Elige tu idioma

Síguenos en el canal de Camino Católico en WhatsApp para no perderte nada pinchando en la imagen:

miércoles, 28 de agosto de 2024

Henar Zamora, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Valladolid, desconfiaba de la Iglesia, estaba atrapada en la Nueva Era: leer a San Agustín le abrió los ojos

 


* «Comencé a asistir a un curso de control mental sin mucho interés, pero del que pronto penetraron en mi mente y en mi corazón, con toda su potencia engañosa, aquellas palabras sobre el potencial que tenemos dentro y sus posibilidades para curarnos, para no enfermar y para conseguir, sin límites, lo que deseamos para nosotros y nuestros seres queridos. Puedo decir que ese fue el momento en que, sin ser consciente de ello, quedaba atrapada por la red sutil de la llamada “Nueva Era”: no cabe duda de que yo era Eva tomando los frutos del Árbol Prohibido y ofreciéndolos a su esposo. En efecto, acabábamos de descubrir que podíamos ser como Dios y que la Iglesia siempre había querido ocultar esta capacidad para que el hombre no la descubriera y poder perpetuar el dominio sobre él. Cuando ahora reflexiono sobre los pasos que íbamos dando, no puedo evitar sentir vértigo por el peligroso camino en el que nos fuimos adentrando»


* «Desde que comenzó nuestra vuelta a la Iglesia en aquel verano de 2013, es como si se hubiera desatado una “sed insaciable” de Dios, por así decirlo; solo deseaba formarme, oír hablar de Cristo, de la Virgen, de la Iglesia, para poder amarlos incondicionalmente con fundamento y purificarme y protegerme, a mí y a mi familia, de tantas desviaciones y falsedades que había admitido y que continúan en el ambiente de nuestra sociedad»

Camino Católico.-    El curso 2017-2018 fue muy especial para Henar Zamora, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Valladolid. El ingreso de su hijo Bernardo en el noviciado de los Dominicos en Sevilla, recién terminada la carrera de Físicas, le parece como el primer regalo de lo que ella llama “la vuelta a la Casa del Padre”, después de muchos años de alejamiento, de búsqueda y de vagar “por un camino estrecho y arriesgado, junto a un barranco, pensando que lo hacía por una explanada amplia y segura”. Henar Zamora explica su testimonio a Nati Fernandez en una entrevista en la web del arzobispado de Valladolid. 

– Hablas de alejamiento, y sin embargo nunca llegaste a abandonar la Iglesia ni la fe.

– No, nunca terminé de salir del todo, pero sí me alejé, y mucho, permitiendo que la tibieza y el relativismo se fueran apoderando de mi pensamiento (y mi corazón), que se volvía así cada vez más débil y expuesto a “novedades” espirituales y reinterpretaciones del cristianismo que prometían liberarme del lastre heredado y llevar una vida libre de prejuicios, en plenitud de felicidad, bienestar y éxito. Pero el alejamiento de la Verdad no produce conformidad en el corazón (cuánta razón tenía San Agustín cuando decía en sus Confesiones aquello de “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”). Yo experimenté con vehemencia esa inquietud, sintiéndola sobre todo como desacuerdo más o menos velado con la vida, con los que me rodeaban, con la sociedad; al principio me llevó a extraviarme aún más, pero más tarde, gracias precisamente a ese libro de San Agustín, comenzó mi regreso.


– ¿Fue quizás la falta de formación la que propició esa deriva?

– No, pienso que más bien fue el miedo al compromiso de vivir la fe cristiana en comunidad y un progresivo alejamiento de la oración y los sacramentos. Porque lo cierto es que tuve el regalo de nacer en una familia cristiana católica, con unos padres creyentes sinceros y practicantes; mi madre, que era una maestra muy vocacional, desde pequeños nos inculcó respeto por la Iglesia y amor a Cristo y a la Virgen. Nos enseñó a rezar, historia sagrada y nos daba catequesis “doméstica” con la que complementábamos la que recibíamos en la parroquia para la preparación de nuestra Primera Comunión y la Confirmación. Después estudié en un colegio religioso, las Jesuitinas de Valladolid, que no solo contribuyeron a fortalecer mi formación en la fe católica, sino que a una de ellas, la madre Ángeles, le debo la vocación a la Filología Clásica y una profunda huella por su ejemplo de entereza y esperanza en medio de la enfermedad.

