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domingo, 20 de julio de 2008

La gracia del Espíritu Santo, puro don / Autor: Benedicto XVI

Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la mañana de este domingo durante la celebración eucarística que presidió con motivo de la clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en el hipódromo de Randwick.

Queridos amigos

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza» (Hch 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la esperanza y a la vida nueva en Cristo.

En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a esta estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe, jóvenes hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder del Espíritu de Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran asamblea, que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Hch 2,5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza». Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo, durante esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada uno de nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu de reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en sus corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen cotidianamente en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».

Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo, hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos rodean.

Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo», todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han abierto para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente: «colmado», como dice el poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la gloria de su amor creativo. También aquí, en esta gran asamblea de jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de nuestra fe en el Señor resucitado.

La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. A través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu y nos atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo. San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al comienzo del siglo segundo, nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu como de una fuente de agua viva que surge en su corazón y susurra: «Ven, ven al Padre» (cf. A los Romanos, 6,1-9).

Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos permite ser sal y luz para nuestro mundo.

En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Aquí, en Australia, damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros como un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión de la Iglesia. Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a todos aquellos misioneros, sacerdotes y religiosos comprometidos, padres y abuelos cristianos, maestros y catequistas, que han edificado la Iglesia en estas tierras. Testigos como la Beata Mary Mackillop, San Peter Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La fuerza del Espíritu, manifestada en sus vidas, está todavía activa en las iniciativas beneficiosas que han dejado en la sociedad que han plasmado y que ahora se os confía a vosotros.

Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?

La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la nueva era prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que Jesucristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías que posee en plenitud el Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad entera. La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).

Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.

El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.

También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser siempre joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium, 4). En la segunda lectura de hoy, el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un don que debe ser usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene especialmente necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros, jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada. No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de encontrar vuestra alegría en hacer su voluntad, entregándoos completamente para llegar a la santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los otros.

Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con el don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa recibir la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente, inalterablemente cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han recibido este don, ya nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1 Co 12,13) significa haber sido refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no tener miedo de defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la civilización del amor.

Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que la fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada uno de nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre todos los presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de Australia y sobre todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado en el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.

Que por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, esta XXIII Jornada Mundial de la Juventud sea vivida como un nuevo cenáculo, de forma que todos nosotros, enardecidos con el fuego del amor del Espíritu Santo, continuemos proclamando al Señor resucitado y atrayendo a cada corazón hacia Él. Amén.
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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana

La que hizo Dios a María en la Anunciación: Una propuesta de matrimonio / Autor: Benedicto XVI

Publicamos la alocución que dirigió Benedicto XVI al final de la misa de clausura de la XXIII Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), en el hipódromo de Randwick, con motivo del rezo de la oración mariana del Ángelus. Tras la oración, el Papa anunció que Madrid será la sede de la próxima JMJ en 2011.

Queridos jóvenes amigos

Nos disponemos ahora a recitar juntos la hermosa oración del Angelus. En ella reflexionaremos sobre María, mujer joven que conversa con el ángel, que la invita, en nombre de Dios, a una particular entrega de sí misma, de su vida, de su futuro como mujer y madre. Podemos imaginar cómo debió sentirse María en aquel momento: totalmente estremecida, completamente abrumada por la perspectiva que se le ponía delante.

El ángel comprendió su ansiedad e inmediatamente intentó calmarla: «No temas, María... El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,30.35). El Espíritu fue quien le dio la fuerza y el valor para responder a la llamada del Señor. El Espíritu fue quien la ayudó a comprender el gran misterio que iba a cumplirse por medio de Ella. El Espíritu fue el que la rodeó con su amor y la hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios.

Esta escena es quizás el momento culminante de la historia de la relación de Dios con su pueblo. En el Antiguo Testamento, Dios se reveló de modo parcial y gradual, como hacemos todos en nuestras relaciones personales. Se necesitó tiempo para que el pueblo elegido profundizase en su relación con Dios. La Alianza con Israel fue como un tiempo de hacer la corte, un largo noviazgo. Luego llegó el momento definitivo, el momento del matrimonio, la realización de una nueva y eterna alianza. En ese momento María, ante el Señor, representaba a toda la humanidad. En el mensaje del ángel, era Dios el que brindaba una propuesta de matrimonio con la humanidad. Y en nombre nuestro, María dijo sí.

En los cuentos, los relatos terminan en este momento: «y desde entonces vivieron felices y contentos». En la vida real no es tan fácil. Fueron muchas las dificultades que María tuvo que superar al afrontar las consecuencias de aquel «sí» al Señor. Simeón profetizó que una espada le traspasaría el corazón. Cuando Jesús tenía doce años, Ella experimentó las peores pesadillas que los padres pueden tener, cuando tuvo a su hijo perdido durante tres días. Y después de su actividad pública, sufrió la agonía de presenciar su crucifixión y muerte. En las diversas pruebas Ella permaneció fiel a su promesa, sostenida por el Espíritu de fortaleza. Y por ello tuvo como recompensa la gloria.

Queridos jóvenes, también nosotros debemos permanecer fieles al «sí» con que acogimos el ofrecimiento de amistad por parte del Señor. Sabemos que Él nunca nos abandonará. Sabemos que Él nos sostendrá siempre con los dones del Espíritu. María acogió la propuesta del Señor en nombre nuestro. Dirijámonos, pues, a Ella y pidámosle que nos guíe en las dificultades para permanecer fieles a esa relación vital que Dios estableció con cada uno de nosotros. María es nuestro ejemplo y nuestra inspiración; Ella intercede por nosotros ante su Hijo, y con amor materno nos protege de los peligros.

