sábado, 24 de agosto de 2019
Pide ayuda al Espíritu Santo y con su unción descubrirás la certeza interior de que Dios siempre te acompaña / Por P. Carlos García Malo
lunes, 10 de junio de 2019
sábado, 8 de junio de 2019
El Espíritu Santo nos regala, dones, frutos y carismas cuando le dejamos vivir libremente en nosotros / Por P. Carlos García Malo
miércoles, 5 de junio de 2019
Que el Espíritu Santo se pose como fuego ardiente sobre nosotros y reavive las ascuas de la fe / Por P. Carlos García Malo
martes, 4 de junio de 2019
Pide para ti un nuevo Pentecostés que abra tu alma a las sorpresas del Espíritu como hizo el Papa Juan XXIII / Por P. Carlos García Malo
martes, 9 de abril de 2019
Déjate llenar del Espíritu Santo. Ten momentos cada día de intimidad con tu Señor / Por P. Carlos García Malo
jueves, 4 de abril de 2019
jueves, 10 de enero de 2013
La Virgen María, modelo y joven apasionada / Por Madre Gabriela del Amor
martes, 22 de mayo de 2012
Jesucristo sana hoy / Por P. Emiliano Tardif
22 de mayo de 2012.- El padre Emiliano Tardif, uno de los fundadores de la Comunidad Siervos de Cristo Vivo, responde a las dudas y preguntas de cómo el Señor actúa a través de su iglesia con dones y carismas para sanar las enfermedades y los corazones heridos.
martes, 21 de junio de 2011
"Pidan y se les dará" / Por Conchi Vaquero
Meditación en vídeo grabada en directo
21 de junio de 2011.- Conchi Vaquero Callejas, laica casada y madre de dos hijos, miembro de la Comunidad Familia, Evangelio y Vida, reflexiona en esta enseñanza sobre la necesidad vital de orar y de pedir el Espíritu Santo. El Espíritu es el que nos da conciencia de que somos hijos de Dios y debemos rogar al Padre Celestial en el nombre de Jesucristo para que la gracia acreciente los siete dones del Paráclito en nuestro corazón. El poder del Espíritu Santo es el que puede convertir nuestra vida cristiana en fértil y fructífera. Conchi Vaquero pertenece también al grupo de oración Familia, Evangelio y Vida de la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Vilanova i la Geltrú, Barcelona, España, donde ha sido grabada en directo esta charla, el lunes 13 de junio de 2011. Leer más...
domingo, 12 de junio de 2011
El Espíritu, por Juan Pablo II: Así explicaba el reciente Beato los dones del Paráclito
12 de junio de 2011.- Este domingo, la Iglesia celebra el primer Pentecostés con Juan Pablo II en los altares. Él fue uno de los primeros en hablar de nueva evangelización, y resaltó la primacía del Espíritu Santo en la labor apostólica de la Iglesia. Por eso, son tan iluminadoras sus palabras sobre la acción del Paráclito en los fieles. A lo largo de su pontificado, el Beato Juan Pablo II explicó de esta manera los siete dones que el Espíritu suscita, cómo y cuándo quiere, en quien se muestra abierto a su influencia. Leer más...
jueves, 12 de noviembre de 2009
Los dones y carismas del Espíritu Santo / Por Jordi Baig
12 de noviembre de 2009.- ¿Por qué no florecen los dones y carismas del Espíritu Santo? ¿Aceptamos humildemente ser siervos inútiles del Señor o nos da miedo? A estos interrogantes intenta responder en esta enseñanza Jordi Baig, laico casado y padre de tres hijas,. miembro del grupo de oración Familia, Evangelio y Vida de la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Vilanova i la Geltrú, Barcelona, España, donde ha sido grabada en directo esta meditación. Ver vídeo...
miércoles, 11 de noviembre de 2009
Oración: "Hágase en mi tu voluntad" / Por Jordi Baig
sábado, 31 de enero de 2009
Reavivando los dones del Espíritu
/ Autora: Nancy Kellar, SC
"Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos" (2Tm 1 6). Me gustaría escribir acerca de reavivar los dones carismáticos centrando este versículo de Timoteo en la siguiente línea, versículo 7: "Porque no nos dió el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sinó de fortaleza, de amor y de templanza". Leer...
lunes, 18 de agosto de 2008
Benedicto XVI: "Sólo si somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo podemos también nosotros transmitirlo a los demás"
(ZENIT.org).- El miércoles 6 de agosto, el Papa Benedicto XVI, que estaba pasando unos días de descanso en el seminario de la diócesis de Bolzano-Bressanone, mantuvo un encuentro con el clero y seminaristas de la diócesis en la catedral, que revistió la forma de coloquio.
El Papa respondió a las preguntas de cinco sacerdotes y un seminarista (cuatro en alemán y dos en italiano). Esta es la trascripción de la primera pregunta y su correspondiente respuesta.
--Santo Padre, me llamo Michael Horrer y soy seminarista. Con ocasión de la XXIII Jornada mundial de la juventud, celebrada en Sydney, Australia, en la que participé juntamente con otros jóvenes de nuestra diócesis, usted reafirmó continuamente a los cuatrocientos mil jóvenes presentes la importancia de la obra del Espíritu Santo en nosotros, los jóvenes, y en la Iglesia. El tema de la Jornada era: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Hemos regresado fortalecidos por el Espíritu Santo y por sus palabras. Le pregunto: ¿Cómo podemos vivir concretamente en nuestra vida diaria los dones del Espíritu Santo y testimoniarlos a los demás, de modo que también nuestros parientes, amigos y conocidos experimenten la fuerza del Espíritu Santo y así podamos cumplir nuestra misión de testigos de Cristo? ¿Qué nos aconseja para lograr que nuestra diócesis siga siendo joven a pesar del envejecimiento del clero, y para que permanezca abierta a la acción del Espíritu de Dios, que guía a la Iglesia?
