* «Me arrodillé y me eché a llorar. Cuando me levanté tenía el corazón a mil y tuve que salir a la calle. No entendía nada, porque no tenía ningún sufrimiento en mi vida y a partir de esa tarde me sentía súper feliz, con una confianza en mí que nunca había tenido… Empecé a necesitar ir a Misa, confesarme, recibir a Cristo en la Eucaristía, cosas muy raras que antes no hacía. Solo me salía entregarme al Señor y que me hiciera como Él quisiera. No podía seguir con mi vida como si nada hubiera pasado. Desde entonces, ir al convento era una necesidad. Me salía una sonrisa que nunca había tenido. Me decía: ‘Aquí soy yo misma’»