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lunes, 22 de diciembre de 2025

Papa León XIV al felicitar la Navidad a la Curia Romana, 22-12-2025: «La misión y la comunión son posibles si ponemos a Cristo en el centro; sólo Él es la esperanza que no declina»

* «Hay una conversión personal que debemos desear y perseguir, para que en nuestras relaciones pueda transparentarse el amor de Cristo que nos hace hermanos…. La labor de cada uno es importante para el todo, y el testimonio de una vida cristiana, que se expresa en la comunión, es el primer y el mayor servicio que podemos ofrecer»

Video completo de la transmisión en directo realizada por Vatican News con la alocución del Papa León XIV

* «El Señor desciende del cielo y se abaja hacia nosotros. Como escribía Bonhoeffer, meditando sobre el misterio de la Navidad, ‘Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre, entra en él […]. Dios ama lo que está perdido, lo que nadie considera, lo insignificante, lo marginado, débil y abatido’ (cf. D. Bonhoeffer, Riconoscere Dio al centro della vita, Brescia 2004, 12). Que el Señor nos dé su misma condescendencia, su misma compasión, su amor, para que cada día seamos sus discípulos y testigos. Les deseo de corazón a todos una Santa Navidad. Que el Señor nos traiga su luz y conceda al mundo la paz»

22 de diciembre de 2025.- (Camino Católico).- “La misión y la comunión son posibles si ponemos a Cristo en el centro. El Jubileo de este año nos ha recordado que sólo Él es la esperanza que no declina”. Son palabras del Papa León XIV en el discurso del Santo Padre León XIV a la Curia Romana en ocasión del saludo de Navidad, este lunes 22 de diciembre, en el Aula de las Bendiciones.

El Pontífice ha enfatizado que “necesitamos una Curia Romana cada vez más misionera, donde las instituciones, las oficinas y las tareas estén pensadas atendiendo a los grandes desafíos eclesiales, pastorales y sociales de hoy, y no sólo para garantizar la administración ordinaria”. El Santo Padre ha precisado que “la misión en la vida de la Iglesia está estrechamente ligada a la comunión”. En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha la alocución del Santo Padre, cuyo texto completo es el siguiente:

  DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV

A LA CURIA ROMANA EN OCASIÓN DEL SALUDO DE NAVIDAD

Aula de las Bendiciones

Lunes, 22 de diciembre de 2025



Señores Cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos hermanos y hermanas:

La luz de la Navidad viene a nuestro encuentro, invitándonos a redescubrir la novedad que, desde la humilde gruta de Belén, recorre la historia humana. Atraídos por esta novedad, que abarca toda la creación, caminamos con alegría y esperanza, porque ha nacido para nosotros el Salvador (cf. Lc 2,11): Dios se ha hecho carne, se ha convertido en nuestro hermano y permanece para siempre como el Dios-con-nosotros.

Con esta alegría en el corazón y con un profundo sentido de gratitud, podemos mirar los acontecimientos que se suceden, también en la vida de la Iglesia. Por eso, ahora que estamos en la vigilia de las fiestas navideñas, mientras saludo cordialmente a todos y agradezco al Cardenal Decano sus palabras ―siempre llenas de entusiasmo: hoy el Salmo nos dice que son setenta nuestros años, ochenta para los más robustos, así que celebramos también con ustedes―, deseo en primer lugar recordar a mi querido predecesor, el Papa Francisco, que este año ha concluido su vida terrenal. Su voz profética, su estilo pastoral y su rico magisterio han marcado el camino de la Iglesia en estos años, animándonos principalmente a volver a colocar en el centro la misericordia de Dios, a dar un mayor impulso a la evangelización, a ser una Iglesia alegre y gozosa, acogedora con todos, atenta a los más pobres.

Inspirándome precisamente en su Exhortación apostólica Evangelii gaudium, quisiera volver sobre dos aspectos fundamentales de la vida de la Iglesia: la misión y la comunión.

La Iglesia es, por naturaleza, extrovertida, abierta al mundo, misionera. Ha recibido de Cristo el don del Espíritu para llevar a todos la buena nueva del amor de Dios. Signo vivo de este amor divino por la humanidad, la Iglesia existe para invitar, llamar y reunir al banquete festivo que el Señor prepara para nosotros, para que cada uno pueda descubrirse hijo amado, hermano del prójimo, hombre nuevo a imagen de Cristo y, por lo tanto, testigo de la verdad, la justicia y la paz.

Evangelii gaudium nos anima a avanzar en la transformación misionera de la Iglesia, que encuentra su fuerza inagotable en el mandato de Cristo Resucitado. «En este “id” de Jesús están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos estamos llamados a esta nueva “salida” misionera» (EG, 20). Este estado de misión deriva del hecho de que Dios mismo, primero, se puso en camino hacia nosotros y, en Cristo, vino a buscarnos. La misión comienza en el corazón de la Santísima Trinidad: Dios, en efecto, consagró y envió a su Hijo al mundo para que «todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El primer gran “éxodo”, por tanto, es el de Dios, que sale de sí mismo para venir a nuestro encuentro. El misterio de la Navidad nos anuncia precisamente esto: la misión del Hijo consiste en su venida al mundo (cf. San Agustín, La Trinidad, IV, 20.28).

De ese modo, la misión de Jesús en la tierra, que se prolonga por el Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, se vuelve criterio de discernimiento para nuestra vida, para nuestro camino de fe, para las praxis eclesiales, como también para el servicio que llevamos adelante en la Curia Romana. Las estructuras, en efecto, no deben entorpecer, detener la carrera del Evangelio o impedir el dinamismo de la evangelización; por el contrario, debemos «procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras» (Evangelii gaudium, 27).   