Después del Ángelus, el Papa dijo:

Queridos amigos

Llega ahora el momento de deciros adiós o, más bien, hasta la vista. Os doy las gracias a todos por haber participado en la Jornada Mundial de la Juventud 2008, aquí en Sidney, y espero que nos volvamos a ver dentro de tres años. La Jornada Mundial de la Juventud 2011 tendrá lugar en Madrid, en España. Hasta ese momento, recemos los unos por los otros, y demos ante el mundo un alegre testimonio de Cristo. Que Dios os bendiga.

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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana
A la derecha de la fotografia el P. Jesús Higueras, parroco de Santa María de Cana de Pozuelo de Alarcón (España), que ha acompañado a 122 jóvenes de su parroquia en Sydney. Lo vemos en Australia con otros sacerdotes. El P. Jesús Higueras es además director espiritual del Seminario de Madrid. Desde los inicios de nuestro blog hemos seguido sus reflexiones escritas y televisivas de la Palabra de Dios.

sábado, 19 de julio de 2008

Testimonio de Marguerite Barankitse, fundadora de la ONG Casa Shalom para la acogida de niños de la calle

El Espíritu Santo, Él es el artesano de las obras de Dios. ¡Dejen que sus gracias les formen! / Autor: Benedicto XVI

Para ver los video-resumen de la vigilia de la JMJ haz clic sobre la imagen


Dios está siempre con nosotros


Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI durante la vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud, que presidió en la noche del sábado en el hipódromo de Randwick, ante 235 mil jóvenes.

Queridos jóvenes

Una vez más, en esta tarde hemos oído la gran promesa de Cristo, «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1, 8). Éstas fueron las últimas palabras que Cristo pronunció antes de su ascensión al cielo. Lo que los Apóstoles sintieron al oírlas sólo podemos imaginarlo. Pero sabemos que su amor profundo por Jesús y la confianza en su palabra los impulsó a reunirse y esperar en la sala de arriba, pero no una espera sin un sentido, sino juntos, unidos en la oración, con las mujeres y con María (cf. Hch 1, 14). Esta tarde nosotros hacemos lo mismo. Reunidos delante de nuestra Cruz, que tanto ha viajado, y del icono de María, rezamos bajo el esplendor celeste de la constelación de la Cruz del Sur. Esta tarde rezo por vosotros y por los jóvenes de todo el mundo. Dejaos inspirar por el ejemplo de vuestros Patronos. Acoged en vuestro corazón y en vuestra mente los siete dones del Espíritu Santo. Reconoced y creed en el poder del Espíritu Santo en vuestra vida.

El otro día hablábamos de la unidad y de la armonía de la creación de Dios y de nuestro lugar en ella. Hemos recordado cómo nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, mediante el gran don del Bautismo nos hemos convertido en hijos adoptivos de Dios, nuevas criaturas. Y precisamente como hijos de la luz de Cristo, simbolizada por las velas encendidas que tenéis en vuestras manos, damos testimonio en nuestro mundo del esplendor que ninguna tiniebla podrá vencer (cf. Jn 1, 5).

Esta tarde ponemos nuestra atención sobre el «cómo» llegar a ser testigos. Tenemos necesidad de conocer la persona del Espíritu Santo y su presencia vivificante en nuestra vida. No es fácil. En efecto, la diversidad de imágenes que encontramos en la Escritura sobre el Espíritu -viento, fuego, soplo- ponen de manifiesto lo difícil que nos resulta tener una comprensión clara de él. Y, sin embargo, sabemos que el Espíritu Santo es quien dirige y define nuestro testimonio sobre Jesucristo, aunque de modo silencioso e invisible.

Ya sabéis que nuestro testimonio cristiano es una ofrenda a un mundo que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación de Dios se debilita por heridas profundas cuando las relaciones sociales se rompen, o el espíritu humano se encuentra casi completamente aplastado por la explotación o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad contemporánea sufre un proceso de fragmentación por culpa de un modo de pensar que por su naturaleza tiene una visión reducida, porque descuida completamente el horizonte de la verdad, de la verdad sobre Dios y sobre nosotros. Por su naturaleza, el relativismo non es capaz de ver el cuadro en su totalidad. Ignora los principios mismos que nos hacen capaces de vivir y de crecer en la unidad, en el orden y en la armonía.

Como testigos cristianos, ¿cuál es nuestra respuesta a un mundo dividido y fragmentario? ¿Cómo podemos ofrecer esperanza de paz, restablecimiento y armonía a esas «estaciones» de conflicto, de sufrimiento y tensión por las que habéis querido pasar con esta Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud? La unidad y la reconciliación no se pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno para el otro (cf. Gn 2, 24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos encontrar la unidad que buscamos. Y, sin embargo, frente a las imperfecciones y desilusiones, tanto individuales como institucionales, tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una comunidad «perfecta». No se trata de una tentación nueva. En la historia de la Iglesia hay muchos ejemplos de tentativas de esquivar y pasar por alto las debilidades y los fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una utopía espiritual.

