Lucía Capapé en su casa de Madrid | Foto: Dani García - Misión
* «Pienso que en el Cielo nos vamos a encontrar con la gente que queremos, pero nos van a sobrar. Sé que puede sonar duro, pero me lo imagino como un fogonazo de mirada constante a la divinidad resplandeciente, donde no vamos a necesitar ni a nuestro marido ni a nuestros padres, que los vamos a tener, que nos va a dar alegría encontrárnoslos por ahí, sólo que la visión constante de Dios será la que nos llene»
Camino Católico.- Lucía Capapé se quedó viuda con 38 años y cinco hijos. Su marido Miguel falleció por ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) con 40 años, una enfermedad temida y para la que no hay cura. Lejos de rebelarse ante un sufrimiento terrible, esta familia ha dado en todo momento un testimonio de fe que muestra cómo con Dios de la mano se puede vivir y morir con la mirada puesta en el Cielo.
Marzo de 2021. Miguel Pérez fallecía en Sevilla a los 40 años. Su caso se había viralizado en redes y había aparecido en medios de comunicación nacionales. Sufría ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), una enfermedad neurodegenerativa que afecta a las células nerviosas encargadas del control de los músculos.
Miguel y su esposa Lucía Capapé vivían felizmente junto a sus hijos Pelayo, Nicolás, Elías, Lucas y Miguel cuando llegó el diagnóstico de la ELA. Meses de fatiga y de movimientos torpes les llevaron al médico, pero nunca imaginaron que saldrían de la consulta con una “condena a muerte”. Aun así, decidieron vivir la vida en plenitud con una confianza total en Dios y preparándose para el momento culmen de su vida: el tránsito hacia la vida eterna. No habían pasado dos años cuando Miguel partió de este mundo y, a pesar del gran dolor por la pérdida, lo que abundó en su familia fue paz y una esperanza clara en la Resurrección.
El pater familias era un ingeniero que había decidido dejar un buen trabajo como consultor para dedicarse a algo que llenase su vida de sentido. Fue así como se convirtió en director de un colegio. Lucía, filóloga y docente, lo acompañaba en esta vocación de servicio. Y con este espíritu de entrega vivieron la enfermedad. Miguel decía habitualmente –comenta su viuda– que creía que Dios lo llamaba para algo grande, y que vio con la ELA esa grandeza a la que era llamado.
Lucía recibe a Javier Lozano, que la entrevista en Misión. Lo hace en su casa de Madrid, ciudad a la que regresó tras la muerte de su marido, quien, confiesa, sigue presente diariamente en el hogar. Apoyada en una fe asentada en el Opus Dei, saca adelante una casa y a sus cinco hijos con la certeza clara de que sólo Dios sana los corazones. Por ello, no extraña verla tan alegre y llena de una vitalidad sobrenatural que transmite a sus hijos, a su entorno y a sus alumnos del centro de Bachillerato Fomento-Fundación de Madrid, del que es su directora. Porque, como destaca ella, “mi objetivo es llegar al Cielo”.
- Su amor por Miguel comenzó en la adolescencia.
- Efectivamente. Yo tenía 14 años y él 16 cuando empezamos a salir. Nos conocimos por mi hermano, que era amigo de Miguel. Nueve años después nos casamos. Yo sólo tenía 23 años.
- Y llegaron cinco hijos, todos varones.
- Tuvimos cinco niños, pero con mucha pena de no haber podido tener más porque soñábamos con una familia muy numerosa. Una limitación física nos impidió que llegaran más. Nos costó entenderlo. Yo le decía al Señor: “Tú necesitas soldados y yo te hubiera dado todos los que hubieras querido para recristianizar este mundo”. Pero con el paso de los años miras atrás y ves que Dios tenía sus planes. Igual si me hubiera quedado viuda con 10 hijos habría sido una locura.
- Su familia cambió Madrid por Sevilla, y su marido, la consultoría por la educación. ¿Demasiados cambios?
- Sí, pero tuvimos una vida muy feliz. Para mí los años de Sevilla con Miguel y los niños fueron los más felices de mi vida. Yo ya era docente, pero Miguel era ingeniero industrial, trabajaba en consultoría y cuando ya teníamos tres hijos, se dio cuenta de que su profesión le dificultaba mucho la vida familiar y que no le llenaba. Decía que la pasión que veía en los docentes era contagiosa. Eso le cautivó y Dios le cambió la vida. Él ya era una persona muy de Dios, pero yo gané un padre superimplicado y fue un hombre muy metido en la formación de los jóvenes.