--Benedicto XVI: Gracias por su pregunta. Me alegra ver un seminarista, un candidato al sacerdocio de esta diócesis, en cuyo rostro puedo descubrir, en cierto sentido, el rostro joven de la diócesis. Asimismo, me alegra saber que usted, juntamente con otros, estuvo en Sydney, donde en una gran fiesta de la fe experimentamos juntos precisamente la juventud de la Iglesia. También para los australianos fue una gran experiencia. Al inicio miraban esta Jornada mundial de la juventud con gran escepticismo, porque como es obvio implicaría muchas dificultades para su vida diaria, muchas molestias, como por ejemplo para el tráfico, etc. Pero al final, como hemos visto también en los medios de comunicación social, cuyos prejuicios fueron desapareciendo poco a poco, todos se sintieron implicados en ese clima de alegría y de fe. Vieron que los jóvenes vienen y no crean problemas de seguridad ni de ningún otro tipo, sino que saben estar juntos con alegría. También vieron que hoy la fe es una fuerza presente; que es una fuerza capaz de dar la orientación correcta a las personas. Por eso, fue un tiempo en que sentimos realmente el soplo del Espíritu Santo, que barre los prejuicios, que hace entender a los hombres que aquí encontramos lo que nos interesa realmente, que esta es la dirección que debemos tomar, que así se puede vivir, que así nos abrimos al futuro.
Usted ha dicho, con razón, que fue un tiempo fuerte, del que hemos traído a casa una llamita. Ahora bien, en la vida diaria es mucho más difícil percibir concretamente la acción del Espíritu Santo o incluso ser personalmente un medio para que él pueda estar presente, para que se realice aquel soplo que barre los prejuicios del tiempo, que en medio de la oscuridad crea la luz y nos hace sentir que la fe no sólo tiene un futuro, sino que es el futuro.
¿Cómo podemos realizar eso? Ciertamente, nosotros solos no somos capaces. Al final, es el Señor quien nos ayuda, pero nosotros debemos ser instrumentos disponibles. Yo diría simplemente: nadie puede dar lo que no posee él mismo, es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de modo eficaz, hacerlo perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de él. Precisamente por eso creo que lo más importante es que nosotros mismos permanezcamos, por decirlo así, en el radio del soplo del Espíritu Santo, en contacto con él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo, sólo si él está presente en nosotros, podemos también nosotros transmitirlo a los demás. Entonces él nos da ideas creativas, sugiriéndonos cómo actuar. Nos da ideas que no se pueden programar, sino que surgen en la situación misma, porque allí está actuando el Espíritu Santo. Así pues, el primer punto es: nosotros mismos debemos permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo.
El Evangelio de san Juan nos cuenta que, después de la Resurrección, el Señor se aparece a los discípulos, sopla sobre ellos y les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Se trata de un texto paralelo al del Génesis, donde Dios sopla sobre el polvo de la tierra y este cobra vida, convirtiéndose en hombre. Ahora bien, el hombre, interiormente oscurecido y medio muerto, recibe de nuevo el soplo de Cristo, y este soplo de Dios que le da una nueva dimensión de vida, le da la vida con el Espíritu Santo.
Así pues, podemos decir que el Espíritu Santo es el soplo de Jesucristo, y nosotros, en cierto sentido, debemos pedir a Cristo que sople siempre sobre nosotros a fin de que ese soplo sea vivo y fuerte en nosotros, y actúe en el mundo. Eso significa, por tanto, que debemos mantenernos cerca de Cristo. Lo hacemos meditando en su Palabra. Sabemos que el autor principal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo. Cuando a través de ella hablamos con Dios, cuando en ella no buscamos sólo el pasado sino verdaderamente al Señor presente que nos habla, entonces es como si nos encontráramos -como dije también en Australia- paseando en el jardín del Espíritu Santo: nosotros hablamos con él y él habla con nosotros. Aprender a ser de casa en este ámbito, en el ámbito de la palabra de Dios, es muy importante, pues en cierto sentido nos introduce en el soplo de Dios.
Luego, naturalmente, este escuchar, este caminar en el ámbito de la Palabra, debe convertirse en una respuesta, una respuesta en la oración, en el contacto con Cristo. Y, como es obvio, ante todo en el santo sacramento de la Eucaristía, en el que él sale a nuestro encuentro y entra en nosotros, casi se funde con nosotros. Pero también en el sacramento de la Penitencia, que siempre nos purifica, nos lava y elimina las oscuridades que la vida diaria pone en nosotros.
En pocas palabras, una vida con Cristo en el Espíritu Santo, en la palabra de Dios y en la comunión de la Iglesia, en su comunidad viva. San Agustín dijo: "Si quieres el Espíritu de Dios, debes estar en el Cuerpo de Cristo". El Cuerpo místico de Cristo es el ámbito de su Espíritu.