Y lo mismo ocurrió durante la adolescencia, con la pastoral activa de un grupo de sacerdotes jóvenes claretianos en mi parroquia del Sagrado Corazón de María; e incluso después, en la Universidad, donde conocí a mi esposo en unos grupos que organizó Jaime Brufau Prats, catedrático de Filosofía del Derecho recién venido a Valladolid, que era sacerdote y que veía la necesidad de que se conocieran chicos y chicas universitarios en un ambiente de buena formación. Él mismo nos casó después, y ya llevamos 31 años de matrimonio en los que hemos tenido cuatro hijos, somos abuelos de un primer nieto y estamos a la espera del segundo.

El problema comenzó durante nuestro noviazgo, ya que, a pesar de que nos embarcamos en la búsqueda de una vida más profunda –sentíamos que había mucha superficialidad en lo que la sociedad nos ofertaba-, tampoco teníamos muy claro lo que queríamos, y la seducción de una libertad mal entendida, que era lo que se abanderaba en el ambiente a finales de los setenta, nos fue presentando la pertenencia a la Iglesia como una limitación; y, por supuesto, quienes se mostraban como ejemplo evidente de ello eran aquellos de los que en secreta denuncia se decía: “mira, son del Opus Dei”; y a los que nosotros, efectivamente, mirábamos con compasión, porque no gozaban de la gran “libertad” de la que nosotros disfrutábamos.


La idea de que rezábamos e íbamos a Misa por una inercia adquirida y que eso no era “sincero” fue apoderándose de mí, y no digamos la práctica de la confesión, que era cosa “de otros tiempos”. De este modo, fui “liberándome” de estas obligaciones y sugiriendo lo mismo a mi esposo, argumentando que debíamos hacerlo solo cuando lo “sintiéramos” de verdad.

– ¿Y dónde encontraste el camino de vuelta y las fuerzas para emprenderlo?

Eso aún tardaría en llegar. Todavía faltaban, en ese camino desviado en que nos habíamos metido, dos experiencias demoledoras para mi fe. La primera fue un ciclo de conferencias impartidas por un sacerdote catedrático de filología neotestamentaria  (el tema del Nuevo Testamento me interesaba mucho como filóloga griega; para entonces ya era profesora en el Departamento de Filología Clásica de la Universidad de Valladolid). El ponente, con un discurso constante de reprobación y crítica negativa a la tradición de la Iglesia, a la doctrina, a la jerarquía, basando lo que afirmaba en que todo habían sido interpretaciones erróneas de los textos originales griegos, los cuales mostraba manejar con amplio conocimiento y soltura, me iba convenciendo en cada sesión de que lo que hasta ahora había aprendido en mi familia, en el colegio o en la parroquia había sido todo doctrina errónea, transmitida por personas sin ninguna capacidad crítica, que ahora era desenmascarada gracias al estudio filológico de buenos especialistas como el que me estaba “abriendo los ojos”.

La repercusión fue inmediata. Pasé a tener por principal tema de conversación con mi esposo “el engaño” en el que habíamos estado hasta ahora, y esto inevitablemente conllevaba cierto resentimiento hacia quienes se habían encargado de nuestra formación. La Iglesia católica pasó a ser sospechosa, y nuestro alejamiento de ella quedaba justificado desde las altas instancias de la ciencia filológica.


La segunda fue un curso de control mental, al que comencé a asistir sin mucho interés, pero del que pronto penetraron en mi mente y en mi corazón, con toda su potencia engañosa, aquellas palabras sobre el potencial que tenemos dentro y sus posibilidades para curarnos, para no enfermar y para conseguir, sin límites, lo que deseamos para nosotros y nuestros seres queridos. Puedo decir que ese fue el momento en que, sin ser consciente de ello, quedaba atrapada por la red sutil de la llamada “Nueva Era”: no cabe duda de que yo era Eva tomando los frutos del Árbol Prohibido y ofreciéndolos a su esposo. En efecto, acabábamos de descubrir que podíamos ser como Dios y que la Iglesia siempre había querido ocultar esta capacidad para que el hombre no la descubriera y poder perpetuar el dominio sobre él. Cuando ahora reflexiono sobre los pasos que íbamos dando, no puedo evitar sentir vértigo por el peligroso camino en el que nos fuimos adentrando.