Por eso, en el espíritu de la corresponsabilidad bautismal, todos estamos llamados a participar en la misión de Cristo. También el trabajo de la Curia debe estar animado por este espíritu y promover la solicitud pastoral al servicio de las Iglesias particulares y de sus pastores. Necesitamos una Curia Romana cada vez más misionera, donde las instituciones, las oficinas y las tareas estén pensadas atendiendo a los grandes desafíos eclesiales, pastorales y sociales de hoy, y no sólo para garantizar la administración ordinaria. 

Al mismo tiempo, la misión en la vida de la Iglesia está estrechamente ligada a la comunión. El misterio de la Navidad, efectivamente, mientras celebra la misión del Hijo de Dios entre nosotros, contempla también su finalidad: Dios ha reconciliado consigo al mundo por medio de Cristo (cf. 2 Co 5,19) y, en Él, nos ha hecho sus hijos. La Navidad nos recuerda que Jesús ha venido a revelarnos el verdadero rostro de Dios como Padre, para que todos pudiéramos ser sus hijos y, por tanto, hermanos y hermanas entre nosotros. El amor del Padre, que Jesús encarna y manifiesta en sus gestos de liberación y en su predicación, nos hace capaces, en el Espíritu Santo, de ser signo de una nueva humanidad, no fundada en la lógica del egoísmo y el individualismo, sino en el amor mutuo y la solidaridad recíproca.

Esta es una tarea más urgente que nunca ad intra y ad extra

Lo es ad intra, porque la comunión en la Iglesia permanece siempre como un desafío que nos llama a la conversión. A veces, detrás de una aparente tranquilidad, se agitan los fantasmas de la división. Y estos nos hacen caer en la tentación de oscilar entre dos extremos opuestos: uniformar todo sin valorar las diferencias o, por el contrario, exasperar las diversidades y los puntos de vista en vez de buscar la comunión. Así, en las relaciones interpersonales, en las dinámicas internas de las oficinas y los roles, o tratando los temas que se refieren a la fe, la liturgia, la moral u otros, se corre el riesgo de ser víctimas de la rigidez y de la ideología, con las contraposiciones que ello implica.

Pero nosotros somos la Iglesia de Cristo, somos sus miembros, su cuerpo. Somos hermanos y hermanas en Él. Y en Cristo, aun siendo muchos y diferentes, somos uno: “In Illo uno unum”.

Estamos llamados también, y sobre todo aquí en la Curia, a ser constructores de la comunión de Cristo, que pide configurarse como Iglesia sinodal, donde todos colaboran y cooperan en la misma misión, cada uno según el propio carisma y el rol recibido. Pero esto se construye, más que con las palabras y los documentos, mediante gestos y actitudes concretos que deben manifestarse en lo cotidiano, también en el ambiente laboral. Me gusta recordar lo que escribía san Agustín en su carta a Proba: «En todos los negocios humanos, nada es grato para el hombre si no tiene por amigo al hombre». Sin embargo, se preguntaba con una pizca de amargura: «¿Quién puede hallarse que sea tan buen amigo, que podamos tener en esta vida seguridad cierta de su intención y de sus costumbres?» (Carta 130, 4).

Esta amargura en ocasiones se abre camino entre nosotros cuando, quizás después de muchos años ofrecidos al servicio de la Curia, notamos con desilusión que, a algunas dinámicas vinculadas al ejercicio del poder, al afán de sobresalir, al cuidado de los propios intereses, les cuesta cambiar. Y cabe preguntarse: ¿es posible ser amigos en la Curia Romana, tener relaciones de amigable fraternidad? En el esfuerzo cotidiano es hermoso cuando encontramos amigos en quienes poder confiar, cuando caen máscaras y engaños, cuando las personas no son usadas y pasadas por encima, cuando hay ayuda mutua, cuando se reconoce a cada uno el propio valor y la propia competencia, evitando generar insatisfacciones y rencores. Hay una conversión personal que debemos desear y perseguir, para que en nuestras relaciones pueda transparentarse el amor de Cristo que nos hace hermanos.

Esto se vuelve un signo también ad extra, en un mundo herido por discordias, violencia y conflictos, en el que vemos también un aumento de la agresividad y la rabia, frecuentemente instrumentalizadas por el mundo digital y la política. La Navidad del Señor trae consigo el don de la paz y nos invita a ser un signo profético en un contexto humano y cultural demasiado fragmentado. El trabajo de la Curia y el de la Iglesia en general debe pensarse también en este amplio horizonte: no somos pequeños jardineros dedicados a cuidar el propio huerto, sino que somos discípulos y testigos del Reino de Dios, llamados a ser en Cristo fermento de fraternidad universal, entre pueblos distintos, religiones diferentes, entre mujeres y hombres de toda lengua y cultura. Y esto ocurre si somos nosotros los primeros en vivir como hermanos y hacemos brillar en el mundo la luz de la comunión.  

Queridos hermanos, la misión y la comunión son posibles si ponemos a Cristo en el centro. El Jubileo de este año nos ha recordado que sólo Él es la esperanza que no declina. Y, precisamente durante el Año Santo, celebraciones importantes nos han hecho recordar otros dos acontecimientos: el Concilio de Nicea, que nos reconduce a las raíces de nuestra fe, y el Concilio Vaticano II, que fijando la mirada en Cristo ha consolidado a la Iglesia y la ha impulsado a salir al encuentro del mundo, a la escucha de las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy (cf. Gaudium et spes, 1).