Todo esto debería marcar el desarrollo de nuestra jornada, de modo que sea una jornada estructurada, un día en el que Dios siempre tenga acceso a nosotros, en que estemos continuamente en contacto con Cristo, en que precisamente por eso recibamos continuamente el soplo del Espíritu Santo. Si hacemos esto, si no somos demasiado perezosos, indisciplinados o indolentes, entonces nos sucederá algo, entonces nuestra jornada tomará una forma, entonces nuestra vida misma tomará una forma en ella y esta luz emanará de nosotros sin que tengamos que ponernos a pensar demasiado, sin que tengamos que adoptar un modo de actuar -por decirlo así- "propagandístico", pues vendrá por sí mismo, dado que refleja nuestro espíritu.
A esa dimensión yo añadiría una segunda, lógicamente relacionada con la primera: si vivimos con Cristo, también las cosas humanas nos saldrán bien. En efecto, la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; además, reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo muestra el paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san Juan. La fe se basa precisamente en la virtudes naturales: la honradez, la alegría, la disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar, la generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas. Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se refiere a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto: hacer que madure en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe implica la plena realización del ser humano, de la humanidad.
Deberíamos poner mucha atención en realizar bien y de modo correcto nuestros deberes humanos: en la profesión, en el respeto al prójimo, preocupándonos de los demás, que es el mejor modo de preocuparnos de nosotros mismos, pues pensar en el prójimo es el mejor modo de pensar en nosotros mismos.
De aquí nacen luego las iniciativas que no se pueden programar: las comunidades de oración, las comunidades que leen juntas la Biblia o también la ayuda efectiva a los necesitados, a los que atraviesan dificultades, a los marginados, a los enfermos, a los discapacitados, y muchas otras más... Así se nos abren los ojos para ver nuestras capacidades personales, para poner en marcha otras iniciativas y saber infundir en los demás la valentía de hacer lo mismo. Precisamente estas obras humanas nos fortalecen, poniéndonos nuevamente, de algún modo, en contacto con el Espíritu de Dios.
El gran maestre de los Caballeros de la Orden de Malta en Roma me contó que en Navidad fue, con algunos jóvenes, a la estación para llevar algo de Navidad a las personas abandonadas. Cuando se retiraba, escuchó que uno de los jóvenes le decía a otro: "Esto es más fuerte que la discoteca. Esto es realmente hermoso, pues puedo hacer algo por los demás". Estas son las iniciativas que el Espíritu Santo suscita en nosotros. Sin muchas palabras, nos hacen sentir la fuerza del Espíritu. Así prestamos atención a Cristo.
Tal vez he dicho pocas cosas concretas, pero creo que lo más importante es que, ante todo, nuestra vida esté orientada hacia el Espíritu Santo, para que vivamos en el ámbito del Espíritu, en el Cuerpo de Cristo, y que luego, a partir de esto, experimentemos la humanización, cultivemos las sencillas virtudes humanas y así aprendamos a ser buenos en el sentido más amplio de la palabra. De este modo se adquiere sensibilidad para las iniciativas de bien que luego naturalmente desarrollan una fuerza misionera y, en cierto sentido, preparan el momento en que resulta sensato y comprensible hablar de Cristo y de nuestra fe.
sábado, 9 de agosto de 2008
Cosas de santos / Autora: María Vallejo-Nágera
A CONTINUACIÓN les transcribo una carta datada el 31 de marzo de 1923, que en su día hizo llegar a un sacerdote llamado Padre Crété. La misiva dice así: “Querido Padre: […] Anoche, mi Señor Jesús me dijo que fuera a buscarle a la casa de una persona que, desde el sábado, le tiene de forma incorrecta encerrado en su hogar. Dicha persona recibió la Sagrada Forma durante una misa, pero nada más regresar a su banco, la sacó de la boca y la escondió en un pañuelo con la intención de profanarla. […]
Esa misma noche, siguiendo las instrucciones de mi Señor Jesús, me encaminé a la casa de tal persona. Ella misma me abrió la puerta y comprobé que su hogar era señorial y de muy alto nivel económico. Le dije que había acudido a recoger la Sagrada Forma; palideció y me invitó hacia el salón, en donde tomó una cajita de la que sacó la Sagrada Forma. ¡El Señor estaba ahí! La tomé en mis manos y, siguiendo la inspiración de mi Señor, dirigí unas palabras a esa pobre mujer, quien comenzó a derramar grandes lágrimas de arrepentimiento.(Desgraciadamente desconocemos las palabras con las que la madre Yvonne-Aimeé tocó el corazón a esta alma). Luego regresé a mi residencia, cargando cuidadosamente a mi Amado.Mientras caminaba con mi Señor, Él me dijo: ‘Guárdame hasta que yo te diga lo que deseo que hagas conmigo’”. La madre Yvonne-Aimeé recibió la orden de su director espiritual de consumir ella misma esa Sagrada Forma.
Esta anécdota se repitió en muchas ocasiones a lo largo de su vida y no siempre los profanadores la trataron con indulgencia.A veces llegaba a su residencia con moretones, heridas o arañazos. Sólo cuando lleguemos al cielo podremos saber por qué el Señor ha dado estos dones a ciertas personas como a la madre Yvonne-Aimeé. Esta mujer no sólo era capaz de saber cómo, quién y dónde había profanado una Sagrada Forma, sino que además, tenía la increíble capacidad de estar en dos sitios a la vez y ser vista por muchos testigos (este don se conoce como “bilocación”). Su director espiritual (el padre Labutte) ha dejado escritas increíbles anécdotas de esta delicada alma, que para nosotros se han convertido en joyasde la fe.