– Antes has comentado que las Confesiones de San Agustín tuvieron una influencia decisiva en el cambio de rumbo. ¿Cómo las descubriste?

– Yo creo que el secreto está en que Cristo y la Virgen nunca nos dejaron solos. Entre nuestros amigos, había dos matrimonios, Manolo y Sonsoles, y Felisa y Mariano, en los que encontrábamos algo especial, atractivo, sin duda relacionado con el hecho de que ambos “eran creyentes” con una coherencia que no nos dejaba indiferentes. A pesar de lo errático de nuestro caminar en ese laberinto de espiritualidades de la “Nueva Era”, cuando nos relacionábamos con estos amigos, nos encontrábamos como si no nos hubiéramos alejado nunca de la Iglesia, con una sintonía solo posible porque Dios cuidaba la semilla de nuestra formación católica.


Y, así, ese vínculo con la Iglesia, que nunca llegó a romperse, comenzó a tirar de mí. Empezó a atraerme la lectura de la vida de algún santo; las
Confesiones de san Agustín frecuentaban mi mesa de trabajo y leía todos los días algunas hojas. Recuerdo con especial fuerza el momento en que el santo describe lo absurdo de haber aceptado el maniqueísmo frente a la verdad evangélica. Por unos momentos cerré el libro y sentí de forma muy inquietante la pregunta de si a mí no me estaría pasando como a él.

La lectura de la biografía de Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz, que no sé por qué compré sin dudarlo al verla casualmente en un escaparate, fue también un aldabonazo para empezar a salir de la confusión espiritual en la que estaba. La filósofa judía agnóstica que se convierte al catolicismo tras leer toda una noche el libro de La Vida de santa Teresa, es un referente que me acompaña desde entonces.

Y otros mensajeros me iba enviando el Señor. Un buen día, en octubre o noviembre de 2012, empecé a oír Radio María (alguien me lo había aconsejado unos meses antes, pero lo había olvidado), al principio a escondidas, a las 8 de la mañana, momento en que el obispo de San Sebastián, Monseñor Ignacio Munilla, explicaba el catecismo de la Iglesia católica. Me quedé gratamente interesada por lo que allí se decía, de manera que poco a poco la fuimos escuchando todos los de casa, ya sin cerrar las ventanas con precaución.


Fue entonces cuando volvieron a aparecer una vez más en nuestras vidas esos dos matrimonios que conocíamos desde hace tantos años, pero cuyo encuentro en esta ocasión resultó especial. Con Manolo y Sonsoles nos reunimos en el verano de 2013 en una cena íntima y preciosa en la que la conversación se mantuvo durante varias horas y todo giró en torno a la necesidad que mi esposo y yo sentíamos de volver a la Iglesia, de vivir la fe como ellos. Y, poco tiempo después, el veintitantos de septiembre, otra “casualidad” preparada por Dios me hizo coincidir con Felisa (llevábamos años sin vernos) a la salida de la Casa del Estudiante. Allí, de pie, en la calle, mantuvimos una larga conversación, que recuerdo con todos sus detalles porque fue el comienzo de mi recorrido para llegar a ser del Opus Dei, y que me impactó por ser un testimonio de vida cristiana coherente y por la valentía de su comportamiento profesional como médico de familia.

Desde que comenzó nuestra vuelta a la Iglesia en aquel verano de 2013, es como si se hubiera desatado una “sed insaciable” de Dios, por así decirlo; solo deseaba formarme, oír hablar de Cristo, de la Virgen, de la Iglesia, para poder amarlos incondicionalmente con fundamento y purificarme y protegerme (a mí y a mi familia) de tantas desviaciones y falsedades que había admitido y que continúan en el ambiente de nuestra sociedad.