Por último, permítanme recordar que hace cincuenta años, en el día de la Inmaculada Concepción, fue promulgada por san Pablo VI la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, escrita después de la tercera Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Esta subraya, entre otras cosas, dos realidades que podemos destacar aquí: el hecho de que «la Iglesia recibe la misión de evangelizar y […] la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto» (n. 15); y, al mismo tiempo, la convicción de que «el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites» (n. 41).

Recordemos esto también en nuestro servicio curial: la labor de cada uno es importante para el todo, y el testimonio de una vida cristiana, que se expresa en la comunión, es el primer y el mayor servicio que podemos ofrecer.

Eminencias, Excelencias, queridos hermanos y hermanas, el Señor desciende del cielo y se abaja hacia nosotros. Como escribía Bonhoeffer, meditando sobre el misterio de la Navidad, “Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre, entra en él […]. Dios ama lo que está perdido, lo que nadie considera, lo insignificante, lo marginado, débil y abatido” (cf. D. Bonhoeffer, Riconoscere Dio al centro della vita, Brescia 2004, 12). Que el Señor nos dé su misma condescendencia, su misma compasión, su amor, para que cada día seamos sus discípulos y testigos.

Les deseo de corazón a todos una Santa Navidad. Que el Señor nos traiga su luz y conceda al mundo la paz.

Papa León XIV


 

Fotos: Vatican Media, 22-12-2025

Tony y Gerard Ford, padre e hijo, son diáconos permanentes, pero tuvieron que superar la adicción al alcohol y convertirse a Cristo: «Era una basura ¡Mira lo que Dios puede hacer con la basura!»


Nueve hombres fueron ordenados al Orden Sagrado del Diaconado para la Diócesis de Trenton el sábado 15 de noviembre de 2025, durante una solemne liturgia celebrada en la Concatedral de San Roberto Belarmino en Freehold, Nueva Jersey. Entre ellos se encontraba el diácono Gerald “Gez” Ford. Su padre, el diácono Tony Ford, también estuvo presente, sonriendo con orgullo en esta foto junto a su hijo / Foto: Jeffrey Bruno - National Catholic Register

* «Supe con certeza que Dios existía. Sabía con certeza que me amaba, que me creó por amor y que quería que amara a su pueblo. En un momento singular, me invadió una paz que nunca antes había experimentado» dice Gerard 

Camino Católico.-  La Concatedral de San Roberto Belarmino en Freehold, en Nueva Jersey (EE.UU), acogió el pasado 15 de noviembre la ordenación de nueve diáconos permanentes. En un rincón de la iglesia estaba Tony Ford, un padre peculiar que sonreía radiante. Este diácono de 80 años, estaba sentado con su esposa Mary y, a su lado, sus hijos y nietos, que habían llegado a Estados Unidos para la ordenación de su hijo de 59 años, Gerard "Gez" Ford.

Lo singular del caso es que Tony y Gez tuvieron similares caminos de adicción, recuperación y conversión. Durante un tiempo, se habían perdido en la vida pero Dios los curó por caminos separados, y volviendo sus corazones hacia Él.

"El Señor es tan bueno, tan inteligente y tan maravilloso", dice Tony en National Catholic Register.  "Gez tiene la misma edad que yo cuando me ordenaron". Atónito, añade: "Mi familia se había derrumbado. Estaba perdida. Era una basura. ¡Mira lo que Dios puede hacer con la basura!".

El anciano diácono creció en Manchester, Inglaterra, en los años 70. La imagen del Sagrado Corazón colgaba en todos los hogares católicos, todos animaban al Manchester United y no era raro ver niños en un pub. "Éramos católicos cultos", comentó su hijo Gez. "En el Reino Unido, diría que beber también formaba parte de la cultura en aquella época. Veía a los amigos de mi padre bebiendo, fumando, riendo y viendo fútbol. Pensé que me gustaría ser ese tipo de persona".

Cuando tenía menos de 10 años, Gez se emborrachó por primera vez. Poco a poco, se convirtió en una adicción. A los 16, había suspendido la mayoría de sus asignaturas del instituto y bebía casi a diario.

El diácono Gerald “Gez” Ford posa con su familia tras ser ordenado al Orden Sagrado del Diaconado para la Diócesis de Trenton el sábado 15 de noviembre de 2025, durante una liturgia solemne celebrada en la Concatedral de San Roberto Belarmino en Freehold, Nueva Jersey. En la imagen también está su padre, el diácono Tony Ford / Foto: Jeffrey Bruno - National Catholic Register

"Llegaba y esperaba a mi padre", dice Gez. "Estaba borracho. Empezábamos a dar vueltas por la sala: mi madre lloraba; mis dos hermanas estaban nerviosas. El perro aullaba. Y luego nos íbamos a la cama", recuerda. "Al día siguiente, iba al colegio y él a trabajar".

Cuando sus padres le amenazaron con echarlo, "me alegré de irme", dice Gez. Se quedó con unos amigos durante meses y con el tiempo empezó a dormir en las calles de Manchester. A los 17 años, vender drogas era su gran ocupación a tiempo completo.

Tony tenía muchos problemas. "La bebida casi destrozó a nuestra familia, mi matrimonio y todo lo demás. Perdí mi negocio. Perdí la casa y los coches. Me despidieron seis o siete veces. Nuestra hija mayor se fue de casa, y la menor pasaba el menor tiempo posible".


