El testimonio de las religiosas Hijas de la Caridad de la Preciosísima Sangre que se ocupan de recién nacidos que no tienen padres en Nigeria
25 de julio de 2009.-Todo comenzó cuando, en 2001, encontraron a un bebé recién nacido abandonado en la selva. Lo encontraron justo a tiempo, porque las hormigas empezaban a recorrer el cuerpito de la criatura. Como nadie sabía quiénes eran los padres, llevaron a la niña a las religiosas de la localidad cercana de Ikeduru (Nigeria oriental). Las Hermanas la recibieron cariñosamente y la llamaron Chidimma, que significa “Dios es bueno”.
(Eva-Maria Kolmann / AICA) Con el tiempo, llegaron más bebés, sobre todo neonatos cuyas madres habían muerto durante el parto. No es raro que a estos niños se les culpe de la muerte de la madre, pero, a menudo, a los parientes también les resulta muy complicado ocuparse de un bebé, porque ya suelen contar con una prole numerosa que apenas pueden alimentar.
Otros bebés tienen madres solteras que, de no existir las religiosas, habrían abortado. También hay niños que son rechazados por sus familias por el hecho de ser albinos. Los albinos están discriminados en muchos países africanos y, a menudo, son víctimas de malos tratos. En países como, por ejemplo, Tanzania, mueren a manos de hechiceros que creen que las partes del cuerpo de un albino encierran poderes mágicos.
Todos estos niños encuentran en la Casa de la Esperanza de las Hijas de la Caridad de la Preciosísima Sangre –así se llama la congregación de estas religiosas– un hogar lleno de amor.
“Para nosotras estos niños son nuestras joyas”, dice la Hermana Stella, que dirige la Casa de la Esperanza. “En todo lo que hacemos, nos preguntamos: ¿Qué habría hecho la madre, que ahora está en el cielo, y qué habría querido para su hijo? Éste es siempre nuestro punto de referencia”. Y con lágrimas en los ojos, añade: “¡Dios es tan bueno!”.
Muchos de los pequeños ya no seguirían con vida si no fuera por la Casa de la Esperanza. Y los niños quieren mucho a las religiosas. Hay que verlos entrar a una de ellas, acuden todos juntos corriendo y gritando: “¡Hermana, Hermana!”. Por la mañana, cuando la hermana Stella recorre el pasillo, incontables boquitas la saludan: “¡Good morning, Sister!” (“¡Buenos días, Hermana!”).
Pero las religiosas no dejan de atender a sus protegidos cuando, pasado un tiempo, los parientes al final se deciden a aceptarlos. Y es que el objetivo es precisamente que los niños acaben regresando con sus familias. Con frecuencia, abuelos, padres y tíos, que en un momento dado no estaban en condiciones de darles un hogar, más tarde los reciben cuando ya son algo mayores. Cuando esto ocurre, las religiosas visitan a las familias y siguen pendientes de ellos por mucho tiempo.
Cuando crecen, es importante darles una orientación, para que no anden por las calles y acaben siendo víctimas de los traficantes de drogas, nos cuenta la hermana Stella. Para ello, es necesaria una buena asistencia pastoral, porque así los jóvenes pueden llevar una vida feliz y completa, cimentada en la Buena Nueva de Jesucristo, y fundar una familia estable.
Pero las religiosas también enseñan a los jóvenes cosas muy concretas como llevar un hogar o ganarse el sustento. Su asistencia va dirigida a la persona en su totalidad. “Lo más importante son unas buenas bases”, subraya la Hermana Stella. Así, los niños que parecían condenados de antemano tienen la oportunidad de comprobarlo por sí mismos: “Dios es tan bueno”.
Pero las religiosas de la Casa de la Esperanza no sólo se ocupan de los pequeños huérfanos; hacen tanto o más por que los niños no lleguen a perder a sus madres. Y es que la tasa de mortalidad de las parturientas es demasiado alta. Una de cada diez mujeres muere al dar a luz, calcula la Hermana Stella. Por esta razón, las religiosas intentan informar a mujeres y jóvenes sobre lo que deben hacer para que el parto ocurra sin problemas.
Muchas tienen miedo de ir al médico, ya sea porque creen que no podrán pagarle, ya sea porque no confían en la medicina o porque tienen miedo a una operación. Además, muchas están convencidas de que su valor como mujer y madre disminuye cuando se les practica una cesárea. Y muchas se confían: “¡Dios me ayudará!”. En este ámbito, las religiosas invierten mucho esfuerzo en persuadirlas de que también la medicina puede ser un instrumento de Dios.
La historia de la pequeña Chidimma tuvo un final triste, porque la pequeña ya vino al mundo infectada con el VIH. Murió a los ocho años de edad, y fue enterrada en el convento de las religiosas. Sin la Hermana Stella y las demás Hermanas, Chidimma habría fallecido al poco de nacer. No habría podido jugar ni reír ni ser un rayo de luz para los demás durante ocho años. Gracias a ella, también hay una Casa de la Esperanza para muchos otros niños.
Sin embargo, innumerables pequeños huérfanos africanos no saben lo que es tener un hogar lleno de cariño, y miles de pequeñas “Chidimmas” mueren un día tras otro de sida y otras enfermedades o, simple y llanamente, de hambre. De ahí que la organización católica internacional “Ayuda a la Iglesia Necesitada” apoye en muchos países africanos a los sacerdotes, religiosas y laicos que, día a día, se ocupan de que los desgraciados hermanitos y hermanitas de Chidimma lleguen a saber que “Dios es bueno”.
sábado, 25 de julio de 2009
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