En septiembre de 2015, Felisa me sugirió la posibilidad de “ser supernumeraria como ella”, aquello me provocó un vuelco en el corazón, pues debo reconocer que hasta ese momento no me había atrevido a plantear esa decisión a mí misma con claridad. Hablaba con mi esposo, quien veía natural el camino que estaba siguiendo y me animaba a culminarlo. Ya solo había una cosa: “Con qué cara me presentaba yo ahora siendo del Opus Dei”, “qué dirían de mí en la Facultad, incluso en la familia, donde no todos iban a comprender esta decisión…”. Pero estos prejuicios se fueron disolviendo, y el 11 de diciembre di el paso y pedí la Admisión como Supernumeraria del Opus Dei. Si alguna duda o miedo quedaba, desaparecieron del todo. Siento plena seguridad de que estoy en el sitio en que debo estar y una gran paz, alegría y gratitud por ello.

Elizabeth Stoker Bruenig, protestante, activista de izquierda, periodista, su vida cambió cuando lo leyó todo de San Agustín

 


* «Empecé a leer a Agustín compulsivamente. Devoré las Confesiones y la Ciudad de Dios, después sus cartas, sus sermones, sus Soliloquios, el Enquiridión y así. Han sobrevivido unos 5 millones de palabras de San Agustín y yo las quería leer todas. Amaba su claridad de mente, su intelecto increíble, su carisma deslumbrante. Amaba, como joven adulta, toda esa intensidad, la fuerza de sus sentimientos por Dios y el mundo, su pasión. Pero también apreciaba el servicio que daban sus textos para navegar por escrituras difíciles. Sin darme cuenta, ya estaba empezando a confiar en la tradición de la Iglesia Católica»

Camino Católico.- «Fui confirmada durante una Vigilia Pascual muy temprana, hacia las 4 de la mañana, en la capellanía católica de la Universidad de Cambridge. Llegué a la capilla cuando estaba oscuro, hacía frío, estaba húmedo y los clubes nocturnos aún soltaban juerguistas del sábado noche. Cuando llegué, estaba despierta de pura adrenalina, exhausta pero alerta. Durante la misa estaba como electrizada, suficientemente consciente como para entender la sorpresa, como de ensueño, de que una profesora mía sostenía el cáliz del que bebía por vez primera».

«Cuando volví a casa esa mañana ya era de día, muy brillante. […] Nunca había visto las calles tan plácidas y brillantes. […] Me sentí cambiada cuando volví a mi habitación, aunque todo parecía igual: una pila desesperada de libros junto a mi cama, fotocopias sobre mi escritorio y las ‘Confesiones’ en mi mesilla de noche. Quedé dormida contenta, repasando las letras de su lomo».

Así recuerda la joven periodista Elizabeth Stoker Bruenig (elizabethstokerbruenig.com) sus primeros momentos como católica en la Pascua de 2014, descritos en la revista norteamericana jesuita America Magazine.

Desde entonces, Elizabeth se ha casado, ha tenido un bebé, ha sufrido pérdidas duras en su familia, ha publicado en muchas revistas, ha vivido el desempleo de su marido, incertidumbres, cansancios… y ha constatado que la fe no es magia, no es «algo privado» para lograr efectos, sino una vivencia pública de confianza con Dios, en la Iglesia. 

Metodista en Estados Unidos

Elizabeth fue bautizada como presbiteriana en Estados Unidos, aunque luego su familia la educó como metodista. Tenía fe, sabía que la Biblia era la fuente de la enseñanza cristiana, sabía que no debía leerse literalmente como una fundamentalista y sabía que era importante ser amables y corteses y contar con la ayuda de los pastores, aunque al final cada uno estaba solo frente a Dios. 

En 2008, con la crisis económica, la joven Elizabeth, inspirada por el movimiento «Ocupar Wall Street», empezó a combinar su religiosidad sin complejos con una militancia de izquierda social.