El momento en que el obispo David M. O'Connell impuso las manos al diácono Gerald “Gez” Ford durante el antiguo rito de ordenación y otra imagen de ambos en primer plano / Fotos: Jeffrey Bruno - National Catholic Register

Para la abuela de la familia, todo esto había sido suficiente. Recurrió a Al-Anon, un programa internacional de recuperación para familiares alcohólicos. "Ni siquiera recuerdo haber decidido ir. Fue como si yo misma hubiera perdido el conocimiento", dice Mary. "Recuerdo salir de la reunión y sentir como si me hubieran quitado un yunque de encima. Decidí seguir adelante".

Fue el principio de la curación de la familia. "Un día, se acercó a un hombre que yo conocía. Había logrado la sobriedad y me invitó a una reunión de Alcohólicos Anónimos (AA). Al principio fue lento, pero con el tiempo mi recuperación fue cada vez más profunda. Todavía voy a las reuniones", dice el abuelo.

Aunque nunca dejó de ir a misa totalmente, Tony empezó a volver a Dios. Tras asistir a una conferencia carismática de "Vida en el Espíritu", el Espíritu Santo reavivó su corazón. Finalmente, escuchó la llamada a convertirse en diácono y fue ordenado en julio de 2004. Hoy, su ministerio se centra en la recuperación de adicciones.

"Hubo al menos tres intentos de quitarme la vida. Buscaba un dulce alivio. Fue tan doloroso. Pensaba: 'Si no hay Dios, no tiene sentido. No hay esperanza'. Pero entonces, estaban mis padres...", recuerda.

Gez fue arrestado varias veces. Recuperó la conciencia tras un desmayo en la parte trasera de una furgoneta de la Policía. Sucio y cubierto de sangre, finalmente clamó a Dios. "No sé si existe... pero si existe, me rindo". En un instante, todo cambió.

"Supe con certeza que Dios existía. Sabía con certeza que me amaba, que me creó por amor y que quería que amara a su pueblo. En un momento singular, me invadió una paz que nunca antes había experimentado", confiesa.

Gez no fue a la cárcel esa noche. El policía lo llevó a casa y su madre lo envió a una reunión de Alcohólicos Anónimos. "Me encantaría decir: 'vivimos felices para siempre'. ¡La verdad es que me llevó décadas!", dice.

Se graduó en la Universidad de Manchester. Se unió a los Frailes Franciscanos de la Renovación y se mudó a Estados Unidos. Meses antes de sus votos perpetuos, Gez descubrió que Dios lo llamaba a otro camino. Conoció a su esposa, Nadine, y se casó con ella. Tuvieron tres hijos y, hasta la fecha, nueve nietos.

El diácono Gerald "Gez" Ford bendice a su esposa, Nadine / Foto : Jeffrey Bruno - National Catholic Register

Gez también fundó Tabor House, un hogar para hombres que se recuperan de la adicción a las drogas y al alcohol en Trenton. Durante los últimos 23 años, Tabor House ha ayudado a unos 250 hombres en su recuperación. También fundó Carmel House, un hogar de transición para graduados de Tabor House.

Su mujer, Nadine, fue la primera en discernir el llamado a la vocación. Le hizo la pregunta: "¿Crees que te llama a ser diácono?". Gez respondió: "Rotundamente no". Ante la insistencia de su mujer, él prometió rezar.

Habló con sus padres y ambos le advirtieron de lo difícil que puede ser el diaconado para la vida familiar. "Cuando mi padre entró en la sacristía y empezamos a vestirnos, fue un momento muy profundo para mí. Apenas nos intercambiamos palabras", comenta Gez.

"Miré fuera y vi tantos rostros que habían venido a celebrar la Santa Misa. Tantas relaciones de diferentes orígenes, todas sentadas alrededor de la mesa, todas siendo tocadas de diferentes maneras por la abundante gracia del Señor", añade.

"Mi madre, como esposa y madre de diáconos, y Nadine, como nuera y esposa de un diácono, resplandecían de orgullo". Gez añade: "Pude ver un nuevo amor compartido entre ambas... tanto sacrificio, tanta confianza y fe".

La verdadera Navidad con San Carlo Acutis – Película de Dibujos animados

Camino Católico.-  En esta película de dibujos animados, acompañados por San Carlo Acutis, descubrimos el verdadero significado de la Navidad, no solo como una fecha, sino como un camino de fe, amor y esperanza. A lo largo de ella recorreremos: El Adviento, tiempo de preparación del corazón para recibir a Jesús. La Anunciación y la Visitación, donde María responde con fe al llamado de Dios. Las Posadas, su origen y su profundo significado cristiano. El significado de las tradiciones navideñas y el Nacimiento de Jesucristo, centro y razón de nuestra Navidad. La película ha sido realizada por Católicos Somos.