Estos intentos de construir la unidad, en realidad la debilitan. Separar al Espíritu Santo de Cristo, presente en la estructura institucional de la Iglesia, pondría en peligro la unidad de la comunidad cristiana, que es precisamente un don del Espíritu. Se traicionaría la naturaleza de la Iglesia como Templo vivo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 3, 16). En efecto, es el Espíritu quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad plena y la unifica en la comunión y en servicio del ministerio (cf. Lumen gentium, 4). Lamentablemente, la tentación de «ir por libre» continúa. Algunos hablan de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y la segunda como rígida y carente de Espíritu.

La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 813); es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de darnos media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un conocimiento más profundo. Queridos jóvenes, ¿acaso no es gracias a vuestra fe que amigos en dificultad o en búsqueda de sentido para sus vidas se han dirigido a vosotros? Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois capaces de oír, a través de las disonancias y las divisiones del mundo, la voz acorde de la humanidad? Desde el niño abandonado en un campo de Darfur a un adolescente desconcertado, a un padre angustiado en un barrio periférico cualquiera, o tal vez ahora, desde lo profundo de vuestro corazón, se alza el mismo grito humano que anhela reconocimiento, pertenencia, unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial de ser uno, estar inmerso en la comunión, de estar edificado y ser guiado a la verdad? El Espíritu Santo. Éste es su papel: realizar la obra de Cristo. Enriquecidos con los dones del Espíritu, tendréis la fuerza de ir más allá de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía, de la precariedad fugaz, para ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.

Amigos, cuando recitamos el Credo afirmamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». El «Espíritu creador» es la fuerza de Dios que da la vida a toda la creación y es la fuente de vida nueva y abundante en Cristo. El Espíritu mantiene a la Iglesia unida a su Señor y fiel a la tradición apostólica. Él es quien inspira las Sagradas Escrituras y guía al Pueblo de Dios hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13). De todos estos modos el Espíritu es el «dador de vida», que nos conduce al corazón mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejamos guiar por el Espíritu, tanto mayor será nuestra configuración con Cristo y tanto más profunda será nuestra inmersión en la vida de Dios uno y trino.

Esta participación en la naturaleza misma de Dios (cf. 2 P 1, 4) tiene lugar a lo largo de los acontecimientos cotidianos de la vida, en los que Él siempre esta presente (cf. Ba 3, 38). Sin embargo, hay momentos en los que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción fuera de Dios. Jesús mismo preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Este alejamiento puede ofrecer tal vez la ilusión de la libertad. Pero, ¿a dónde nos lleva? ¿A quién vamos a acudir? En nuestro corazón, en efecto, sabemos que sólo el Señor tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 67-69). Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir de nosotros mismos (cf. S. Agustín, Confesiones VIII, 7). Dios está con nosotros en la vida real, no en la fantasía. Enfrentarnos a la realidad, no huir de ella: esto es lo que buscamos. Por eso el Espíritu Santo, con delicadeza, pero también con determinación, nos atrae hacia lo que es real, duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la comunión con la Santísima Trinidad.

El Espíritu Santo ha sido, de modos diversos, la Persona olvidada de la Santísima Trinidad. Tener una clara comprensión de él nos parece algo fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis padres, como los vuestros, me enseñaron el signo de la Cruz y así entendí pronto que hay un Dios en tres Personas, y que la Trinidad está en el centro de la fe y de la vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener un cierto conocimiento de Dios Padre y de Dios Hijo -los nombres ya significaban mucho- mi comprensión de la tercera Persona de la Trinidad seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote encargado de enseñar teología, decidí estudiar los testimonios eminentes del Espíritu en la historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san Agustín.

Su comprensión del Espíritu Santo se desarrolló de modo gradual; fue una lucha. De joven había seguido el Maniqueísmo, que era uno de aquellos intentos que he mencionado antes de crear una utopía espiritual separando las cosas del espíritu de las de la carne. Como consecuencia de ello, albergaba al principio sospechas respecto a la enseñanza cristiana sobre la encarnación de Dios. Y, con todo, su experiencia del amor de Dios presente en la Iglesia lo llevó a buscar su fuente en la vida de Dios uno y trino. Así llegó a tres precisas intuiciones sobre el Espíritu Santo como vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como comunión, unidad como amor duradero, unidad como dador y don. Estas tres intuiciones no son solamente teóricas. Nos ayudan a explicar cómo actúa el Espíritu. Nos ayudan a permanecer en sintonía con el Espíritu y a extender y clarificar el ámbito de nuestro testimonio, en un mundo en el que tanto los individuos como las comunidades sufren con frecuencia la ausencia de unidad y de cohesión.


Por eso, con la ayuda de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la obra del Espíritu Santo. San Agustín señala que las dos palabras «Espíritu» y «Santo» se refieren a lo que pertenece a la naturaleza divina; en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el Hijo, a su comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es de ser lo que es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una unidad de personas en relación mutua de constante entrega; el Padre y el Hijo que se dan el uno al otro. Pienso que empezamos así a vislumbrar qué iluminadora es esta comprensión del Espíritu Santo como unidad, como comunión. Una unidad verdadera nunca puede estar fundada sobre relaciones que nieguen la igual dignidad de las demás personas. Y tampoco la unidad es simplemente la suma total de los grupos mediante los cuales intentamos a veces «definirnos» a nosotros mismos. De hecho, sólo en la vida de comunión se sostiene la unidad y se realiza plenamente la identidad humana: reconocemos la necesidad común de Dios, respondemos a la presencia unificadora del Espíritu Santo y nos entregamos mutuamente en el servicio de los unos a los otros.