En la universidad, ya en Inglaterra, conoció un capellán cuáquero y sus encuentros de oración silenciosa: sentarse humildemente en público, meditar sobre Dios y la palabra en silencio, esperar en silencio a Dios. 

En la universidad se volcó a leer compulsivamente los textos bíblicos, y la historia de cómo se crearon, y las críticas a esta historia. Entendió que había un problema no de interpretación, sino de autoridad. ¿Quién tiene autoridad para establecer qué quiere decir Dios con tal o cual texto? 

Incluso un cambio en un vocablo puede cambiar una visión política. Por ejemplo, San Pablo en 1 Corintios 13 dice: «Si doy todos mis bienes a los pobres pero no tengo agape, de nada me sirve». Pero «agape», en griego, fue traducido como «caridad» y de ahí saltó al lenguaje popular la idea de que caridad es -casi exclusivamente- dar cosas a los pobres. Pero lo que Pablo pide es ‘agape’. El mundo cambia, las palabras cambian, incluso la gente cambia en su vida. Con esa palabra (agape o caritas) unos piden más acción estatal y otros más solidaridad interpersonal.

«¿Cómo podía llegar a Dios a base de leer a la luz de mi propia conciencia si no estaba segura del todo ni siquiera de lo que leía, mucho menos de mi capacidad de leer de forma fiable?», se planteaba Elizabeth, lectora incansable e inquieta.

Un clásico vivo de 16 siglos

Pero entonces un profesor puso en la lista de lecturas recomendadas una autobiografía de un obispo y converso, escrita en el año 398, las «Confesiones» de San Agustín. Y eso cambió su vida. 

«Empecé a leer a Agustín compulsivamente. Devoré las Confesiones y la Ciudad de Dios, después sus cartas, sus sermones, sus Soliloquios, el Enquiridión y así. Han sobrevivido unos 5 millones de palabras de San Agustín y yo las quería leer todas»

«Amaba su claridad de mente, su intelecto increíble, su carisma deslumbrante. Amaba, como joven adulta, toda esa intensidad, la fuerza de sus sentimientos por Dios y el mundo, su pasión. Pero también apreciaba el servicio que daban sus textos para navegar por escrituras difíciles. Sin darme cuenta, ya estaba empezando a confiar en la tradición de la Iglesia Católica», comenta Elizabeth.

¿Qué es la tradición y para qué sirve?

¿Qué es la tradición? Es la posibilidad de enfrentarte a un texto, una enseñanza, con toda una cadena de correligionarios que se han enfrentado antes a ello. Aunque cada individuo sigue usando su conciencia, «el peso del tiempo y el ser expertos son instructivos, y susurran, a través del espacio y los siglos, que no estás sola»



Conoció también un rabino judío que abordaba los textos bíblicos, que a ella le sonaban, desde la perspectiva de varios cientos de intérpretes previos, «un pensamiento colectivo que aportaban peso y equilibrio a los prejuicios de los lectores modernos». 

Cuanto más leía y estudiaba, más se convencía de que la Tradición era necesaria. «Quería una guía, claridad, autoridad… Dios no dejó a Adán solo en el Edén, y eso que estaba más cercano a Dios de lo que estamos hoy. Necesitaba ayuda y Dios se la dio. Empecé a ver que Dios hacía lo mismo conmigo y sólo tenía que aceptarla». 

Una base cristiana contra los abusos de los fuertes

Elizabeth no era entonces, ni ahora, conservadora en política. Pero apreciaba que la cultura católica era capaz de plantear cuestiones a nuestra época que nadie más osa plantear. Por ejemplo, los límites de la propiedad privada. Cuando en el siglo XVI los protestantes anabaptistas lanzaron unas revoluciones sangrientas estableciendo la propiedad comunal radical, los luteranos y calvinistas se asustaron, y como reacción establecieron una serie de enseñanzas sacralizando la propiedad privada.

El catolicismo, en cambio, equilibra esta propiedad con el destino universal de los bienes. Como escribía San Agustín: «Dios hizo al pobre y al rico de la misma arcilla y la misma tierra sostiene al pobre y al rico».