P. Roberto Pasolini en la 3ª meditación de Adviento ante el Papa: «Manifestar a Cristo no a pesar de nuestra fragilidad, sino precisamente a través de ella, porque es allí donde su gracia brilla con mayor fuerza» #PapaLeónXIV #LeónXIV #Adviento2025


* «La Epifanía nos recuerda que solo quienes emprenden un viaje encuentran la realeza de Cristo. Solo quienes aceptan el riesgo de la búsqueda pueden alcanzar la adoración del Verbo hecho hombre. Quienes permanecen sentados, protegidos por sus propias certezas, terminan perdiendo la cita con la manifestación de Dios, incluso cuando está cerca y claramente indicada en las Escrituras. La verdadera luz sólo puede ser recibida en la medida en que aceptemos emerger gradualmente de nuestras sombras, incluso cuando estas tengan la apariencia tranquilizadora de la competencia, la institución o la certeza religiosa adquirida»    

Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la 3ª meditación de Adviento del P. Roberto Pasolini ante el Papa León XIV 

* «A menudo imaginamos que evangelizar significa aportar algo que falta, llenar un vacío, corregir un error. La Epifanía señala otro camino: ayudar a los demás a reconocer la luz que ya habita en ellos, la dignidad que ya poseen, los dones que ya poseen. No somos nosotros quienes "damos" a Cristo al mundo, como si tuviéramos derechos exclusivos sobre él. Estamos llamados a hacer visible su presencia con tal claridad y verdad que cada persona pueda reconocer en él el sentido de su existencia»    

Camino Católico.- Reconocer la venida de Jesucristo como una luz que hay que acoger, difundir y ofrecer al mundo: este es el desafío que la Navidad y el Jubileo nos invitan a asumir. El predicador de la Casa Pontificia, padre Roberto Pasolini, enfatizó esta al comienzo de su tercera meditación de Adviento, sobre el tema "La Universalidad de la Salvación", pronunciada la mañana del viernes 19 de diciembre, en el Aula Pablo VI ante la presencia del Papa León XIV y la Curia Romana. Y subraya que debemos “manifestar a Cristo no a pesar de nuestra fragilidad, sino precisamente a través de ella, porque es allí donde su gracia brilla con mayor fuerza”.



El Fraile Menor Capuchino ofreció una reflexión sobre la manifestación universal de la salvación, sobre Cristo, la "luz verdadera", capaz de iluminar, aclarar y orientar toda la complejidad de la experiencia humana, que "no borra las preguntas, deseos y búsquedas del hombre, sino que los conecta, los purifica y los conduce hacia un sentido más pleno". Una luz que el mundo no ha abrazado porque "los hombres han amado más las tinieblas". El problema, explicó el padre Pasolini, reside en nuestra disposición a acoger la luz, que es necesaria y hermosa, pero también exigente: desenmascara las apariencias, desnuda las contradicciones, nos obliga a reconocer lo que preferiríamos no ver y, por eso, la evitamos.



El predicador de la Casa Pontificia se centra en la actitud de los Reyes Magos, quienes se atrevieron a abrirse a lo desconocido. Debemos revisar nuestros hábitos misioneros y ayudar a otros a reconocer la luz que ya habita en ellos, custodiar a Cristo para ofrecerlo a todos, la verdadera luz de la Navidad". En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha toda la meditación, cuyo texto íntegro es el siguiente:



“Esperando y apresurando la llegada del día de Dios”


3ª Meditación de Adviento al Papa León XIV y a la Curia 


La universalidad de la salvación

Una esperanza incondicional


P. Roberto Pasolini, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia


Aula Pablo VI 

Viernes, 19 de diciembre de 2025


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. 


Oremos. Señor Dios nuestro, que hiciste de la Virgen María el modelo de quien acoge tu palabra y la pone en práctica abre nuestro corazón a la bienaventuranza del escucha, y con la fuerza de tu espíritu, haz que también nosotros nos convirtamos en un lugar santo, donde hoy se cumpla tu palabra de salvación. Por Cristo nuestro Señor. 


Santo Padre, hermanos y hermanas, a todos, el Señor les dé la paz.


En las dos primeras meditaciones de este Adviento, contemplamos la Parusía del Señor, su glorioso regreso al final de los tiempos, aprendiendo a vivir bajo un cielo paciente que nunca se cansa de mostrar confianza en la humanidad. Luego reflexionamos sobre la responsabilidad de reconstruir juntos la casa del Señor, reconociendo que toda auténtica renovación de la Iglesia pasa por la capacidad de aceptar las diferencias sin ceder a la ilusión de uniformidad, llevando juntos el peso de la comunión incluso cuando nuestras voces no armonizan de inmediato.


Ahora, al acercarnos a la Navidad y a la conclusión del Jubileo, deseamos dirigir nuestra mirada a un tercer movimiento de gracia: la manifestación universal de la salvación. No deja de ser significativo que la Puerta Santa se cierre el 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor. El día en que la Iglesia celebra la manifestación de Cristo a todos los pueblos, el itinerario jubilar también concluye con el cierre de la Puerta Santa. La coincidencia es significativa: al cerrarse una puerta visible, se afirma con fuerza que la salvación de Cristo permanece definitivamente abierta a todos.


Tanto el Jubileo como la Natividad del Señor nos plantean el mismo desafío: reconocer la venida de Cristo en nuestra humanidad como una luz que debemos acoger, expandir y ofrecer al mundo. Está en juego la catolicidad de la Iglesia, en su doble e inseparable significado: por un lado, poseer la plenitud de Cristo; por otro, ser enviada a la totalidad de la humanidad, sin excepciones ni exclusiones. Esta es la esperanza que deseamos contemplar: una salvación verdaderamente universal.


La Luz Verdadera


Al acercarnos a la fiesta de la Epifanía, conviene recordar cómo el Cuarto Evangelio presenta el misterio de la Encarnación. A diferencia de Lucas, quien relata el nacimiento de Jesús a través de la concreción de los acontecimientos —el pesebre, los pastores, el canto de los ángeles—, Juan alza la mirada y observa la venida de la Palabra desde lo alto, como la irrupción en el mundo de una luz verdadera. No una luz cualquiera, sino la luz que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), capaz de revelar no sólo el misterio de Dios, sino también el de la humanidad.