La segunda intuición de Agustín, es decir, el Espíritu Santo como amor que permanece, se desprende del estudio que hizo sobre la Primera Carta de san Juan, allí donde el autor nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse a la Trinidad en su conjunto, se han de entender también como expresión de una característica particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza permanente del amor, «quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (ibíd.), Agustín se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? La conclusión a la que llega es ésta: «El Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros; pero es el amor el que causa esto. El Espíritu por tanto es Dios como amor» (De Trinitate 15,17,31). Es una magnífica explicación: Dios comparte a sí mismo como amor en el Espíritu Santo. ¿Qué más podemos aprender de esta intuición? El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo. Las ideas o las palabras que carecen de amor, aunque parezcan sofisticadas o sagaces, no pueden ser «del Espíritu». Más aún, el amor tiene un rasgo particular; en vez de ser indulgente o voluble, tiene una tarea o un fin que cumplir: permanecer. El amor es duradero por su naturaleza. De nuevo, queridos amigos, podemos echar una mirada a lo que el Espíritu Santo ofrece al mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que supera el miedo de la traición; amor que lleva en sí mismo la eternidad; el amor verdadero que nos introduce en una unidad que permanece.

Agustín deduce la tercera intuición, el Espíritu Santo como don, de una reflexión sobre una escena evangélica que todos conocemos y que nos atrae: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús se revela aquí como el dador del agua viva (cf. Jn 4, 10), que será después explicada como el Espíritu (cf. Jn 7, 39; 1 Co 12, 13). El Espíritu es «el don de Dios» (Jn 4, 10), la fuente interior (cf. Jn 4, 14), que sacia de verdad nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta observación, Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como don es el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, 15,18,32). Amigos, una vez más echamos un vistazo sobre la actividad de la Trinidad: el Espíritu Santo es Dios que se da eternamente; al igual que una fuente perenne, él se ofrece nada menos que a sí mismo. Observando este don incesante, llegamos a ver los límites de todo lo que acaba, la locura de una mentalidad consumista. En particular, empezamos a entender porqué la búsqueda de novedades nos deja insatisfechos y deseosos de algo más. ¿Acaso no estaremos buscando un don eterno? ¿La fuente que nunca se acaba? Con la Samaritana exclamamos: ¡Dame de esta agua, para que no tenga ya más sed (cf. Jn 4, 15)!

Queridos jóvenes, ya hemos visto que el Espíritu Santo es quien realiza la maravillosa comunión de los creyentes en Cristo Jesús. Fiel a su naturaleza de dador y de don a la vez, él actúa ahora a través de vosotros. Inspirados por las intuiciones de san Agustín, haced que el amor unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro desafío y el amor que se entrega vuestra misión.

Este mismo don del Espíritu Santo será mañana comunicado solemnemente a los candidatos a la Confirmación. Yo rogaré: «Llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu santo temor». Estos dones del Espíritu -cada uno de ellos, como nos recuerda san Francisco de Sales, es un modo de participar en el único amor de Dios- no son ni un premio ni un reconocimiento. Son simplemente dados (cf. 1 Co 12, 11). Y exigen por parte de quien los recibe sólo una respuesta: «Acepto». Percibimos aquí algo del misterio profundo de lo que es ser cristiano. Lo que constituye nuestra fe no es principalmente lo que nosotros hacemos, sino lo que recibimos. Después de todo, muchas personas generosas que no son cristianas pueden hacer mucho más de lo que nosotros hacemos. Amigos, ¿aceptáis entrar en la vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?

Los dones del Espíritu que actúan en nosotros imprimen la dirección y definen nuestro testimonio. Los dones del Espíritu, orientados por su naturaleza a la unidad, nos vinculan todavía más estrechamente a la totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11), permitiéndonos edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef 4, 13). Nos llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia, en las parroquias y en los movimientos eclesiales, en las clases de religión en la escuela, en las capellanías universitarias o en otras organizaciones católicas. Sí, la Iglesia debe crecer en unidad, debe robustecerse en la santidad, rejuvenecer y renovarse constantemente (cf. Lumen gentium, 4). Pero ¿con qué criterios? Con los del Espíritu Santo. Volveos a él, queridos jóvenes, y descubriréis el verdadero sentido de la renovación.

Esta tarde, reunidos bajo este hermoso cielo nocturno, nuestros corazones y nuestras mentes se llenan de gratitud a Dios por el don de nuestra fe en la Trinidad. Recordemos a nuestros padres y abuelos, que han caminado a nuestro lado cuando todavía éramos niños y han sostenido nuestros primeros pasos en la fe. Ahora, después de muchos años, os habéis reunido como jóvenes adultos alrededor del Sucesor de Pedro. Me siento muy feliz de estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es el autor de las obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741). Dejad que sus dones os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte el mismo camino con toda la humanidad, vosotros estáis llamados a vivir los dones del Espíritu entre los altibajos de la vida cotidiana. Madurad vuestra fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte, la música, el arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En definitiva, la vida, no es un simple acumular, y es mucho más que el simple éxito. Estar verdaderamente vivos es ser transformados desde el interior, estar abiertos a la fuerza del amor de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar vuestras familias, las comunidades y las naciones. Liberad estos dones. Que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra grandeza.

Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio y en la espera, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop cuando tenía precisamente veintiséis años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón». Creed en él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.