«La Iglesia Católica siempre vigiló la tendencia de los ricos a acumular más de lo debido en detrimento de los pobres«, escribe Elizabeth.

«Cuando acababa mi tiempo en la universidad, estaba ya convencida de la visión católica era el único suelo firme desde el que un cristiano puede combatir la dominación de los ricos sobre los pobres, contra la pobreza, contra la destrucción de familias en manos de negocios y sus lacayos políticos, contra un mundo despojado de significado»,escribe. 

Todo eso fue lo que en la Pascua de 2014 la llevó a su ingreso en la Iglesia Católica, con esa confirmación y ese cáliz que su mente conserva con vividez.

‘Agustín, un corazón inquieto’, película en dibujos animados del testimonio de conversión y vida de San Agustín


Camino Católico.-  ‘Agustín, un corazón inquieto’ es la nueva iniciativa de la Federación Agustiniana Española (FAE). Se trata de una película de animación, dirigida principalmente al público infantil y juvenil, que narra la vida de San Agustín de forma amena y explicativa. El filme de dibujos animados ha sido dirigido por Juan José Tomás basándose en las ilustraciones de José Luis Cortés.

La FAE -que integra a la Orden de San Agustín, Agustinos, Agustinas Misioneras, Agustinas Hermanas del Amparo y Misioneras Agustinas Recoletas- ha producido y financiado este proyecto, de libre disposición en Youtube.

La película, de aproximadamente 35 minutos, realiza un recorrido por la vida del santo, desde su infancia en Tagaste hasta su muerte en Hipona. Incide especialmente en el testimonio de su conversión -uno de los momentos clave de su vida-, así como en su etapa como obispo.

Dos religiosos agustinos han supervisado el guion de ‘Agustín, un corazón inquieto’ para que se ajuste a la historia del Padre de la Iglesia. Con esta producción, la FAE pretende que los niños y jóvenes en etapa escolar, sobre todo aquellos que se forman en los centros educativos agustinianos, conozcan más de cerca la figura de San Agustín y encuentren en él un ejemplo de vida.

A Vincent la muerte de su padre le alejó de Dios, se «refugió» en la droga y el alcohol, pero encontró una grabación en la que su papá decía: «Sé un hijo en quien vive Jesús»

 


* «Papá me había hablado muchas veces de religión. Decidí ir a ver a un sacerdote para hablar con él. Le confié todo lo que guardaba en mi corazón, todo aquello que lamentaba. Al final, en nombre de Jesús, me perdonó todo. Me sentí como liberado… Comprendí que la única persona -no la droga y el alcohol- que podía llenar mi corazón era Jesús. Cogí la poca droga que me quedaba en la habitación, me fui a la calle y busqué una alcantarilla. Dije en mi corazón: «Señor, hago esto por Ti». Y lo tiré. Luego fui a ver a mis amigos para poner fin a unas relaciones nefastas que me estaban hundiendo. Fue así como, de un día para otro, dejé la droga»

Camino Católico.- Vincent nació en una familia católica practicante: iban a misa los domingos y a diario procuraban rezar juntos por la noche. Hasta que algo vino a turbar esa paz familiar y la propia fe del joven.

El adiós y el regreso de papá

«Cuando tenía 14 años perdí a mi padre por un cáncer. En ese momento me rebelé. Dios es quien da la vida y quien la quita. Entonces, ¿por qué yo? ¿Por qué mi padre? ¿Por qué ahora? ¿Qué he hecho para merecer esto?», se torturaba pensando.

Ese rechazo provocó que cada vez le costase más rezar: «Pero cuanto menos rezaba, más vacío sentía mi corazón. Y entonces, para colmar ese vacío, me drogaba y bebía alcohol, porque era la única solución que veía».

Sabía que hacía mal, pero «había perdido la esperanza«, confiesa a Découvrir Dieu: «Me hallaba en el fondo de un pozo. Intentaba huir de una realidad que no comprendía, y en situaciones como esa uno sigue dentro de la droga porque no ve salida posible ni imaginable».