- ¿Sintió una vocación de servicio?
- Totalmente. Además, toda su vida. Miguel me decía: “Dios me quiere para algo grande, tengo que descubrirlo”. Y cuando le diagnosticaron la enfermedad, me comentaba: “Creo que esto es para lo que Dios me ha elegido”.
Lucía Capapé muestra una foto de su familia | Foto: Dani García - Misión
- ¿Cómo fue ese momento?
- Muy duro. Recuerdo estar en la consulta con un médico que nos explicó con mucha claridad el tipo de enfermedad y la esperanza nula de curación. Sentí un dolor enorme en la boca del estómago, una falta de aire, pero a la vez mucha paz. Salimos de la consulta, los dos nos pusimos a llorar y nos abrazamos.
- ¿Cómo reaccionó Miguel?
- Hasta con sentido del humor, que es lo que lo caracterizaba. Mandó un audio a la familia contando lo que le había dicho el médico, pero avisando de que todavía le quedaba dar mucha guerra.
- ¿Y usted cómo se lo tomó?
- Me pasé esos días en el trabajo en la capilla del colegio para estar en brazos del Señor. Lloraba y lloraba, pero lo vivimos con mucha confianza en la Providencia de Dios.
- ¿Cómo se lo dijeron a los niños?
- Con mucha veracidad. Preguntaban: “¿Se va a curar?”. Y yo les decía: “No, no se va a curar. Vamos a rezar todos los días para que si Dios quiere papá se cure, pero es una enfermedad que humanamente no tiene cura”. Hacerles vivir con la realidad muy presente creo que fue positivo, porque se les fue preparando desde el principio para un golpe muy duro.
Lucía Capapé y su familia vivieron con mucha confianza en la Providencia de Dios el momento en que le diagnosticaron ELA a su esposo | Foto: Dani García - Misión
- ¿Miguel y usted le pidieron cuentas a Dios?
- No. Cuando has trabajado mucho la confianza en Dios, el ir confiándole las cosas, cuando vienen golpes duros, lógicamente duelen y se llora mucho, pero te hace sentirte en Sus manos.
- ¿Llegaron a sacar algo bueno?
- Estos momentos también fueron para ambos de muchísimo crecimiento en el trato con Dios, que ya lo teníamos muy entrenado por nuestra vocación al Opus Dei. Por eso no sentimos el abandono por parte de Dios, teníamos la garantía de que Su plan era mejor.
- Y mientras tanto, la enfermedad avanzaba rápidamente.
- Fue durísimo porque Miguel en casa tenía un papel de una presencia brutal. Al tener cinco hijos varones hacía falta ahí un capitán general para gestionar la vitalidad de los niños. Ver cómo fue perdiendo esas cualidades, esos adornos de su vida: su voz, su andar, su presencia, esos adornos más exteriores de su personalidad, fue duro. Pero a la vez, como el amor que teníamos era muy profundo y muy asentado en lo importante, para mí fue delicioso poder cuidarlo.
- ¿Fue difícil de sobrellevar?
- A mí esta situación me fue haciendo crecer en una fortaleza y en un -aprender a llevar las riendas que nunca habría imaginado. A todo el mundo que pasa por algo doloroso siempre les recomiendo que pongan a la gente a rezar, porque yo notaba mucho los rezos de tanta gente que conocía o que ni he llegado a conocer.
- ¿Notó algún cambio en su interior?
- Sí, vi cómo en la enfermedad Dios le mimó para prepararlo para la muerte. Miguel era una persona muy virtuosa y rezadora, pero en los últimos meses lo noté purificar muchas cosas, vivir de forma heroica tanto dolor, tantas angustias, tanto miedo. Él lloraba mucho, por ejemplo, pensando en los niños. Ese dolor purifica el alma y creo que se identificó muchísimo durante esos meses con el Señor.
Lucía Capapé recomienda en momentos dolorosos pedir a personas que oren e intercedan por la situación que se vive | Foto: Dani García - Misión
- ¿Destacaría algún momento?