Queridos amigos, el Espíritu Santo dirige nuestros pasos para seguir a Jesucristo en el mundo de hoy, que espera de los cristianos una palabra de aliento y un testimonio de vida que inviten a mirar confiadamente hacia el futuro. Os encomiendo en mis plegarias, para que respondáis generosamente a lo que el Señor os pide y a lo que todos los hombres anhelan. Que Dios os bendiga.

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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana

Benedicto XVI expresa pesar por abusos sexuales cometidos en Australia

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Seminaristas: “Entren en el espíritu de su formación”
Sydney, (ACI) .- “Quiero reconocer la pena que todos nosotros sentimos como resultado de los abusos sexuales de menores por sacerdotes y religiosos en este país”; fueron las palabras del Papa Benedicto XVI al celebrar la Misa de consagración del nuevo altar de la Catedral de San Mary la mañana del sábado ante la presencia de Obispos, seminaristas y novicios de toda Australia.

“Estos constituyen una grave traición de confianza y merecen una inequívoca condena. Han causado gran dolor y han hecho daño al testimonio de la Iglesia. Les pido a todos ustedes apoyar y asistir a sus Obispos y trabajar juntos con ellos en combatir el mal. Las víctimas deben recibir compasión y cuidado y aquellos responsables por estos males deben ser traídos a justicia. Es una urgente prioridad promover un seguro y sano ambiente, especialmente para la gente joven”.

Adicionalmente, el Pontífice dirigió unas alentadoras palabras a los seminaristas y religiosas presentes en la Eucaristía. “Estamos a punto de celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable Catedral…cada altar es símbolo de Jesucristo, presente en medio de la Iglesia, como sacerdote, altar y víctima…Él nos invita a los miembros del cuerpo místico de Cristo a compartir en la oblación de sí mismo. Él nos llama como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer, en unión con Él, nuestros propios sacrificios diarios por la salvación del mundo”.

Exhortando a los presentes dijo: “Como este altar, nosotros también hemos sido consagrados, 'separados' para el servicio de Dios y la construcción de su reino. Sin embargo, frecuentemente, nos encontramos a nosotros mismos inmersos en un mundo que pone a Dios a un lado. En nombre de la autonomía humana, el Nombre de Dios es silenciado, la religión es reducida a una devoción privada y la fe es rechazada en la esfera pública. Nosotros también podemos estar tentados a hacer de la vida de fe un asunto de simple sentimiento, quitándole el poder de inspirar una consistente visión del mundo y un riguroso diálogo con otras muchas visiones que competen a las mentes y corazones de nuestros contemporáneos”

Haciendo alusión al documento del Concilio Varticano II Gaudium et Spes señaló: “La Fe nos enseña que en Jesucristo, la Palabra encarnada, nosotros venimos a entender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en esta tierra y el sublime destino que nos espera en el cielo”.

“Sin embargo qué difícil es este camino de la consagración! Este exige una continua conversión y un sacrificio de morir a sí mismo que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, un cambio de mente y corazón que nos trae la verdadera libertad y una visión más amplia”, agregó el Pontífice.

El Pontífice quiso luego dar un mensaje especial a los seminaristas y religiosos: “Queridos amigos, con gran generosidad ustedes han elegido un particular camino de consagración, basado en su Bautismo y emprendido en respuesta al llamado personal de Dios. Ustedes se han comprometido en diferentes formas a aceptar la invitación de Cristo a seguirlo, a dejar todo y dedicar sus vidas a la búsqueda de la Santidad y el servicio a los demás”

“El Evangelio de hoy nos llama a 'Creer en la luz'. Estas palabras tienen un especial significado para ustedes, queridos seminaristas y religiosas. Ellos son un llamado a confiar en la verdad de la palabra de Dios y a esperar firmemente en Sus promesas….Acojan la verdad que han escuchado en la segunda lectura de hoy: 'Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre'”.

El Santo Padre continuó: “Entren sinceramente en la disciplina y el espíritu de sus programas de formación. Caminen en la luz de Cristo diariamente por medio de la fidelidad a la oración personal y litúrgica, nutrida de la meditación en la Palabra inspirada de Dios..de esta manera, queridos jóvenes seminaristas y religiosas, ustedes se convertirán en altares vivientes, donde el amor sacrificial de Cristo se hace presente como una inspiración y una fuente de nutriente espiritual para todos los que conozcan”.

El Papa terminó sus homilía haciendo alusión al vitral de la Catedral donde está María representada como la Reina de los cielos “Pidámosle a María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga la Iglesia en Australia en fidelidad a la gracia por la cual el Señor crucificado aun ahora 'Atrae a sí mismo' toda la creación y cada corazón humano”.

Jóvenes dando testimonio de su fe en las calles de Sydney


La Jornada de la cruz

La noche en Sydney

La religión es factor de paz

Amor y vida

Diálogo interreligioso como modo de vida

El Viacrucis de la JMJ en video

Video 1

Video 2 - 1ª Estación

Video 3 - Continuación de la 1ª Estación

Video 4 - 2ª Estación

Video 5 - Continuación 2ª Estación

Video 6 - 3ª Estación

Video 7 - Continuación 3ª Estación

Video 8 - 4ª y 5ª Estación

Video 9 - 6ª Estación

"Les mandó qu no le descubrieran" / Video-reflexión: P. Jesús Higueras

viernes, 18 de julio de 2008

El testimonio de dos muchachos en recuperación de sus duras vidas conmueve a Benedicto XVI

El Papa adopta a jóvenes en recuperación como "embajadores de esperanza"
(Zenit) Benedicto XVI mantuvo este viernes un encuentro con jóvenes que participan en una comunidad de recuperación y les envió como "embajadores de esperanza" para otros jóvenes en situaciones difíciles.