Un día, cuando tenía 16 años, trasteando entre cosas viejas de la casa encontró en un mueble una vieja grabadora: «Antes de su segunda operación, papá había grabado en ella sus últimas voluntades para el caso de que saliese mal. Esa grabación se dirigía a mí: «Vincent, lo único, lo más importante para mí, es que sigas siendo un hijo de la Luz» (cf Lc 16, 8), es decir, un hijo en quien vive Jesús. En ese momento sentí una gran culpabilidad, porque yo estaba muy lejos de ser un amigo de Jesús, dado que me drogaba y bebía».

Yo te absuelvo de tus pecados…

La semilla sembrada por quien le hablaba ahora desde el otro mundo seguía plantada en el corazón de Vincent, así que sabía lo que tenía que hacer: «Papá me había hablado muchas veces de religión. Decidí ir a ver a un sacerdote para hablar con él. Le confié todo lo que guardaba en mi corazón, todo aquello que lamentaba. Al final, en nombre de Jesús, me perdonó todo».

«Me sentí como liberado», recuerda Vincent, quien aún recibió un buen consejo de quien acababa de absolver sus pecados: «Vincent, ahora tienes que saber que Dios está presente y Dios te ama, pero tienes que luchar”.

Salió del templo dispuesto a hacerlo: «Comprendí que la única persona -no la droga y el alcohol- que podía llenar mi corazón era Jesús. Cogí la poca droga que me quedaba en la habitación, me fui a la calle y busqué una alcantarilla. Dije en mi corazón: «Señor, hago esto por Ti». Y lo tiré. Luego fui a ver a mis amigos para poner fin a unas relaciones nefastas que me estaban hundiendo. Fue así como, de un día para otro, dejé la droga».

No muchos años después, Vincent conoció en la parroquia a una estudiante que le invitó a una reunión de jóvenes cristianos.

Un versículo y un anuncio

Una vez allí, llegó el momento de una vigilia de Adoración, y en las escaleras que subían hasta el lugar del encuentro había unas cestas llenas de unas tarjetas con frases de la Biblia. Cogió la suya: «Cuando empecé a rezar, leí la frase y era de la Epístola a los Romanos, capítulo 12, versículo 18: «En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo». Pensé en aquellos viejos amigos con quienes me drogaba y en mi corazón me planteé una pregunta: «Señor, ¿qué quieres que haga?»»

En ese momento, una señora tomó el micrófono y dijo: «Entre estos dos mil jóvenes hay uno de unos veinte años que, ante el Santísimo Sacramento, se está preguntando qué hacer. Y Jesús simplemente le dice: «Quiero quedarme contigo»»

Vincent se sintió abrumado: «Comprendí que esas palabras estaban inspiradas por Dios y que Dios, a través de esa señora, se dirigía a mí para unirse a lo que yo había vivido, a mi sufrimiento«.

Y esta vez sí, Jesús se quedó habitando en él, convirtiéndole, según los deseos de su padre, en un hijo de la Luz: «Jesús se ha convertido en un amigo, un verdadero amigo en quien encuentro mi fuerza. Sigo sufriendo por mi padre, pero ahora hay Alguien con quien puedo contar«.

Albert iba a misa por ver a una chica y una homilía le impactó: «Me compadecí de ese Jesús, en un grupo oraron por mí y dije: ‘Jesús, ellos están en tu corazón, quisiera ir ahí’»

 


* «Yo me puse de rodillas y de golpe, ¡paf!, empecé a llorar. No sé por qué me puse a llorar, pero creo que es lo que llaman efusión del Espíritu Santo. Lloré, lloré y luego me avergoncé de haber llorado. Yo me dije: escucha, ¡están proclamando lo que yo estoy viviendo en mi corazón! Yo temblaba, lloraba, sentía un gran deseo de Dios. he seguido explorando Su corazón y verdaderamente he sentido el amor de Jesús»

 Camino Católico.- La pasión de Albert fue siempre el baloncesto. Fue su deporte favorito mientras estaba en la escuela. Cuando terminó la enseñanza secundaria y empezó a trabajar, fue también en un colegio. Allí le formaron como entrenador. Se pasaba los sábados y los domingos enteros en la cancha, mañana y tarde.