Una de ellas se refiere a lo quele sucedió cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, mientras estaba en Malestroit, Francia. Sin saber cómo, se vio de pronto frente a Hitler, en su despacho de Berlín. Él, sorprendido de ver a una monja aparecer de la nada, sacó un arma y le disparó. Aunque las balas le atravesaron, no la hirieron. Hitler quedó petrificado por el miedo mientras ella, impasible, le dijo unas palabras que el mismo Jesús le había dictado para él. (Desgraciadamente tampocohay detalles sobre tal mensaje). Se sabe que Hitler no quiso creerle y le rogó que se marchara de inmediato. Ella, antes dedesaparecer, se acercó al mapa de Europa que yacía sobre la mesa, y señaló un lugar con el dedo diciendo: “cuando usted llegue con sus tropas a este lugar, perderá su guerra”. Y así ocurrió…
Aquellos que deseen saber más pueden consultar:
http://www.augustines-malestroit.com/
domingo, 20 de julio de 2008
La gracia del Espíritu Santo, puro don / Autor: Benedicto XVI
Queridos amigos
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza» (Hch 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la esperanza y a la vida nueva en Cristo.
En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a esta estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe, jóvenes hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder del Espíritu de Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran asamblea, que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Hch 2,5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza». Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo, durante esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada uno de nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu de reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en sus corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen cotidianamente en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».
Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo, hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos rodean.
Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo», todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han abierto para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente: «colmado», como dice el poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la gloria de su amor creativo. También aquí, en esta gran asamblea de jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de nuestra fe en el Señor resucitado.
La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. A través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu y nos atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo. San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al comienzo del siglo segundo, nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu como de una fuente de agua viva que surge en su corazón y susurra: «Ven, ven al Padre» (cf. A los Romanos, 6,1-9).
Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos permite ser sal y luz para nuestro mundo.
En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Aquí, en Australia, damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros como un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión de la Iglesia. Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a todos aquellos misioneros, sacerdotes y religiosos comprometidos, padres y abuelos cristianos, maestros y catequistas, que han edificado la Iglesia en estas tierras. Testigos como la Beata Mary Mackillop, San Peter Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La fuerza del Espíritu, manifestada en sus vidas, está todavía activa en las iniciativas beneficiosas que han dejado en la sociedad que han plasmado y que ahora se os confía a vosotros.
Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?
La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la nueva era prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que Jesucristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías que posee en plenitud el Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad entera. La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).
Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.
El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.
También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser siempre joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium, 4). En la segunda lectura de hoy, el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un don que debe ser usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene especialmente necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros, jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada. No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de encontrar vuestra alegría en hacer su voluntad, entregándoos completamente para llegar a la santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los otros.
Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con el don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa recibir la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente, inalterablemente cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han recibido este don, ya nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1 Co 12,13) significa haber sido refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no tener miedo de defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la civilización del amor.
Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que la fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada uno de nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre todos los presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de Australia y sobre todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado en el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.
Que por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, esta XXIII Jornada Mundial de la Juventud sea vivida como un nuevo cenáculo, de forma que todos nosotros, enardecidos con el fuego del amor del Espíritu Santo, continuemos proclamando al Señor resucitado y atrayendo a cada corazón hacia Él. Amén.
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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana
sábado, 19 de julio de 2008
El Espíritu Santo, Él es el artesano de las obras de Dios. ¡Dejen que sus gracias les formen! / Autor: Benedicto XVI
Dios está siempre con nosotros
Queridos jóvenes
Una vez más, en esta tarde hemos oído la gran promesa de Cristo, «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1, 8). Éstas fueron las últimas palabras que Cristo pronunció antes de su ascensión al cielo. Lo que los Apóstoles sintieron al oírlas sólo podemos imaginarlo. Pero sabemos que su amor profundo por Jesús y la confianza en su palabra los impulsó a reunirse y esperar en la sala de arriba, pero no una espera sin un sentido, sino juntos, unidos en la oración, con las mujeres y con María (cf. Hch 1, 14). Esta tarde nosotros hacemos lo mismo. Reunidos delante de nuestra Cruz, que tanto ha viajado, y del icono de María, rezamos bajo el esplendor celeste de la constelación de la Cruz del Sur. Esta tarde rezo por vosotros y por los jóvenes de todo el mundo. Dejaos inspirar por el ejemplo de vuestros Patronos. Acoged en vuestro corazón y en vuestra mente los siete dones del Espíritu Santo. Reconoced y creed en el poder del Espíritu Santo en vuestra vida.
El otro día hablábamos de la unidad y de la armonía de la creación de Dios y de nuestro lugar en ella. Hemos recordado cómo nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, mediante el gran don del Bautismo nos hemos convertido en hijos adoptivos de Dios, nuevas criaturas. Y precisamente como hijos de la luz de Cristo, simbolizada por las velas encendidas que tenéis en vuestras manos, damos testimonio en nuestro mundo del esplendor que ninguna tiniebla podrá vencer (cf. Jn 1, 5).
Esta tarde ponemos nuestra atención sobre el «cómo» llegar a ser testigos. Tenemos necesidad de conocer la persona del Espíritu Santo y su presencia vivificante en nuestra vida. No es fácil. En efecto, la diversidad de imágenes que encontramos en la Escritura sobre el Espíritu -viento, fuego, soplo- ponen de manifiesto lo difícil que nos resulta tener una comprensión clara de él. Y, sin embargo, sabemos que el Espíritu Santo es quien dirige y define nuestro testimonio sobre Jesucristo, aunque de modo silencioso e invisible.