Esta es una visión poderosa: la luz de Cristo se manifiesta como luz verdadera porque es capaz de iluminar, aclarar y guiar toda la complejidad de la experiencia humana. No borra las preguntas, los deseos y las búsquedas humanas, sino que las conecta, las purifica y las conduce hacia un significado más pleno.


Sin embargo, como el propio Juan enfatiza, esta luz no se acoge espontáneamente. De hecho, su aparición suscita en nosotros una resistencia inesperada y dolorosa.


“La luz verdadera, que ilumina a todo hombre, venía al mundo. Él estaba en el mundo, y el mundo se hizo por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no lo aceptaron” (Jn 1,9-11).


¿Cómo es posible? El mundo se hizo por medio de la Palabra, pero no lo reconoce. La Palabra viene a los suyos, pero los suyos no lo aceptan. Esta paradoja recorre todo el Evangelio de Juan: la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas resisten. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué hace al hombre tan refractario a la luz que viene a salvarlo?


La respuesta se encuentra en el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo, cuando el Maestro explica con lucidez las profundas razones de este rechazo.


“La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que hace el mal odia la luz y no viene a ella, para que sus obras no sean expuestas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sea evidente que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:19-21).


El problema no es la luz, que por su naturaleza ilumina y da vida, sino nuestra disposición a acogerla. La luz es necesaria y hermosa, pero también exigente: desenmascara las apariencias, desnuda las contradicciones, nos obliga a reconocer lo que preferiríamos no ver. Por eso a menudo la evitamos, refugiándonos en la seguridad de la oscuridad que nos protege.


Es importante destacar que Jesús no contrapone a quienes hacen el mal con quienes hacen el bien, sino a quienes hacen el mal con quienes dicen la verdad. Para acoger la luz de la Encarnación, no es necesario ser ya buenos o perfectos, sino comenzar a hacer de la verdad una realidad en nuestras vidas: dejar de escondernos y aceptar ser vistos por quienes somos. La Encarnación es liberadora precisamente porque rompe con todo moralismo y nos dice que Dios está más interesado en nuestra verdad que en la bondad superficial. Preparar el camino del Señor significa, en última instancia, esto: caminar en la verdad, con sinceridad y sin miedo.


Durante los días de Navidad, es natural que se multipliquen las invitaciones a la bondad: llamadas a la caridad, la generosidad y la aceptación. Estas son palabras justas y necesarias, parte del léxico de nuestra fe. Y, sin embargo, en esta Navidad marcada por el Jubileo, a la Iglesia quizás se le pide algo aún más esencial. No tanto añadir nuevas exhortaciones, sino dar un paso más profundo: emprender un camino hacia una verdad más profunda.


Ser veraz, de hecho, no significa exhibir pureza moral ni pretender una coherencia impecable. Significa, más bien, aceptar presentarnos con sinceridad, reconociendo nuestras resistencias, nuestras fragilidades, incluso la desconfianza que a veces habita en nuestro corazón cuando descubrimos nuestras debilidades. Es un gesto humilde pero valiente: mostrarnos al mundo no con una fachada de solidez, sino con la honestidad de quienes son conscientes de su necesidad de salvación.


Una Iglesia que emprende este camino no se vuelve más frágil, sino más creíble. No pierde su identidad, sino que la permite emerger en su forma más evangélica: la de la autenticidad. El mundo no espera de nosotros la imagen de una institución impecable, ni un discurso más que indique qué debe hacerse. Necesita encontrar una comunidad que, a pesar de sus imperfecciones y contradicciones, viva verdaderamente a la luz de Cristo y no tema mostrarse tal como es. Este sería el gesto verdaderamente poderoso, la verdadera Epifanía: manifestar a Cristo no a pesar de nuestra fragilidad, sino precisamente a través de ella, porque es allí donde su gracia brilla con mayor fuerza.


Permanecer sentados


Hay una manera sutil, y por lo tanto peligrosa, de evitar la búsqueda de Cristo: no resistirse, sino permanecer inmóvil. No se trata de negar abiertamente, sino de no moverse. Es la tentación de acomodarse en una postura aparentemente tranquilizadora, basada en certezas y hábitos consolidados, pero que con el tiempo corre el riesgo de convertirse en una forma de inmovilidad interior. Un lugar que parece proteger, a la vez que nos aísla lentamente, a menudo sin darnos cuenta. El relato evangélico de los Magos ilumina esta misma posibilidad con gran claridad.


Ante la noticia del nacimiento de un rey, Herodes se turba, y con él toda Jerusalén. Los escribas y los sumos sacerdotes cumplen con su deber escrupulosamente: consultan los textos, ofrecen interpretaciones correctas, dan respuestas precisas. Herodes también se muestra atento: cuestiona, calcula, planifica. Todos parecen implicados, pero nadie da el paso decisivo: partir hacia Belén, aceptando el riesgo y la sorpresa de lo que podría suceder. Prefieren delegar la tarea de acudir a los Magos, reservándose el derecho a estar informados de los acontecimientos. Es la actitud de quienes quieren saberlo todo sin exponerse, escudándose de las consecuencias de una verdadera implicación.


Esta dinámica nos afecta profundamente. Vivimos inmersos en un flujo constante de información: investigamos, analizamos y leemos extensamente. Sin embargo, esta abundancia de conocimiento rara vez se corresponde con una verdadera implicación. Sabemos mucho, pero permanecemos distantes. Observamos la realidad sin dejarnos tocar, protegidos por una posición que nos protege de lo inesperado. Así, la información se convierte en un atajo engañoso: nos hace sentir involucrados, mientras que en realidad nos permite permanecer inmóviles.