El Papa compartió en la iglesia de la Universidad Notre Dame de Sydney, unos momentos con este grupo de chicos y chicas que a pesar de sus jóvenes vidas ya han atravesado duras experiencias.

Escuchó dos testimonios de ellos: vidas marcadas por el alcohol, la droga, o por la tentación del suicidio.

Samantha Gerdes, de origen filipino, descubrió tras la muerte de sus padres que había sido adoptada. Al regresar a su familia biológica, sufrió abusos de sus hermanos y malos tratos de su madre. Llegada a Australia, en plena soledad, sintió la tentación del suicidio, de la que ha salido viva gracias al encuentro con la Iglesia y la entrada en la comunidad.

Como ella revelaría después a los periodistas, el Papa le dirigió unas palabras personales para alentarle en su nuevo camino y sentirse orgullosa de lo que está haciendo.

El otro joven que tomó la palabra fue Andrew Holmes, quien ha dejado atrás una vida arruinada por el alcohol y la droga. "Pero hoy todo ha cambiado", afirmó al contar su breve biografía.

Los muchachos forman parte del programa de rehabilitación "Alive" (Vivo), gestionado por la Agencia de Servicios Sociales de la archidiócesis de Sydney.

El Papa quería con este encuentro mostrar que las Jornadas Mundiales de la Juventud son también para muchachos en dificultad y escogió como momento más adecuado la tarde del viernes, día en el que los peregrinos recordaron con el Vía Crucis, la memoria de la pasión y la muerte de Jesús.

En sus palabras a los muchachos, el Santo Padre constató que seguramente hoy se arrepienten de haber tomado elecciones que, aunque en el pasado se presentaban como muy atractivas, "os han llevado a un estado más profundo de miseria y de abandono".

"El abuso de las drogas o del alcohol, participar en actividades criminales o nocivas para vosotros mismos, podrían aparecer entonces como la vía de escape a una situación de dificultad o confusión", reconoció.

"Ahora sabéis que en vez de dar la vida, han traído la muerte". Por eso, sus palabras se convirtieron en un reconocimiento del "coraje que habéis demostrado decidiendo volver al camino de la vida, precisamente como el joven de la parábola".

"Habéis aceptado la ayuda de los amigos o de los familiares, del personal del programa Alive, de aquellos que tanto se preocupan por vuestro bienestar y felicidad".

Por eso aseguró que "os veo como embajadores de esperanza para otros que se encuentran en una situación similar".

"Al hablar desde vuestra experiencia podéis convencerlos de la necesidad de elegir el camino de la vida y rechazar el camino de la muerte", afirmó, presentándoles el seguimiento de Jesús como opción de vida.

"Jesús os recibe con los brazos abiertos --subrayó--. Os ofrece su amor incondicional: la plenitud de la vida se encuentra precisamente en la profunda amistad con él".

Este camino, según el Papa, es un "programa grabado en el interior de cada persona". Implica estar dispuestos "a renunciar a nuestras preferencias para ponernos al servicio de los demás, y a dar la vida por el bien de los demás, y en primer lugar por Jesús, que nos amó y dio su vida por nosotros".

"Esto es lo que los hombres están llamados a hacer, y lo que quiere decir realmente estar 'vivo'".

El obispo de Roma concluyó sintetizando su mensaje con las palabras que miles de años antes pronunció el profeta Moisés: "elige la vida, y vivirás tú y tu descendencia amando al Señor tu Dios".

Exposición de vocaciones en Sydney

El Papa invita a todos los creyentes a mirar en la misma dirección


Benedicto XVI anima a los líderes religiosos a unirse

Rap franciscano

225.000 jóvenes en Sydney

La JMJ: uno de los mejores inventos de la Iglesia

Más de 500 millones de personas vieron globalmente las Estaciones de la Cruz de la JMJ 2008

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Sydney, (ACI) .- Alrededor de 270 mil peregrinos y habitantes de Sydney y más de 500 millones de televidentes vieron las estaciones de la cruz que fueron actuadas en vivo por un grupo de jóvenes alrededor de la ciudad de Sydney.

La dramática presentación, que comenzó en las escaleras de la Catedral de San Mary, acompañada de un coro musical de fondo, tuvo lugar en diferentes sitios de la ciudad incluyendo La Galería de arte, El parque Domain, El Opera House de Sydney, terminado con la conmovedora escena de la crucifixión al caer la tarde en el Darling Harbour y Barangaroo.
El Papa Benedicto XVI estuvo presente en la Primera estación y luego siguió la actividad por televisión desde la Cripta de la Catedral de San Mary.

La presentación, que fue una dramatización muda acompañada de música coral, fue seguida silenciosamente por los peregrinos que aprovecharon este momento para reflexionar y profundizar en la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Camillus Okane, un estudiante de 21 años, fue elegido para hacer el papel de Tomás. “Fue una experiencia conmovedora, de manera especial ver las reacciones de la gente, algunos lloraban, otros rezaban. Fue bastante impactante”, dijo Camillus a ACI Prensa.