Ya sabéis que nuestro testimonio cristiano es una ofrenda a un mundo que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación de Dios se debilita por heridas profundas cuando las relaciones sociales se rompen, o el espíritu humano se encuentra casi completamente aplastado por la explotación o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad contemporánea sufre un proceso de fragmentación por culpa de un modo de pensar que por su naturaleza tiene una visión reducida, porque descuida completamente el horizonte de la verdad, de la verdad sobre Dios y sobre nosotros. Por su naturaleza, el relativismo non es capaz de ver el cuadro en su totalidad. Ignora los principios mismos que nos hacen capaces de vivir y de crecer en la unidad, en el orden y en la armonía.
Como testigos cristianos, ¿cuál es nuestra respuesta a un mundo dividido y fragmentario? ¿Cómo podemos ofrecer esperanza de paz, restablecimiento y armonía a esas «estaciones» de conflicto, de sufrimiento y tensión por las que habéis querido pasar con esta Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud? La unidad y la reconciliación no se pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno para el otro (cf. Gn 2, 24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos encontrar la unidad que buscamos. Y, sin embargo, frente a las imperfecciones y desilusiones, tanto individuales como institucionales, tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una comunidad «perfecta». No se trata de una tentación nueva. En la historia de la Iglesia hay muchos ejemplos de tentativas de esquivar y pasar por alto las debilidades y los fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una utopía espiritual.
Estos intentos de construir la unidad, en realidad la debilitan. Separar al Espíritu Santo de Cristo, presente en la estructura institucional de la Iglesia, pondría en peligro la unidad de la comunidad cristiana, que es precisamente un don del Espíritu. Se traicionaría la naturaleza de la Iglesia como Templo vivo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 3, 16). En efecto, es el Espíritu quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad plena y la unifica en la comunión y en servicio del ministerio (cf. Lumen gentium, 4). Lamentablemente, la tentación de «ir por libre» continúa. Algunos hablan de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y la segunda como rígida y carente de Espíritu.
La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 813); es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de darnos media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un conocimiento más profundo. Queridos jóvenes, ¿acaso no es gracias a vuestra fe que amigos en dificultad o en búsqueda de sentido para sus vidas se han dirigido a vosotros? Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois capaces de oír, a través de las disonancias y las divisiones del mundo, la voz acorde de la humanidad? Desde el niño abandonado en un campo de Darfur a un adolescente desconcertado, a un padre angustiado en un barrio periférico cualquiera, o tal vez ahora, desde lo profundo de vuestro corazón, se alza el mismo grito humano que anhela reconocimiento, pertenencia, unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial de ser uno, estar inmerso en la comunión, de estar edificado y ser guiado a la verdad? El Espíritu Santo. Éste es su papel: realizar la obra de Cristo. Enriquecidos con los dones del Espíritu, tendréis la fuerza de ir más allá de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía, de la precariedad fugaz, para ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.
Amigos, cuando recitamos el Credo afirmamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». El «Espíritu creador» es la fuerza de Dios que da la vida a toda la creación y es la fuente de vida nueva y abundante en Cristo. El Espíritu mantiene a la Iglesia unida a su Señor y fiel a la tradición apostólica. Él es quien inspira las Sagradas Escrituras y guía al Pueblo de Dios hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13). De todos estos modos el Espíritu es el «dador de vida», que nos conduce al corazón mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejamos guiar por el Espíritu, tanto mayor será nuestra configuración con Cristo y tanto más profunda será nuestra inmersión en la vida de Dios uno y trino.
Esta participación en la naturaleza misma de Dios (cf. 2 P 1, 4) tiene lugar a lo largo de los acontecimientos cotidianos de la vida, en los que Él siempre esta presente (cf. Ba 3, 38). Sin embargo, hay momentos en los que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción fuera de Dios. Jesús mismo preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Este alejamiento puede ofrecer tal vez la ilusión de la libertad. Pero, ¿a dónde nos lleva? ¿A quién vamos a acudir? En nuestro corazón, en efecto, sabemos que sólo el Señor tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 67-69). Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir de nosotros mismos (cf. S. Agustín, Confesiones VIII, 7). Dios está con nosotros en la vida real, no en la fantasía. Enfrentarnos a la realidad, no huir de ella: esto es lo que buscamos. Por eso el Espíritu Santo, con delicadeza, pero también con determinación, nos atrae hacia lo que es real, duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la comunión con la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo ha sido, de modos diversos, la Persona olvidada de la Santísima Trinidad. Tener una clara comprensión de él nos parece algo fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis padres, como los vuestros, me enseñaron el signo de la Cruz y así entendí pronto que hay un Dios en tres Personas, y que la Trinidad está en el centro de la fe y de la vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener un cierto conocimiento de Dios Padre y de Dios Hijo -los nombres ya significaban mucho- mi comprensión de la tercera Persona de la Trinidad seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote encargado de enseñar teología, decidí estudiar los testimonios eminentes del Espíritu en la historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san Agustín.
Su comprensión del Espíritu Santo se desarrolló de modo gradual; fue una lucha. De joven había seguido el Maniqueísmo, que era uno de aquellos intentos que he mencionado antes de crear una utopía espiritual separando las cosas del espíritu de las de la carne. Como consecuencia de ello, albergaba al principio sospechas respecto a la enseñanza cristiana sobre la encarnación de Dios. Y, con todo, su experiencia del amor de Dios presente en la Iglesia lo llevó a buscar su fuente en la vida de Dios uno y trino. Así llegó a tres precisas intuiciones sobre el Espíritu Santo como vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como comunión, unidad como amor duradero, unidad como dador y don. Estas tres intuiciones no son solamente teóricas. Nos ayudan a explicar cómo actúa el Espíritu. Nos ayudan a permanecer en sintonía con el Espíritu y a extender y clarificar el ámbito de nuestro testimonio, en un mundo en el que tanto los individuos como las comunidades sufren con frecuencia la ausencia de unidad y de cohesión.
