El pudor, salvaguardia de la dignidad humana
No pocas personas estiman que la exhibición corpórea debe ser permitida porque la contraponen al tabú, no al pudor, con los valores positivos que éste encierra para la personalidad humana. El término “tabú” apenas indica nada preciso: se limita a sugerir un ámbito de realidades o acciones prohibidas, intocables. Su misma oscuridad le confiere poder estratégico, porque el vocablo “prohibición” se opone a “permiso”, “apertura”, “libertad”, vocablos que están cargados de prestigio en la sociedad actual. Esta contraposición deja al término “tabú” –y al término “pudor”, en cuanto rehuye el exhibicionismo- en una situación desairada.
Conviene, por ello, esforzarse en dar a cada término su sentido preciso. El pudor tiene un valor funcional, relativo al sentido que otorgamos a nuestra vida al relacionarnos con otras personas. No trata sólo ni principalmente de ocultar algunas partes del cuerpo, sino de darles el trato respetuoso que merecen. El pudor vela las partes del cuerpo que denominamos “íntimas” por estar en relación directa con actos personales que no tienen sentido en la esfera pública, sino sólo en la esfera privada de la relación dual a la que está confiada la creación de nuevas vidas.
No faltan actualmente quienes parecen sentir complacencia en quebrantar las normas del pudor, a las que tachan de ñoñas y obsoletas. “El cuerpo no es malo –proclaman como algo obvio-; todas sus partes tienen el mismo valor y deben contemplarse con normalidad”.
En el nivel biológico, esta afirmación es cierta. Cada parte del cuerpo realiza la función que le compete y está, por ello, plenamente justificada. De ahí que en las consultas médicas se muestre el cuerpo con toda espontaneidad, sin necesidad de sonrojarse, pues la desnudez presenta aquí un sentido ético positivo por ser necesaria para la curación de la persona.
En el nivel lúdico o creativo, el cuerpo es “la palabra del espíritu”, el lugar viviente de la realización del hombre como persona. No es un útil a su servicio, ni un instrumento de instrumentos. Te doy la mano para saludarte y en ella vibra toda mi persona. Cuando dos personas se abrazan, no estamos sólo ante dos cuerpos que se entrelazan, sino, al mismo tiempo y en un nivel superior, ante dos personas que crean un campo de afecto mutuo. Esta simultaneidad es posible porque los cuerpos no son únicamente algo material; son ámbitos, fuentes de posibilidades, realidades expresivas vivificadas por ese hálito de vida enigmático que llamamos alma. No hay en el mundo ni un solo objeto o instrumento que tenga semejante poder de hacer presente a una persona. Pensemos en la expresividad de un gesto, una sonrisa, una palabra amable..., y veremos que el cuerpo humano supera inmensamente todos los objetos, los útiles, los instrumentos, los materiales de un tipo u otro.
Si nos hacemos cargo del poder que tiene el cuerpo humano de remitir a realidades superiores que en él se hacen de algún modo presentes y en él actúan, advertiremos que, al unirse sexualmente dos personas, no realizan un mero ayuntamiento corpóreo; crean una relación personal que debe estar cargada de sentido. En toda relación amorosa, el cuerpo juega un papel expresivo singular. No es una especie de trampolín para pasar hacia algo que está más allá de él, como cuando oímos o comunicamos una noticia. En este caso, lo importante es tomar nota de lo que se comunica. Apenas importa quién lo hace y de qué forma. En la relación amorosa, en cambio, el cuerpo se hace valer, es vehículo indispensable de la presencia de quienes manifiestan su afecto.
El cuerpo participa activamente en las relaciones amorosas íntimas. Intimidad significa aquí que tú y yo estamos fundando una relación de encuentro en la cual tú no estás fuera de mí ni frente a mí. Los dos estamos en un mismo campo de interacción y enriquecimiento mutuo, y actuamos con espontaneidad, sinceridad, apertura de espíritu, confianza, fidelidad y cordialidad. Ese campo de juego común es para nosotros algo singular, irrepetible, incanjeable, único en el mundo. Por eso no puede ser comprendido de veras sino por quienes lo están creando en cada momento, pues el encuentro es fuente de luz, y, al encontrarnos, vamos descubriendo lo que somos, los ideales que impulsan nuestras vidas, los sentimientos que suscita nuestro trato, el sentido que va cobrando nuestra existencia.
Lo que significa nuestra vida en la intimidad sólo nos es accesible a nosotros, no a quienes se encuentran fuera de ella. Consiguientemente, exhibir lo que sucede en ese recinto privado no tiene el menor sentido, es insensato. Puede tener un significado, en cuanto significa un incentivo erótico para quienes lo contemplan; pero no tiene sentido reducir una parcela de la vida privada de unas personas a mero incentivo para enardecer los instintos. Una realidad digna de respeto en sí misma es tomada como mero medio para unos fines y, por ello, degradada.
Figurémonos que en la puerta de una habitación de un hotel hay una cerradura a la antigua usanza, y se te ocurre contemplar a su través un acto íntimo realizado por una pareja. Si alguien te sorprende, te sonrojas, porque sabes que tal acción es indigna de una persona adulta. Lo es por carecer de sentido. Nadie te ha prohibido realizar semejante acto. Ni se trata, tampoco, de un tabú. Sencillamente, intuyes que tal gesto no tiene sentido, aunque tenga un significado -el de saciar una curiosidad morbosa-. Lo que de verdad expresa el acto que contemplas sólo puede ser comprendido por quienes lo realizan. Contemplarlo desde fuera es sacarlo de contexto; constituye una profanación.
Tal profanación acontece a diario en algunos espectáculos y medios de comunicación. Las páginas de los diarios y las revistas, así como las pantallas de cine y televisión vienen a ser gigantescos ojos de cerradura por los que millones de personas se adentran en la intimidad de otros seres. Como éstos suelen exhibirse voluntariamente a cambio de una gratificación económica, convierten su intimidad en un medio para lograr fines ajenos a la misma, la rebajan de rango, la envilecen, literalmente la prostituyen. Este verbo español procede del latino “prostituere”, que significa poner en público, poner en venta.
Los espectadores debemos considerar si es digno participar en tal proceso de envilecimiento. Recordemos que el sentido del tacto es el más posesivo. Agarrar algo con la mano y “tenerlo en un puño” es signo de posesión. Al tacto le sigue en poder posesivo la mirada, que es una especie de tacto a distancia. “Si no lo veo, no lo creo”, solemos decir, ya que ver equivale a palpar la realidad de algo. Por eso, dejarse ver es, en cierta medida, dejarse poseer. Y, viceversa, mirar supone un intento de poseer. Pero intentar poseer lo que de por sí exige respeto, estima y colaboración significa un rebajamiento injusto y presenta –como sabemos- una condición sádica.
Cuando Orfeo –en el conocido mito- recobró a su amada Eurídice del reino de los muertos, fue advertido de que, para retenerla junto a sí, debería no mirarle al rostro durante una noche. En la literatura y la mitología, la noche simboliza un período de prueba. Mirar indica el afán de poseer. El rostro es el lugar en que vibra el ser entero de una persona. A Orfeo se le vino a decir que para crear una relación estable, auténtica, con Eurídice debía renunciar al deseo de poseerla y adoptar una actitud de respeto, estima y voluntad de colaboración.
Ofrecer a las miradas ajenas las partes íntimas del cuerpo implica dejarse poseer en lo que tiene uno de más peculiar, propio y personal. Protegerse pudorosamente de miradas extrañas no indica ñoñería, aceptación de tabúes, sometimiento a preceptos religiosos irracionales –como se dice a veces banalmente-. Significa evitar que lo más genuino de la propia persona sea rebajado de rango y convertido en pasto erótico. El pudor tiene un sentido eminentemente positivo. No consiste tanto en ocultar una parte de nuestra superficie corpórea cuanto en salvaguardarnos del uso irrespetuoso, manipulador, posesivo, de nuestras fuerzas creadoras, a fin de estar disponibles para la creación de formas elevadas de unidad o encuentro.
No tiene el menor sentido afirmar que se practica el exhibicionismo para “liberarse” de normas y tabúes, porque, si una norma es juiciosa y fomenta nuestro desarrollo personal, prescindir de ella supone perder todas las posibilidades creativas que nos otorga. Ofrecer la intimidad a un público anónimo, como si fuera un mero objeto de contemplación, un espectáculo, significa renunciar al encuentro personal. Constituye, por tanto, una degradación.
A tal degradación se exponen quienes contemplan escenas fuertemente eróticas en las pantallas de televisión o cine. Si alguien piensa que este acto no es degradante porque las personas contempladas se exhiben libremente a cambio de una retribución pecuniaria, debe pensar que vender la intimidad significa rebajar el propio cuerpo a la condición de medio para el logro de un fin. La consecuencia de este envilecimiento, provocado por el vértigo de la ambición, es la tristeza y la amargura. Se comprende el rictus amargo de los rostros que figuran en las imágenes pornográficas.
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Fuente Catholic.net
jueves, 10 de enero de 2008
Dios olvida tus faltas / Autor: Eusebio Gómez Navarro
El creyente a Dios:
– No te acuerdes, Señor, de mis pecados.
Dios al creyente:
– ¿Qué pecados? Como tú no me los recuerdes, yo los he olvidado para siempre.
Dios, como Padre, tiene muy mala memoria para recordar pecados de sus hijos; no lleva cuentas del mal, disculpa siempre y “olvida siempre”. Como buen Padre, quiere que aprendamos a amar de tal forma que seamos capaces de perdonar.
Jesús nos habla del perdón de Dios, de las entrañas amorosas del Padre en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32).
El Padre ama al Hijo y le deja en libertad para que siga sus sueños, para que sea él mismo, para que se pueda equivocar, con el riesgo de perder su compañía y la alegría de vivir en su casa.
El Padre espera la vuelta del hijo. No la acelera, no se le agota la paciencia. Su corazón no se amarga ni se endurece en la tardanza, sino que crece en él el ánimo de abrazar, consolar y dar una fiesta, porque su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida.
Cuando retorna el hijo arrepentido y humillado, el Padre no le niega su herencia ni le echa de casa, sigue siendo el hijo muy amado. El hijo puede olvidar tranquilamente su pasado, porque el Padre no lo recuerda.
El cristiano ora frecuentemente esta petición: “Perdona nuestras ofensas”. Dios se olvida de nuestras faltas, a no ser que alguien se las recuerde al no amar y perdonar al hermano. Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos (1 Jn 4,20). Es imposible abrirse a su gracia, acoger el amor misericordioso del Padre, si no se está abierto a amar y perdonar al otro. El perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente como nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,32).
La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (Mt 18,23-35), acaba con esta frase: Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si cada uno no perdona de corazón a su hermano.
Solamente se puede amar y perdonar con la ayuda y la gracia de Dios. En el perdón y el amor no hay límites ni medidas. A nadie hay que deber nada más que amor (Rm 13,8).
Al acercarse a pedir perdón a Dios, hay que estar dispuesto a amar y perdonar al prójimo. “Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión; los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos” (San Cipriano).
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Fuente: Catholic.net
– No te acuerdes, Señor, de mis pecados.
Dios al creyente:
– ¿Qué pecados? Como tú no me los recuerdes, yo los he olvidado para siempre.
Dios, como Padre, tiene muy mala memoria para recordar pecados de sus hijos; no lleva cuentas del mal, disculpa siempre y “olvida siempre”. Como buen Padre, quiere que aprendamos a amar de tal forma que seamos capaces de perdonar.
Jesús nos habla del perdón de Dios, de las entrañas amorosas del Padre en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32).
El Padre ama al Hijo y le deja en libertad para que siga sus sueños, para que sea él mismo, para que se pueda equivocar, con el riesgo de perder su compañía y la alegría de vivir en su casa.
El Padre espera la vuelta del hijo. No la acelera, no se le agota la paciencia. Su corazón no se amarga ni se endurece en la tardanza, sino que crece en él el ánimo de abrazar, consolar y dar una fiesta, porque su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida.
Cuando retorna el hijo arrepentido y humillado, el Padre no le niega su herencia ni le echa de casa, sigue siendo el hijo muy amado. El hijo puede olvidar tranquilamente su pasado, porque el Padre no lo recuerda.
El cristiano ora frecuentemente esta petición: “Perdona nuestras ofensas”. Dios se olvida de nuestras faltas, a no ser que alguien se las recuerde al no amar y perdonar al hermano. Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos (1 Jn 4,20). Es imposible abrirse a su gracia, acoger el amor misericordioso del Padre, si no se está abierto a amar y perdonar al otro. El perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente como nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,32).
La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (Mt 18,23-35), acaba con esta frase: Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si cada uno no perdona de corazón a su hermano.
Solamente se puede amar y perdonar con la ayuda y la gracia de Dios. En el perdón y el amor no hay límites ni medidas. A nadie hay que deber nada más que amor (Rm 13,8).
Al acercarse a pedir perdón a Dios, hay que estar dispuesto a amar y perdonar al prójimo. “Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión; los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos” (San Cipriano).
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Fuente: Catholic.net
miércoles, 9 de enero de 2008
El derecho a meternos en la vida de los demás / Autora: Lucrecia Rego de Planas
Reporte Médico
Hospital Santa Fe
Montevideo, Uruguay
Fecha: 1 de junio de 2007
Nombre del paciente: Mariana de la Mora
Fecha de nacimiento: 1 de junio de 2007
Peso al nacer: 3.950 kg.
Estado general al nacer: completamente sana. Sus miembros están completos. Sus reacciones fueron normales.
Fecha: 27 de junio de 2007
Se le practica un cateterismo y se descubre que Mariana tiene un defecto en las arterias que salen del corazón, pues una de ellas se encuentra estrangulada… Es necesario operarla para que pueda sobrevivir.
Fecha: 3 de julio de 2007
La pequeña es sometida a la operación y durante la misma sufre un paro respiratorio. Le falta oxígeno unos cuantos minutos y al salir de la operación, la niña, que antes sonreía al ver a su madre, se chupaba el dedo y pataleaba sin cesar, ha quedado ciega e incapaz de mover sus piernas.
