*“No hay una experiencia que se parezca a otra. Dios todo lo hace nuevo, cada día es nuevo, cada persona con la que me encuentro es nueva"
Con 23 años está terminando su formación en el seminario de Madrid donde lleva siete años
26 de Mayo de 2009.- Normalmente se piensa que para tomar decisiones importantes en la vida hay que esperar a ser suficientemente adulto y maduro; que un niño no puede discernir entre lo que le conviene y lo que no, y que no tiene capacidad para dar pasos importantes. Sin embargo, la llamada del Señor, en ocasiones, no se hace esperar.
(Jorge Martínez-Pueyo / Alba) El profeta Jeremías cuenta así su vocación: “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado” (Jr 1, 4-5). Luis Melchor tiene 23 años, y lleva desde los 16 en el Seminario de Madrid formándose para ser sacerdote. Su vocación se remonta a las catequesis de preparación a la Primera Comunión. A diferencia de muchos otros niños que, tras recibir la Primera Comunión, se olvidan de la Iglesia y dejan de acudir a misa todos los domingos, Luis sentía una gran atracción por la Eucaristía, lo que le llevaba a pedir a sus padres que le llevaran a misa. Sin embargo, siendo el pequeño de tres hermanos, su voz no era muy tenida en cuenta en una familia que, aunque católica, no veía mal el ausentarse en ocasiones de la misa dominical. Por ello, decidió hacerse monaguillo, Dios no se daba por vencido.
Tras una adolescencia en la que, como muchos otros jóvenes, Luis tonteó con todo lo que el mundo le ofrecía: “Gamberradas, los primeros cigarrillos, los primeros botellones”, buscó un sentido para su vida en las ideologías más extremistas, como síntoma de rebeldía frente al mundo que le rodeaba. Todo esto le condujo a una situación trágica: se sentía incapacitado para amar y tenía, en lo profundo de su corazón, el convencimiento de que nadie le podía querer. A pesar de todo ello, Luis seguía sirviendo fielmente como monaguillo cada domingo, aunque era consciente de que vivía una doble vida: “Al fin y al cabo es lo que le pasa a mucha gente que se acerca a la Iglesia a recibir los sacramentos: no dejan que su fe empape toda la vida, sino que se queda como un reducto semanal”, comenta.
“Hay un momento al que no podemos dejar de enfrentarnos: el de la soledad en la cama cada noche antes de dormir. Cualquiera que sea medianamente serio consigo mismo se toma este momento como una ocasión para pensar en su propia vida. Por lo menos así fue para mí. Me di cuenta de mi propio sufrimiento, y quise salir de él. Pero ¿cómo? En ese preciso instante caí en todo lo que había escuchado en la parroquia: ¿ves el Crucificado?, ¿ves cada día la Eucaristía? Entonces ves todo el amor que Dios te tiene. Sin solución de continuidad, rompí a llorar. Tenía que separarme de esos que se decían mis amigos. Tenía que acabar con mi doble vida. Tenía que apostarlo todo por el que nunca había dejado de amarme”, desvela.
Poco a poco, fue haciéndose preguntas: “¿Por qué me amará tanto el Señor?, ¿qué querrá de mí?. Así se lo preguntaba en los momentos de soledad en la cama, que ahora se habían transformado en oración”. Y el Señor le respondió. “Por un lado yo sentía la llamada viva a consolar al pueblo de Dios, puesto que yo había sido consolado. Por otro lado también me sentía interpelado por Jesús cuando dice a sus apóstoles: ‘Dadles vosotros de comer’, y lo que tenía que dar de comer era el Pan de la Vida, el Pan de la Eucaristía. Empecé a intuir que el Señor me podía estar llamando para ser sacerdote. Pero esto no entraba en mis planes. Yo lo que quería era formar una familia. Sin embargo, me fascinaba tanto ver celebrar la Eucaristía a los sacerdotes…”.
Con 23 años está terminando su formación en el seminario de Madrid donde lleva siete años
26 de Mayo de 2009.- Normalmente se piensa que para tomar decisiones importantes en la vida hay que esperar a ser suficientemente adulto y maduro; que un niño no puede discernir entre lo que le conviene y lo que no, y que no tiene capacidad para dar pasos importantes. Sin embargo, la llamada del Señor, en ocasiones, no se hace esperar.
(Jorge Martínez-Pueyo / Alba) El profeta Jeremías cuenta así su vocación: “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado” (Jr 1, 4-5). Luis Melchor tiene 23 años, y lleva desde los 16 en el Seminario de Madrid formándose para ser sacerdote. Su vocación se remonta a las catequesis de preparación a la Primera Comunión. A diferencia de muchos otros niños que, tras recibir la Primera Comunión, se olvidan de la Iglesia y dejan de acudir a misa todos los domingos, Luis sentía una gran atracción por la Eucaristía, lo que le llevaba a pedir a sus padres que le llevaran a misa. Sin embargo, siendo el pequeño de tres hermanos, su voz no era muy tenida en cuenta en una familia que, aunque católica, no veía mal el ausentarse en ocasiones de la misa dominical. Por ello, decidió hacerse monaguillo, Dios no se daba por vencido.
Tras una adolescencia en la que, como muchos otros jóvenes, Luis tonteó con todo lo que el mundo le ofrecía: “Gamberradas, los primeros cigarrillos, los primeros botellones”, buscó un sentido para su vida en las ideologías más extremistas, como síntoma de rebeldía frente al mundo que le rodeaba. Todo esto le condujo a una situación trágica: se sentía incapacitado para amar y tenía, en lo profundo de su corazón, el convencimiento de que nadie le podía querer. A pesar de todo ello, Luis seguía sirviendo fielmente como monaguillo cada domingo, aunque era consciente de que vivía una doble vida: “Al fin y al cabo es lo que le pasa a mucha gente que se acerca a la Iglesia a recibir los sacramentos: no dejan que su fe empape toda la vida, sino que se queda como un reducto semanal”, comenta.
“Hay un momento al que no podemos dejar de enfrentarnos: el de la soledad en la cama cada noche antes de dormir. Cualquiera que sea medianamente serio consigo mismo se toma este momento como una ocasión para pensar en su propia vida. Por lo menos así fue para mí. Me di cuenta de mi propio sufrimiento, y quise salir de él. Pero ¿cómo? En ese preciso instante caí en todo lo que había escuchado en la parroquia: ¿ves el Crucificado?, ¿ves cada día la Eucaristía? Entonces ves todo el amor que Dios te tiene. Sin solución de continuidad, rompí a llorar. Tenía que separarme de esos que se decían mis amigos. Tenía que acabar con mi doble vida. Tenía que apostarlo todo por el que nunca había dejado de amarme”, desvela.
Poco a poco, fue haciéndose preguntas: “¿Por qué me amará tanto el Señor?, ¿qué querrá de mí?. Así se lo preguntaba en los momentos de soledad en la cama, que ahora se habían transformado en oración”. Y el Señor le respondió. “Por un lado yo sentía la llamada viva a consolar al pueblo de Dios, puesto que yo había sido consolado. Por otro lado también me sentía interpelado por Jesús cuando dice a sus apóstoles: ‘Dadles vosotros de comer’, y lo que tenía que dar de comer era el Pan de la Vida, el Pan de la Eucaristía. Empecé a intuir que el Señor me podía estar llamando para ser sacerdote. Pero esto no entraba en mis planes. Yo lo que quería era formar una familia. Sin embargo, me fascinaba tanto ver celebrar la Eucaristía a los sacerdotes…”.
Fue así como ingresó en el Seminario Menor de Madrid para, un año más tarde, entrar en el Seminario Mayor, donde lleva siete años. Entre sus amistades y familiares hubo reacciones muy diversas, desde el típico “si es lo que te gusta”, hasta los que daban el pésame por su decisión. Con el paso del tiempo, Luis siente que ya no es “simplemente el hijo, el hermano o el amigo Luis”, sino que ahora es “la presencia cercana del amor de Dios y de la Iglesia” en las vidas de sus conocidos.
Oteando ya el final de su formación como seminarista, cree que estos años le han ayudado a ser “más hombre, más humano” y a “amar mucho más a la Iglesia, pero no de una forma abstracta, sino bien concreta: amando a los sacerdotes, las parroquias, los movimientos, las asociaciones y a todos los hombres que la componemos con nuestra debilidad. Podríamos decir que me he hecho mucho más católico, es decir, más universal”. Por otro lado, esa incapacidad de amar forma ya parte del pasado, “el corazón se me ha ensanchado hasta puntos insospechados, pues todo lo que llevo dentro estoy deseando anunciarlo no sólo a los que ya conocen y aman a Jesucristo, para que le amen más y mejor, sino también a todos aquellos que no le conocen, que no le aman, o que, desgraciadamente, han decidido dejarle de amar y olvidar su fe”.
“Sé de quién me he fiado”
Proclama no tener miedo a su vocación, “lo más difícil es ser sinceros con las exigencias más profundas de nuestro corazón. Si acudimos allí, al centro mismo de nuestra vida, y sigue permaneciendo viva la llamada del Señor, entonces descubrimos que más que miedos son excusas, y más que dudas son evasivas. Hay que arriesgarse y confiar para poder empezar a vivir en plenitud”.
Luis, en la fotografia hace un tiempo, resume su experiencia vital con una frase: “Sé de quién me he fiado”. En el seminario no echa nada en falta, “a mí no se me ha quitado nada, más bien al contrario, a mí se me ha dado mucho, se me ha dado todo. ¿Se puede echar algo en falta con estas condiciones? Os aseguro que no”.
Como complemento a su formación, Luis visitó el pasado verano la ciudad de Concordia y el barrio de Delicias de Federal, en Argentina. Allí le sorprendió descubrir a personas que no conocen su dignidad. En medio de personas que se morían de hambre, Luis pudo darles un alimento mucho más valioso: el Dios de Jesucristo, “que les creó y les amó hasta el extremo", subraya.
“Cuando llegas a visitar a una mujer soltera con muchos más hijos de los que puede mantener, sin una manta con que arroparles ni un mendrugo de pan con que alimentarles, no basta con decir que Dios es bueno y dar una palmadita en la espalda. Exige mucho más. Es necesario dar una respuesta a esta situación concreta, inundar de esperanza estas vidas que no ven más allá de poder vivir un día más. He tenido que ir hasta el centro de mi fe para poder hacer un intento de dar respuesta a esta situación y hacerles partícipes de lo que he conocido y creído: el amor de Dios a todos los hombres, a todos sus hijos”.
“He visto muy de cerca corazones heridos, sufrientes, que necesitan del consuelo de Dios. He visto también personas hambrientas de fe, de esperanza y de amor. Y he visto cómo Dios no se queda callado ante estas situaciones“. Como esta experiencia en Argentina, Luis ha vivido muchas otras, y reconoce que en su vida “no hay una experiencia que se parezca a otra. Dios todo lo hace nuevo, cada día es nuevo, cada persona con la que me encuentro es nueva. Insisto: sé de quién me he fiado, y es de Aquel que hace nuevas todas las cosas. ¿No es apasionante vivir así?”.
Oteando ya el final de su formación como seminarista, cree que estos años le han ayudado a ser “más hombre, más humano” y a “amar mucho más a la Iglesia, pero no de una forma abstracta, sino bien concreta: amando a los sacerdotes, las parroquias, los movimientos, las asociaciones y a todos los hombres que la componemos con nuestra debilidad. Podríamos decir que me he hecho mucho más católico, es decir, más universal”. Por otro lado, esa incapacidad de amar forma ya parte del pasado, “el corazón se me ha ensanchado hasta puntos insospechados, pues todo lo que llevo dentro estoy deseando anunciarlo no sólo a los que ya conocen y aman a Jesucristo, para que le amen más y mejor, sino también a todos aquellos que no le conocen, que no le aman, o que, desgraciadamente, han decidido dejarle de amar y olvidar su fe”.
“Sé de quién me he fiado”
Proclama no tener miedo a su vocación, “lo más difícil es ser sinceros con las exigencias más profundas de nuestro corazón. Si acudimos allí, al centro mismo de nuestra vida, y sigue permaneciendo viva la llamada del Señor, entonces descubrimos que más que miedos son excusas, y más que dudas son evasivas. Hay que arriesgarse y confiar para poder empezar a vivir en plenitud”.
Luis, en la fotografia hace un tiempo, resume su experiencia vital con una frase: “Sé de quién me he fiado”. En el seminario no echa nada en falta, “a mí no se me ha quitado nada, más bien al contrario, a mí se me ha dado mucho, se me ha dado todo. ¿Se puede echar algo en falta con estas condiciones? Os aseguro que no”.
Como complemento a su formación, Luis visitó el pasado verano la ciudad de Concordia y el barrio de Delicias de Federal, en Argentina. Allí le sorprendió descubrir a personas que no conocen su dignidad. En medio de personas que se morían de hambre, Luis pudo darles un alimento mucho más valioso: el Dios de Jesucristo, “que les creó y les amó hasta el extremo", subraya.
“Cuando llegas a visitar a una mujer soltera con muchos más hijos de los que puede mantener, sin una manta con que arroparles ni un mendrugo de pan con que alimentarles, no basta con decir que Dios es bueno y dar una palmadita en la espalda. Exige mucho más. Es necesario dar una respuesta a esta situación concreta, inundar de esperanza estas vidas que no ven más allá de poder vivir un día más. He tenido que ir hasta el centro de mi fe para poder hacer un intento de dar respuesta a esta situación y hacerles partícipes de lo que he conocido y creído: el amor de Dios a todos los hombres, a todos sus hijos”.
“He visto muy de cerca corazones heridos, sufrientes, que necesitan del consuelo de Dios. He visto también personas hambrientas de fe, de esperanza y de amor. Y he visto cómo Dios no se queda callado ante estas situaciones“. Como esta experiencia en Argentina, Luis ha vivido muchas otras, y reconoce que en su vida “no hay una experiencia que se parezca a otra. Dios todo lo hace nuevo, cada día es nuevo, cada persona con la que me encuentro es nueva. Insisto: sé de quién me he fiado, y es de Aquel que hace nuevas todas las cosas. ¿No es apasionante vivir así?”.