Por eso, con la ayuda de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la obra del Espíritu Santo. San Agustín señala que las dos palabras «Espíritu» y «Santo» se refieren a lo que pertenece a la naturaleza divina; en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el Hijo, a su comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es de ser lo que es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una unidad de personas en relación mutua de constante entrega; el Padre y el Hijo que se dan el uno al otro. Pienso que empezamos así a vislumbrar qué iluminadora es esta comprensión del Espíritu Santo como unidad, como comunión. Una unidad verdadera nunca puede estar fundada sobre relaciones que nieguen la igual dignidad de las demás personas. Y tampoco la unidad es simplemente la suma total de los grupos mediante los cuales intentamos a veces «definirnos» a nosotros mismos. De hecho, sólo en la vida de comunión se sostiene la unidad y se realiza plenamente la identidad humana: reconocemos la necesidad común de Dios, respondemos a la presencia unificadora del Espíritu Santo y nos entregamos mutuamente en el servicio de los unos a los otros.
La segunda intuición de Agustín, es decir, el Espíritu Santo como amor que permanece, se desprende del estudio que hizo sobre la Primera Carta de san Juan, allí donde el autor nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse a la Trinidad en su conjunto, se han de entender también como expresión de una característica particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza permanente del amor, «quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (ibíd.), Agustín se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? La conclusión a la que llega es ésta: «El Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros; pero es el amor el que causa esto. El Espíritu por tanto es Dios como amor» (De Trinitate 15,17,31). Es una magnífica explicación: Dios comparte a sí mismo como amor en el Espíritu Santo. ¿Qué más podemos aprender de esta intuición? El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo. Las ideas o las palabras que carecen de amor, aunque parezcan sofisticadas o sagaces, no pueden ser «del Espíritu». Más aún, el amor tiene un rasgo particular; en vez de ser indulgente o voluble, tiene una tarea o un fin que cumplir: permanecer. El amor es duradero por su naturaleza. De nuevo, queridos amigos, podemos echar una mirada a lo que el Espíritu Santo ofrece al mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que supera el miedo de la traición; amor que lleva en sí mismo la eternidad; el amor verdadero que nos introduce en una unidad que permanece.
Agustín deduce la tercera intuición, el Espíritu Santo como don, de una reflexión sobre una escena evangélica que todos conocemos y que nos atrae: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús se revela aquí como el dador del agua viva (cf. Jn 4, 10), que será después explicada como el Espíritu (cf. Jn 7, 39; 1 Co 12, 13). El Espíritu es «el don de Dios» (Jn 4, 10), la fuente interior (cf. Jn 4, 14), que sacia de verdad nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta observación, Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como don es el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, 15,18,32). Amigos, una vez más echamos un vistazo sobre la actividad de la Trinidad: el Espíritu Santo es Dios que se da eternamente; al igual que una fuente perenne, él se ofrece nada menos que a sí mismo. Observando este don incesante, llegamos a ver los límites de todo lo que acaba, la locura de una mentalidad consumista. En particular, empezamos a entender porqué la búsqueda de novedades nos deja insatisfechos y deseosos de algo más. ¿Acaso no estaremos buscando un don eterno? ¿La fuente que nunca se acaba? Con la Samaritana exclamamos: ¡Dame de esta agua, para que no tenga ya más sed (cf. Jn 4, 15)!
Queridos jóvenes, ya hemos visto que el Espíritu Santo es quien realiza la maravillosa comunión de los creyentes en Cristo Jesús. Fiel a su naturaleza de dador y de don a la vez, él actúa ahora a través de vosotros. Inspirados por las intuiciones de san Agustín, haced que el amor unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro desafío y el amor que se entrega vuestra misión.
Este mismo don del Espíritu Santo será mañana comunicado solemnemente a los candidatos a la Confirmación. Yo rogaré: «Llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu santo temor». Estos dones del Espíritu -cada uno de ellos, como nos recuerda san Francisco de Sales, es un modo de participar en el único amor de Dios- no son ni un premio ni un reconocimiento. Son simplemente dados (cf. 1 Co 12, 11). Y exigen por parte de quien los recibe sólo una respuesta: «Acepto». Percibimos aquí algo del misterio profundo de lo que es ser cristiano. Lo que constituye nuestra fe no es principalmente lo que nosotros hacemos, sino lo que recibimos. Después de todo, muchas personas generosas que no son cristianas pueden hacer mucho más de lo que nosotros hacemos. Amigos, ¿aceptáis entrar en la vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?
Los dones del Espíritu que actúan en nosotros imprimen la dirección y definen nuestro testimonio. Los dones del Espíritu, orientados por su naturaleza a la unidad, nos vinculan todavía más estrechamente a la totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11), permitiéndonos edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef 4, 13). Nos llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia, en las parroquias y en los movimientos eclesiales, en las clases de religión en la escuela, en las capellanías universitarias o en otras organizaciones católicas. Sí, la Iglesia debe crecer en unidad, debe robustecerse en la santidad, rejuvenecer y renovarse constantemente (cf. Lumen gentium, 4). Pero ¿con qué criterios? Con los del Espíritu Santo. Volveos a él, queridos jóvenes, y descubriréis el verdadero sentido de la renovación.
