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lunes, 4 de agosto de 2008

Marta, una joven de Burgos, camino a los altares: murió en 1992, a los 22 años, asesinada, tras resistirse a un hombre que pretendía violarla

Se sabía llamada a algo muy especial
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María del Pilar Blázquez (Alfa y Omega) Marta Obregón murió en 1992, a los 22 años, asesinada, tras plantar resistencia a un hombre que pretendía violarla. En su diócesis de Burgos, se quiere iniciar su proceso de beatificación. Marta entregó su vida a Dios en defensa de la pureza, como María Goretti en 1902 -una de las Patronas de la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney- y Albertina Berkenbrock, en 1931

La muerte de Marta provocó una conversión, la de Montserrat, madre de dos hijos y amiga de su madre: «He experimentado un cambio en mi vida -cuenta-. El Señor me ha dado la vuelta como a un calcetín. Todo lo que soy y tengo es porque Él me lo ha dado. Como san Pablo, hablo de lo que he visto y he vivido. Ya no soy la misma persona. Sólo vivo para Él. Le veo en todas partes, en mi familia, en mis amigos… Si amas a Dios no puedes dejar de amar a los hermanos. El Señor me está despojando de muchas cosas… Me he enamorado de Dios, como Marta. Me tiene loca».


Y es que a la propia Marta le ocurrió algo parecido. Vino cambiada de un viaje a Taizé con el Camino Neocatecumenal. Aunque en la adolescencia se alejó algo de la fe, siempre fue educada, en su casa, en el cristianismo. No quería que su madre le advirtiera de los peligros, sino que quería tropezar ella misma para poder aprender. Don Saturnino López Santidrián, director de la Sección de Licenciatura en Teología Espiritual y profesor de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología, está recopilando material para abrir su proceso de beatificación. En la biografía que ha escrito sobre ella, cuenta que Marta descubrió en Taizé «nuevos aspectos, y, al decir de su madre, de allí regresó tocada irremisiblemente por el Señor. Tuvo lugar una prodigiosa reconversión».

Este encuentro profundo con Cristo se refleja en una carta que Marta escribió desde Francia, aquel verano, a una amiga segoviana: «Me encuentro en Taizé, con unas 6.000 personas. Son gente cargada de ganas de vivir, que tienen como punto de unión a nuestro Dios. Es curioso, pero cuando descubres algo importante en tu vida, y caes en la cuenta de cosas fundamentales que hasta entonces pasaron inadvertidas a tu lado, te encuentras francamente bien, en paz… La vida es genial. Después de la tormenta viene la calma».

Marta siempre fue una chica llena de vitalidad, de alegría desbordante y contagiosa. Era generosa al máximo, pensaba más en los demás que en ella misma. Su tesón era inmenso, pues era muy luchadora y todo lo que comenzaba lo intentaba terminar. También, tenía una personalidad muy fuerte y confiaba mucho en la gente, según cuenta su madre. Los que la conocieron, aseguran que era impulsiva, espontánea, muy comunicativa, y al tiempo delicada y prudente; muy cariñosa y atenta, con un espíritu firme, franco y jovial.

El que fue su último novio, Francisco Javier, y con el que mantuvo un amor ejemplar, escribió unos días después de su muerte, en la revista Círculo Joven, en febrero de 1992, que «Marta triunfaba donde pisaba: todo el mundo quería estar con ella, y aunque nos amaba profundamente, tenía los ojos puestos en Dios. Los últimos apuntes, sus artículos que indicaban que, si al menos nos diésemos cuenta de qué es lo que realmente importa en nuestra vida, sólo son la punta del iceberg de la grandeza de su alma. El Señor me dio a Marta y el Señor me la quitó, pero ha sido tan galante conmigo que, antes de llevársela, la apartó afectivamente de mí, para que mi sufrimiento no fuera mayor. Quiero terminar con palabras de Marta y que comparto con ella: La verdadera y única paz se encuentra en Dios, y todos estamos de paso en esta vida».

Dios la había perdonado

Marta estudiaba Periodismo en Madrid, y el último curso lo estaba haciendo desde Burgos, donde vivían sus padres. Muy estudiosa, con buenas notas y aficionada al deporte, como el patinaje sobre ruedas, el atletismo, la natación y el tenis. Llena de vitalidad, cometió un tropiezo en su adolescencia con un novio que tuvo, de lo cual se arrepintió enormemente. A la vuelta de Taizé, se confesó con un sacerdote que no la absolvió. Nadie sabe por qué. Sin embargo, un día de excursión encontró a un sacerdote con el que pudo confesarse sin problemas. A partir de este momento, la opresión que sentía en su interior desapareció, experimentó que Dios la quería a pesar de todo y, llena de alegría, de gozo y de paz, se lo hizo saber a sus amigas. Dios la había perdonado. Había experimentado la misericordia divina, y decidió conocer el Camino Neocatecumenal. «Quería dar a Dios todo en gratitud, al sentirse perdonada», cuenta Stella, una de sus amigas. Además, quería irse de itinerante como seglar, para predicar el Evangelio.

Pilar, su madre, afirma que era una chica que quería hacer el bien. Y que, desde los siete años, quería ser periodista para transformar el mundo. No tuvo tiempo para eso, pero sí para descubrir lo único que importa: Dios, como llegó a contestar a un sacerdote ante la pregunta de cómo le iba la vida: «Hoy por hoy, en mi cabeza sólo cabe Dios». Marta le pedía al Señor que le enseñara su camino, y pronto: «¡Oh Dios, ayúdame, por favor, ya! Que no hay tiempo…, que la vida es muchísimo más corta de lo que, pobres ilusos, pensamos… Que cuando Tú quieres nos coges y nos llevas de este suelo que nos ha tocado vivir. Ayúdame a encontrarte. Ábreme bien los ojos y mi corazón». Ella buscaba cada vez más a Dios, y sabía que la llamaba a algo muy especial, pero no sabía a qué.


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