Fecha: 15 de agosto de 2007
Resultados del análisis de los ojos: todo está bien: la córnea, el globo ocular, el nervio óptico, no hay defecto ni enfermedad en ninguna de sus partes. Sin embargo, la niña no puede ver. ¿Qué ha sucedido? ¡Los ojos han perdido la conexión con el cerebro!
Resultado del análisis de las piernas: el tono muscular, la formación de los huesos, la irrigación de sangre, todo funciona a la perfección, pero la pequeña no puede moverlas porque… ¡no están conectadas al cerebro!
Fecha: 7 de enero de 2008
Los ojos de Mariana han perdido su brillo, quedando opacos y sin vida, y sus piernas se han ido deformando poco a poco hasta quedar volteadas hacia atrás, totalmente rígidas como si fuera una bailarina de porcelana. Es natural, ya que el cuerpo de Mariana se "ha dado cuenta" de que esos miembros, ojos y piernas, no le sirven y no le servirán jamás y han dejado de recibir irrigación. Son miembros atrofiados y el resto de los órganos del cuerpo han dejado de "gastar energías" para mantenerlos con vida...
Lo mismo que sucedió en el cuerpo de Mariana es lo que sucede en la vida de la Iglesia. Todos formamos un cuerpo cuya cabeza es Cristo. Cuando un miembro pierde la conexión con la Cabeza, por el pecado mortal, se vuelve inútil. Cuando los demás miembros dejan de "prestarle atención" a cualquier órgano, éste corre el peligro de atrofiarse y morir.
Ahí radica la importancia del apostolado: en la Iglesia todos necesitamos trabajar para mantenernos vivos y mantener vivos a los demás. No podemos aislarnos del resto del cuerpo, pues todos necesitamos de todos.
Seguramente has oído alguna vez esta respuesta:
"No te metas en mi vida, no te importa lo que yo hago o dejo de hacer".
Tal vez seas tú mismo el que se lo ha dicho a alguien, buscando que te dejen usar tu libertad como te plazca y pensando en que lo que haces a nadie afecta más que a ti.
Sin embargo, para todos los que formamos parte de la Iglesia esta frase no es válida, pues al igual que en el cuerpo humano, todos somos importantes y necesarios y, por eso, el mismo Cristo nos ha autorizado a meternos y entrometernos en la vida de los demás.
Nos cuenta san Mateo al final de su Evangelio, que después de la Resurrección de Jesús acudieron los once discípulos a un monte en Galilea donde Él los había citado.
Estando ahí, se les apareció Jesús y les dijo:
Se me ha dado todo poder en el cielo y la tierra. Vayan pues y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y estén ciertos de que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo
(Mt. 28, 18-20).
Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el cielo para el que han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su Reino: reino de verdad, de vida, de justicia, de amor y de paz.
Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás porque todos formamos un cuerpo. En todos nosotros fluye la misma vida de Cristo. Y si un miembro se encuentra enfermo, débil o quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos.
El derecho a influir en la vida de los demás por medio del apostolado, se convierte en un deber para todos los cristianos: debemos ser levadura que fermente la masa, sal que sazone, luz que ilumine a los demás y los lleve al encuentro con Cristo.
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Fuente: Catholic.net
Hospital Santa Fe
Montevideo, Uruguay
Fecha: 1 de junio de 2007
Nombre del paciente: Mariana de la Mora
Fecha de nacimiento: 1 de junio de 2007
Peso al nacer: 3.950 kg.
Estado general al nacer: completamente sana. Sus miembros están completos. Sus reacciones fueron normales.
Fecha: 27 de junio de 2007
Se le practica un cateterismo y se descubre que Mariana tiene un defecto en las arterias que salen del corazón, pues una de ellas se encuentra estrangulada… Es necesario operarla para que pueda sobrevivir.
Fecha: 3 de julio de 2007
La pequeña es sometida a la operación y durante la misma sufre un paro respiratorio. Le falta oxígeno unos cuantos minutos y al salir de la operación, la niña, que antes sonreía al ver a su madre, se chupaba el dedo y pataleaba sin cesar, ha quedado ciega e incapaz de mover sus piernas.
Fecha: 15 de agosto de 2007
Resultados del análisis de los ojos: todo está bien: la córnea, el globo ocular, el nervio óptico, no hay defecto ni enfermedad en ninguna de sus partes. Sin embargo, la niña no puede ver. ¿Qué ha sucedido? ¡Los ojos han perdido la conexión con el cerebro!
Resultado del análisis de las piernas: el tono muscular, la formación de los huesos, la irrigación de sangre, todo funciona a la perfección, pero la pequeña no puede moverlas porque… ¡no están conectadas al cerebro!
Fecha: 7 de enero de 2008
Los ojos de Mariana han perdido su brillo, quedando opacos y sin vida, y sus piernas se han ido deformando poco a poco hasta quedar volteadas hacia atrás, totalmente rígidas como si fuera una bailarina de porcelana. Es natural, ya que el cuerpo de Mariana se "ha dado cuenta" de que esos miembros, ojos y piernas, no le sirven y no le servirán jamás y han dejado de recibir irrigación. Son miembros atrofiados y el resto de los órganos del cuerpo han dejado de "gastar energías" para mantenerlos con vida...
Lo mismo que sucedió en el cuerpo de Mariana es lo que sucede en la vida de la Iglesia. Todos formamos un cuerpo cuya cabeza es Cristo. Cuando un miembro pierde la conexión con la Cabeza, por el pecado mortal, se vuelve inútil. Cuando los demás miembros dejan de "prestarle atención" a cualquier órgano, éste corre el peligro de atrofiarse y morir.
Ahí radica la importancia del apostolado: en la Iglesia todos necesitamos trabajar para mantenernos vivos y mantener vivos a los demás. No podemos aislarnos del resto del cuerpo, pues todos necesitamos de todos.
Seguramente has oído alguna vez esta respuesta:
"No te metas en mi vida, no te importa lo que yo hago o dejo de hacer".
Tal vez seas tú mismo el que se lo ha dicho a alguien, buscando que te dejen usar tu libertad como te plazca y pensando en que lo que haces a nadie afecta más que a ti.
Sin embargo, para todos los que formamos parte de la Iglesia esta frase no es válida, pues al igual que en el cuerpo humano, todos somos importantes y necesarios y, por eso, el mismo Cristo nos ha autorizado a meternos y entrometernos en la vida de los demás.
Nos cuenta san Mateo al final de su Evangelio, que después de la Resurrección de Jesús acudieron los once discípulos a un monte en Galilea donde Él los había citado.
Estando ahí, se les apareció Jesús y les dijo:
Se me ha dado todo poder en el cielo y la tierra. Vayan pues y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y estén ciertos de que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo
(Mt. 28, 18-20).
Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el cielo para el que han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su Reino: reino de verdad, de vida, de justicia, de amor y de paz.
Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás porque todos formamos un cuerpo. En todos nosotros fluye la misma vida de Cristo. Y si un miembro se encuentra enfermo, débil o quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos.
El derecho a influir en la vida de los demás por medio del apostolado, se convierte en un deber para todos los cristianos: debemos ser levadura que fermente la masa, sal que sazone, luz que ilumine a los demás y los lleve al encuentro con Cristo.
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Fuente: Catholic.net
Más allá de la tentación / Autor: P. Fernando Pascual LC
Lo propio de la tentación consiste en “tentar”, atraer, sugestionar, absorber, arrastrar. Especialmente cuando la tentación consigue presentarse como algo “bueno”, como una solución para los problemas personales, o como la conquista de caminos fáciles para la felicidad.
Pero la tentación pierde casi toda su fuerza seductora cuando dentro del alma hay una certeza profunda: Dios se interesa por mí, Dios me busca, Dios me acompaña, Dios me salva, Dios me ama.
Entonces la vida empieza a ser vivida de otra manera. Ya no nos fijamos si algo es fácil o difícil, si estamos cansados o felices, si nos faltan muchas cosas o si vivimos holgadamente. Lo que importa, lo que lleva a una madurez profunda y serena, es poder anclar el corazón en la bondad divina.
La vida cristiana no es simplemente una lucha para evitar caídas, para huir de las tentaciones, para mantener un poquito la gracia que recibimos en el bautismo y en los demás sacramentos. No es una vida de trincheras, a la defensiva. Más bien, es una vida de conquista, de lanzamiento, de santo valor para emprender mil obras buenas, para ayudar a un familiar enfermo, para escuchar al abuelo que desea tener alguien a su lado, para sonreír a un niño que necesita cariño en casa y en la escuela.
Cuando nos ponemos en marcha, cuando dejamos que el amor guíe nuestros pasos, la tentación poco a poco se desinfla, como un globo voluminoso pero hueco e indefenso.
Tenemos que descubrir la fuerza de nuestra fe cristiana. El pecado no es nunca capaz de llenar el corazón hecho para lo eterno. Sólo el amor, y un amor pleno, auténtico, es capaz de dar sentido a nuestros pasos, de sacarnos de las tinieblas y de introducirnos en el mundo de la vida.
La tentación, incluso alguna breve caída, quedarán atrás. Sabremos pedir perdón desde las lágrimas, en una confesión bien hecha. Sabremos, sobre todo, descubrir que a quien mucho se le perdona mucho ama (cf. Lc 7,36-50).
Entonces, y sólo entonces, la vida cambia. Vale la pena descubrir la belleza de nuestra vocación cristiana, para empezar a ser, de verdad, hijos en el Hijo, ovejas rescatadas que se dejan llevar, mansamente, sobre los hombros del Pastor bueno...
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Fuente: Catholic.net
Pero la tentación pierde casi toda su fuerza seductora cuando dentro del alma hay una certeza profunda: Dios se interesa por mí, Dios me busca, Dios me acompaña, Dios me salva, Dios me ama.
Entonces la vida empieza a ser vivida de otra manera. Ya no nos fijamos si algo es fácil o difícil, si estamos cansados o felices, si nos faltan muchas cosas o si vivimos holgadamente. Lo que importa, lo que lleva a una madurez profunda y serena, es poder anclar el corazón en la bondad divina.
La vida cristiana no es simplemente una lucha para evitar caídas, para huir de las tentaciones, para mantener un poquito la gracia que recibimos en el bautismo y en los demás sacramentos. No es una vida de trincheras, a la defensiva. Más bien, es una vida de conquista, de lanzamiento, de santo valor para emprender mil obras buenas, para ayudar a un familiar enfermo, para escuchar al abuelo que desea tener alguien a su lado, para sonreír a un niño que necesita cariño en casa y en la escuela.
Cuando nos ponemos en marcha, cuando dejamos que el amor guíe nuestros pasos, la tentación poco a poco se desinfla, como un globo voluminoso pero hueco e indefenso.
Tenemos que descubrir la fuerza de nuestra fe cristiana. El pecado no es nunca capaz de llenar el corazón hecho para lo eterno. Sólo el amor, y un amor pleno, auténtico, es capaz de dar sentido a nuestros pasos, de sacarnos de las tinieblas y de introducirnos en el mundo de la vida.
La tentación, incluso alguna breve caída, quedarán atrás. Sabremos pedir perdón desde las lágrimas, en una confesión bien hecha. Sabremos, sobre todo, descubrir que a quien mucho se le perdona mucho ama (cf. Lc 7,36-50).
Entonces, y sólo entonces, la vida cambia. Vale la pena descubrir la belleza de nuestra vocación cristiana, para empezar a ser, de verdad, hijos en el Hijo, ovejas rescatadas que se dejan llevar, mansamente, sobre los hombros del Pastor bueno...
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Fuente: Catholic.net
La mirada de Jesús / Autor: P. Ángel Peña Benito, O.A.R.
Una religiosa contemplativa me escribía: "Hace unos años vi los ojos de Jesús. Los vi en el fondo de mi alma. Era una mirada amorosa, dulce, cálida, elocuente, muy elocuente, pues me mostraba su Corazón inmenso, infinito. Vi los ojos de mi Amado y fue tal la impresión que sentí, que no lo podré olvidar jamás. La mirada que dejó grabada en mi alma no podrá ser borrada y espero reconocerla en la patria tan deseada. Cuando esta mirada me envuelve de nuevo, me lleno de una infinita delicia. Es algo tan sublime que no puede ser explicado con palabras".
Otra religiosa anciana me contó personalmente lo que le había sucedido, cuando era jovencita. Estaba de postulante y decidió marcharse a su casa. Pero la víspera de su salida del convento, tuvo un sueño: "Soñé que recogía mis cosas para el viaje, me vestía de seglar y caminaba por el claustro para ir a despedirme de la Comunidad. Entonces, vi a la M. Priora que caminaba delante de mí en compañía de un hombre. Al acercarme a ellos, el hombre se volvió y me miró. Era una mirada tan dulce y cariñosa, tan expresiva y amorosa, que nunca la olvidaré. Cada vez que recuerdo aquellos ojos divinos de Jesús, me pongo a llorar de emoción. Jesús no me dijo nada, pero yo lo entendí todo. Era como si me dijera: ¿Y me dejas? ¿Ya no me quieres? ¿Dónde está aquel amor que me prometiste? Y aquí estoy hasta la muerte".
Qué hermoso poder descubrir en los ojos de Jesús todo su amor por nosotros. Y, sobre todo, descubrir su amor en la celebración de la Eucaristía de cada día. Me manifestaba una religiosa muy enferma. "Un día estaba en la misa y, en el momento de la consagración, sentí mucho recogimiento y, como en un relámpago, vi a Jesús con mucha luz, más resplandeciente que el sol y me quedé anonadada sin poder articular palabra. Sólo lo amaba y sentía su amor. No sé cómo explicarlo, fue como en un relámpago y duró muy poco, pero se me quedó grabada dentro de mí esa mirada y sonrisa suya, como si me hubiese fundido totalmente con El."
Por eso, te digo que no tengas miedo. Acércate a Jesús, míralo a los ojos, no tengas miedo de su mirada. Si estás perdido y confundido, El es tu camino. Si eres ignorante, El es la Verdad. Si estás muerto por dentro, El es la Vida. El te iluminará, porque es la Luz de la vida. En el sagrario encontrarás el paraíso perdido que buscas. Entra en ese mundo fascinante de Jesús Eucaristía, donde encontrarás el amor infinito de tu Dios. Búscalo en el silencio, porque El es amigo del silencio. Si estás a solas con El, háblale de corazón, con confianza. Dile muchas veces: Jesús, yo te amo. Yo confío en Ti.