Para la Iglesia, este riesgo adquiere contornos particularmente delicados. Es posible conocer bien la doctrina, preservar la tradición, celebrar la liturgia con esmero y, sin embargo, permanecer inmóviles. Como los escribas de Jerusalén, también nosotros podemos percibir dónde el Señor continúa haciéndose presente —en las periferias, entre los pobres, en las heridas de la historia— sin encontrar la fuerza ni el coraje para avanzar en esa dirección.


La Epifanía nos recuerda que solo quienes emprenden un viaje encuentran la realeza de Cristo. Solo quienes aceptan el riesgo de la búsqueda pueden alcanzar la adoración del Verbo hecho hombre. Quienes permanecen sentados, protegidos por sus propias certezas, terminan perdiendo la cita con la manifestación de Dios, incluso cuando está cerca y claramente indicada en las Escrituras. La verdadera luz sólo puede ser recibida en la medida en que aceptemos emerger gradualmente de nuestras sombras, incluso cuando estas tengan la apariencia tranquilizadora de la competencia, la institución o la certeza religiosa adquirida.


Levántate y resplandece


La actitud de los Magos es diferente a la de Herodes y su corte: viajeros intrépidos que, a pesar de desconocer las Escrituras de Israel, parecen encarnar su espíritu más auténtico. Los profetas, en el difícil momento del regreso del exilio, ya habían instado al pueblo a reemprender el camino, cuando las esperanzas de un futuro diferente aún parecían lejanas y casi imposibles. En el llamado Libro de la Consolación de Isaías, proclamado por la liturgia en la solemnidad de la Epifanía, resuena un imperativo decisivo que no deja lugar a dudas:


“Levántate, resplandece, porque ha llegado tu luz… el Señor ha amanecido sobre ti” (Isaías 60,1-2).


Esta es la invitación que Herodes no puede obedecer, pero que, en cambio, pone en marcha el viaje de los Magos. Para encontrar al Señor que se ha manifestado en nuestra humanidad, el primer paso es siempre levantarse: dejar atrás nuestros refugios interiores, nuestras certezas, nuestra visión establecida de las cosas. Levantarse requiere valentía. Significa abandonar el sedentarismo que nos protege pero nos inmoviliza, aceptar la fatiga del viaje, exponernos a la incertidumbre de lo que aún no está claro. Los Magos se levantan, dejan su tierra natal, recorren distancias sin garantías, guiados solo por una señal tenue y discreta. No saben exactamente qué encontrarán, pero confían en esa luz que los precede.


Tras la invitación a levantarse, el profeta añade una instrucción sorprendente: nos pide que nos revistamos de una luz que aún no es plenamente visible, pero que ya está prometida. Esto alude a una disposición interior: vivir como si la luz llegara, incluso antes de ver las señales. Esto significa mantener la confianza incluso cuando las circunstancias no la justifican plenamente, seguir esperando mientras la noche aún no ha terminado. Solo así es posible emprender el camino hacia algo nuevo, aceptando la incertidumbre e incluso el riesgo de la decepción, en lugar de quedarnos estancados donde estamos.


Tras levantarse y aceptar revestirse de una esperanza que los precedió, los Magos realizan un gesto más, quizás el más decisivo de todos. El viaje, la búsqueda, la espera los llevan no a la autoafirmación, sino al abajamiento. El deseo que los impulsó encuentra plenitud no en la posesión, sino en la adoración. Solo entonces su viaje llega verdaderamente a su destino.


“Al entrar en la casa, vieron al niño con María, su madre; se postraron y lo adoraron. Luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra” (Mateo 2,11).


Arrodillados ante el símbolo humilde y pobre del niño, los Magos descubren que el acceso al otro —diferente, frágil, inesperado— siempre viene de abajo, nunca de arriba. Es al abajarse que se salva la distancia y la diversidad se hace habitable. No se trata de renunciar a la propia identidad, sino de entregarla, abriéndola al misterio que el otro trae consigo.


Levantarse y luego arrodillarse: este es el movimiento de la fe. Nos levantamos para emerger de nosotros mismos, no para ponernos en el centro. Y entonces nos abajamos, porque nos damos cuenta de que lo que encontramos escapa a nuestro control. Esto es cierto en nuestra relación con Dios, pero también en las relaciones cotidianas. Mientras las cosas salgan como imaginamos, es fácil permanecer; sin embargo, cuando el otro nos sorprende, nos decepciona o cambia, permanecer fieles a las decisiones que hemos tomado y al amor prometido nos exige dejar de imponer nuestro punto de vista y aprender a escuchar de verdad.


Para la Iglesia, este doble movimiento —levantarse y postrarse— es esencial. Está llamada a moverse, a salir, al encuentro de las personas y situaciones que le son lejanas. Pero también está llamada a saber detenerse, a bajar la mirada, a reconocer que no todo le pertenece ni puede controlarlo. Solo así el don de la salvación puede universalizarse: en la medida en que la Iglesia esté dispuesta a abandonar sus propias certezas y mirar con respeto la vida de los demás, reconociendo que incluso allí, a menudo de maneras inesperadas, puede surgir algo de la luz de Cristo.