Esta tarde, reunidos bajo este hermoso cielo nocturno, nuestros corazones y nuestras mentes se llenan de gratitud a Dios por el don de nuestra fe en la Trinidad. Recordemos a nuestros padres y abuelos, que han caminado a nuestro lado cuando todavía éramos niños y han sostenido nuestros primeros pasos en la fe. Ahora, después de muchos años, os habéis reunido como jóvenes adultos alrededor del Sucesor de Pedro. Me siento muy feliz de estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es el autor de las obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741). Dejad que sus dones os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte el mismo camino con toda la humanidad, vosotros estáis llamados a vivir los dones del Espíritu entre los altibajos de la vida cotidiana. Madurad vuestra fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte, la música, el arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En definitiva, la vida, no es un simple acumular, y es mucho más que el simple éxito. Estar verdaderamente vivos es ser transformados desde el interior, estar abiertos a la fuerza del amor de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar vuestras familias, las comunidades y las naciones. Liberad estos dones. Que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra grandeza.
Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio y en la espera, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop cuando tenía precisamente veintiséis años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón». Creed en él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.
Queridos amigos, el Espíritu Santo dirige nuestros pasos para seguir a Jesucristo en el mundo de hoy, que espera de los cristianos una palabra de aliento y un testimonio de vida que inviten a mirar confiadamente hacia el futuro. Os encomiendo en mis plegarias, para que respondáis generosamente a lo que el Señor os pide y a lo que todos los hombres anhelan. Que Dios os bendiga.
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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana
jueves, 17 de julio de 2008
Fortalecidos con los dones del Espíritu para dar testimonio / Autor: Benedicto XVI
Queridos jóvenes:
Es una alegría poderos saludar aquí, en Barangaroo, a orillas de la magnífica bahía de Sydney, con el famoso puente y la Opera House. Muchos sois de este País, del interior o de las dinámicas comunidades multiculturales de las ciudades australianas. Otros venís de las islas esparcidas por Oceanía, y otros de Asia, del Oriente Medio, de África y de América. En realidad, bastantes de vosotros viene de tan lejos como yo, de Europa. Cualquiera que sea el País del que venimos, por fin estamos aquí, en Sydney. Y estamos juntos en este mundo nuestro como familia de Dios, como discípulos de Cristo, alentados por su Espíritu para ser testigos de su amor y su verdad ante los demás.
Deseo agradecer a los Ancianos de los Aborígenes que me han dado la bienvenida antes de subir al barco en la Rose Bay. Estoy muy emocionado al encontrarme en vuestra tierra, conociendo los sufrimientos y las injusticias que ha padecido, pero consciente también de la reparación y de la esperanza que se están produciendo ahora, de lo cual pueden estar orgullosos todos los ciudadanos australianos. A los jóvenes indígenas -aborígenes y habitantes de las Islas del Estrecho de Torres- y tokelaués les doy las gracias por la conmovedora bienvenida. A través de vosotros envío un cordial saludo a vuestros pueblos.
Señor Cardenal Pell, Señor Arzobispo Mons. Wilson: os doy las gracias por vuestras calurosas expresiones de bienvenida. Sé que vuestros sentimientos resuenan también en el corazón de los jóvenes reunidos aquí esta tarde y, por tanto, doy las gracias a todos. Veo ante mí una imagen vibrante de la Iglesia universal. La variedad de Naciones y culturas de las que provenís demuestra que verdaderamente la Buena Nueva de Cristo es para todos y cada uno; ella ha llegado a los confines de la tierra. Sin embargo, también sé que muchos de vosotros estáis aún en busca de una patria espiritual. Algunos, siempre bienvenidos entre nosotros, no sois católicos o cristianos. Otros, tal vez, os movéis en los aledaños de la vida de la parroquia y de la Iglesia. A vosotros deseo ofrecer mi llamamiento: acercaos al abrazo amoroso de Cristo; reconoced a la Iglesia como vuestra casa. Nadie está obligado a quedarse fuera, puesto que desde el día de Pentecostés la Iglesia es una y universal.
Esta tarde deseo incluir también a los que no están aquí presentes. Pienso especialmente en los enfermos o los minusválidos psíquicos, a los jóvenes en prisión, a los que están marginados por nuestra sociedad y a los que por cualquier razón se sienten ajenos a la Iglesia. A ellos les digo: Jesús está cerca de ti. Siente su abrazo que cura, su compasión, su misericordia.