La Iglesia llama a la Eucaristía sacramento admirable, porque es digno de toda admiración. Pues admira a Jesús, quédate extasiado mirándolo, sobre todo, en la elevación de la misa y durante la Exposición del Santísimo Sacramento. Que tu adoración sea un mirarlo y dejarte mirar, un amarlo y dejarte amar. Haz la prueba y te prometo que no te arrepentirás "Sus ojos son como palomas posadas al borde de las aguas" (Cant 5,12). Y tú puedes decir: "He venido a ver sus ojos como un remanso de paz" (Cant 8,10). No tengas miedo, la mirada de Jesús es AMOR y la ternura de Dios se irradia a través de sus pupilas.
Otra religiosa anciana me contó personalmente lo que le había sucedido, cuando era jovencita. Estaba de postulante y decidió marcharse a su casa. Pero la víspera de su salida del convento, tuvo un sueño: "Soñé que recogía mis cosas para el viaje, me vestía de seglar y caminaba por el claustro para ir a despedirme de la Comunidad. Entonces, vi a la M. Priora que caminaba delante de mí en compañía de un hombre. Al acercarme a ellos, el hombre se volvió y me miró. Era una mirada tan dulce y cariñosa, tan expresiva y amorosa, que nunca la olvidaré. Cada vez que recuerdo aquellos ojos divinos de Jesús, me pongo a llorar de emoción. Jesús no me dijo nada, pero yo lo entendí todo. Era como si me dijera: ¿Y me dejas? ¿Ya no me quieres? ¿Dónde está aquel amor que me prometiste? Y aquí estoy hasta la muerte".
Qué hermoso poder descubrir en los ojos de Jesús todo su amor por nosotros. Y, sobre todo, descubrir su amor en la celebración de la Eucaristía de cada día. Me manifestaba una religiosa muy enferma. "Un día estaba en la misa y, en el momento de la consagración, sentí mucho recogimiento y, como en un relámpago, vi a Jesús con mucha luz, más resplandeciente que el sol y me quedé anonadada sin poder articular palabra. Sólo lo amaba y sentía su amor. No sé cómo explicarlo, fue como en un relámpago y duró muy poco, pero se me quedó grabada dentro de mí esa mirada y sonrisa suya, como si me hubiese fundido totalmente con El."
Por eso, te digo que no tengas miedo. Acércate a Jesús, míralo a los ojos, no tengas miedo de su mirada. Si estás perdido y confundido, El es tu camino. Si eres ignorante, El es la Verdad. Si estás muerto por dentro, El es la Vida. El te iluminará, porque es la Luz de la vida. En el sagrario encontrarás el paraíso perdido que buscas. Entra en ese mundo fascinante de Jesús Eucaristía, donde encontrarás el amor infinito de tu Dios. Búscalo en el silencio, porque El es amigo del silencio. Si estás a solas con El, háblale de corazón, con confianza. Dile muchas veces: Jesús, yo te amo. Yo confío en Ti.
La Iglesia llama a la Eucaristía sacramento admirable, porque es digno de toda admiración. Pues admira a Jesús, quédate extasiado mirándolo, sobre todo, en la elevación de la misa y durante la Exposición del Santísimo Sacramento. Que tu adoración sea un mirarlo y dejarte mirar, un amarlo y dejarte amar. Haz la prueba y te prometo que no te arrepentirás "Sus ojos son como palomas posadas al borde de las aguas" (Cant 5,12). Y tú puedes decir: "He venido a ver sus ojos como un remanso de paz" (Cant 8,10). No tengas miedo, la mirada de Jesús es AMOR y la ternura de Dios se irradia a través de sus pupilas.
Terapia y curación de la homosexualidad en la experiencia de un psicólogo / Autor: Van Den Aardweg, Gerard J. M.
El psicólogo holandés Gerard van den Aardweg es uno de los especialistas en el tratamiento de los homosexuales más importantes del mundo
VAN DEN AARDWEG, GERARD J. M., Homosexualidad y esperanza. Terapia y curación en la experiencia de un psicólogo, EUNSA, Pamplona, 2004 (tercera edición).
El psicólogo holandés Gerard van den Aardweg es uno de los especialistas en el tratamiento de los homosexuales más importantes del mundo. Doctor en psicología por la Universidad de Amsterdam y catedrático de psicología en el Instituto para el Matrimonio y la Familia “Medo”, sus numerosas publicaciones han sido traducidas a varios idiomas. El presente es tal vez su libro más importante.
Andando contra la corriente, Aardweg considera que la homosexualidad es un desorden. Y no de orden biológico, sino psíquico. Las bases teóricas de su concepción de la neurosis están en la visión de Alfred Adler, según el cual la homosexualidad es consecuencia de un sentimiento de inferioridad respecto de la propia identidad sexual; y en la teoría del psiquiatra holandés Johan L. Arndt, discípulo de W. Stekel, que considera que el homosexual está dominado “por una estructura interna que se comporta autónomamente como el ego infantil, un niño que se entrega a la autocompasión” (p. 65).
Para Aardweg, y contra la opinión que considera la homosexualidad como una “opción” normal, la homosexualidad es una variedad de trastorno neurótico. Como todo neurótico, el homosexual tiene una parte de su personalidad que se ha quedado anclada en la infancia, y que se comporta como un niño egocéntrico y quejumbroso. El origen del problema estaría en profundos sentimientos de inferioridad sexual experimentados especialmente durante la adolescencia, por comparación con otros jóvenes de la misma edad, y sería disparada finalmente por alguna situación particular.
En el caso de la homosexualidad masculina, una excesiva presencia de la figura materna y un padre humanamente ausente o lejano sería uno de los factores predisponentes; en el de la femenina, una madre que no acepta su propio rol como mujer, o que relega a la hija en cuestión por otras a las que consiente y considera más femeninas, y un padre que trata a su hija como el hijo que hubiera querido tener, o situaciones semejantes.
A pesar de la alegría que se pretende atribuir a la vida homosexual (comenzando por el nombre de “gay”, alegre), ésta es profundamente frustrante. Los homosexuales buscan parejas a las que idealizan, pero con las que no pueden establecer relaciones estables. A pesar de que las mujeres consiguen la estabilidad de pareja en mayor medida que los hombres, en general duran sólo unos pocos años. La vida del homosexual se transforma así en una especie de caza de la pareja, de la que se espera obtener una satisfacción inmediata, para después desaparecer en el olvido.
Aardweg, como otros autores (Adler, Allers), señala que, de todos modos, y aunque en la personalidad del homosexual se pueden encontrar aspectos maduros, desde los que es posible la recuperación, el trastorno sexual no es el único que tienen.
El autor presenta además el camino a seguir en la psicoterapia de estas personas, que se centra especialmente en la superación de la autocompasión y del complejo de inferioridad. Señala además que en algunos casos, menos frecuentes, se da el cambio aún sin una psicoterapia sistemática, como en algunas conversiones religiosas. Al final del libro pone algunos ejemplos de casos clínicos.
En síntesis, es una obra muy recomendable para quien quiera acercarse a esta problemática desde una perspectiva realista, pero esperanzada en las posibilidades de cambio de las personas con tendencias y comportamientos homosexuales. Y es un raro caso de un libro de psicología a la vez práctico, sensato, penetrado de buenos criterios morales y religiosos, y basado en una teoría convincente y en una muy amplia experiencia clínica.
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Fuente: Catholic.net
VAN DEN AARDWEG, GERARD J. M., Homosexualidad y esperanza. Terapia y curación en la experiencia de un psicólogo, EUNSA, Pamplona, 2004 (tercera edición).
El psicólogo holandés Gerard van den Aardweg es uno de los especialistas en el tratamiento de los homosexuales más importantes del mundo. Doctor en psicología por la Universidad de Amsterdam y catedrático de psicología en el Instituto para el Matrimonio y la Familia “Medo”, sus numerosas publicaciones han sido traducidas a varios idiomas. El presente es tal vez su libro más importante.
Andando contra la corriente, Aardweg considera que la homosexualidad es un desorden. Y no de orden biológico, sino psíquico. Las bases teóricas de su concepción de la neurosis están en la visión de Alfred Adler, según el cual la homosexualidad es consecuencia de un sentimiento de inferioridad respecto de la propia identidad sexual; y en la teoría del psiquiatra holandés Johan L. Arndt, discípulo de W. Stekel, que considera que el homosexual está dominado “por una estructura interna que se comporta autónomamente como el ego infantil, un niño que se entrega a la autocompasión” (p. 65).
Para Aardweg, y contra la opinión que considera la homosexualidad como una “opción” normal, la homosexualidad es una variedad de trastorno neurótico. Como todo neurótico, el homosexual tiene una parte de su personalidad que se ha quedado anclada en la infancia, y que se comporta como un niño egocéntrico y quejumbroso. El origen del problema estaría en profundos sentimientos de inferioridad sexual experimentados especialmente durante la adolescencia, por comparación con otros jóvenes de la misma edad, y sería disparada finalmente por alguna situación particular.
En el caso de la homosexualidad masculina, una excesiva presencia de la figura materna y un padre humanamente ausente o lejano sería uno de los factores predisponentes; en el de la femenina, una madre que no acepta su propio rol como mujer, o que relega a la hija en cuestión por otras a las que consiente y considera más femeninas, y un padre que trata a su hija como el hijo que hubiera querido tener, o situaciones semejantes.
A pesar de la alegría que se pretende atribuir a la vida homosexual (comenzando por el nombre de “gay”, alegre), ésta es profundamente frustrante. Los homosexuales buscan parejas a las que idealizan, pero con las que no pueden establecer relaciones estables. A pesar de que las mujeres consiguen la estabilidad de pareja en mayor medida que los hombres, en general duran sólo unos pocos años. La vida del homosexual se transforma así en una especie de caza de la pareja, de la que se espera obtener una satisfacción inmediata, para después desaparecer en el olvido.
Aardweg, como otros autores (Adler, Allers), señala que, de todos modos, y aunque en la personalidad del homosexual se pueden encontrar aspectos maduros, desde los que es posible la recuperación, el trastorno sexual no es el único que tienen.
El autor presenta además el camino a seguir en la psicoterapia de estas personas, que se centra especialmente en la superación de la autocompasión y del complejo de inferioridad. Señala además que en algunos casos, menos frecuentes, se da el cambio aún sin una psicoterapia sistemática, como en algunas conversiones religiosas. Al final del libro pone algunos ejemplos de casos clínicos.
En síntesis, es una obra muy recomendable para quien quiera acercarse a esta problemática desde una perspectiva realista, pero esperanzada en las posibilidades de cambio de las personas con tendencias y comportamientos homosexuales. Y es un raro caso de un libro de psicología a la vez práctico, sensato, penetrado de buenos criterios morales y religiosos, y basado en una teoría convincente y en una muy amplia experiencia clínica.
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Fuente: Catholic.net
El Papa revive la vida de san Agustín / Autor: Benedicto XVI
Intervención en la audiencia general del miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 9 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles en la que comenzó una serie de meditaciones sobre san Agustín de Hipona.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes festividades navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber dejado una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra, que de esta ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el año 395 hasta 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI: «Se puede decir que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa se derivan corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición doctrinal de los siglos sucesivos» (AAS, 62, 1970, p. 426).
Agustín es, además, el padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se concentrará en su vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en particular con las «Confesiones», su extraordinaria biografía espiritual escrita para alabanza de Dios, su obra más famosa.
Las «Confesiones» constituyen precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad.
Esta atención por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una «cumbre» espiritual.
Pero, volvamos a su vida. Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser catecúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana.
Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe cristiana. Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes.
Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.
El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica, en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, lengua que hablaban sus paisanos.
En Cartago, Agustín leyó por primera vez el «Hortensius», obra de Cicerón que después se perdería y que se enmarca en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá siendo ya obispo en las «Confesiones»: «Aquel libro cambió mis sentimientos» hasta el punto de que «de repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, nada más leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque el estilo de la traducción al latín de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.
En las narraciones de la Escritura sobe guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. La moral dualista también le atraía a san Agustín, pues comportaba una moral muy elevada para los elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era posible una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente si era joven.
Se hizo, por tanto, maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y continuar con su carrera.
De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, sumamente inteligente, que después estaría presente en su preparación al bautismo en el lago de Como, participando en esos «Diálogos» que san Agustín nos ha dejado. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Siendo profesor de gramática en torno a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a Milán, donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, Agustín se acostumbró a escuchar, en un primer momento con el objetivo de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido representante del emperador para Italia del norte. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su retórica. El contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto, Agustín se dio cuenta de que la literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Agustín continuó la lectura de los escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas de san Pablo. La conversión al cristianismo, el 15 de agosto de 386, se enmarcó por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que seguiremos hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al norte de Milán, al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los 32 años, Agustín fue bautizado por Ambrosio el 24 de abril de 387, durante la vigilia pascual en la catedral de Milán.
Tras el bautismo, Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco después murió, destrozando el corazón del hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.
Quería estar sólo al servicio de la verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Continuando con la profundización en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, Agustín se convirtió en un obispo ejemplar con un incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, atendía a la formación del clero y a la organización de los monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo profesor de retórica se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: sumamente activo en el gobierno de su diócesis, con notables implicaciones también civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia.
Y Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la «Vita Augustini» pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y pidió que colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín, quien falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. Dedicaremos los próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Con palabras de Pablo VI, se puede decir de San Agustín, «que todo el pensamiento de la antigüedad converge en su obra y de ella brotan corrientes de pensamiento que permean toda la tradición de los siglos posteriores». Este Santo es el Padre de la Iglesia del que más obras se conservan. Nació en Tagaste el trescientos cincuenta y cuatro, de Patricio y santa Mónica. Estudió gramática y retórica. En Cartago ejerció como maestro de retórica. Luego se transfirió a Milán, ciudad en la que se convirtió a la fe católica escuchando predicar a san Ambrosio, del que recibió el Bautismo en el trescientos ochenta y siete. Posteriormente, se estableció en Hipona. Allí fue ordenado presbítero el trescientos noventa y uno y obispo cuatro años más tarde. En sus treinta y cinco años al frente de esa sede episcopal se mostró como un Pastor ejemplar por su doctrina, atención a los pobres, dedicación al clero y organización de monasterios. Ejerció un gran influjo en el cristianismo de su tiempo y gracias a él se pudo hacer frente al maniqueísmo y a las herejías donatista y pelagiana. Murió el veintiocho de agosto del año cuatrocientos treinta.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, a la Parroquia Nuestra Señora de los Milagros de Alange, a los capitulares de la Congregación de San Pedro ad Vincula, así como a los demás grupos venidos de España, México, Brasil y de otros países latinoamericanos. Os invito a imitar la confianza en Dios de San Agustín y a acogeros a su intercesión. Muchas gracias.