El director de las Estaciones, Franco Cavarra, viene preparando esta presentación en vivo desde diciembre de 2007, cuando se eligió a un grupo de jóvenes que han practicado durante seis meses para lograr lo que los peregrinos pudieron presenciar. 90 vestuarios fueron trabajados por 20 personas 3 meses previos a la presentación.

El momento cumbre de la crucifixión en una cruz de 3.5 metros alrededor de la 6 de la tarde, con los colores rojizos del atardecer hizo contener la respiración a más de un peregrino por su realismo. “Parecía real” dijo a ACI Prensa una peregrina chilena que puedo presenciarlo de cerca.

El teatro en vivo contó con la actuación de 83 actores y fue seguido por la cruz que fue cargada por algunos de los peregrinos y aborígenes australianos.

Testimonios de jóvenes desde Sydney · JMJ 2008

El himno de JMJ Sydney 2008: Recieve the Power

jueves, 17 de julio de 2008

Video integro de la ceremonia de bienvenida de los jóvenes a Benedicto XVI en la JMJ de Sydney

Fortalecidos con los dones del Espíritu para dar testimonio / Autor: Benedicto XVI

Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI en la fiesta de acogida de las Jornadas Mundiales de la Juventud que se celebró en la tarde de este jueves en el muelle de Barangaroo:

Queridos jóvenes:


Es una alegría poderos saludar aquí, en Barangaroo, a orillas de la magnífica bahía de Sydney, con el famoso puente y la Opera House. Muchos sois de este País, del interior o de las dinámicas comunidades multiculturales de las ciudades australianas. Otros venís de las islas esparcidas por Oceanía, y otros de Asia, del Oriente Medio, de África y de América. En realidad, bastantes de vosotros viene de tan lejos como yo, de Europa. Cualquiera que sea el País del que venimos, por fin estamos aquí, en Sydney. Y estamos juntos en este mundo nuestro como familia de Dios, como discípulos de Cristo, alentados por su Espíritu para ser testigos de su amor y su verdad ante los demás.


Deseo agradecer a los Ancianos de los Aborígenes que me han dado la bienvenida antes de subir al barco en la Rose Bay. Estoy muy emocionado al encontrarme en vuestra tierra, conociendo los sufrimientos y las injusticias que ha padecido, pero consciente también de la reparación y de la esperanza que se están produciendo ahora, de lo cual pueden estar orgullosos todos los ciudadanos australianos. A los jóvenes indígenas -aborígenes y habitantes de las Islas del Estrecho de Torres- y tokelaués les doy las gracias por la conmovedora bienvenida. A través de vosotros envío un cordial saludo a vuestros pueblos.

Señor Cardenal Pell, Señor Arzobispo Mons. Wilson: os doy las gracias por vuestras calurosas expresiones de bienvenida. Sé que vuestros sentimientos resuenan también en el corazón de los jóvenes reunidos aquí esta tarde y, por tanto, doy las gracias a todos. Veo ante mí una imagen vibrante de la Iglesia universal. La variedad de Naciones y culturas de las que provenís demuestra que verdaderamente la Buena Nueva de Cristo es para todos y cada uno; ella ha llegado a los confines de la tierra. Sin embargo, también sé que muchos de vosotros estáis aún en busca de una patria espiritual. Algunos, siempre bienvenidos entre nosotros, no sois católicos o cristianos. Otros, tal vez, os movéis en los aledaños de la vida de la parroquia y de la Iglesia. A vosotros deseo ofrecer mi llamamiento: acercaos al abrazo amoroso de Cristo; reconoced a la Iglesia como vuestra casa. Nadie está obligado a quedarse fuera, puesto que desde el día de Pentecostés la Iglesia es una y universal.

Esta tarde deseo incluir también a los que no están aquí presentes. Pienso especialmente en los enfermos o los minusválidos psíquicos, a los jóvenes en prisión, a los que están marginados por nuestra sociedad y a los que por cualquier razón se sienten ajenos a la Iglesia. A ellos les digo: Jesús está cerca de ti. Siente su abrazo que cura, su compasión, su misericordia.

Hace casi dos mil años, los Apóstoles, reunidos en la sala superior de la casa, junto con María (cf. Hch 1,14) y algunas fieles mujeres, fueron llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). En aquel momento extraordinario, que señaló el nacimiento de la Iglesia, la confusión y el miedo que habían agarrotado a los discípulos de Cristo, se transformaron en una vigorosa convicción y en la toma de conciencia de un objetivo. Se sintieron impulsados a hablar de su encuentro con Jesús resucitado, que ahora llamaban afectuosamente el Señor. Los Apóstoles eran en muchos aspectos personas ordinarias. Nadie podía decir de sí mismo que era el discípulo perfecto. No habían sido capaces de reconocer a Cristo (cf. Lc 24,13-32), tuvieron que avergonzarse de su propia ambición (cf. Lc 22,24-27) e incluso renegaron de él (cf. Lc 22,54-62). Sin embargo, cuando estuvieron llenos de Espíritu Santo, fueron traspasados por la verdad del Evangelio de Cristo e impulsados a proclamarlo sin temor. Reconfortados, gritaron: arrepentíos, bautizaos, recibid el Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-38). Fundada sobre la enseñanza de los Apóstoles, en la adhesión a ellos, en la fracción del pan y la oración (cf. Hch 2,42), la joven comunidad cristiana dio un paso adelante para oponerse a la perversidad de la cultura que la circundaba (cf. Hch 2,40), para cuidar de sus propios miembros (cf. Hch 2,44-47), defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33) y curar a los enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de Cristo mismo, partieron dando testimonio del acontecimiento más grande de todos los tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino ha entrado en la historia humana para poder transformarla, y que estamos llamados a empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el mal y la muerte. En su famoso discurso en el areópago, San Pablo presentó su mensaje de esta manera: «Dios da a cada uno todas las cosas, incluida la vida y el respiro, de manera que todos lo pueblos pudieran buscar a Dios, y siguiendo los propios caminos hacia Él, lograran encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).

Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos pioneros -sacerdotes, religiosas y religiosos- que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes -algunos incluso con apenas veinte años- y, cuando saludaron para siempre a sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas. Se convirtieron en humildes pero tenaces constructores de gran parte de la herencia social y espiritual que todavía hoy es portadora de bondad, compasión y orientación a estas Naciones. Y fueron capaces de inspirar a otra generación. Esto nos trae al recuerdo inmediatamente la fe que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su neta determinación de educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot en su firme convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse siempre al Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres, vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho innumerables sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os tienen. Ellos, con apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra parroquia, tienen la tarea, no siempre fácil pero sumamente gratificante, de guiaros hacia todo lo que es bueno y verdadero, mediante su ejemplo personal y su modo de enseñar y vivir la fe cristiana.

Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante dos días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los ojos de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?

Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal 8,6). ¡Qué asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio, en un espíritu de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.

Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de islas-estado, cuya existencia misma está amenazada por el aumento del nivel de las aguas; otros de naciones que sufren los efectos de sequías desoladoras. La maravillosa creación de Dios es percibida a veces como algo casi hostil por parte de sus custodios, incluso como algo peligroso. ¿Cómo es posible que lo que es «bueno» pueda aparecer amenazador?
Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación de Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas maneras, tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la aplicación hábil de la tecnología como de la creatividad plasmada en el arte. También entre vosotros hay una disponibilidad atenta para acoger las numerosas oportunidades que se os ofrecen. Algunos de vosotros destacan en los estudios, en el deporte, en la música, la danza o el teatro; otros tienen un agudo sentido de la justicia social y de la ética, y muchos asumen compromisos de servicio y voluntariado. Todos nosotros, jóvenes y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad innata de la persona humana -perceptible tal vez en el gesto de un niño pequeño o en la disponibilidad de un adulto para perdonar- nos llena de profunda alegría y gratitud.

Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural, sino también el social -el hábitat que nos creamos nosotros mismos- tiene sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en nuestra vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar hostilidades a veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es bueno, modificar lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos sido creados. Los ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más evidentes están el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e internet como una diversión. Me pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como «diversión».
Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación.

Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual. Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y con un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto hacemos nuestras opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir, en la verdad, el bien y la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os dejéis engañar por los que ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la verdad.

Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad, puede ser la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los Apóstoles llevaron hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la vida de la Iglesia. Y el ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el Bautismo.
Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P 1,4). Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido incorporados a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf. 1 Co 6,19). Por eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a vuestros padres y a los participantes y, llamándoos por vuestro nombre, dijo: «Ya eres nueva criatura» (Ritual del Bautismo, 99).

Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los lugares de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. Cómo cristianos, estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro humano, Jesucristo, el «camino» que colma todo anhelo humano y la «vida» de la que estamos llamados a dar testimonio, caminando siempre iluminados por su luz (cf. ibíd., 100).

La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le debe "dejar en el banquillo", y que la religión y la fe, aunque convenientes para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente de Dios. Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que es la humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.

Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente alerta ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura moral con la que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la dignidad innata de toda persona se apoya en su identidad más profunda -como imagen del Creador- y que, por tanto, los derechos humanos son universales, basados en la ley natural, y no algo que depende de negociaciones o concesiones, fruto de un simple compromiso? Esto nos lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad los pobres, los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz. ¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?

Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La preocupación por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado de nuestro entorno, son de vital importancia para la humanidad. Pero todo esto no se puede comprender prescindiendo de una profunda reflexión sobre la dignidad innata de toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, una dignidad otorgada por Dios mismo y, por tanto, inviolable. Nuestro mundo está cansado de la codicia, de la explotación y de la división, del tedio de falsos ídolos y respuestas parciales, y de la pesadumbre de falsas promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde se compartan los dones, donde se construya la unidad, donde la libertad tenga su propio significado en la verdad, y donde la identidad se encuentre en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu Santo. Ésta es la esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido recreados en el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la Confirmación precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste el mensaje que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.

[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en italiano, francés, alemán, español, y portugués. En español, dijo:]

Queridos jóvenes de lengua española, la misión de ser testigos del Señor en todos los lugares de la tierra es una apasionante tarea, que exige acoger su Palabra e identificarse con Él, compartiendo con los demás la alegría de haber encontrado al verdadero amigo que nunca defrauda. Que este reto agrande vuestra generosidad. Un saludo muy cordial a todos.
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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede

Benedicto XVI en Papamóvil por Sydney


Organizaciones de jóvenes católicos en Sydney

Seguir a Cristo es entusiasmante, dice el Papa

Policía enfermo regala su gorra oficial a Benedicto XVI

Recibe el poder del Espíritu

Cantando con el Papa en la bienvenida

Fiesta Latinoamericana

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Animales visitan a Benedicto XVI