“Me topé con las puertas abiertas de la catedral de San Juan Evangelista. Allí, en el altar, estaba el ostensorio que custodiaba a Nuestro Señor, escondido y humilde en una pequeña hostia blanca. No había nada de glamour allí: ni máquinas de humo ni juegos de luces; sólo la simple hermosura, siempre antigua y siempre nueva. Me senté en el silencio y la quietud durante un rato. Y, mirando hacia atrás, ese fue mi momento de conciencia”

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