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Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 9 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles en la que comenzó una serie de meditaciones sobre san Agustín de Hipona.
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Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes festividades navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber dejado una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra, que de esta ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el año 395 hasta 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI: «Se puede decir que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa se derivan corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición doctrinal de los siglos sucesivos» (AAS, 62, 1970, p. 426).
Agustín es, además, el padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se concentrará en su vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en particular con las «Confesiones», su extraordinaria biografía espiritual escrita para alabanza de Dios, su obra más famosa.
Las «Confesiones» constituyen precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad.
Esta atención por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una «cumbre» espiritual.
Pero, volvamos a su vida. Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser catecúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana.
Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe cristiana. Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes.
Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.
El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica, en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, lengua que hablaban sus paisanos.
En Cartago, Agustín leyó por primera vez el «Hortensius», obra de Cicerón que después se perdería y que se enmarca en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá siendo ya obispo en las «Confesiones»: «Aquel libro cambió mis sentimientos» hasta el punto de que «de repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, nada más leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque el estilo de la traducción al latín de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.
En las narraciones de la Escritura sobe guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. La moral dualista también le atraía a san Agustín, pues comportaba una moral muy elevada para los elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era posible una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente si era joven.
Se hizo, por tanto, maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y continuar con su carrera.
De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, sumamente inteligente, que después estaría presente en su preparación al bautismo en el lago de Como, participando en esos «Diálogos» que san Agustín nos ha dejado. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Siendo profesor de gramática en torno a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a Milán, donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, Agustín se acostumbró a escuchar, en un primer momento con el objetivo de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido representante del emperador para Italia del norte. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su retórica. El contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto, Agustín se dio cuenta de que la literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Agustín continuó la lectura de los escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas de san Pablo. La conversión al cristianismo, el 15 de agosto de 386, se enmarcó por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que seguiremos hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al norte de Milán, al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los 32 años, Agustín fue bautizado por Ambrosio el 24 de abril de 387, durante la vigilia pascual en la catedral de Milán.
Tras el bautismo, Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco después murió, destrozando el corazón del hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.
Quería estar sólo al servicio de la verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Continuando con la profundización en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, Agustín se convirtió en un obispo ejemplar con un incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, atendía a la formación del clero y a la organización de los monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo profesor de retórica se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: sumamente activo en el gobierno de su diócesis, con notables implicaciones también civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia.
Y Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la «Vita Augustini» pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y pidió que colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín, quien falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. Dedicaremos los próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Con palabras de Pablo VI, se puede decir de San Agustín, «que todo el pensamiento de la antigüedad converge en su obra y de ella brotan corrientes de pensamiento que permean toda la tradición de los siglos posteriores». Este Santo es el Padre de la Iglesia del que más obras se conservan. Nació en Tagaste el trescientos cincuenta y cuatro, de Patricio y santa Mónica. Estudió gramática y retórica. En Cartago ejerció como maestro de retórica. Luego se transfirió a Milán, ciudad en la que se convirtió a la fe católica escuchando predicar a san Ambrosio, del que recibió el Bautismo en el trescientos ochenta y siete. Posteriormente, se estableció en Hipona. Allí fue ordenado presbítero el trescientos noventa y uno y obispo cuatro años más tarde. En sus treinta y cinco años al frente de esa sede episcopal se mostró como un Pastor ejemplar por su doctrina, atención a los pobres, dedicación al clero y organización de monasterios. Ejerció un gran influjo en el cristianismo de su tiempo y gracias a él se pudo hacer frente al maniqueísmo y a las herejías donatista y pelagiana. Murió el veintiocho de agosto del año cuatrocientos treinta.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, a la Parroquia Nuestra Señora de los Milagros de Alange, a los capitulares de la Congregación de San Pedro ad Vincula, así como a los demás grupos venidos de España, México, Brasil y de otros países latinoamericanos. Os invito a imitar la confianza en Dios de San Agustín y a acogeros a su intercesión. Muchas gracias.
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Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
martes, 8 de enero de 2008
Aclaraciones para los hermanos separados: Los católicos y la Virgen María
¿Por qué los católicos adoran a María? Solamente se debe adorar a Dios.
Primero que nada, hay que decir que los católicos no adoramos a la Virgen María. El culto que le profesamos no es adoración, puesto que ésta corresponde únicamente a Dios. Los católicos veneramos a Santa María, porque Ella es la mujer a quien Dios escogió para que fuera la Madre de Cristo. Es decir, María no es una persona cualquiera, es la Madre del mismo Dios. Recordemos el pasaje de la visitación:
"Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno. »" (Lc 1, 41-42)
Isabel llama a María "Bendita tú entre las mujeres", y la llama de este modo por inspiración del Espíritu Santo, del cual se llena luego de escuchar el saludo de María. Y la Virgen misma dice en los siguientes versículos:
"Y dijo María: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada." (Lc 1, 46-48)
María es bienaventurada por el hecho de haber sido escogida por Dios para llevar al Salvador en su seno, y por ello los católicos la hemos llamado así durante "todas las generaciones". El respeto y veneración que le profesamos los católicos a la Santísima Virgen tiene, por lo tanto, bases bíblicas sólidas.
María no es madre de Dios, es solamente madre de Cristo. No puede ser madre de Dios porque Dios es infinito y eterno, y María no.
Isabel, en el pasaje de la visitación, llama a María "La madre de mi Señor" (Lc 1, 43). Ciertamente, el Señor es Jesús, quien es Dios mismo. Si aceptamos que María es verdadera y real madre del Señor Jesús, entonces Ella es, por tanto, verdadera y real Madre de Dios, puesto que el Señor Jesús es Dios mismo. Pretender que María es madre "solamente" del cuerpo físico del Señor es absurdo. El Señor Jesús es una persona completa. Pretender separar su divinidad y su humanidad es absurdo, y es una herejía conocida como nestorianismo, que dice que hay dos personas separadas en Cristo encarnado: una divina (el hijo de Dios) y otra humana (el hijo de María). La herejía fue condenada y la doctrina aclarada en el Concilio de Éfeso en el año 431.
Lógicamente, la divinidad del Señor Jesús no proviene de María, pero no por esto ella deja de ser verdaderamente Su Madre. Lo mismo sucede con nosotros: el alma inmortal que cada uno de nosotros posee proviene directamente de Dios, pero eso no significa que mi madre no sea verdadera madre mía. Hay que recordar que fue voluntad del Señor el haberse encarnado en una mujer, y que esa Mujer fuese su Madre. Dios no necesitaba una Madre, pero quiso actuar así en su plan de Salvación, y por su Voluntad María fue elegida como Madre de Dios "porque ninguna cosa es imposible para Dios" (Lc 1, 37)
A María se le llama "intercesora", lo cual es antibíblico, según 1 Tim 2, 5 que dice "Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús"
La Iglesia Católica nunca ha enseñado que María ocupe el lugar del Señor Jesús, todo lo contrario. La Iglesia ha proclamado siempre que Cristo es el único camino para llegar al Padre, y que sólo por Él es que somos reconciliados. Por ello, y en este sentido, Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres, el único en el cual Dios y el hombre son reconciliados.
Sin embargo, hay otro sentido de la palabra "mediador". Por ejemplo, si le pides a alguien que ore por ti, entonces esa persona está "mediando" o "intercediendo" por ti ante Dios. En este sentido, cualquiera puede interceder ante Dios por otra persona, y esto en nada oscurece o disminuye la mediación y la reconciliación traída por Jesucristo, todo lo contrario. Y es en este sentido que decimos que Santa María es intercesora, y lo es por excelencia, ya que es la que más estuvo unida al Verbo Encarnado, siendo su propia Madre.
¿Hay algún ejemplo en el cual Santa María haya intercedido por alguien más en los Evangelios?
La respuesta la encontramos en el pasaje de las bodas de Caná:
"Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: «No tienen vino.» Jesús le responde: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Dice su madre a los sirvientes: «Haced lo que él os diga.» Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: «Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. «Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala.» Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: «Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora.» Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos." (Jn 2, 1-11)
El pasaje no es una simple anécdota del Evangelio, es el primer milagro del Señor Jesús. Juan dice que fue ahí donde Él empezó sus señales y manifestó su gloria. María se dirige al Señor, expresándole su preocupación por los novios con las palabras "No tienen vino", y espera de Él una intervención que la resuelva. La aparente negativa de Jesús no es sino eso, aparente. María, que confía en su Hijo, le deja toda la iniciativa a Él, dirigiéndose a los sirvientes e invitándolos a hacer lo que Él les diga. Y su confianza es recompensada. El Señor obra el milagro, transformando el agua en vino. La intervención de Santa María en el primer milagro de su Hijo no es accidental. El pasaje de las bodas de Caná pone de relieve el papel cooperador de María en la misión del Señor Jesús.
María tuvo otros hijos. En la Biblia se habla claramente de los "hermanos de Jesús" (Mt 12, 46; Mt 13, 55; Mc 3, 31, etc.)
La palabra griega que se utiliza para designar a los hermanos de Jesús es "adelphos", y tiene distintos significados: hermano de sangre, compañeros, compatriotas, etc. Ninguno de los Evangelios menciona otros hijos de María como tales. Por otro lado, la respuesta de Santa María al ángel "«¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»" (Lc 1, 34) cuando él le anuncia que va a concebir un hijo, no pueden entenderse si María no hubiera tenido la intención de permanecer virgen, pues en ese momento ya estaba desposada con José (Lc 1, 27). "Conocer" en este caso significa tener relaciones sexuales íntimas. Si María hubiese pensado en tener relaciones con José, el hecho de que el ángel le anuncie que va a tener un hijo le habría parecido consecuencia natural de su matrimonio, con lo cual no hubiera dado esa respuesta.
El Evangelio también dice que Jesús es el hijo primogénito de María (Lc 2, 7) y algunos pretenden ver en esto una prueba de que María tenía otros hijos. Sin embargo, la palabra "primogénito" solamente hace referencia al primer nacido, y no de si tiene o no tiene hermanos.
María no fue virgen después del parto. En Lc 1, 25 se lee "Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.", lo que implica que después de que María dio a luz a Jesús tuvo relaciones con José.
El verbo "hasta" en este caso, quiere resaltar el simple hecho de que José no tuvo relaciones con María antes de que ella diese a luz a Jesús. No implica de ningún modo que José tuviera relaciones con María luego del nacimiento de Cristo.
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Fuente: http://cubacatolica.blogcindario.com/
Primero que nada, hay que decir que los católicos no adoramos a la Virgen María. El culto que le profesamos no es adoración, puesto que ésta corresponde únicamente a Dios. Los católicos veneramos a Santa María, porque Ella es la mujer a quien Dios escogió para que fuera la Madre de Cristo. Es decir, María no es una persona cualquiera, es la Madre del mismo Dios. Recordemos el pasaje de la visitación:
"Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno. »" (Lc 1, 41-42)
Isabel llama a María "Bendita tú entre las mujeres", y la llama de este modo por inspiración del Espíritu Santo, del cual se llena luego de escuchar el saludo de María. Y la Virgen misma dice en los siguientes versículos:
"Y dijo María: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada." (Lc 1, 46-48)
María es bienaventurada por el hecho de haber sido escogida por Dios para llevar al Salvador en su seno, y por ello los católicos la hemos llamado así durante "todas las generaciones". El respeto y veneración que le profesamos los católicos a la Santísima Virgen tiene, por lo tanto, bases bíblicas sólidas.
María no es madre de Dios, es solamente madre de Cristo. No puede ser madre de Dios porque Dios es infinito y eterno, y María no.
Isabel, en el pasaje de la visitación, llama a María "La madre de mi Señor" (Lc 1, 43). Ciertamente, el Señor es Jesús, quien es Dios mismo. Si aceptamos que María es verdadera y real madre del Señor Jesús, entonces Ella es, por tanto, verdadera y real Madre de Dios, puesto que el Señor Jesús es Dios mismo. Pretender que María es madre "solamente" del cuerpo físico del Señor es absurdo. El Señor Jesús es una persona completa. Pretender separar su divinidad y su humanidad es absurdo, y es una herejía conocida como nestorianismo, que dice que hay dos personas separadas en Cristo encarnado: una divina (el hijo de Dios) y otra humana (el hijo de María). La herejía fue condenada y la doctrina aclarada en el Concilio de Éfeso en el año 431.
Lógicamente, la divinidad del Señor Jesús no proviene de María, pero no por esto ella deja de ser verdaderamente Su Madre. Lo mismo sucede con nosotros: el alma inmortal que cada uno de nosotros posee proviene directamente de Dios, pero eso no significa que mi madre no sea verdadera madre mía. Hay que recordar que fue voluntad del Señor el haberse encarnado en una mujer, y que esa Mujer fuese su Madre. Dios no necesitaba una Madre, pero quiso actuar así en su plan de Salvación, y por su Voluntad María fue elegida como Madre de Dios "porque ninguna cosa es imposible para Dios" (Lc 1, 37)
A María se le llama "intercesora", lo cual es antibíblico, según 1 Tim 2, 5 que dice "Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús"
La Iglesia Católica nunca ha enseñado que María ocupe el lugar del Señor Jesús, todo lo contrario. La Iglesia ha proclamado siempre que Cristo es el único camino para llegar al Padre, y que sólo por Él es que somos reconciliados. Por ello, y en este sentido, Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres, el único en el cual Dios y el hombre son reconciliados.