Encontrándose a Sí Mismos


Cuando los Reyes Magos entran en la casa y ven al niño con su madre, María, se encuentran ante algo que supera sus expectativas. Se arrodillan y abren sus cofres, ofreciendo oro, incienso y mirra. Con estos dones, confiesan en ese niño la presencia de Dios, su realeza y su plena participación en nuestra humanidad, marcada también por el sufrimiento y la muerte. Pero al realizar este gesto, ocurre algo inesperado: no solo descubren quién es ese niño, sino que comienzan a percibir quiénes son ellos mismos.


En el rostro de Jesús, Dios hecho hombre, los Reyes Magos vislumbran que esa misma dignidad se promete también a sus vidas. Si en ese niño, Dios se revela como Rey, entonces también la vida humana está llamada a una grandeza que no proviene del poder, sino del cuidado y el servicio. Si Dios ha elegido habitar nuestra carne, entonces cada vida humana lleva en sí una luz, una vocación, un valor indeleble. Los dones que ofrecen los Reyes Magos se convierten así en un espejo: hablan de Dios, pero también revelan lo que la humanidad está llamada a ser.


Con la visita de los Magos, el misterio de la Encarnación revela todo su poder universal. No vinimos al mundo simplemente para sobrevivir o navegar el tiempo como pudiéramos. Nacimos para acceder a una vida más grande: la de los hijos de Dios. Los Magos partieron en busca de una estrella y encontraron a Cristo; pero al buscar a Cristo, también se encontraron a sí mismos. Descubrieron que, aunque venían de lejos y sin conocimiento de las Escrituras, incluso en su humanidad brillaba una luz que sólo esperaba ser reconocida y sacada a la luz.


Quizás la Iglesia está llamada, hoy más que nunca, a hacer esto sobre todo: llevar la luz de Cristo al mundo. No como algo que imponer o defender, sino como una presencia que ofrecer, permitiendo que cada persona se acerque a ella a través de un camino similar al de los Magos. Comenzaron con el deseo, emprendieron un viaje, afrontaron preguntas e incertidumbres, y solo al final reconocieron a Cristo y, ante él, se descubrieron a sí mismos.


Desde esta perspectiva, la misión no consiste en forzar el encuentro, sino en hacerlo posible. Ofrecer luz significa salvaguardar el espacio para la indagación, permitir que el deseo se despierte, acompañar sin anticipar las respuestas. Así, el encuentro con Cristo no borra la humanidad de quienes lo buscan, sino que la ilumina y la realiza.


Si tenemos la valentía de ofrecer al mundo un testimonio tan sencillo y luminoso, podremos experimentar lo que el profeta Isaías proclama en las ruinas de Jerusalén: una ciudad llamada a convertirse en un lugar de atracción para todos los pueblos.


“Las naciones caminarán a tu luz,

los reyes al esplendor de tu amanecer.

Alza tus ojos y mira:

todos estos están reunidos, vienen a ti.

Tus hijos vienen de lejos,

tus hijas son llevadas en tus brazos.

Entonces mirarás y estarás radiante,

tu corazón se estremecerá y se alegrará,

porque la abundancia del mar se derramará sobre ti,

las riquezas de las naciones vendrán a ti” (Isaías 60:3-5).


Una Iglesia que ofrece la presencia de Cristo a todos no se apropia de su luz, sino que la refleja. No se sitúa en el centro para dominar, sino para atraer. Y precisamente por eso, se convierte en un espacio de encuentro, donde cada persona puede reconocer a Cristo y, ante Él, redescubrir el sentido de su vida.


Esta perspectiva nos obliga a reconsiderar muchos de nuestros hábitos misioneros. A menudo imaginamos que evangelizar significa aportar algo que falta, llenar un vacío, corregir un error. La Epifanía señala otro camino: ayudar a los demás a reconocer la luz que ya habita en ellos, la dignidad que ya poseen, los dones que ya poseen. No somos nosotros quienes "damos" a Cristo al mundo, como si tuviéramos derechos exclusivos sobre él. Estamos llamados a hacer visible su presencia con tal claridad y verdad que cada persona pueda reconocer en él el sentido de su existencia.


Esto no relativiza la verdad de Cristo ni reduce el Evangelio a una valoración genérica de la humanidad. Al contrario, toma en serio la catolicidad de la Iglesia en su sentido más profundo: proteger a Cristo para ofrecerlo a todos, con la confianza de que la belleza, la bondad y la verdad ya están presentes en cada persona, llamada a la plenitud y a encontrar en él su sentido más pleno. La verdadera luz de la Navidad «ilumina a todo hombre» precisamente porque es capaz de revelar a cada persona su propia verdad, su propia vocación, su propia semejanza con Dios.


Si así fuera, la Navidad, entrelazada con la conclusión del Jubileo, podría haber encendido una esperanza incondicional no solo en la Iglesia, sino también en el mundo. La Iglesia puede regocijarse por haber redescubierto a Cristo como su centro; el mundo, al encontrarse con nuestro frágil testimonio, podría haberse sentido animado a manifestar su propia humanidad, a ofrecer sus propios dones y a reconocer su propia dignidad ante Dios.


Este sería el signo más elocuente de una Iglesia fiel a su vocación: no reteniendo la luz para sí misma, sino dejándola brillar para que la nueva vida, ya sembrada en el corazón de cada hombre y mujer, pueda finalmente germinar y dar fruto.


Oremos:


Oh Dios, que, con la guía de la estrella, revelaste a tu Hijo Unigénito al pueblo, guíanos también a nosotros, que ya te hemos conocido por la fe, a contemplar la belleza de tu gloria. Por Cristo nuestro Señor.


P. Roberto Pasolini, OFM Cap.

Predicador de la Casa Pontificia

Fotos: Vatican Media, 19-12-2025