- El último viaje que hicimos fue a Medjugorje. Ya estaba muy malito, iba en silla de ruedas, pero lo disfrutó muchísimo. No se soltaba de ese crucifijo que llevaba siempre. Los chicos de la comunidad del Cenáculo lo subieron a hombros hasta la Virgen y lo vivió todo como un gran regalo.
- ¿Tenían presente la eternidad?
- Teníamos muy presente la otra vida. Él me decía: “Qué pena que no te vaya a poder ayudar en esto”. Y yo le decía: “Miguel, desde el Cielo me vas a ayudar más”. Pero él luego me decía: “Voy a estar ahí, no os voy a dejar”. Y a día de hoy sentimos su presencia y apoyo constante. Siempre está en boca de todos en casa. Todos le pedimos cosas. Por ejemplo, el otro día uno de mis hijos me dijo que había perdido en el autobús el rosario de dedo de su padre. Y tres días después, tras habérselo pedido a él, subió al autobús y allí estaba el rosario.
- ¿De dónde sacó la fuerza tras la partida de Miguel?
- Me sostuvieron las oraciones de tanta gente a mí alrededor. La comunión de los santos en estas situaciones se hace muy palpable. Tienes que tirar para adelante por los niños, pero en cuanto se acostaban quería meterme en la cama a llorar. El apoyo de mi familia y también de la familia de la Obra fue para mí un bastón que me mantuvo en pie.
- ¿Sus hijos cómo lo vivieron?
- Como estaba ya tan malito, el desprendimiento fue progresivo. No pasaron de estar jugando al fútbol con su padre a no tenerlo, sino a estar cuidándolo. Cuando falleció ya estaban muy preparados. A la vez, yo encontré muchísimo apoyo en los profesores del colegio, en los amigos… He intentado ejercer de madre y padre, pero con unas limitaciones evidentes, y más educando varones. Sus abuelos, sus tíos varones y los amigos de su padre han sido un referente para ellos. Lo fomento un montón porque creo que es el canal por el que su padre también les habla desde el punto de vista masculino.
- ¿Es muy duro vivir sin su marido?
- Sí, muy duro. Es verdad que el matrimonio implica la elección de otro que te ayuda en tu camino hacia el Cielo. Me siento muy feliz de haber acompañado a Miguel en ese camino de santidad que él ya ha culminado, pero yo me he quedado a medias en ese proyecto. Ya no tengo a esa persona que me ayuda a salir de mí, a renunciar a mis comodidades… Lógicamente, mi camino de santidad no se ha difuminado ni esfumado. Tengo otras circunstancias que me toca santificar. Dios quiere para mí un poquito más de sacrificio.
- ¿Qué hace para tirar hacia adelante?
- Dios es el que da la fuerza. Lo hablo mucho con los niños, ¡qué pena la gente que vive palos tan duros y no tiene fe para coger aire! Porque sin Dios esto es un dolor que no se aguanta. Mi objetivo es llegar al Cielo y, como decía san Josemaría, cada vez tengo más claro que la santidad en el Cielo es para los que saben vivir muy felices en la tierra.
Lucía Capapé dice que su objetivo es llegar al cielo | Foto: Dani García - Misión
- Y tiene motivos para ello.
- Muchos motivos. Tengo una familia estupenda, unos hijos maravillosos. Tengo unos amigos que me hacen vivir momentos de total alegría. Tengo un trabajo que me apasiona, en el que estoy relacionándome con niños y con gente joven todo el día, y puedo influir muchísimo en sus vidas.
- Además de pedir intercesión a Miguel, ¿acude a algún santo especial?
- San Josemaría, que es el santo con el que he crecido desde muy pequeña y que compartía con Miguel y que me ha sacado de muchos atolladeros. Pero un santo que he descubierto en mi viudedad es san José. Es ahora mismo mi fortaleza, el que hace de marido, el que hace de padre de mis hijos. Lo he tomado de aliado y lo tengo en todas partes en mi casa y me ayuda un montón.
- ¿Piensa alguna vez en el Cielo?
- Muchísimo. Pienso que en el Cielo nos vamos a encontrar con la gente que queremos, pero nos van a sobrar. Sé que puede sonar duro, pero me lo imagino como un fogonazo de mirada constante a la divinidad resplandeciente, donde no vamos a necesitar ni a nuestro marido ni a nuestros padres, que los vamos a tener, que nos va a dar alegría encontrárnoslos por ahí, sólo que la visión constante de Dios será la que nos llene.





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