Sin embargo, hay otro sentido de la palabra "mediador". Por ejemplo, si le pides a alguien que ore por ti, entonces esa persona está "mediando" o "intercediendo" por ti ante Dios. En este sentido, cualquiera puede interceder ante Dios por otra persona, y esto en nada oscurece o disminuye la mediación y la reconciliación traída por Jesucristo, todo lo contrario. Y es en este sentido que decimos que Santa María es intercesora, y lo es por excelencia, ya que es la que más estuvo unida al Verbo Encarnado, siendo su propia Madre.
¿Hay algún ejemplo en el cual Santa María haya intercedido por alguien más en los Evangelios?
La respuesta la encontramos en el pasaje de las bodas de Caná:
"Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: «No tienen vino.» Jesús le responde: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Dice su madre a los sirvientes: «Haced lo que él os diga.» Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: «Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. «Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala.» Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: «Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora.» Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos." (Jn 2, 1-11)
El pasaje no es una simple anécdota del Evangelio, es el primer milagro del Señor Jesús. Juan dice que fue ahí donde Él empezó sus señales y manifestó su gloria. María se dirige al Señor, expresándole su preocupación por los novios con las palabras "No tienen vino", y espera de Él una intervención que la resuelva. La aparente negativa de Jesús no es sino eso, aparente. María, que confía en su Hijo, le deja toda la iniciativa a Él, dirigiéndose a los sirvientes e invitándolos a hacer lo que Él les diga. Y su confianza es recompensada. El Señor obra el milagro, transformando el agua en vino. La intervención de Santa María en el primer milagro de su Hijo no es accidental. El pasaje de las bodas de Caná pone de relieve el papel cooperador de María en la misión del Señor Jesús.
María tuvo otros hijos. En la Biblia se habla claramente de los "hermanos de Jesús" (Mt 12, 46; Mt 13, 55; Mc 3, 31, etc.)
La palabra griega que se utiliza para designar a los hermanos de Jesús es "adelphos", y tiene distintos significados: hermano de sangre, compañeros, compatriotas, etc. Ninguno de los Evangelios menciona otros hijos de María como tales. Por otro lado, la respuesta de Santa María al ángel "«¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»" (Lc 1, 34) cuando él le anuncia que va a concebir un hijo, no pueden entenderse si María no hubiera tenido la intención de permanecer virgen, pues en ese momento ya estaba desposada con José (Lc 1, 27). "Conocer" en este caso significa tener relaciones sexuales íntimas. Si María hubiese pensado en tener relaciones con José, el hecho de que el ángel le anuncie que va a tener un hijo le habría parecido consecuencia natural de su matrimonio, con lo cual no hubiera dado esa respuesta.
El Evangelio también dice que Jesús es el hijo primogénito de María (Lc 2, 7) y algunos pretenden ver en esto una prueba de que María tenía otros hijos. Sin embargo, la palabra "primogénito" solamente hace referencia al primer nacido, y no de si tiene o no tiene hermanos.
María no fue virgen después del parto. En Lc 1, 25 se lee "Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.", lo que implica que después de que María dio a luz a Jesús tuvo relaciones con José.
El verbo "hasta" en este caso, quiere resaltar el simple hecho de que José no tuvo relaciones con María antes de que ella diese a luz a Jesús. No implica de ningún modo que José tuviera relaciones con María luego del nacimiento de Cristo.
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Fuente: http://cubacatolica.blogcindario.com/
¿De verdad nos acordamos de los presos políticos cubanos? / Autora: Alicia Bombino Lumpuy
En otras ocasiones me he referido al tema de los presos políticos como exiliada cubana, hoy quiero hacer una sencilla reflexión pero como católica.
Estaba leyendo hoy la noticia "Payá lamenta la poca 'solidaridad' de los laicos con los presos políticos" publicada en http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro-en-la-red/cuba/noticias/paya-lamenta-la-poca-solidaridad-de-los-laicos-con-los-presos-politicos/(gnews)/1195491780 y posteriormente divulgada en
http://cubacatolica.blogcindario.com/2007/11/00460-paya-lamenta-la-poca-solidaridad-de-los-laicos-con-los-presos-politicos.html
Vienen a mi mente las excusas de siempre: que los que estamos en el exilio nos atrevemos porque vivimos en libertad y los que están dentro de Cuba no se atreven por miedo...o aquella otra que ya se ha vuelto la excusa por excelencia "que la religión no tiene nada que ver con la política" y que justifica por tanto aquella otra de que "los cristianos no debemos opinar ni meternos en política"
¿Pero a qué llamamos política? ¿Es meterse en política decir la verdad, llamar a las cosas por su nombre? ¿Es "no meterse en política" sinónimo de ir a Misa, rezar y luego al salir a la calle hacernos los que no vemos, ni oímos cuando vemos algo injusto?
¿Es meterse en política solidarizarse con el prójimo sea quien sea, venga de donde venga y haga lo que haga?
¿Cómo se puede ir haciendo gala del título de "cristiano" y mirar para el otro lado?
¿Por qué los laicos polacos y su jerarquía actuaban de otra manera distinta a la que actuamos los laicos y la jerarquía cubana?
¿Por qué la Iglesia en Venezuela en la persona de varios de sus Obispos está haciendo frente con valentía al gobierno de Chávez?
¿Qué tienen los venezolanos y los polacos que no tengamos los cubanos?
¿Cuándo nos acordaremos los cubanos de nuestros presos de conciencia, cuándo les tenderemos la mano, cuando los visitaremos?
¿Por qué los presos polacos son tema tabú en las publicaciones católicas de la Isla?
Quisiera encontrar respuestas a todo esto sin obtener silencios ni más escusas. La fe no puede ni debe ir separada de un compromiso social. Así lo he aprendido y así lo han dicho innumerables pontífices.Entonces ¿En qué se amparan tantos "católicos" cubanos para no acordarse?
El cristianismo no es algo neutral, es decir, o somos o no somos, o estamos o no estamos. No se puede vivir una fe "doble", una fe de supermercado en la que vivo y tomo lo que quiero cuándo y cómo quiero y lo que no me gusta no lo vivo ni lo aplico, ya sea porque no me gusta, porque no "me conviene", porque me puedo buscar un problema o porque exige demasiado de mi. (leer http://cubacatolica.blogcindario.com/2007/08/00289-cristianismo-neutral-que-es-eso.html)
Mientras tanto retumba en mis oídos la palabra de Dios, esa que tanto alardeamos de conocer, esa que tanto citamos de memoria pero que tan poco practicamos:
"Acuérdate de los presos como si tú también lo estuvieras". (Hebreos 13,3)
"Porque estuve preso y me visitaste". ( Mateo 25,36 )
Usted puede saber más de los presos políticos cubanos y cómo ayudarles si visita:
http://www.payolibre.com/presos.htm
http://www.odca.cl/hcuba/detenidos.php
http://blog.marielito.com/
http://www.free-biscet.org/
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Fuente: http://cubacatolica.blogcindario.com/
Estaba leyendo hoy la noticia "Payá lamenta la poca 'solidaridad' de los laicos con los presos políticos" publicada en http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro-en-la-red/cuba/noticias/paya-lamenta-la-poca-solidaridad-de-los-laicos-con-los-presos-politicos/(gnews)/1195491780 y posteriormente divulgada en
http://cubacatolica.blogcindario.com/2007/11/00460-paya-lamenta-la-poca-solidaridad-de-los-laicos-con-los-presos-politicos.html
Vienen a mi mente las excusas de siempre: que los que estamos en el exilio nos atrevemos porque vivimos en libertad y los que están dentro de Cuba no se atreven por miedo...o aquella otra que ya se ha vuelto la excusa por excelencia "que la religión no tiene nada que ver con la política" y que justifica por tanto aquella otra de que "los cristianos no debemos opinar ni meternos en política"
¿Pero a qué llamamos política? ¿Es meterse en política decir la verdad, llamar a las cosas por su nombre? ¿Es "no meterse en política" sinónimo de ir a Misa, rezar y luego al salir a la calle hacernos los que no vemos, ni oímos cuando vemos algo injusto?
¿Es meterse en política solidarizarse con el prójimo sea quien sea, venga de donde venga y haga lo que haga?
¿Cómo se puede ir haciendo gala del título de "cristiano" y mirar para el otro lado?
¿Por qué los laicos polacos y su jerarquía actuaban de otra manera distinta a la que actuamos los laicos y la jerarquía cubana?
¿Por qué la Iglesia en Venezuela en la persona de varios de sus Obispos está haciendo frente con valentía al gobierno de Chávez?
¿Qué tienen los venezolanos y los polacos que no tengamos los cubanos?
¿Cuándo nos acordaremos los cubanos de nuestros presos de conciencia, cuándo les tenderemos la mano, cuando los visitaremos?
¿Por qué los presos polacos son tema tabú en las publicaciones católicas de la Isla?
Quisiera encontrar respuestas a todo esto sin obtener silencios ni más escusas. La fe no puede ni debe ir separada de un compromiso social. Así lo he aprendido y así lo han dicho innumerables pontífices.Entonces ¿En qué se amparan tantos "católicos" cubanos para no acordarse?
El cristianismo no es algo neutral, es decir, o somos o no somos, o estamos o no estamos. No se puede vivir una fe "doble", una fe de supermercado en la que vivo y tomo lo que quiero cuándo y cómo quiero y lo que no me gusta no lo vivo ni lo aplico, ya sea porque no me gusta, porque no "me conviene", porque me puedo buscar un problema o porque exige demasiado de mi. (leer http://cubacatolica.blogcindario.com/2007/08/00289-cristianismo-neutral-que-es-eso.html)
Mientras tanto retumba en mis oídos la palabra de Dios, esa que tanto alardeamos de conocer, esa que tanto citamos de memoria pero que tan poco practicamos:
"Acuérdate de los presos como si tú también lo estuvieras". (Hebreos 13,3)
"Porque estuve preso y me visitaste". ( Mateo 25,36 )
Usted puede saber más de los presos políticos cubanos y cómo ayudarles si visita:
http://www.payolibre.com/presos.htm
http://www.odca.cl/hcuba/detenidos.php
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EL MIEDO Y LA MENTIRA: dos malas compañías / Autor: Narciso de la Iglesia Rodríguez, SdB
Cada vez compruebo más que el miedo da origen, la mayoría de las veces, a un defecto terrible: la mentira. A partir de su empleo las relaciones sociales se envenenan hasta que la vida se hace imposible. Y desaparece la esperanza, surge la desesperación, que es peor, y llega el “sálvese quien pueda” con el barco de la vida a la deriva o a pique.
Y cuando el miedo se mete entre los entresijos del alma, mentimos con la misma naturalidad con que respiramos. Mentimos para ocultar nuestras inseguridades, mentimos una y otra vez para librarnos del peligro.
Voy a hablar del “miedo” y de la “mentira”, dos malas hermanas, jimaguas, que destruyen las aspiraciones más nobles del ser humano y los ideales más sublimes.
Para el filósofo Kant, la mentira constituye la mayor violación que un ser humano –en cuanto ser moral- puede cometer contra sí mismo… “sí, contra sí mismo y no contra otro, porque el embustero utiliza su cuerpo físico como mero instrumento (una máquina de hablar) en contra de su fin interno propio, como capaz de comunicar pensamientos y razones.”
Una de las cosas que primero comienzan los padres a corregir en su hijos es la mentira, lo que más desagrada a un jefe es que sus empleados o colaboradores le mientan y algo que nadie tolera es que un amigo no le diga la verdad. Y es que “educar” o “dirigir” es cambiar la conducta de otros de manera que hagan lo que yo quiero. Pero no se trata de que los otros hagan lo que yo quiero, sino que quieran hacer lo que yo quiero. Ese es el punto central de todo educador o de todo aquel que quiera llevar adelante una empresa en la que es consciente que trata con personas y no con máquinas.
El secreto a voces, porque todos lo conocemos aunque no lo pongamos en práctica, para hacer fluidas y auténticas las relaciones sociales, con el objetivo de ser claros como el agua cristalina, tanto en el decir como en el actuar, está en el diálogo: a través de él podemos comunicar nuestro pensamiento, conocer al prójimo y enriquecernos mutuamente. Es cierto que también podemos lastimar, humillar y dañar al otro. Lo que digamos o hagamos por lo general tendrá repercusiones positivas o negativas en nuestros semejantes.
Solemos decir que tenemos muchas razones para mentir. O las inventamos
para justificarnos comportamientos e intenciones sospechosos de buena voluntad. Muchas veces el que se cree superior o se abroga tal derecho utiliza como arma defensiva e invasora el miedo. Sin embargo, no se puede educar ni dirigir personas utilizando el miedo ya que impide la comunicación sincera y el compromiso serio en lo que se lleva entre manos. Más todavía, el miedo no sólo afecta al otro, sino también al que lo difunde, pues se rompe el ambiente de confianza y desaparece la comunicación real. Entonces se miente y se llega a mentir como la cosa más natural del mundo. Las relaciones se convierten en un juego de mentiras y el miedo mutuo acampa a sus anchas. Y lo cierto es que uno se acostumbra tanto a tener miedo como a mentir.
Cierto que “es humano tener miedo; lo que no es humano es temer al miedo” porque, como decíamos, el miedo engendra la mentira, la mentira engendra la desconfianza y la desconfianza engendra toda una serie de relaciones humanas viciadas que hacen de la vida un infierno.
La idea de un educador o dirigente autoritario y prepotente es arcaica y, sobre todo, poco eficaz. La familia y la sociedad están conformadas por seres humanos y reducir al niño o al empleado a una máquina que sólo debe entregar resultados es reducir la propia capacidad educativa o directriz.
De una forma básica, podemos decir, que los seres humanos sentimos miedo cada vez que enfrentamos una situación nueva. Esto es relativamente frecuente a lo largo de la vida, luego el miedo no se supera nunca mientras sigamos viviendo, pero podemos aprender, y de hecho es lo que hacemos, a manejarlo para que no nos paralice, nos invalide o nos lleve a la mentira crónica.
Por otra parte, los problemas que a lo largo del desarrollo del ser humano y de la conformación de una sociedad se generan son innumerables. Están relacionados con actuaciones familiares y sociales, que con frecuencia implican no sólo un dominio-sumisión, de unos a otros, y que provocan sensaciones, sentimientos, actitudes y estilos de comportamientos de inadaptación claramente patológicos, también faltas de apoyo y refuerzo consistente con las actuaciones, que generan incompetencia y desánimo, inseguridad, miedo y trampas.