Hace casi dos mil años, los Apóstoles, reunidos en la sala superior de la casa, junto con María (cf. Hch 1,14) y algunas fieles mujeres, fueron llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). En aquel momento extraordinario, que señaló el nacimiento de la Iglesia, la confusión y el miedo que habían agarrotado a los discípulos de Cristo, se transformaron en una vigorosa convicción y en la toma de conciencia de un objetivo. Se sintieron impulsados a hablar de su encuentro con Jesús resucitado, que ahora llamaban afectuosamente el Señor. Los Apóstoles eran en muchos aspectos personas ordinarias. Nadie podía decir de sí mismo que era el discípulo perfecto. No habían sido capaces de reconocer a Cristo (cf. Lc 24,13-32), tuvieron que avergonzarse de su propia ambición (cf. Lc 22,24-27) e incluso renegaron de él (cf. Lc 22,54-62). Sin embargo, cuando estuvieron llenos de Espíritu Santo, fueron traspasados por la verdad del Evangelio de Cristo e impulsados a proclamarlo sin temor. Reconfortados, gritaron: arrepentíos, bautizaos, recibid el Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-38). Fundada sobre la enseñanza de los Apóstoles, en la adhesión a ellos, en la fracción del pan y la oración (cf. Hch 2,42), la joven comunidad cristiana dio un paso adelante para oponerse a la perversidad de la cultura que la circundaba (cf. Hch 2,40), para cuidar de sus propios miembros (cf. Hch 2,44-47), defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33) y curar a los enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de Cristo mismo, partieron dando testimonio del acontecimiento más grande de todos los tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino ha entrado en la historia humana para poder transformarla, y que estamos llamados a empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el mal y la muerte. En su famoso discurso en el areópago, San Pablo presentó su mensaje de esta manera: «Dios da a cada uno todas las cosas, incluida la vida y el respiro, de manera que todos lo pueblos pudieran buscar a Dios, y siguiendo los propios caminos hacia Él, lograran encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).
Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos pioneros -sacerdotes, religiosas y religiosos- que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes -algunos incluso con apenas veinte años- y, cuando saludaron para siempre a sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas. Se convirtieron en humildes pero tenaces constructores de gran parte de la herencia social y espiritual que todavía hoy es portadora de bondad, compasión y orientación a estas Naciones. Y fueron capaces de inspirar a otra generación. Esto nos trae al recuerdo inmediatamente la fe que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su neta determinación de educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot en su firme convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse siempre al Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres, vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho innumerables sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os tienen. Ellos, con apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra parroquia, tienen la tarea, no siempre fácil pero sumamente gratificante, de guiaros hacia todo lo que es bueno y verdadero, mediante su ejemplo personal y su modo de enseñar y vivir la fe cristiana.
Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante dos días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los ojos de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?
Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal 8,6). ¡Qué asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio, en un espíritu de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.
Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de islas-estado, cuya existencia misma está amenazada por el aumento del nivel de las aguas; otros de naciones que sufren los efectos de sequías desoladoras. La maravillosa creación de Dios es percibida a veces como algo casi hostil por parte de sus custodios, incluso como algo peligroso. ¿Cómo es posible que lo que es «bueno» pueda aparecer amenazador?
Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación de Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas maneras, tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la aplicación hábil de la tecnología como de la creatividad plasmada en el arte. También entre vosotros hay una disponibilidad atenta para acoger las numerosas oportunidades que se os ofrecen. Algunos de vosotros destacan en los estudios, en el deporte, en la música, la danza o el teatro; otros tienen un agudo sentido de la justicia social y de la ética, y muchos asumen compromisos de servicio y voluntariado. Todos nosotros, jóvenes y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad innata de la persona humana -perceptible tal vez en el gesto de un niño pequeño o en la disponibilidad de un adulto para perdonar- nos llena de profunda alegría y gratitud.
Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural, sino también el social -el hábitat que nos creamos nosotros mismos- tiene sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en nuestra vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar hostilidades a veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es bueno, modificar lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos sido creados. Los ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más evidentes están el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e internet como una diversión. Me pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como «diversión».
Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación.
Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual. Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y con un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto hacemos nuestras opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir, en la verdad, el bien y la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os dejéis engañar por los que ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la verdad.
Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad, puede ser la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los Apóstoles llevaron hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la vida de la Iglesia. Y el ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el Bautismo.
Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P 1,4). Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido incorporados a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf. 1 Co 6,19). Por eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a vuestros padres y a los participantes y, llamándoos por vuestro nombre, dijo: «Ya eres nueva criatura» (Ritual del Bautismo, 99).
Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los lugares de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. Cómo cristianos, estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro humano, Jesucristo, el «camino» que colma todo anhelo humano y la «vida» de la que estamos llamados a dar testimonio, caminando siempre iluminados por su luz (cf. ibíd., 100).
La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le debe "dejar en el banquillo", y que la religión y la fe, aunque convenientes para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente de Dios. Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que es la humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.
Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente alerta ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura moral con la que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la dignidad innata de toda persona se apoya en su identidad más profunda -como imagen del Creador- y que, por tanto, los derechos humanos son universales, basados en la ley natural, y no algo que depende de negociaciones o concesiones, fruto de un simple compromiso? Esto nos lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad los pobres, los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz. ¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?
Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La preocupación por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado de nuestro entorno, son de vital importancia para la humanidad. Pero todo esto no se puede comprender prescindiendo de una profunda reflexión sobre la dignidad innata de toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, una dignidad otorgada por Dios mismo y, por tanto, inviolable. Nuestro mundo está cansado de la codicia, de la explotación y de la división, del tedio de falsos ídolos y respuestas parciales, y de la pesadumbre de falsas promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde se compartan los dones, donde se construya la unidad, donde la libertad tenga su propio significado en la verdad, y donde la identidad se encuentre en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu Santo. Ésta es la esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido recreados en el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la Confirmación precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste el mensaje que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.
[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en italiano, francés, alemán, español, y portugués. En español, dijo:]
Queridos jóvenes de lengua española, la misión de ser testigos del Señor en todos los lugares de la tierra es una apasionante tarea, que exige acoger su Palabra e identificarse con Él, compartiendo con los demás la alegría de haber encontrado al verdadero amigo que nunca defrauda. Que este reto agrande vuestra generosidad. Un saludo muy cordial a todos.
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Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede