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jueves, 18 de diciembre de 2025

Branca María Pereira, médico de sor Lucía: «Dejé la vida de gracia y cuando la conocí, ella me enseñó todo: me hizo volver a la fe, me mostró quién era Dios, dónde encontrarlo, cómo estar con Él, cómo hablarle, cómo rezarle»


La doctora Branca María Pereira, fue médico de sor Lucía durante los 15 últimos años de vida de la vidente de la Virgen de Fátima

* «Y por un poco de curiosidad quise preguntarle a la hermana Lucía: ‘¿cómo era la voz de la Virgen María?’ Y ella me dijo con esta sencillez: ‘no era una voz que se oía así, con estos oídos, sino que penetraba en nuestra mente. Y era dulce, muy dulce y también triste, porque se ofendía mucho a Nuestro Señor’. También le pregunté que cuando vieron el infierno, que cómo era. Y ella me dijo: ‘las personas piensan que no hay infierno, están engañadas; lo hay. Y es un horror de desesperación y odio. Las personas allí arden en odio y en rencor, en desesperanza. Son como llamas de desesperación e infelicidad’»                            

Vídeo del testimonio de Branca María Pereira, médico de sor Lucía, en H.M. Televisión  

 Camino Católico.- “Yo quería ver a Nuestra Señora como aquellos niños, pero como ella no se me aparecía, como eso no pasó, seguí con mi vida. Me casé, tuve mis hijos y el trabajo me absorbió hasta separarme de la iglesia. Dejé de ir a misa, dejé los sacramentos, no vivía vida de gracia ni de oración y así pasó mi vida” asegura  Branca María Pereira, médico personal de sor Lucía durante 15 años, hasta certificar su muerte, en el Carmelo de Coimbra (Portugal).

“Sor Lucía sabía sobre mi vida en totalidad, de mis sufrimientos personales y se convirtió en mi sostén, en mi fuerza y fue la que me hizo volver a la fe, la que me mostró qué era, quién era verdaderamente Dios, dónde encontrarlo, cómo estar con Él, cómo hablarle, cómo rezarle; ella me enseñó todo”, comparte en su testimonio que cuenta en un vídeo de H.M. Televisión, en el que explica su relación con la vidente de la Virgen de Fátima. Esta es su historia contada en primera persona:

La doctora Branca María Pereira atendiendo a sor Lucía

«Con sor Lucía hablábamos de las apariciones, de su infancia, de su época en España, en Pontevedra; me contó siempre todo» 

Yo fui la médico de la hermana Lucía durante los últimos 15 años de su vida y continúo siendo la médico de las hermanas Carmelitas del Carmelo de Coimbra. Suelo decir que yo era la médico, la que cuidaba de su parte física y que ella era mi médico espiritual. Sí, porque sor Lucía sabía sobre mi vida en totalidad, de mis sufrimientos personales y se convirtió en mi sostén, en mi fuerza y fue la que me hizo volver a la fe, la que me mostró qué era, quién era verdaderamente Dios, dónde encontrarlo, cómo estar con Él, cómo hablarle, cómo rezarle; ella me enseñó todo.

Comencé a ser la médico personal de la hermana Lucía más o menos en el 1991 y fui invitada para ir para allá, para el Carmelo, para hacer este trabajo por un antiguo médico de ella de hacía muchos años y a cierta altura fue a mi consultorio, a mi gabinete, al centro de salud donde yo trabajaba para invitarme para ser la médico personal y encomendarme ese encargo. 

No me pregunten cómo quiso conocerme y por qué, porque es un misterio para mí. Yo estaba muy cansada, muy extenuada y él me dijo: ‘buenas tardes, ¿es la doctora Branca? Señora yo la conozco pero usted no me conoce. Me llamo Miguel Barata, soy colega suyo, he sido hasta este momento médico de la hermana Lucía y vengo a preguntarle ahora que me siento tan enfermo, si le gustaría quedarse con este encargo, con este trabajo para ser la médico personal de ella, de la hermana Lucía.

En aquel momento las lágrimas rodaron y cayeron por mi rostro porque vino en flashback a mi mente un episodio que yo viví de pequeña. Tenía unos seis o siete años y en aquel momento me gustaba ver y entretenerme cuando estaba enferma con los catecismos, los santos, las estampas donde aparecía Jesús dando la comunión a los niños y la Virgen de Fátima con los pastorcitos. Entonces mi oración en aquel entonces era constantemente poder ver a Jesús y que me dejase ver a Nuestra Señora.

Yo quería ver a Nuestra Señora como aquellos niños, pero como ella no se me aparecía, como eso no pasó, seguí con mi vida. Me casé, tuve mis hijos y el trabajo me absorbió hasta separarme de la iglesia. Dejé de ir a misa, dejé los sacramentos, no vivía vida de gracia ni de oración y así pasó mi vida.

Cuando el doctor Miguel Barata vino y me hizo aquella pregunta en mi consultorio, lo que me vino era que Jesús venía a decirme: ‘no la viste, pero tienes ahora entre tus manos a esta hija para cuidar de ella’. 

Entonces entre lágrimas respondí al doctor Miguel Barata: ‘doctor está preguntando a un ciego si quiere ver y por supuesto que yo quiero ser la médico personal de la hermana Lucía’.

Después de todo concretamos la primera ida al Carmelo y yo estaba entusiasmada por ver lo que era el Carmelo y ver el Carmelo por dentro de la clausura y en mi cabeza sólo cabía un pensamiento: fijar mis ojos en la hermana Lucía, fijar los ojos en los de aquella que vio a Nuestra Señora, mi mirada en su mirada y no dormía.

Entonces llegó el día en que fui realmente al Carmelo y cuando se abrió la portería vi aquella alegría con la que fui recibida por la Madre y llegamos a la puerta de la celda. La Madre llamó a la puerta y oí una voz desde dentro que dijo: ‘puede entrar’. La Madre Priora abrió la puerta de la celda y entonces vi a la hermana Lucía sentada junto a la ventana y a su escritorio. Miró hacia  mí, sonrió y cuando la Madre le dice hermana Lucía esta es la nueva médico que te va a tratar, ella respondió abrazándome mucho y me dijo: ‘espero no darle mucho trabajo’.

Y esa fue la primera reacción de la hermana Lucía: abrazarme, sonreírme, muy buena voluntad. Nada de lo que yo tenía pensado inicialmente: que fuera una persona lúgubre, cargante. Era todo lo contrario: una persona igual a mí, normal, igual que las demás carmelitas, sin un trazo de orgullo, simple, alegre, de buen humor y acogiéndome con una ternura maternal.

Y así empezó mi odisea en el Carmelo. No había secretos, no había tabúes, no había problema en hablar cualquier cosa que saliese, hablábamos de las apariciones, de su infancia, de su época en España, en Pontevedra. Me contó siempre todo con el mayor rigor y la mayor claridad, sin intentar omitir o esquivar preguntas.

Y por un poco de curiosidad quise preguntarle a la hermana Lucía: ‘¿cómo era la voz de la Virgen María?’ Y ella me dijo con esta sencillez: ‘no era una voz que se oía así, con estos oídos, sino que penetraba en nuestra mente. Y era dulce, muy dulce y también triste, porque se ofendía mucho a Nuestro Señor’. 

También le pregunté que cuando vieron el infierno, que cómo era. Y ella me dijo: ‘las personas piensan que no hay infierno, están engañadas; lo hay. Y es un horror de desesperación y odio. Las personas allí arden en odio y en rencor, en desesperanza. Son como llamas de desesperación e infelicidad’. 

Había tres carismas propios para cada uno de los tres pastorcitos. La hermana Lucía tenía un gran designio para hacer aquello que Nuestro Señor y Nuestra Señora le habían pedido, que era la devoción al Inmaculado Corazón de María. También rezar por el Papa porque sería uno de los grandes sufridores por los pecados de la humanidad. Y ella tenía esa gran preocupación. La devoción al Inmaculado Corazón de María pasaba también por la devoción de los cinco primeros sábados.

Fue pedido también por Nuestra Señora para que esa devoción fuese difundida por el mundo, con la promesa de que habría asistencia en la hora de la muerte a las personas que se entregaran a esa devoción en los primeros sábados. La hermana Lucía tuvo muchas dificultades porque hubo oposición por parte de distintas entidades y ella no sabía cómo realizar este pedido, este deseo. Ella confesó esto a Jesús cuando Él se le apareció en Pontevedra, diciéndole que ya lo había dicho y pedido y que le habían dicho que solos no podían hacer nada.

Y Jesús le dijo: ‘sí, solos no pueden hacer nada, pero con mi ayuda tú puedes’. Entonces era un gran objetivo de la hermana Lucía la difusión de los primeros sábados para que se estableciese en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María y el triunfo del Inmaculado Corazón de María en el final. Este triunfo se dará cuando llegue la conversión de los pecadores, este es el objetivo. Cuando se triunfe en el corazón de cada uno será cuando se habrá cumplido el objetivo del triunfo y así mundialmente triunfará el Inmaculado Corazón de María. Por tanto, la hermana Lucía tenía este carisma y era su gran preocupación. Ella murió rezando por este objetivo y por el Santo Padre.

La hermana Lucía, como se sabe, murió el 13 de febrero de 2005. Ya estaba muy débil, pero siempre consciente y muy lúcida hasta el final. Cuando llegué, después del almuerzo, la madre me dijo: ‘cuando la doctora se fue, la hermana Lucía comenzó a dormir y se ha dormido tan profundamente que ahora no se despierta, no conseguimos despertarla de ninguna manera’.

Yo fui a su lado, hice un examen neurológico básico, examiné los reflejos y verifiqué que estaba en coma. Después de esto llega el señor obispo, sin que nadie le esperara, se enteró de lo que estaba pasando y me preguntó: ‘doctora, ¿usted cree que estamos ya en el desenlace?’ Y yo le dije: ‘señor obispo, no puedo responderle con certeza a esa pregunta, porque usted sabe mejor que yo que para Dios nada es imposible’.

Entonces el señor obispo comenzó a recitar las oraciones de los moribundos. Terminó, dio la bendición y cuando dio la bendición la hermana Lucía despierta. Despierta de repente, abre los ojos, nos mira a todos, recorre el circuito de todos los que estábamos allí. Después fija su mirada en la priora, la priora coge su crucifijo y lo pone delante de ella y dice, hermana Lucía, mira a Jesús.

La hermana Lucía esboza un beso y después abre los ojos hacia un infinito. Era un mirar, una mirada que no consigo describir. Abre los ojos hasta no poder más, se aquieta un momento, después cierra los ojos y para de respirar.

Así fue la muerte de la hermana Lucía. El legado de la hermana Lucía fue hacer la voluntad de Nuestra Señora, hacer la voluntad de Dios, la obediencia, la humildad, el servicio, el amor a las personas, al prójimo, el amor a Dios sobre todo y el amor a la comunidad. Y la gran preocupación de la difusión del mensaje para que se cumpliese la voluntad de Dios a través de la petición de Nuestra Señora.

Branca María Pereira

Médico de sor Lucía 

los últimos 15 años de su vida

Christian Gálvez, presentador y escritor: «A través del amor de mi esposa Patricia Pardo volví a acercarme a Jesús y se sirvió de ella para volver a tocar mi vida peregrinando a Santiago de Compostela y Tierra Santa»

A la hora de recuperar la fe, para Christian Gálvez ha sido fundamental su mujer Patricia Pardo. Ambos, en la imagen, en la Gruta de Nuestra Señora de Begoña, Miraflores de la Sierra / Foto: Instagram

* «En Jerusalén, el Evangelio dejó de ser un texto y se convirtió en un rostro. Ese viaje solo fue posible porque yo ya iba acompañado por un amor que me estaba transformando por dentro. Patricia me ayudó a reconciliarme conmigo mismo, con mi historia, con mis dudas y con mis miedos. Y cuando uno viaja a Tierra Santa con un corazón así, la experiencia cambia. Fue allí donde comprendí que la fe no es un concepto: es una Persona que te mira y te ama… El Jesús del evangelio de Lucas es el Jesús que se acerca, que toca, que escucha, que dignifica. Ese es el Jesús de mi fe. Y yo me veo con la responsabilidad de mostrar un rostro de Jesús que sane, que abrace, que perdone, porque comulgo con la visión de Lucas» 

Vídeo del testimonio de Christian Gálvez en El Debate en noviembre de 2024

Camino Católico.-  Tras el rostro televisivo de Christian Gálvez, late un apasionado de la historia, la literatura y la búsqueda de sentido. La trayectoria del presentador y escritor —con novelas, ensayo histórico y literatura infantil a sus espaldas—, ha ido evolucionando hacia territorios cada vez más personales y profundos. Después de explorar el Renacimiento y la Europa del siglo XX, en los últimos años se ha acercado a la época de Jesús de Nazaret, plasmada en su libro ‘Te he llamado por tu nombre’ (2024) y en noviembre de 2025 ha publicado ‘Lucas, el evangelista de los invisibles', adentrándose así en la figura del evangelista que según Christian muestra “un perfil de Jesús misericordioso, el Jesús de mi fe”.

No es casualidad que Christian escriba sobre los orígenes del cristianismo, ya que ha experimentado una fuerte conversión. Tras años alejado de la fe, su retorno comenzó de la mano de su esposa, Patricia Pardo, y se afianzó en un viaje a Jerusalén en el que, según cuenta, el Evangelio dejó de ser teoría para convertirse en una experiencia viva.

“Dejé de creer”

“De niño creía casi de forma natural. La fe era parte del ambiente, de la familia, de la vida. Miraba a Dios como un padre lejano, protector, pero sin una relación personal. Era la fe inocente de quien todavía no ha hecho preguntas, pero tampoco ha sufrido grandes golpes”, relata Christian Gálvez en una entrevista en Omnes.

“En la adolescencia y primera juventud, Caballo de Troya llegó a mi vida como un auténtico terremoto emocional. Me despertó algo que estaba dormido: la curiosidad por la figura humana de Jesús. Benítez me mostró a un Jesús vivo, cercano, profundamente humano. Ese interés hizo crecer una fe más madura, más reflexiva, más íntima que la de mi infancia”, asegura el presentador.

“Pero llegó un momento en mi vida que lo ensombreció todo. Un momento muy duro. Mientras preparaba un documental sobre el turismo sexual en Camboya, fui testigo de una realidad brutal: niños destrozados, vidas rotas, un mal que no cabía en ninguna categoría emocional. Aquello fue, para mí, una grieta espiritual. Me pregunté: ¿Cómo puede Dios permitir esto? Y ese impacto me llevó, poco a poco, casi sin darme cuenta, a perder la fe. Dejé de rezar, dejé de buscar, dejé de creer. Me quedé con silencio, dolor y muchas preguntas”, rememora el escritor.

Christian Gálvez y su mujer Patricia Pardo peregrinaron a Santiago de Compostela y Tierra Santa / Foto: Instagram

“Dios se sirvió de mi esposa Patricia para volver a tocar mi vida”

“Y entonces, años después, apareció lo que yo siempre digo que fue mi verdadero milagro: mi mujer. Patricia no llegó para convencerme de nada, ni para predicarme, ni para empujarme a volver a creer. Llegó para amarme. Para acompañarme sin juicios. Para mostrarme, con su forma de ser, el tipo de amor que yo ya no encontraba en ningún sitio. Y fue ese amor el que empezó a reconstruirme por dentro. A través de ella volví a acercarme a Jesús”, asegura Christian.

Según el presentador, su conversión fue una mezcla de un camino de razón, una sacudida emocional y espiritual: “Pero, sobre todo, fue un regreso al amor. Podría decir que hubo razón, porque yo necesitaba entender, y que hubo emoción, porque hubo momentos que me desbordaron, pero si soy honesto, mi proceso de conversión comenzó con la forma en que mi mujer me amó. Su paciencia, su mirada limpia, su capacidad para acompañarme sin juzgarme…, eso abrió dentro de mí un espacio que hacía años que estaba cerrado. Igual Dios se sirvió de ella para volver a tocar mi vida. Lo digo siempre, mi encuentro con la fe tiene nombre propio: Patricia”.

“Mi mujer es creyente y, gracias a los viajes a Santiago de Compostela, empecé acercarme otra vez poco a poco. Comencé a mirar la fe desde otro punto de vista, lógicamente, con la madurez que te dan los años, empiezas a comprender un poquito más. Vuelves a leer, a acercarte a las Escrituras, a reinterpretar, a entender muchas cosas... El libre albedrío tiene otro significado mucho más amplio, y también mucho más profundo. Gracias a mi chica recuperé la fe en el amor, en la amistad, en mí mismo, que también es importante. Creo que empezó en Santiago de Compostela con ella y culminó en Jerusalén”, dice en una entrevista en El Debate

“Volví a leer las Escrituras como la mayor fuente de documentación para la novela. No solo las Sagradas Escrituras, sino también todos los evangelios apócrifos y las fuentes no cristianas, que también son fuentes fiables de documentación. Flavio Josefo menciona a Jesús de Nazaret. Tácito menciona el Talmud. Es decir, una serie de documentos no pro cristianos que nos ayudan a entender a una figura que, si para ellos no lo cambió todo, lo intentó cambiar todo”, cuenta.

Christian Gálvez ha cumplido su sueño de ir a Tierra Santa gracias a su esposa Patricia Pardo. / Foto: Instagram

“En Tierra Santa comprendí que la fe no es un concepto: es una Persona que te mira y te ama”

Luego vendría el viaje a Tierra Santa que era un deseo de hacía mucho tiempo de Christian: “Yo creo que la génesis de ese viaje surgió hace muchísimos años, en mi adolescencia, en 1995. Tenía 15 años cuando leí por primera vez Caballo de Troya, de J.J. Benítez, que me fascinó por la manera de acercarnos a esa figura más humana de Jesús de Nazaret. Siempre tenía en mente poder viajar a Tierra Santa, pero no sabría decir por qué ese viaje no se consumó hasta que, a principios del año 2023, antes del conflicto bélico, mi mujer —que ya había estado trabajando como reportera allí en Israel— me dijo: Te voy a llevar a cumplir tu sueño. Nunca había tenido un compañero ni una compañera de viaje que me llevara para allá o con el que pudiera compartir, digamos, ese viaje espiritual”.

“Una vez allí, me fascinó absolutamente todo. Jerusalén fue muy importante porque allí todo dejó de ser teoría y se convirtió en realidad. Yo llevaba años leyendo, investigando, estudiando… incluso negando pero, en Jerusalén, el Evangelio dejó de ser un texto y se convirtió en un rostro. Ese viaje solo fue posible porque yo ya iba acompañado por un amor que me estaba transformando por dentro. Patricia me ayudó a reconciliarme conmigo mismo, con mi historia, con mis dudas y con mis miedos. Y cuando uno viaja a Tierra Santa con un corazón así, la experiencia cambia. Fue allí donde comprendí que la fe no es un concepto: es una Persona que te mira y te ama”, asevera.

“Tuve la fortuna de ir con mi mujer al Jordán. Mi guía era maravilloso, supererudito. Él era judío. Pero llamó al franciscano español que estaba en Jerusalén, y nos lo presentó. A la vuelta mantuve el contacto con él y, de hecho, en 2024 presenté el libro ‘Te he llamado por tu nombre’ en Madrid y estuvo presente. Ha sido el que se ha encargado de supervisar la parte cristiana de la novela. Él es el que me enseñó que, incluso en los momentos de crisis de fe —que ellos también las tienen— al final te das cuenta de que estás mucho más cómodo con los tuyos”, reconoce Gálvez.

“Soy creyente, practicante, católico, y creo en Dios”

“¿Quién es para mí Jesús de Nazaret? Pues es una figura cercana. Es una fuente de inspiración. Es alguien que lo dio todo casi por nada. Alguien que nos enseñó que el cortoplacismo no funciona, que el propósito está más allá de nuestras expectativas. Que el propósito de lo que queremos conseguir en la vida no solo está en nuestras manos, sino que depende de todos los que nos rodean. De que todos juegan un papel fundamental, en mayor o menor medida, en las acciones y las decisiones que tomamos”, asegura..

“Es decir, Judas era necesario en el propósito de Abba —como diría Jesús—. Jesús ya vaticinó hasta en tres ocasiones lo que le iba a pasar. Pero Judas tenía que ser, tenía que existir. O el rol de la Virgen María y de su acto misericordioso de entrega, de entregar lo que más amas para la consecución de un propósito que, posiblemente, ellos en su tiempo no llegarían a ver”, reflexiona.

“A mí a Cristo, me gusta llamarle Jesús de Nazaret. Para la gente no creyente, me gusta contar que alguien tuvo que decir unas cuantas verdades y que eso modeló la historia de la humanidad. Es decir, que si Jesús no hizo milagros, si Jesús no resucitó, sería aun así el cuento más bonito que jamás se ha contado y que a día de hoy se sigue contando”, comparte.

“Me suelen decir que ser creyente hoy en día es un acto revolucionario. Ahora, el hecho de que yo hable de fe, cuando no está de moda la fe, es porque yo me considero feliz, y esa felicidad me ha llegado a través del amor, y el amor me ha llegado a través de la fe en el amor, y la fe en el amor me ha llevado a recuperar una fe casi, casi perdida”, dice Christian.

“Ninguno de nosotros somos perfectos hombres. Somos hombres, sin más. Nos podemos permitir esas pequeñas dudas en Getsemaní y al final darte cuenta de que la duda es humana, de que las crisis de fe son humanas, son pertinentes y a veces incluso son hasta necesarias. Y que al final, independiente de las crisis de fe, cuando la recuperas, te das cuenta de que con quien más cómodo estás es con los tuyos. Yo, que no soy de etiquetas, sí te diría que soy creyente, que soy practicante. Sí que soy católico, claro, y sí creo en Dios. Sí, claro”, afirma.

“Ha habido un cambio en absolutamente todo. Yo siempre estuve en la búsqueda de un propósito en la vida, y creo que el mío era la paternidad. Por diferentes motivos, no llegué a ser padre hasta que conocí a mi mujer. Ella tenía dos peques y quería volver a ser madre. Nos enamoramos, hicimos match enseguida y hemos sido papás. Entonces, la consecución de mi propósito ya está. Es decir, yo hoy en día soy un cristiano pleno. Me siento pleno en su total plenitud. Por lo tanto, soy un hombre feliz”, transparenta.

“Hoy en día, si por ese cambio de fe, me aplauden —no hay motivo para eso tampoco—, pues bien. Pero no pretendo montar ninguna revolución; pretendo ser yo. Y es que eso ya es mucho: ser independiente del qué dirán. Que me critican por creer, pues vale. Yo siempre digo que si ni el chocolate ni Jesús de Nazaret han conseguido unificar la opinión de todos, tampoco lo voy a conseguir yo. Así que no pasa nada”, reconoce.

Y explica que “asumir públicamente que soy creyente fue un acto de coherencia. Me dedico a comunicar; sería absurdo que ocultara algo que hoy da sentido a mi vida. ¿Ha habido críticas? No muchas. ¿Algún comentario irónico o gesto raro? También. Pero no he sufrido una ‘cancelación’ ni laboral, ni personal. Y, sinceramente, incluso si hubiera rechazo, la paz interior que me da vivir en lo que considero verdad lo compensa todo. Además, tengo a mi lado a una mujer que me recuerda cada día que el amor y la fe no se esconde, se vive”.

“El Jesús de Lucas es el Jesús de mi fe”

“El Jesús del evangelio de Lucas es el Jesús que se acerca, que toca, que escucha, que dignifica. Ese es el Jesús de mi fe. Y yo me veo con la responsabilidad de mostrar un rostro de Jesús que sane, que abrace, que perdone, porque comulgo con la visión de Lucas. ¿Mi herramienta? Lo que sé hacer: contar historias. Si mis libros, mis programas o mis entrevistas pueden ayudar a alguien a descubrir un Jesús cercano, entonces mi dedicación habrá tenido sentido”, razona.

“Lucas me ha enseñado algo decisivo: no se trata de desaparecer, sino de transparentar. Que cuando la gente me vea a mí, vea también, o sobre todo, lo que me mueve por dentro. Y aquí vuelvo a mi mujer: ella me ayuda a poner los pies en la tierra, a recordar que no estoy aquí para brillar, sino para compartir. Lo más grande que puedo hacer es que la luz no sea la mía, sino la nuestra”, dice.

Y concluye Christian Gálvez compartiendo que encuentra “a personas que me dicen que, a raíz de ‘Te he llamado por tu nombre’, o después de escuchar alguna entrevista, han vuelto a acercarse a la fe, o han decidido reconciliarse con Dios, o simplemente han empezado a hacerse preguntas que tenían enterradas. Esas historias me conmueven profundamente. Y siento que, en el fondo, no es mérito mío: si algo toca el corazón de alguien es porque antes me tocó a mí’.

P. Roberto Pasolini en la 2ª meditación de Adviento ante el Papa: «La Iglesia no se construye según nuestros criterios: es un don que hay que recibir, cuidar y servir; que sea la casa de todos, la comunión no es uniformidad»

* «La comunión nunca es un sentimiento homogéneo, sino el lugar donde las diferentes voces aprenden a permanecer cercanas sin anularse. Requiere saber escuchar incluso aquello que no coincide con nuestra propia sensibilidad, abrazar el dolor ajeno sin juzgarlo, dejarnos conmover por su historia. Es en esta paciente capacidad de "sufrir" juntos que la Iglesia vuelve a ser verdaderamente una casa para todos, y que el canto fragmentado del pueblo se convierte, con el tiempo, en una alabanza mayor»    

Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la la 1ª meditación de Adviento del P. Roberto Pasolini ante el Papa León XIV 

* «En un contexto tan complejo, la tentación de simplificar es fuerte: la nostalgia del pasado o la expectativa de un futuro indefinido. Sin embargo, el propio declive puede convertirse en un tiempo de gracia, si se afronta sin miedo. Un tiempo que nos invita a abandonar la ilusión de una Iglesia siempre fuerte, siempre socialmente relevante, siempre en el centro de atención. Un tiempo que nos hace redescubrir la Iglesia como una obra que no nos pertenece, que no está garantizada por estrategias ni proyectos humanos, sino que florece cada vez que volvemos al corazón del Evangelio. Aceptar el declive no significa rendirse. Significa, más bien, alejarse de los conflictos que dividen y esterilizan todo diálogo. Significa no buscar soluciones inmediatas ni fáciles, sino aprender a permanecer fieles incluso cuando las costumbres se debilitan. Es una invitación a vivir con sobriedad y confianza, sin dejarnos llevar por el miedo ni la ansiedad de tener que salvarlo todo» 

   

Camino Católico.- ¿De qué unidad debemos ser testigos? ¿Y cómo ofrecer al mundo una comunión creíble que no sea, genéricamente, fraternidad? Estas fueron las principales preguntas en las que se ha centrado la segunda de las tres meditaciones de Adviento del padre Roberto Pasolini, predicador de la Casa Pontificia, que el fraile menor capuchino ha propuesto a León XIV y a sus colaboradores de la Curia romana en la mañana del viernes 12 de diciembre de 2025, en el Aula Pablo VI. El tema elegido para las tres reflexiones es “Esperando y apresurando la llegada del día de Dios”.



La torre de Babel y el miedo a la dispersión

Tras la primera meditación del 5 de diciembre, dedicada a “La Parusía del Señor”, hoy el padre Pasolini ha articulado su reflexión en torno a tres imágenes: la torre de Babel, Pentecostés y la reconstrucción del templo de Jerusalén. La primera representación, de una ciudad fortificada y una torre altísima, es el emblema de una familia humana que, tras el diluvio, intenta exorcizar “el miedo a la dispersión”. Pero este proyecto esconde “una lógica mortal”, ya que la unidad se busca “no a través de la composición de las diferencias, sino mediante la uniformidad”.



Pentecostés, es el emblema de la comunión, a pesar de la ausencia de uniformidad. Los apóstoles hablan su propia lengua y ​​sus oyentes comprenden en la suya, porque “la diversidad permanece, pero no divide”; las diferencias no se eliminan para crear unidad, sino que se transforman “en el tejido de una comunión más amplia”. En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha toda la meditación, cuyo texto íntegro es el siguiente:




“Esperando y apresurando la llegada del día de Dios”


2ª Meditación de Adviento al Papa León XIV y a la Curia 


Reconstruyendo la Casa del Señor

Una Iglesia sin oposición


P. Roberto Pasolini, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia


Aula Pablo VI 

Viernes, 12 de diciembre de 2025



En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. 


Oremos. Señor Dios nuestro, que hiciste de la Virgen María el modelo de quien acoge tu palabra y la pone en práctica abre nuestro corazón a la bienaventuranza del escucha, y con la fuerza de tu espíritu, haz que también nosotros nos convirtamos en un lugar santo, donde hoy se cumpla tu palabra de salvación. Por Cristo nuestro Señor. 


Santo Padre, hermanos y hermanas, a todos, el Señor les dé la paz.


En la primera meditación de Adviento, dirigimos nuestra mirada a la Parusía del Señor al final de los tiempos, contemplando la imagen de un Dios que anunció y prometió su glorioso regreso. Ante esta esperanza, nos sentimos llamados a la autovigilancia, para no perder la capacidad de percibir la gracia de Dios actuando silenciosamente en la historia. Es precisamente esta gracia la que sigue vivificando el mundo y ofreciendo a la Iglesia nuevas oportunidades de conversión. Nos enseña a vivir, como en los días de Noé, bajo un cielo paciente que nunca se cansa de renovar la confianza en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades y contradicciones.


En esta segunda meditación, deseamos reflexionar sobre la delicada responsabilidad de acoger esta gracia no solo como individuos, sino también como comunidad de creyentes. El Bautismo nos ha constituido «colaboradores de Dios» para construir, a lo largo del tiempo y de la historia, su «edificio» (1 Corintios 3,9), que es la Iglesia: «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», según la valiente y profética definición del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 1).


Pero ¿de qué unidad debemos dar testimonio? ¿Y cómo podemos ofrecer al mundo una comunión que no se reduzca a una simple llamada a la fraternidad, sino que se convierta en un punto de referencia estable y creíble, capaz de regenerar la confianza?



La ilusión de uniformidad


Para responder a estas preguntas, debemos regresar precisamente al punto donde nos dejó nuestra primera meditación de Adviento: las secuelas del Diluvio. Tras el gran cataclismo, la Escritura presenta un escenario sorprendente: Dios bendice a Noé y a sus hijos, confiándoles de nuevo la tierra. La violencia humana no ha tenido la última palabra, y la historia se reanuda a un nuevo ritmo. El Génesis dedica un capítulo entero a una larga lista de pueblos, lenguas, territorios y genealogías: un mosaico diverso que parece implicar que la vida, al renacer, no produce copias idénticas, sino diferencias. Es en la multiplicación de formas, rostros y culturas donde fructifica la bendición de Dios.


Sin embargo, este movimiento de distribución y diferenciación expone a la humanidad a un riesgo que percibe inmediatamente como amenazante: la dispersión. Tras experimentar la fragilidad de la existencia, la humanidad naciente teme la fragmentación, al no encontrarse ya como un solo pueblo. Es en este clima que surge la historia de la Torre de Babel, situada inmediatamente después de la lista de pueblos (Génesis 10). El episodio comienza con una nota aparentemente tranquilizadora: «Toda la tierra tenía una sola lengua y unas mismas palabras» (Génesis 11:1). Esto podría parecer ideal para la paz y la cooperación. Pero la continuación revela rápidamente cierta ambigüedad:


‘Vengan, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre, para que no nos dispersemos sobre la faz de toda la tierra’ (Génesis 11:4).


La ​​intención es clara: crear un único punto de convergencia —una ciudad fortificada y una torre tan alta— que asegure la unidad de la familia humana y exorcice así el miedo a la dispersión. Este proyecto, aparentemente loable, esconde una lógica letal: la unidad no se busca mediante la resolución de las diferencias, sino mediante la uniformidad. Todos hablan el mismo idioma, repiten las mismas palabras, persiguen el mismo objetivo. Es el sueño de un mundo donde nadie es diferente, donde nadie se arriesga, donde todo es predecible.


Incluso la elección de los materiales refleja esta mentalidad. El narrador observa que los constructores usan ladrillos en lugar de piedras y betún en lugar de mortero. Las piedras conservan su propia irregularidad; se pueden trabajar y unir sin perder su forma. Los ladrillos, en cambio, son idénticos, estandarizados, perfectamente superponibles: símbolo de una sociedad que teme el esfuerzo de la libertad y prefiere la seguridad de la similitud. El resultado es una aparente unanimidad: todos alineados, todos de acuerdo, sin disonancias. Pero es solo una cohesión superficial, lograda a costa de eliminar las voces individuales.


La historia reciente conoce bien esta tendencia: el siglo XX vio totalitarismos capaces de imponer una única forma de pensar, silenciar la disidencia y perseguir a quienes se atrevían a pensar diferente. Siempre que la unidad se construye suprimiendo las diferencias, el resultado no es la comunión, sino la muerte. Hoy, en la era de las redes sociales y la inteligencia artificial, el riesgo de la estandarización adquiere formas nuevas y más sutiles: algoritmos que seleccionan lo que vemos, creando burbujas de información donde cada uno se encuentra solo con quienes piensan como él; Inteligencias artificiales que estandarizan el lenguaje y el pensamiento, reduciendo la complejidad humana a patrones predecibles; plataformas que premian el consenso rápido y penalizan la disidencia reflexiva.


Esta tentación no perdona ni siquiera a la Iglesia. ¿Cuántas veces, a lo largo de la historia, hemos confundido la unidad de la fe con la uniformidad de expresiones, sensibilidades y prácticas? ¿Cuántas veces hemos deseado un consenso instantáneo, incapaces de aceptar el ritmo más lento de la verdadera comunión, que no teme la confrontación ni borra los matices?


La confusión como terapia


Ante el plan de Babel, Dios decide intervenir de forma sorprendente, lejos tanto del castigo violento como de la indiferencia. El texto bíblico señala con sutil ironía que «el Señor descendió para ver la ciudad y la torre» (Génesis 11:5): la construcción que los hombres imaginaron que podría alcanzar el cielo resulta ser tan diminuta que Dios debe agacharse para observarla. Pero el verdadero meollo de la historia reside en las palabras que siguen.


El Señor dijo: «Miren, son un solo pueblo y todos tienen una sola lengua; y esto es solo el comienzo de lo que harán; y ahora nada de lo que se propongan hacer les será imposible. ¡Vamos, bajemos y confundamos su lengua, para que no entiendan el habla de sus compañeros!» (Génesis 11:6-7).


A primera vista, estas palabras podrían parecer la reacción de un Dios celoso y temeroso de la competencia humana. Pero una lectura atenta —y el recuerdo del diluvio que acabamos de describir— sugiere otra interpretación: Dios no quiere castigar, sino prevenir una deriva mortal, un proceso de «descreación» que amenaza una vez más la vida.


¿Qué significa construir la unidad mediante la uniformidad? Significa negar a las personas en su singularidad, sacrificar las diferencias en aras del proyecto común, abolir la alteridad que posibilita el encuentro. Es la peligrosa utopía de una sociedad compuesta de copias idénticas, donde nadie puede sorprender ni ser sorprendido. Como dijo el Santo Padre, dirigiéndose a los profesionales de la comunicación, este es un mundo «marcado por la confusión de lenguajes sin amor, a menudo ideológicos o facciosos» (Papa León, 12 de mayo de 2025). Pero un mundo así no tiene nada de divino: es la antítesis de la creación. Dios crea separando, distinguiendo, diferenciando: la luz de la oscuridad, el agua de la tierra, el día de la noche. La diferencia es la gramática misma de la existencia. Cuando la humanidad elige el camino de la uniformidad, revierte su impulso creativo, buscando una forma de seguridad que coincide con el rechazo de la libertad.


La confusión de lenguas es, por tanto, un acto de protección, no de destrucción. Dios no divide para reinar, sino que diferencia para que la vida florezca de nuevo. Devuelve a la humanidad el bien más preciado: la posibilidad de que no todos sean iguales. Impide que una sola voz se imponga como criterio absoluto, sofocando toda alteridad. La dispersión se convierte así en una cura: interrumpe un plan de muerte, detiene el sueño de una unidad alcanzada a costa de la libertad, devuelve la dignidad a las singularidades. Es una terapia que reabre el espacio para la alianza, porque la alianza no existe sin distancia. No hay comunión sin diferencia.


Dios ciertamente desea que la humanidad esté unida, pero no de cualquier manera. La unidad que nace de la supresión de las diferencias no es comunión, sino fusión: un aplanamiento que reduce a la humanidad a una masa. Para comprender mejor el riesgo de Babel, el Nuevo Testamento nos ofrece una imagen espectacular: Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles, personas de diferentes naciones —y que hablaban diferentes lenguas— comprenden a los apóstoles, cada uno en su propia lengua (Hechos 2:1-12). Este es un detalle crucial: la pluralidad lingüística no se elimina, ni el Espíritu Santo impone una única lengua universal. Los apóstoles hablan la suya, y sus oyentes comprenden la suya: la diversidad permanece, pero ya no divide. No hay uniformidad, pero hay comunión. No hay una sola voz, pero todos escuchan la misma buena noticia. Pentecostés será la respuesta de Dios a la angustia de Babel: no eliminando las diferencias para crear unidad, sino transformándolas en el tejido de una comunión más amplia.


El templo que será reconstruido


A la humanidad le llevará mucho tiempo asimilar la lección de Babel y comprender que el encuentro entre Dios y la humanidad solo es posible cuando se preservan las semejanzas que unen y las diferencias que hacen verdadera la comunión.


A partir del capítulo doce del Génesis, la historia bíblica —como sabemos— reduce su enfoque y se centra en la historia de un pueblo, Israel, llamado por Dios a ocupar un lugar singular en la historia de la salvación mediante el don de una alianza. Tras su liberación de la esclavitud en Egipto, el largo y arduo viaje por el desierto y la entrada en la tierra prometida, Israel comienza gradualmente a desear una forma de organización similar a la de las naciones vecinas: un rey que guíe al pueblo y, posteriormente, un templo donde preservar la presencia del Señor y su Ley.


Ambas opciones conllevarán una ambigüedad constante. La monarquía, porque representa simbólicamente la tentación de sustituir el señorío de Dios, único y verdadero Rey y Guardián de Israel, por un soberano humano. El templo, por su vocación de casa de oración, siempre estará expuesto al riesgo de su corrupción formal, reduciendo el espacio sagrado a un ritual externo, separado de la vida y del encuentro vivo con el Señor. No es casualidad que el primer plan de construir un templo, que se desarrolló en el corazón del rey David, encontrara una respuesta tímida y casi perpleja por parte de Dios. A través del profeta Natán, el Señor le dice: "¿Me construirás una casa para que yo habite? […] El Señor te dice que te construirá una casa" (2 Samuel 7:5, 11). Es como si Dios le recordara a David que la iniciativa de la alianza siempre proviene de Él y no puede limitarse a una construcción humana.


La historia demostrará cuán real es esta ambivalencia. El templo de Jerusalén será destruido varias veces, y a través de la voz contundente de los profetas, el pueblo interpretará esos momentos —junto con los exilios que los acompañaron— como consecuencias de su propia infidelidad a la Ley. Sin embargo, precisamente esos momentos de separación de la tierra y del Templo se convertirán en oportunidades para que Israel redescubra, más profundamente, el don de la alianza y el sincero deseo de regresar a ella.


Un momento particularmente significativo ocurre en el regreso del exilio babilónico y la laboriosa tarea de reconstruir las murallas de Jerusalén y el Templo. Los libros de Esdras y Nehemías ofrecen un vívido relato: «Jerusalén está en ruinas, y sus puertas consumidas por el fuego» (Nehemías 2:17). Ante esta escena desoladora, el gobernador Nehemías lanza un llamamiento: «Vengan, reconstruyamos las murallas de Jerusalén». Los que regresaron responden: «¡Vengan, construyamos!» y se ponen a trabajar «con vigor en la buena obra» (Nehemías 2:18). Es evidente de inmediato que la reconstrucción será lenta y controvertida. Sin embargo, el pueblo no se desanima: «El Dios del cielo nos prosperará; nosotros, sus siervos, edificaremos» (Nehemías 2:20).


Posteriormente, encontramos una larga crónica de voluntarios que, codo con codo, ofrecieron generosamente sus servicios para reconstruir las murallas de la ciudad. La historia es evocadora porque narra cómo cada persona asumió la responsabilidad de restaurar una sección de la muralla, justo enfrente de su propia casa. Sin embargo, no faltaron enemigos que obstaculizaron las obras de reconstrucción. Los repatriados se vieron obligados a ser muy vigilantes y defenderse.


‘Quienes reconstruían las murallas y quienes llevaban o cargaban las cargas trabajaban con una mano y sostenían sus armas con la otra; todos los constructores, cada uno con su espada ceñida al cinto, trabajaban mientras trabajaban’ (Nehemías 4:11-12).


Cuando finalmente se colocaron los nuevos cimientos del templo, la escena pareció llenarse de entusiasmo. Los sacerdotes con trompetas, los levitas con címbalos y todo el pueblo alabaron al Señor cantando: «Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia hacia Israel» (Esdras 3:11). Es un momento de alegría colectiva, casi un júbilo que parece disipar el peso de los años de exilio.


Pero de inmediato ocurre algo inesperado. Mientras muchos vitorean con gritos de alegría, otros —especialmente los ancianos, que habían visto el primer templo— estallan en un llanto incontrolable. La Escritura observa:


‘El grito de alegría era indistinguible del llanto del pueblo’ (Esdras 3:12-13).


Esta escena final es extraordinariamente poderosa. El cántico ya no es homogéneo: dos voces se alzan, una de alegría y otra de dolor, sin unirse inmediatamente. Esta es la verdadera atmósfera en la que se desarrolla la reconstrucción del templo del Señor. Cuando se reconstruye un espacio sagrado, nadie empieza desde cero: hay recuerdos heridos, nostalgia, inevitables comparaciones entre lo perdido y lo nacido, entre lo que fue y lo que será. La reconstrucción nunca puede ser un camino lineal: está hecha de entusiasmo y lágrimas, de nuevo impulso y profundos arrepentimientos.


La renovación de la Iglesia


El relato bíblico de la reconstrucción del templo se convierte en un valioso compendio para comprender el misterio de la Iglesia y su perenne necesidad de renovación a través del tiempo y el espacio. Al igual que los muros y el templo de Jerusalén, la Iglesia —divina y humana— está llamada a dejarse reconstruir continuamente, para que su forma histórica sea transparente a la belleza del Evangelio. Los santos lo comprendieron por encima de todo, y más que otros, perciben cuando la «casa de Dios» muestra signos de fatiga.


Entre ellos, Francisco de Asís ocupa un lugar especial. En el silencio de su búsqueda, escucha la voz que le dice: «Francisco, ve a reparar mi casa, que, como ves, está toda en ruinas» (Vida Segunda de Tomás de Celano, VI, 10 – FF 593). El asísiano comenzó a responder a la llamada de Dios restaurando edificios de piedra. Pronto comprendió que el templo que había que renovar era la propia Iglesia, herida por las divisiones y agobiada por estilos de vida que ya no revelaban la frescura del Evangelio. Con la radicalidad de su seguimiento, Francisco devuelve a la Iglesia la luminosa sencillez de la fraternidad evangélica.


Esto no es una excepción: a lo largo de los siglos, la Iglesia siempre ha sentido y experimentado la necesidad de renovación para mantenerse fiel a sí misma y, al mismo tiempo, para seguir sirviendo al mundo. El Concilio Vaticano II recordó que la Iglesia peregrina está llamada por Cristo a una «reforma constante» y que «toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en una mayor fidelidad a su propia vocación» (Unitatis Redintegratio, 6). La renovación, por tanto, no es una exigencia extraordinaria, sino la actitud habitual de la Iglesia, que desea permanecer fiel al Evangelio y al mandato apostólico.


La historia sagrada que hemos trazado, desde Babel hasta el regreso de Israel del exilio, nos ofrece algunos criterios fundamentales para el discernimiento. En primer lugar, la renovación eclesial nunca coincide con la tentación de uniformizarlo todo. Como en Babel, el riesgo de transformar la unidad en homogeneización siempre acecha: pensar que la comunión solo requiere identidad de estilo, sensibilidad o expresión. Una Iglesia que se renueva no es una Iglesia uniforme, sino una Iglesia capaz de acoger la variedad, dejando que el Espíritu la ordene en una armonía que supera nuestras propias medidas.


Un segundo elemento surge de la escena de los constructores de los muros, que trabajan con una mano y empuñan el arma con la otra. La renovación nunca es una tarea ingenua ni pacífica: requiere un combate espiritual continuo, porque el bautismo nos capacita no solo para construir, sino también para resistir aquello que contradice el Evangelio. Quienes dejan de luchar —contra el orgullo, la pereza, las ilusiones o las ideologías— también dejan de edificar el cuerpo de Cristo. La Iglesia se renueva en la medida en que sus miembros aceptan seguir participando en un auténtico combate espiritual, sin refugiarse en los atajos del puro conservadurismo o la innovación acrítica.


Finalmente, la escena de la reconstrucción, donde algunos se alegran mientras otros rompen en lágrimas incontenibles, nos ofrece una tercera lección. Toda verdadera renovación pasa por la disposición a asumir el peso de la comunión. Reconstruir la Iglesia implica aceptar este entrelazamiento: la coexistencia del entusiasmo y la nostalgia, de las esperanzas nacientes y las heridas que aún sangran. La comunión nunca es un sentimiento homogéneo, sino el lugar donde las diferentes voces aprenden a permanecer cercanas sin anularse. Requiere saber escuchar incluso aquello que no coincide con nuestra propia sensibilidad, abrazar el dolor ajeno sin juzgarlo, dejarnos conmover por su historia. Es en esta paciente capacidad de "sufrir" juntos que la Iglesia vuelve a ser verdaderamente una casa para todos, y que el canto fragmentado del pueblo se convierte, con el tiempo, en una alabanza mayor.


Interpretando el declive


Sesenta años después del Concilio Vaticano II, podemos permitirnos observar con mayor claridad lo que se aclamó, quizás con cierto exceso de optimismo, como una «primavera del Espíritu». Al igual que los primeros cristianos que esperaban el regreso del Señor, también nosotros estamos llamados a replantear nuestras esperanzas: las intuiciones proféticas del Concilio requirieron un período más largo y complejo, pues estaban profundamente entrelazadas con la maduración eclesial y las transformaciones culturales.


Si no nos reconciliamos con esta larga gestación, corremos el riesgo de no comprender el tiempo que vivimos: un tiempo en el que coexisten elementos críticos y signos de una vitalidad sorprendente. Por un lado, se observa un claro declive en las prácticas, los números y las estructuras históricas de la vida cristiana; Por otro lado, surgen nuevos fermentos del Espíritu: la centralidad de la Palabra de Dios crece, los laicos desarrollan una presencia más libre y misionera, el camino sinodal se consolida como una forma necesaria, el cristianismo florece en muchas regiones del mundo y una nueva comprensión de la fe busca combinar la herencia ancestral con una comprensión más profunda de la humanidad.


Decadencia y fermento no son mutuamente excluyentes: son dos caras de la misma labor, en la que el Espíritu purifica lo que puede abandonarse y da a luz lo que necesita crecer. Después de todo, ¿no es esto lo que Jesús nos enseñó cuando describió la expansión del Reino de Dios a través de la lógica de la semilla?


‘En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto’ (Jn 12,24).


Toda renovación implica realidades que florecen y otras que mueren. Esto no debería sorprendernos: es la dinámica pascual, en la que la muerte y la resurrección son inseparables. Por supuesto, siempre nos resulta difícil aceptar la muerte y reconocer en momentos de decadencia el atisbo de una mayor esperanza.


Interpretamos espontáneamente la disminución numérica como una crisis que debe resolverse de inmediato. De hecho, la propia interpretación de este delicado momento en la historia de la Iglesia, especialmente en Occidente, se ha convertido en un campo de batalla: cada bando responsabiliza al otro de la crisis e intenta imponer su propia visión de la Iglesia. Algunos interpretan la situación actual como consecuencia del incumplimiento del Concilio; otros, por el contrario, ven el propio Concilio como la causa de cierto empobrecimiento de la comunidad y del testimonio cristiano. Estas interpretaciones opuestas, reflejadas en su rigidez, corren el riesgo de convertir en arma todo tradicionalismo y progresismo, atrincherando a la Iglesia en posiciones ideológicas que no surgen del discernimiento, sino del miedo.


Quizás la verdad sea más simple y exigente: en un cambio trascendental sin precedentes, incluso la Iglesia lucha por salvaguardar sus cimientos. Ante transformaciones rápidas y a veces indescifrables, la comunidad cristiana tiende a polarizarse, oscilando entre dos tentaciones opuestas: refugiarse en certezas intocables o abrirse a toda novedad para seguir siendo relevante. Pero ambas reacciones exponen a la Iglesia a un grave riesgo: transformar un tiempo de decadencia en uno de decadencia, donde no solo disminuyen los números, sino también la confianza, la claridad y la amplitud espiritual.


La decadencia se convierte en decadencia cuando la Iglesia pierde la conciencia de su naturaleza sacramental y se percibe como una organización social; cuando la fe se reduce a la ética o al bienestar, la liturgia a la representación, la teología se debilita y la vida cristiana se desliza hacia el moralismo.


En un contexto tan complejo, la tentación de simplificar es fuerte: la nostalgia del pasado o la expectativa de un futuro indefinido. Sin embargo, el propio declive puede convertirse en un tiempo de gracia, si se afronta sin miedo. Un tiempo que nos invita a abandonar la ilusión de una Iglesia siempre fuerte, siempre socialmente relevante, siempre en el centro de atención. Un tiempo que nos hace redescubrir la Iglesia como una obra que no nos pertenece, que no está garantizada por estrategias ni proyectos humanos, sino que florece cada vez que volvemos al corazón del Evangelio. Aceptar el declive no significa rendirse. Significa, más bien, alejarse de los conflictos que dividen y estérilizan todo diálogo. Significa no buscar soluciones inmediatas ni fáciles, sino aprender a permanecer fieles incluso cuando las costumbres se debilitan. Es una invitación a vivir con sobriedad y confianza, sin dejarnos llevar por el miedo ni la ansiedad de tener que salvarlo todo.


Este es el espíritu de los repatriados que regresan a Jerusalén: no reconstruyen toda la ciudad, sino que se dedican a una pequeña sección del muro, el trozo que está frente a su casa. Para nosotros también, la renovación llega a través de gestos humildes y concretos. Cada uno puede ofrecer un fragmento de su fidelidad, su paciencia, su caridad. Nadie solo puede renovar toda la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia se renueva solo a través de la pequeña porción que cada uno de nosotros, día tras día, se compromete a reconstruir.


En definitiva, la Iglesia no es algo que se construya según nuestros propios criterios: es un don que hay que recibir, cuidar y servir. El Apocalipsis nos lo recuerda con fuerza: la «nueva Jerusalén» no surge de nuestras manos, sino que desciende del cielo, de Dios, ya preparada. Es la imagen más alta de la Iglesia como una realidad recibida, no producida: el hogar donde cada lágrima será enjugada y cada distancia salvada. Acoger a la Iglesia como un don —incluso hoy, en tiempos de decadencia y nuevos comienzos— significa vivir ya según la promesa que nos guía hacia esa plenitud en la que Dios será todo en todos.


Oremos:


Oh Dios, que con piedras vivas y escogidas preparas una morada eterna para tu gloria, continúa derramando sobre la Iglesia la gracia que le has concedido, para que el pueblo creyente progrese siempre en la construcción de la Jerusalén celestial. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.


P. Roberto Pasolini, OFM Cap.

Predicador de la Casa Pontificia


Fotos: Vatican Media, 12-12-2025