¿Qué podemos hacer para educar el miedo y que no tenga tan terribles consecuencias para nosotros y para los demás? Porque yo creo que si existe, como algo connatural al ser humano podemos educarlo, dirigirlo, encauzarlo y, sin duda, sacar provecho para nuestra realización personal y organización social. Pues, tal como leo en un artículo de Zaldívar Pérez, frente a una situación novedosa y provocadora de miedo, lo más adecuado es tener la sensación de control. Para ello puede ser provechoso disminuir nuestra vulnerabilidad y aumentar nuestra resistencia, situación que llevamos a cabo a través del manejo de nuestros pensamientos (actitudes, distorsiones, exageraciones, creencias...) y sentimientos, así como el análisis de la situación externa a nosotros y la posibilidad de ejercer control para modificarla o ajustes internos para aceptarla y manejarnos en ello.
¿Por qué no hacemos un serio ejercicio de mente y corazón para aprendernos de memoria esas cinco verdades de a puño sobre el miedo y sus consecuencias y vivirlas andando por la calle con la cabeza bien alta?: que el miedo nunca desaparecerá de nuestras vidas, que la única manera de liberarse del miedo a hacer algo es hacerlo, que la única manera de sentirme mejor y no caer en la mentira es enfrentarlo, que no soy único o bicho raro sintiendo miedo ya que les pasa igual a los otros, y que vencer el miedo asusta menos que convivir con un miedo subyacente que proviene de la impotencia.
Mataríamos dos pájaros de un mismo tiro: el miedo ridículo e innecesario y su catastrófica consecuencia, la mentira. Creo que nos sentiríamos más felices, en paz con nosotros mismos y con los demás. E incluso, cosa muy importante, construiríamos un mundo más auténtico y humano que es lo principal en nuestro quehacer social.
Leo en San Pablo: “Que vuestro amor no sea una farsa”. Me pongo a reflexionar sobre la frase y llego a esta conclusión. Mire a ver si a usted también le convence: quien ama sinceramente al otro, quien desea y procura su bien, no le mete miedo para nada ni por nada del mundo, todo lo contrario, lo rodea de cariño y es constante su preocupación por su bienestar. Quien ama con todas las consecuencias al otro no tiene porqué mentirle en nada. Luego amor y verdad se implican mutuamente. Y todo lo contrario: si mis relaciones con el otro están cargadas de odio o de interés egoísta, entonces trataré de meterle todo el miedo posible en el cuerpo y le mentiré hasta la médula de sus huesos para conseguir yo mis turbios objetivos.
Optemos por la verdad, porque podrán adueñarse de nuestras cosas, pero no de nuestro espíritu. Podemos hacerlo, hagámoslo. Demos el paso necesario, marquemos hondamente nuestra huella más sincera que, al fin y al cabo, el suelo es nuestro como nuestro es el cielo si sabemos ganarlos a pulso desde el respeto al otro.
Me acuerdo de una historia del “jasidismo”, movimiento del judaísmo que se extendió por la Europa Oriental en el siglo XVIII:
“Un maestro solía decir que durante el lapso que empleaba en recitar para sí las Dieciocho Bendiciones, todas las personas que alguna vez le habían pedido que intercediera por ellas ante Dios desfilaban por su mente. Alguien le preguntó cómo era esto posible, ya que con seguridad no había tiempo suficiente. El maestro contestó: 'La necesidad de cada uno deja un rastro en mi corazón. En la hora de la plegaria abro mi corazón y digo: ¡Señor del Mundo, lee lo que está escrito aquí!”.
Que bueno sería que fuéramos metiendo en lo mejor de nuestro corazón todas las relaciones que desde la verdad entablamos con los otros. Encuentros a partir del respeto mutuo, nunca desde la imposición, ya que todos estamos llamados a construir una sociedad mejor y nadie tiene la clave para conseguirla por sí sólo, despreciando a los demás como inútiles u opositores a quienes anular desde el desprecio, la ignorancia o el miedo. Todo lo contrario, debemos traer todas las tardes a nuestra memoria, y también a nuestra oración, la gente buena que, como nosotros, quiere un mundo en progreso pero también en paz y armonía. Y creer en esa gente.
Precisamente la desconfianza hace nacer el demonio del miedo. Porque, hay que decirlo, existe también un ángel del miedo, pero es bueno y nos previene a veces para hacernos caer en la cuenta que hay cosas que nos pueden destruir la mente, el alma y la tierra que nos sostiene: la mentira, hermana y compañera de mala vida de ese otro miedo, el malo que es un asesino.
No le metas a nadie, amigo mío, ese miedo diabólico que es caldo de infierno, ya que tiene a la mentira como su mejor combustible.
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Fuente: http://cubacatolica.blogcindario.com/
Y cuando el miedo se mete entre los entresijos del alma, mentimos con la misma naturalidad con que respiramos. Mentimos para ocultar nuestras inseguridades, mentimos una y otra vez para librarnos del peligro.
Voy a hablar del “miedo” y de la “mentira”, dos malas hermanas, jimaguas, que destruyen las aspiraciones más nobles del ser humano y los ideales más sublimes.
Para el filósofo Kant, la mentira constituye la mayor violación que un ser humano –en cuanto ser moral- puede cometer contra sí mismo… “sí, contra sí mismo y no contra otro, porque el embustero utiliza su cuerpo físico como mero instrumento (una máquina de hablar) en contra de su fin interno propio, como capaz de comunicar pensamientos y razones.”
Una de las cosas que primero comienzan los padres a corregir en su hijos es la mentira, lo que más desagrada a un jefe es que sus empleados o colaboradores le mientan y algo que nadie tolera es que un amigo no le diga la verdad. Y es que “educar” o “dirigir” es cambiar la conducta de otros de manera que hagan lo que yo quiero. Pero no se trata de que los otros hagan lo que yo quiero, sino que quieran hacer lo que yo quiero. Ese es el punto central de todo educador o de todo aquel que quiera llevar adelante una empresa en la que es consciente que trata con personas y no con máquinas.
El secreto a voces, porque todos lo conocemos aunque no lo pongamos en práctica, para hacer fluidas y auténticas las relaciones sociales, con el objetivo de ser claros como el agua cristalina, tanto en el decir como en el actuar, está en el diálogo: a través de él podemos comunicar nuestro pensamiento, conocer al prójimo y enriquecernos mutuamente. Es cierto que también podemos lastimar, humillar y dañar al otro. Lo que digamos o hagamos por lo general tendrá repercusiones positivas o negativas en nuestros semejantes.
Solemos decir que tenemos muchas razones para mentir. O las inventamos
para justificarnos comportamientos e intenciones sospechosos de buena voluntad. Muchas veces el que se cree superior o se abroga tal derecho utiliza como arma defensiva e invasora el miedo. Sin embargo, no se puede educar ni dirigir personas utilizando el miedo ya que impide la comunicación sincera y el compromiso serio en lo que se lleva entre manos. Más todavía, el miedo no sólo afecta al otro, sino también al que lo difunde, pues se rompe el ambiente de confianza y desaparece la comunicación real. Entonces se miente y se llega a mentir como la cosa más natural del mundo. Las relaciones se convierten en un juego de mentiras y el miedo mutuo acampa a sus anchas. Y lo cierto es que uno se acostumbra tanto a tener miedo como a mentir.
Cierto que “es humano tener miedo; lo que no es humano es temer al miedo” porque, como decíamos, el miedo engendra la mentira, la mentira engendra la desconfianza y la desconfianza engendra toda una serie de relaciones humanas viciadas que hacen de la vida un infierno.
La idea de un educador o dirigente autoritario y prepotente es arcaica y, sobre todo, poco eficaz. La familia y la sociedad están conformadas por seres humanos y reducir al niño o al empleado a una máquina que sólo debe entregar resultados es reducir la propia capacidad educativa o directriz.
De una forma básica, podemos decir, que los seres humanos sentimos miedo cada vez que enfrentamos una situación nueva. Esto es relativamente frecuente a lo largo de la vida, luego el miedo no se supera nunca mientras sigamos viviendo, pero podemos aprender, y de hecho es lo que hacemos, a manejarlo para que no nos paralice, nos invalide o nos lleve a la mentira crónica.
Por otra parte, los problemas que a lo largo del desarrollo del ser humano y de la conformación de una sociedad se generan son innumerables. Están relacionados con actuaciones familiares y sociales, que con frecuencia implican no sólo un dominio-sumisión, de unos a otros, y que provocan sensaciones, sentimientos, actitudes y estilos de comportamientos de inadaptación claramente patológicos, también faltas de apoyo y refuerzo consistente con las actuaciones, que generan incompetencia y desánimo, inseguridad, miedo y trampas.
¿Qué podemos hacer para educar el miedo y que no tenga tan terribles consecuencias para nosotros y para los demás? Porque yo creo que si existe, como algo connatural al ser humano podemos educarlo, dirigirlo, encauzarlo y, sin duda, sacar provecho para nuestra realización personal y organización social. Pues, tal como leo en un artículo de Zaldívar Pérez, frente a una situación novedosa y provocadora de miedo, lo más adecuado es tener la sensación de control. Para ello puede ser provechoso disminuir nuestra vulnerabilidad y aumentar nuestra resistencia, situación que llevamos a cabo a través del manejo de nuestros pensamientos (actitudes, distorsiones, exageraciones, creencias...) y sentimientos, así como el análisis de la situación externa a nosotros y la posibilidad de ejercer control para modificarla o ajustes internos para aceptarla y manejarnos en ello.
¿Por qué no hacemos un serio ejercicio de mente y corazón para aprendernos de memoria esas cinco verdades de a puño sobre el miedo y sus consecuencias y vivirlas andando por la calle con la cabeza bien alta?: que el miedo nunca desaparecerá de nuestras vidas, que la única manera de liberarse del miedo a hacer algo es hacerlo, que la única manera de sentirme mejor y no caer en la mentira es enfrentarlo, que no soy único o bicho raro sintiendo miedo ya que les pasa igual a los otros, y que vencer el miedo asusta menos que convivir con un miedo subyacente que proviene de la impotencia.
Mataríamos dos pájaros de un mismo tiro: el miedo ridículo e innecesario y su catastrófica consecuencia, la mentira. Creo que nos sentiríamos más felices, en paz con nosotros mismos y con los demás. E incluso, cosa muy importante, construiríamos un mundo más auténtico y humano que es lo principal en nuestro quehacer social.
Leo en San Pablo: “Que vuestro amor no sea una farsa”. Me pongo a reflexionar sobre la frase y llego a esta conclusión. Mire a ver si a usted también le convence: quien ama sinceramente al otro, quien desea y procura su bien, no le mete miedo para nada ni por nada del mundo, todo lo contrario, lo rodea de cariño y es constante su preocupación por su bienestar. Quien ama con todas las consecuencias al otro no tiene porqué mentirle en nada. Luego amor y verdad se implican mutuamente. Y todo lo contrario: si mis relaciones con el otro están cargadas de odio o de interés egoísta, entonces trataré de meterle todo el miedo posible en el cuerpo y le mentiré hasta la médula de sus huesos para conseguir yo mis turbios objetivos.
Optemos por la verdad, porque podrán adueñarse de nuestras cosas, pero no de nuestro espíritu. Podemos hacerlo, hagámoslo. Demos el paso necesario, marquemos hondamente nuestra huella más sincera que, al fin y al cabo, el suelo es nuestro como nuestro es el cielo si sabemos ganarlos a pulso desde el respeto al otro.
Me acuerdo de una historia del “jasidismo”, movimiento del judaísmo que se extendió por la Europa Oriental en el siglo XVIII:
“Un maestro solía decir que durante el lapso que empleaba en recitar para sí las Dieciocho Bendiciones, todas las personas que alguna vez le habían pedido que intercediera por ellas ante Dios desfilaban por su mente. Alguien le preguntó cómo era esto posible, ya que con seguridad no había tiempo suficiente. El maestro contestó: 'La necesidad de cada uno deja un rastro en mi corazón. En la hora de la plegaria abro mi corazón y digo: ¡Señor del Mundo, lee lo que está escrito aquí!”.
Que bueno sería que fuéramos metiendo en lo mejor de nuestro corazón todas las relaciones que desde la verdad entablamos con los otros. Encuentros a partir del respeto mutuo, nunca desde la imposición, ya que todos estamos llamados a construir una sociedad mejor y nadie tiene la clave para conseguirla por sí sólo, despreciando a los demás como inútiles u opositores a quienes anular desde el desprecio, la ignorancia o el miedo. Todo lo contrario, debemos traer todas las tardes a nuestra memoria, y también a nuestra oración, la gente buena que, como nosotros, quiere un mundo en progreso pero también en paz y armonía. Y creer en esa gente.
Precisamente la desconfianza hace nacer el demonio del miedo. Porque, hay que decirlo, existe también un ángel del miedo, pero es bueno y nos previene a veces para hacernos caer en la cuenta que hay cosas que nos pueden destruir la mente, el alma y la tierra que nos sostiene: la mentira, hermana y compañera de mala vida de ese otro miedo, el malo que es un asesino.
No le metas a nadie, amigo mío, ese miedo diabólico que es caldo de infierno, ya que tiene a la mentira como su mejor combustible.
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Fuente: http://cubacatolica.blogcindario.com/
Evangelios, entre historicidad y aportación de los apócrifos / Autor: Mirko Testa
Entrevista al profesor de Nuevo Testamento Bernardo Estrada
ROMA, (ZENIT.org).- La consistencia histórica de los Evangelios está en su misma génesis, es decir, en la continuidad entre la predicación de Jesús, la predicación apostólica y su redacción.
Lo afirma en esta entrevista concedida a Zenit el padre Bernardo Estrada, profesor de Nuevo Testamento de la Facultad de Teología de la Universidad de la Santa Cruz de Roma, el cual cita algunos testimonios ajenos a la Biblia, que enriquecen el contenido de los Evangelios.
--¿Nos puede explicar cómo tuvo lugar el proceso de redacción de los Evangelios?
--Padre Estrada: Podemos decir que los Evangelios se inician con la predicación de Jesús, quien no escribió de su puño y letra prácticamente nada sino aquellas pocas palabras trazadas en la tierra cuando le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio. De Jesucristo se sabe, sobre todo, que predicaba. Hay que subrayar a este respecto que la exigencia de predicar y enseñar de memoria era una costumbre constante de la época, porque la escritura era impracticable en condiciones normales.
Sin embargo, después de la pasión y muerte de Jesús, la predicación de la Iglesia se fundó justamente en el acontecimiento pascual. Es este el fundamento de toda nuestra fe, no sólo porque Pablo lo dice al final de la Carta a los Corintios sino porque precisamente el kerygma, el anuncio fundamental de la Iglesia tras Pentecostés, fue «Jesucristo crucificado y resucitado». El Evangelio como tal era, como afirma San Pablo, proclamación del «gozoso mensaje»: Dios nos ha salvado de la muerte eterna con la muerte y resurrección de su Hijo Jesús.
Sólo en la segunda mitad del siglo II, san Justino, al escribir en el año 160 su «Apología», afirma que las memorias de los Apóstoles son denominadas «Evangelios». Es el primer testimonio en el que se pasa del Evangelio como anuncio predicado al Evangelio como texto. Tras esta declaración apostólica, podemos decir que los autores sagrados, es decir los evangelistas de los que al menos dos eran apóstoles, llegan a la redacción de los libros.
Por esto se puede decir que los Evangelios tienen una consistencia histórica porque reflejan estos tres estadios en su formación, dándose siempre una continuidad. Una continuidad que une la predicación de Jesús, la predicación apostólica y la redacción de Evangelio.
--Los Evangelios «canónicos», es decir los aceptados por la Iglesia por su origen «apostólico» y por su «conformidad con la norma de la fe» de las primitivas comunidades cristianas y las mayores Iglesias de origen apostólico, fueron compuestos entre el 60 y el 100. ¿Cuáles son los criterios que atestiguan su historicidad?
--Padre Estrada: Los exponentes más radicales de la crítica histórica consideraban que había una distancia tal entre la redacción de los Evangelios y la vida de Jesús que toda una generación de testigos oculares había desaparecido. Pero esto no es verdad. El primer Evangelio, que se sabe que fue escrito por Marcos, se remonta al año 64, es decir 34 años después de la fecha probable de la muerte de Jesús. ¿En aquellos años qué se hizo? Esencialmente se predicó el Evangelio en diversos lugares, se reflexionó sobre ese anuncio, dándole una sistematización teológica, que es lo que hizo Pablo. De hecho, los Evangelios se escribieron después de que Pablo elaborara prácticamente toda su teología. En torno al 64, todas las Cartas habían sido escritas, incluidas las pastorales, si es verdad que él fue su autor. Podemos decir que, en aquellos años, los Evangelios sufrieron una evolución más teológica que biográfica, porque los hechos y dichos de la vida de Jesús estaban ya comprobados.
--Entonces, ¿cuáles son los criterios para poder separar con cierta seguridad lo que es histórico de lo que no lo es?
--Padre Estrada: En la segunda mitad del siglo XX, se desarrollaron diversos criterios históricos, entre ellos el de la «discontinuidad», que se concentra en aquellas palabras o aquellos hechos de Jesús que no pueden derivar ni del judaísmo del tiempo de Jesús, ni de la Iglesia primitiva después de Él. Por ejemplo, en el Evangelio de Mateo, Jesús afronta de manera crítica las escrituras y Moisés, como no lo hubiera hecho nunca ningún rabino, revelando la superioridad de la nueva ley proclamada por Él, que no calca el estilo exterior de los fariseos, sino que se asienta en la intimidad del corazón.
Otro criterio es el que se llama de la «dificultad», según el cual la Iglesia no habría nunca comunicado un hecho que pudiera humillar a Jesús, como por ejemplo la cruz, que es el caso más emblemático y paradigmático. El bautismo por obra de Juan, si no hubiera sucedido realmente, no lo hubiera podido ser imaginado por ningún autor. Así como la aparición a las mujeres, porque en aquel tiempo las mujeres no eran testigos cualificados en Israel.
--Las notables afinidades entre los textos de Mateo y Lucas han llevado a diversos estudiosos a afirmar la existencia de una fuente común, haciendo pensar que en realidad recurrieron a fuentes indirectas y no de primera mano. ¿Usted qué piensa?
--Padre Estrada: Podemos admitir que los Evangelios de Mateo y Lucas tuvieran una fuente común, porque existe una serie de narraciones, sobre todo de dichos, que no aparecen en Marcos. Pero lo que sorprende no es que Mateo y Lucas tuvieran una fuente común sino las diferencias. Por ejemplo, los dos relatan la infancia de Jesús pero cada uno lo hace a través de eventos que el otro ni siquiera conoce. En Mateo, el protagonista de la infancia de Jesús es José, mientras que en Lucas es María. Si se hubieran dado demasiadas afinidades, esto habría podido llevar a suponer que hubo un acuerdo entre los dos. Evidentemente, cada evangelista tenía una fuente propia a la que recurrir y otra compartida.
--¿Hay fuentes históricas independientes de los Evangelios canónicos que enriquecen su contenido?
--Padre Estrada: La historicidad de los Evangelios sólo es avalada por los mismos Evangelios, mediante su proceso de formación. Pero hay sin embargo testimonios ajenos a la Biblia que no hay que despreciar. El primero es el de Plinio el Joven, que fue procónsul de Bitinia entre los años 111 y 113, y que en una de las cartas enviadas al emperador Trajano escribe que los cristianos «solían reunirse antes del alba y entonar a coros alternos un himno a Cristo como si fuera un dios». Por tanto, afirma que estaban convencidos de la divinidad del Cristo.
Suetonio, en cambio, en su obra «Vida de los doce césares», refiriendo un hecho acontecido en torno al 50, afirma que Claudio «expulsó de Roma a los judíos que por instigación de Cresto eran continua causa de desorden» (Vita Claudii XXIII, 4). Suetonio escribió «Chrestus» en lugar de «Christus», no conociendo la diferencia entre judíos y cristianos, y por la semejanza entre Chrestòs, que era un nombre griego muy común, y Christòs que quería decir el «ungido», el «Mesías». Por tanto, existían en Roma judeocristianos y --diría-- judíos no convertidos que discutían entre sí sobre Cristo y que podían aparecer a los ojos de la autoridad romana como causa de desorden público.
Y luego está el testimonio del historiador romano Tácito que, en los «Anales», narra el incendio que estalló en Roma en el año 64, del que fue acusado el emperador Nerón, el cual hizo de todo «para hacer cesar tal rumor», y por ello «se inventó culpables y sometió a penas refinadísimas a quienes la plebe llamaba cristianos, detestándoles por sus hechos nefandos». Tácito afirma además que «el origen de este nombre era Cristo, el cual bajo el imperio de Tiberio fue condenado al suplicio por el procurador Poncio Pilatos; y esta superstición, momentáneamente dormida, se difundía de nuevo, no sólo en Judea, punto central de aquel mal, sino también en Roma, donde confluyó de todas partes y fue considerado honorable todo lo que hay en ello de torpe y de vergonzoso». («Anales» XV, 44).
--El elenco completo de los 27 libros del Nuevo Testamento es fijado por primera vez en tiempo de Atanasio de Alejandría en 367 D.C. ¿Cómo se llega a elegir estos cuatro Evangelios en el canon de las Escrituras?
--Padre Estrada: Ya antes de finales del siglo II, san Ireneo, obispo de Lyon y mártir, afirma en un célebre pasaje que «dado que el mundo tiene cuatro regiones y son cuatro los vientos principales (...) el Verbo creador de cada cosa (...) revelándose a los hombres, nos ha dado un Evangelio cuádruple, pero unificado por un único Espíritu» («Contra las herejías», III 11, 8).
La Iglesia había ya definido entonces los cuatro textos que se usaba en la liturgia. Veinte años antes de Ireneo, también Justino habla de los cuatro Evangelios o de la memoria de los Apóstoles, que eran mencionados o leídos durante las celebraciones eucarísticas. ¿Entonces cómo se llegó a esta selección? En realidad se llegó a través de un proceso en el que el Espíritu Santo se abrió paso de modo natural y espontáneo. Cuando se difundía un texto que afirmaba algo extraño, los mismos fieles, unidos a su pastor, lo rechazaban. Por tanto, no habían sido preparados por nadie, aunque ya en el siglo II existía la conciencia de que el Evangelio era cuádruple: es decir, uno solo, porque una sola es la predicación sobre la vida, las obras y las palabras de Jesús, pero con cuatro imágenes diversas, cada una de las cuales ofrece un toque personal.
--La otra cuestión que surge ahora es cómo la tradición apostólica llegó a incluir entre los Evangelios canónicos también el Evangelio de Juan, el más diverso respecto a los otros en cuanto a contenido y exposición, tejido a menudo de reflexiones espirituales y teológicas. Además, algunos estudiosos atribuyen la paternidad de este escrito a discípulos pertenecientes a diversas «escuelas de Juan», como se puede notar en este pasaje: «Este es el discípulo que da testimonio sobre estos hechos y los ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero» (Juan, 21,20).
--Padre Estrada: El hecho de que sus autores no fueran necesariamente los cuatro que son mencionados en los títulos, no desmerece la historicidad de los Evangelios. Querría decir también que ni siquiera hay motivo para dudar si no hay razones serias. Por lo que se refiere al Evangelio de Juan, es cierto que un núcleo se remonta al apóstol pero también que hubo discípulos que reflexionaron sobre las palabras de Jesús y encontraron otras fuentes y redactaron un Evangelio que se aparta un poco de los demás. De hecho, es el Evangelio más espiritual, donde no se habla nunca de la crucifixión y del sufrimiento, porque para el evangelista Juan la hora de la pasión se identifica con la glorificación y la suprema «elevación» de Jesús.
Juan presenta ya la misión del Cristo a partir de la Resurrección. Es un Cristo que ha triunfado y vencido a la muerte. Por otra parte, es imposible explicar el relato tan detallado y crudo de la Pasión sino a la luz de la plena convicción que los evangelistas tenían de la Resurrección. ¡De lo contrario, habría sido simplemente masoquismo! El sufrimiento sirvió para nuestra salvación.
Juan relata muchísimos diálogos de Jesús con el Padre como si no tocara la tierra sino que estuviera constantemente inmerso en la contemplación del rostro de Dios y ya glorificado. Mientras que en los otros Evangelios Jesús es un hombre con todas sus características y sus límites humanos. El hecho de que el Evangelio de Juan haya sido retocado por una comunidad de discípulos, que se encontraba probablemente en Éfeso, y ampliado o quizá ensamblado de otro modo, se comprueba en el pasaje que usted ha citado, y que es considerado un apéndice, un añadido posterior por parte de un discípulo que hace de Juan un testigo veraz. Si se lee el capítulo 20 se comprende que estamos ante un final: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn, 20, 31)
--Lucas en su Evangelio, compuesto en torno a los años 80 del siglo I, alude a los «muchos otros» que han escrito sobre los sucesos de Jesús, casi atestiguando la existencia de una multiplicidad de Evangelios, aquellos mismos Evangelios que luego fueron considerados apócrifos...
--Padre Estrada: En realidad, cuando Lucas inicia el prólogo el Evangelio y dice «porque muchos se han puesto a escribir un relato sobre los acontecimientos que sucedieron entre nosotros», no se está refiriendo a libros sino a los testimonios de muchas personas que recibieron la predicación apostólica y que trataron de poner por escrito los hechos y las palabras de Jesús.
Ciertamente esas son las fuentes a las que acuden también los evangelistas. Pero de ello no debemos deducir necesariamente que se tratara de verdaderos libros. Quizá Lucas, que tenía presente el Evangelio de Marcos, se dio cuenta de que otros trataron de redactar o poner en orden los hechos ligados a la vida de Jesús. Pero eso no quiere decir que en el siglo II se hubieran difundido los Evangelios apócrifos. El fragmento más antiguo del «Evangelio de Tomás» se remonta a finales del siglo II, que probablemente es la fecha de composición de aquél Evangelio. No antes. Mientras que nosotros sabemos que muchos Evangelios son fechados en el siglo I incluso en las citas contenidas en la Primera Carta de Clemente, un texto atribuido al Papa Clemente I (88-97) escrito en griego hacia finales del siglo I.
En la «Didajé» o «Doctrina de los doce Apóstoles», que se puede considerar como el catecismo cristiano más antiguo, habiendo sido escrita algún decenio después de la muerte de Cristo, se cita el «Padrenuestro» tal como lo recitamos hoy.
Además sabemos que el fragmento más antiguo del Nuevo Testamento está dentro del papiro Rylands (P. 52), que contiene partes del Evangelio de Juan y se remonta a en torno al 125 D.C., y es por tanto una copia escrita a menos de 30 años de distancia del original.
--Aunque descartados porque no contienen verdades divinas reveladas, algunos Evangelios apócrifos han llegado hasta nosotros en largos fragmentos, como el «Evangelio copto de Tomás» o el «Evangelio de Pedro», siendo incluso utilizados entre los monjes cristianos de Siria y de Asia Menor. ¿Qué valor tienen? ¿Añaden informaciones útiles al relato de los cuatro evangelistas?
Padre Estrada: Sobre todo, es necesario decir que entre los Evangelios apócrifos hay algunos que, al presentar la figura de Jesús o al renovar la enseñanza se inspiran en el gnosticismo, que es la teoría filosófico-religiosa que, en los primeros siglos del cristianismo (I-IV), se contrapuso violentamente a la Iglesia católica. En 1945, en la aldea de Nag Hammadi, en el Alto Egipto, se descubrió una antigua biblioteca copta que custodiaba 13 códices, todos escritos en el siglo IV, algunos de los cuales contenían dichos de Jesús, para expresar sin embargo conceptos no cristianos.
Todos los estudiosos concuerdan, por ejemplo, en afirmar que el «Evangelio de Tomás» --el que ha suscitado mayor interés-- es un Evangelio gnóstico que contiene las doctrinas y las orientaciones de una comunidad, nacida como herejía dentro del cristianismo, y que pretendía atribuir a Jesús su concepto de la salvación y todos los principios de la fe según su punto de vista. Por ejemplo, no reconocen la muerte en cruz porque la única salvación vendría de la «gnosis», es decir del conocimiento. Mientras que la materia es siempre causa de pecado o está ligada al demonio. El «Evangelio de Tomás», como los otros Evangelios gnósticos, se limita a notificar dichos de Jesús sin insertarlos en la narración de lo que hizo. Es una especie de «Confucio cristiano» del siglo II.
