contemplarla. Es un momento de reposo, tras el ajetreo y plenitud de su entrega. Se puede sentir en paz, porque se trata de una vida buena y grande, lo que ha ofrecido al Padre por el Espíritu.
De cierta manera, ha tenido que acabar una etapa y descansar antes del comienzo de algo distinto. Su reposo se asemeja también al que el pueblo de Israel estaba invitado a vivir durante el Shabbat o en el Año Jubilar que estamos celebrando. Es la invitación a descansar para dar sentido al trabajo. Es la invitación a parar y gozar de lo que tenemos para no explotar más nuestra casa común, para descubrir que la felicidad no la dan las idas y venidas constantes, buscando siempre de algo más que hacer, en lo que ocuparse, algo que consumir.
El reposo de Jesús en el Sepulcro no solo es un mero tránsito tras su obra, sino que se convierte en una invitación a descubrir el sosiego y la contemplación como un estado de máxima vitalidad y plenitud en la vida. Porque el reposo de Jesús es muy fecundo. Hoy es el día en que se hace realidad lo que afirmamos en el Credo, descendió a los infiernos. El Señor baja a los infiernos. Con esta expresión no solo expresamos que realmente murió y que, por tanto, Jesús abrazó la muerte con todo lo que supone y significa. Su descenso a los infiernos, en cierta medida, es su total proceso de anonadamiento, de descendimiento. Jesús baja hasta lo más hondo de la naturaleza humana para redimirla y salvarla. Es el fruto de su amor más profundo por el ser humano.
El gran Orígenes tiene una homilía en la que expresa lo que significa que Jesús descienda a los infiernos. Dice así, hubo un tiempo en la tierra que tenía a todos nosotros arrodillados en las profundidades de los infiernos. Por esto nuestro Señor no ha bajado solo a la tierra, sino a la profundidad de la tierra, y allí nos ha encontrado arrodillados y sentados en la sombra de la muerte. Y tirando fuera de nosotros, nos prepara un puesto no sobre la tierra por temor a que seamos todavía arrodillados, sino que nos prepara un puesto en el Reino de los Cielos.
Este padre de la Iglesia sugiere que la bajada a los infiernos no es tanto una bajada a un lugar físico, ni siquiera al lugar de los muertos, sino el encuentro con la humanidad que se encuentra en situación de mayor inhumanidad. Cuando decimos que algo se convirtió en un infierno, nos estamos refiriendo a esto, la situación que destroza y deshumaniza. Su descenso a los infiernos es precisamente para posibilitar que no permanezcamos arrodillados sin dignidad, sino para permitirnos levantarnos y vivir con la dignidad que nos hace el sentirnos hijos de Dios.
En el fondo, eso es lo que hizo constantemente Jesús, levantar, erguir, volver a los caminos, a los sentados y expulsados. Su descenso a los infiernos nos muestra que su amor no conoce límites, que su presencia nos acompaña incluso en los momentos más oscuros. El nuevo predicador de la Casa Pontificia hace referencia también a un pasaje del Evangelio Apócrifo de Nicodemo en el que describe precisamente esta escena del descenso a los infiernos. En este escrito, el autor pone en labios de uno de los muertos las siguientes palabras para describir este momento. Cuando Jesús descendió a los infiernos, surgió una luz como el sol. Todos fuimos iluminados y pudimos vernos el uno al otro. Me parece también una imagen muy gráfica de lo que supone vivir en el infierno, el lugar donde somos incapaces de vernos, de reconocernos como personas y mucho menos como hermanos que estamos vinculados unos con otros.
Por eso bajar a los infiernos es precisamente la conclusión de toda la obra de Jesús. Él ha venido para que nos reconozcamos, para que en el amor del Padre y la fuerza del Espíritu desterremos la indiferencia y la alegría del Reino de Amor se vaya abriendo paso entre nosotros.
El Sábado Santo es el día del silencio. En una sociedad saturada de ruido y superficialidad, este silencio sonoro nos hace mucho bien. Vivimos en una cultura que teme el silencio, que lo llena con distracciones constantes, redes sociales, noticias efímeras, relaciones superficiales. Pablo VI afirmaba que nosotros, los hombres modernos, estamos demasiado extrovertidos, vivimos fuera de nuestra casa e incluso hemos perdido la llave para volver a entrar en ella. Al no haber silencio nos falta fomentar y cuidar algo importante de lo que nos habla el Papa en su última encíclica, 'Dilexit Nos'. Nos falta un núcleo unificador que nos permita no dispersarnos, ni quemarnos, ni angustiarnos.
Sin embargo, aun en tantas búsquedas de interioridad como hoy se dan, algunas fuera de nuestra tradición, en general huimos de la interioridad, del encuentro con nosotros mismos, con nuestras sombras, con nuestra fragilidad. El silencio del Sábado Santo nos habla, pues, de la urgencia del silencio en nuestras vidas para el encuentro con Dios, con los demás y con la verdad.
Pero el Sábado Santo nos recuerda también algo que nos resulta mucho más complejo y que nos supone un reto en nuestro camino de fe. Me refiero al silencio de Dios. En muchas ocasiones experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no nos responde.
Pensemos en el silencio ante la injusticia, el sufrimiento del inocente. En ocasiones tenemos una forma de creer en la que pensamos que, si Dios existe, debe de hacer algo, tiene que actuar y no lo hace. Sin embargo, este silencio de Dios, como el que sintieron los discípulos en la barca durante la tempestad cuando él estaba dormido, no indica su ausencia sino, por el contrario, una presencia diversa.
Nos invita precisamente a fiarnos, a creer, a romper nuestros esquemas. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha siempre, incluso en la oscuridad, del dolor, del rechazo, de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades, pero Él actúa, como le vemos en la Cruz, desde la fragilidad y la debilidad, desde la cercanía para vivir nuestro dolor unido al Suyo.
Por último, el Sábado Santo nos permite plantearnos la muerte de Dios, de la que hablaron los filósofos modernos. Es la ocultación que de Dios se hace nuestro tiempo y que produce desesperanza y desolación en nuestros contemporáneos, porque cuando ausentamos a Dios de nuestras relaciones, el ser humano pierde las respuestas a sus interrogantes profundos y cae en la desolación y el hastío personal y hacia los demás. En este día la Iglesia, como María al pie de la Cruz, guarda silencio, medita, espera.
Queridos amigos y amigas, el Sábado Santo es un día de esperanza. Cristo ha descendido a los infiernos para abrirnos las puertas de la vida, para mostrarnos que el amor es más fuerte que el pecado, que la luz vence a las tinieblas, que el silencio del Sábado Santo nos transforme, que nos haga conscientes de nuestra necesidad de Dios, de nuestra necesidad de silencio, de nuestra necesidad de esperanza. Que este día nos prepare para celebrar la alegría de la Pascua, la victoria de Cristo sobre la muerte, la promesa de la vida eterna. Feliz día.
Mons. Fernando García Cadiñanos
Obispo de Mondoñedo-Ferrol
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