Los domingos veía gente que iba a rezar. «Algunos me preguntaban: y tú, ¿por qué no rezas? Yo respondía: ‘Ellos hacen una cosa, yo hago otra’. No me hacía problema», explica a Découvrir Dieu.

Algún día tendré que casarme…

Y así iba transcurriendo su vida, hasta que un día Albert reflexionó sobre su futuro personal: «Pensé que algún día tendría que casarme, y para eso tendría que buscar una chica con quien casarme».

Conoció una chica que le gustaba, pero había un problema: «Le pregunté qué podríamos hacer para vernos regularmente. ‘A mis padres no les gusta mucho que salga de casa’, me dijo, solo podremos vernos en misa‘».

Albert tenía claras sus prioridades, así que lo tuvo claro: «Dejé de hacer deporte los domingos y empecé a ir a misa«.

Homilías largas pero fructíferas

«Me fastidiaban bastante las homilías del sacerdote porque retrasaban el momento de poder verla después de misa», confiesa: «Pero, al mismo tiempo, en las homilías el sacerdote -recuerdo que era un sacerdote tradicionalista- decía que Dios sufría mucho por la ingratitud de los hombres, a quienes amaba sin ser correspondido en ese amor. Y empecé a compadecerme de ese Jesús«.

Sorprendido por este repentino interés por las cosas de Dios, pidió consejo a una de las personas que había conocido en esta vida nueva suya de frecuentar la iglesia: «Me dijo: Albert, un cristiano aislado está en peligro de muerte. Busca un grupo de oración«.

Le gustó que no le animase un espíritu sectario y no intentase atraerle al suyo: «Pensé que iba a decir ‘Ven con nosotros, ven con nosotros…’. Pero, con toda sencillez, me dijo: ‘Hay al menos una decena de grupos de oración en esta ciudad'».

Albert buscó, eligió y acudió a uno de ellos: «Cuando llego, veo que la gente reza cerrando los ojos y que, cuando van a hacer la adoración, apoyan la frente en el suelo. Pensé: ¡son como musulmanes! Pero al mismo tiempo, en su mirada yo encontraba algo más profundo. Entonces les dije: ¿podéis rezar por mí? Yo quería realmente ser como ellos. Veía que vivían cosas que yo no había visto ahí fuera. Y me dijeron: sí, rezaremos por ti».

«Yo me puse de rodillas», continúa, «y dije: Jesús, ellos están en tu corazón, yo quisiera ir ahí. Y de golpe, ¡paf!, empecé a llorar. No sé por qué me puse a llorar, pero creo que es lo que llaman efusión del Espíritu Santo. Lloré, lloré y luego me avergoncé de haber llorado».

Un pasaje de Daniel, norma de vida

Seguidamente, en el grupo leyeron un pasaje de la Biblia, del libro de Daniel, que Albert selecciona en su teléfono móvil para leerlo a cámara: «No temas. Desde el primer día que te dedicaste a intentar comprender y a humillarte ante tu Dios, tus palabras han sido escuchadas, y yo he venido a causa de ellas» (Dan 10, 12).

«Yo me dije: escucha, ¡están proclamando lo que yo estoy viviendo en mi corazón! Yo temblaba, lloraba, sentía un gran deseo de Dios», concluye su narración de aquel día: «Luego dijeron el Avemaría y al final la responsable de grupo ensalzó aquellas palabras tan bellas».

Albert se hizo un propósito: «Esas palabras tienen que ser la luz de mis pasos. Y la verdad es que desde ese momento he seguido explorando Su corazón y verdaderamente he sentido el amor de Jesús».

«Quisiera amar mejor a Jesús», finaliza, y para hacerlo toma ejemplo de su pasión, el deporte, aunque en este caso no del baloncesto, sino del fútbol: «En los grupos de oración que desde entonces he frecuentado hay gente que se queja de que le han hecho daño, de que no pueden continuar… Yo me fijo más bien en cómo a los futbolistas les hacen daño, pero se levantan y continúan hasta el final del partido. Pues bien, ¡eso es lo que yo estoy viviendo… hasta que finalice mi partido!».