Entonces, podemos preguntarnos si los Evangelios apócrifos contienen alguna verdad. Ciertamente. Por ejemplo, los protoevangelios nos cuentan los primeros años de vida de Jesús. En este sentido, el más famoso es el «Protoevangelio de Santiago», atribuido a Santiago, hijo de José, que lo habría tenido, junto con otros tres hermanos y dos hermanas, de un matrimonio anterior al suyo con María. Este texto tuvo cierta influencia en la tradición y en la iconografía, tanto que la presencia del buey y el asno en la gruta del Nacimiento y el nombre de los padres de María, Joaquín y Ana, nos llegan justo de esta fuente.
Ciertamente el contenido de los Evangelios apócrifos puede diferir. Algunos contienen verdades y amplificaciones fantasiosas respecto a los Evangelios canónicos, así como un gusto teatral propio de un cristianismo popular, aún permaneciendo en lo fundamental de la ortodoxia; mientras que muchos otros, sobre todo aquellos de orientación gnóstica, contienen falsedades porque quieren convencer de la validez de su herejía.
Bajo el perfil histórico, no nos dicen nada más de lo que ya sabemos por los Evangelios según Mateo y Lucas, de los que ellos dependen. Su intención no es histórica, quieren hacer obra de edificación. Frente a la sobriedad de los Evangelios, que relatan también realidades sobrenaturales de manera «natural» y sobria, sin añadir circunstancias innecesarias, se elige responder al deseo del pueblo cristiano añadiendo de manera más amplia y colorida detalles para subrayar aspectos y hechos de la infancia y la adolescencia de Jesús y María. Pero en realidad de esa manera dan una imagen de Jesús no conforme con la realidad, como sucede en el «Evangelio de la Infancia», de Tomás, donde se le describe como un niño que ya es capaz de hacer milagros.
Por tanto, se puede decir que si no tuvieran aunque fuera una pequeña parte de verdad nadie los hubiera aceptado. Su importancia está en el hecho de hacer ver una época, un desarrollo del cristianismo, una confluencia de varias corrientes teológicas y religiosas. Su utilidad está en lograr mostrar la evolución del cristianismo.
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Traducido del italiano por Nieves San Martín
ROMA, (ZENIT.org).- La consistencia histórica de los Evangelios está en su misma génesis, es decir, en la continuidad entre la predicación de Jesús, la predicación apostólica y su redacción.
Lo afirma en esta entrevista concedida a Zenit el padre Bernardo Estrada, profesor de Nuevo Testamento de la Facultad de Teología de la Universidad de la Santa Cruz de Roma, el cual cita algunos testimonios ajenos a la Biblia, que enriquecen el contenido de los Evangelios.
--¿Nos puede explicar cómo tuvo lugar el proceso de redacción de los Evangelios?
--Padre Estrada: Podemos decir que los Evangelios se inician con la predicación de Jesús, quien no escribió de su puño y letra prácticamente nada sino aquellas pocas palabras trazadas en la tierra cuando le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio. De Jesucristo se sabe, sobre todo, que predicaba. Hay que subrayar a este respecto que la exigencia de predicar y enseñar de memoria era una costumbre constante de la época, porque la escritura era impracticable en condiciones normales.
Sin embargo, después de la pasión y muerte de Jesús, la predicación de la Iglesia se fundó justamente en el acontecimiento pascual. Es este el fundamento de toda nuestra fe, no sólo porque Pablo lo dice al final de la Carta a los Corintios sino porque precisamente el kerygma, el anuncio fundamental de la Iglesia tras Pentecostés, fue «Jesucristo crucificado y resucitado». El Evangelio como tal era, como afirma San Pablo, proclamación del «gozoso mensaje»: Dios nos ha salvado de la muerte eterna con la muerte y resurrección de su Hijo Jesús.
Sólo en la segunda mitad del siglo II, san Justino, al escribir en el año 160 su «Apología», afirma que las memorias de los Apóstoles son denominadas «Evangelios». Es el primer testimonio en el que se pasa del Evangelio como anuncio predicado al Evangelio como texto. Tras esta declaración apostólica, podemos decir que los autores sagrados, es decir los evangelistas de los que al menos dos eran apóstoles, llegan a la redacción de los libros.
Por esto se puede decir que los Evangelios tienen una consistencia histórica porque reflejan estos tres estadios en su formación, dándose siempre una continuidad. Una continuidad que une la predicación de Jesús, la predicación apostólica y la redacción de Evangelio.
--Los Evangelios «canónicos», es decir los aceptados por la Iglesia por su origen «apostólico» y por su «conformidad con la norma de la fe» de las primitivas comunidades cristianas y las mayores Iglesias de origen apostólico, fueron compuestos entre el 60 y el 100. ¿Cuáles son los criterios que atestiguan su historicidad?
--Padre Estrada: Los exponentes más radicales de la crítica histórica consideraban que había una distancia tal entre la redacción de los Evangelios y la vida de Jesús que toda una generación de testigos oculares había desaparecido. Pero esto no es verdad. El primer Evangelio, que se sabe que fue escrito por Marcos, se remonta al año 64, es decir 34 años después de la fecha probable de la muerte de Jesús. ¿En aquellos años qué se hizo? Esencialmente se predicó el Evangelio en diversos lugares, se reflexionó sobre ese anuncio, dándole una sistematización teológica, que es lo que hizo Pablo. De hecho, los Evangelios se escribieron después de que Pablo elaborara prácticamente toda su teología. En torno al 64, todas las Cartas habían sido escritas, incluidas las pastorales, si es verdad que él fue su autor. Podemos decir que, en aquellos años, los Evangelios sufrieron una evolución más teológica que biográfica, porque los hechos y dichos de la vida de Jesús estaban ya comprobados.
--Entonces, ¿cuáles son los criterios para poder separar con cierta seguridad lo que es histórico de lo que no lo es?
--Padre Estrada: En la segunda mitad del siglo XX, se desarrollaron diversos criterios históricos, entre ellos el de la «discontinuidad», que se concentra en aquellas palabras o aquellos hechos de Jesús que no pueden derivar ni del judaísmo del tiempo de Jesús, ni de la Iglesia primitiva después de Él. Por ejemplo, en el Evangelio de Mateo, Jesús afronta de manera crítica las escrituras y Moisés, como no lo hubiera hecho nunca ningún rabino, revelando la superioridad de la nueva ley proclamada por Él, que no calca el estilo exterior de los fariseos, sino que se asienta en la intimidad del corazón.
Otro criterio es el que se llama de la «dificultad», según el cual la Iglesia no habría nunca comunicado un hecho que pudiera humillar a Jesús, como por ejemplo la cruz, que es el caso más emblemático y paradigmático. El bautismo por obra de Juan, si no hubiera sucedido realmente, no lo hubiera podido ser imaginado por ningún autor. Así como la aparición a las mujeres, porque en aquel tiempo las mujeres no eran testigos cualificados en Israel.
--Las notables afinidades entre los textos de Mateo y Lucas han llevado a diversos estudiosos a afirmar la existencia de una fuente común, haciendo pensar que en realidad recurrieron a fuentes indirectas y no de primera mano. ¿Usted qué piensa?
--Padre Estrada: Podemos admitir que los Evangelios de Mateo y Lucas tuvieran una fuente común, porque existe una serie de narraciones, sobre todo de dichos, que no aparecen en Marcos. Pero lo que sorprende no es que Mateo y Lucas tuvieran una fuente común sino las diferencias. Por ejemplo, los dos relatan la infancia de Jesús pero cada uno lo hace a través de eventos que el otro ni siquiera conoce. En Mateo, el protagonista de la infancia de Jesús es José, mientras que en Lucas es María. Si se hubieran dado demasiadas afinidades, esto habría podido llevar a suponer que hubo un acuerdo entre los dos. Evidentemente, cada evangelista tenía una fuente propia a la que recurrir y otra compartida.
--¿Hay fuentes históricas independientes de los Evangelios canónicos que enriquecen su contenido?
--Padre Estrada: La historicidad de los Evangelios sólo es avalada por los mismos Evangelios, mediante su proceso de formación. Pero hay sin embargo testimonios ajenos a la Biblia que no hay que despreciar. El primero es el de Plinio el Joven, que fue procónsul de Bitinia entre los años 111 y 113, y que en una de las cartas enviadas al emperador Trajano escribe que los cristianos «solían reunirse antes del alba y entonar a coros alternos un himno a Cristo como si fuera un dios». Por tanto, afirma que estaban convencidos de la divinidad del Cristo.
Suetonio, en cambio, en su obra «Vida de los doce césares», refiriendo un hecho acontecido en torno al 50, afirma que Claudio «expulsó de Roma a los judíos que por instigación de Cresto eran continua causa de desorden» (Vita Claudii XXIII, 4). Suetonio escribió «Chrestus» en lugar de «Christus», no conociendo la diferencia entre judíos y cristianos, y por la semejanza entre Chrestòs, que era un nombre griego muy común, y Christòs que quería decir el «ungido», el «Mesías». Por tanto, existían en Roma judeocristianos y --diría-- judíos no convertidos que discutían entre sí sobre Cristo y que podían aparecer a los ojos de la autoridad romana como causa de desorden público.
Y luego está el testimonio del historiador romano Tácito que, en los «Anales», narra el incendio que estalló en Roma en el año 64, del que fue acusado el emperador Nerón, el cual hizo de todo «para hacer cesar tal rumor», y por ello «se inventó culpables y sometió a penas refinadísimas a quienes la plebe llamaba cristianos, detestándoles por sus hechos nefandos». Tácito afirma además que «el origen de este nombre era Cristo, el cual bajo el imperio de Tiberio fue condenado al suplicio por el procurador Poncio Pilatos; y esta superstición, momentáneamente dormida, se difundía de nuevo, no sólo en Judea, punto central de aquel mal, sino también en Roma, donde confluyó de todas partes y fue considerado honorable todo lo que hay en ello de torpe y de vergonzoso». («Anales» XV, 44).
--El elenco completo de los 27 libros del Nuevo Testamento es fijado por primera vez en tiempo de Atanasio de Alejandría en 367 D.C. ¿Cómo se llega a elegir estos cuatro Evangelios en el canon de las Escrituras?
--Padre Estrada: Ya antes de finales del siglo II, san Ireneo, obispo de Lyon y mártir, afirma en un célebre pasaje que «dado que el mundo tiene cuatro regiones y son cuatro los vientos principales (...) el Verbo creador de cada cosa (...) revelándose a los hombres, nos ha dado un Evangelio cuádruple, pero unificado por un único Espíritu» («Contra las herejías», III 11, 8).
La Iglesia había ya definido entonces los cuatro textos que se usaba en la liturgia. Veinte años antes de Ireneo, también Justino habla de los cuatro Evangelios o de la memoria de los Apóstoles, que eran mencionados o leídos durante las celebraciones eucarísticas. ¿Entonces cómo se llegó a esta selección? En realidad se llegó a través de un proceso en el que el Espíritu Santo se abrió paso de modo natural y espontáneo. Cuando se difundía un texto que afirmaba algo extraño, los mismos fieles, unidos a su pastor, lo rechazaban. Por tanto, no habían sido preparados por nadie, aunque ya en el siglo II existía la conciencia de que el Evangelio era cuádruple: es decir, uno solo, porque una sola es la predicación sobre la vida, las obras y las palabras de Jesús, pero con cuatro imágenes diversas, cada una de las cuales ofrece un toque personal.
--La otra cuestión que surge ahora es cómo la tradición apostólica llegó a incluir entre los Evangelios canónicos también el Evangelio de Juan, el más diverso respecto a los otros en cuanto a contenido y exposición, tejido a menudo de reflexiones espirituales y teológicas. Además, algunos estudiosos atribuyen la paternidad de este escrito a discípulos pertenecientes a diversas «escuelas de Juan», como se puede notar en este pasaje: «Este es el discípulo que da testimonio sobre estos hechos y los ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero» (Juan, 21,20).
--Padre Estrada: El hecho de que sus autores no fueran necesariamente los cuatro que son mencionados en los títulos, no desmerece la historicidad de los Evangelios. Querría decir también que ni siquiera hay motivo para dudar si no hay razones serias. Por lo que se refiere al Evangelio de Juan, es cierto que un núcleo se remonta al apóstol pero también que hubo discípulos que reflexionaron sobre las palabras de Jesús y encontraron otras fuentes y redactaron un Evangelio que se aparta un poco de los demás. De hecho, es el Evangelio más espiritual, donde no se habla nunca de la crucifixión y del sufrimiento, porque para el evangelista Juan la hora de la pasión se identifica con la glorificación y la suprema «elevación» de Jesús.
Juan presenta ya la misión del Cristo a partir de la Resurrección. Es un Cristo que ha triunfado y vencido a la muerte. Por otra parte, es imposible explicar el relato tan detallado y crudo de la Pasión sino a la luz de la plena convicción que los evangelistas tenían de la Resurrección. ¡De lo contrario, habría sido simplemente masoquismo! El sufrimiento sirvió para nuestra salvación.
Juan relata muchísimos diálogos de Jesús con el Padre como si no tocara la tierra sino que estuviera constantemente inmerso en la contemplación del rostro de Dios y ya glorificado. Mientras que en los otros Evangelios Jesús es un hombre con todas sus características y sus límites humanos. El hecho de que el Evangelio de Juan haya sido retocado por una comunidad de discípulos, que se encontraba probablemente en Éfeso, y ampliado o quizá ensamblado de otro modo, se comprueba en el pasaje que usted ha citado, y que es considerado un apéndice, un añadido posterior por parte de un discípulo que hace de Juan un testigo veraz. Si se lee el capítulo 20 se comprende que estamos ante un final: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn, 20, 31)
--Lucas en su Evangelio, compuesto en torno a los años 80 del siglo I, alude a los «muchos otros» que han escrito sobre los sucesos de Jesús, casi atestiguando la existencia de una multiplicidad de Evangelios, aquellos mismos Evangelios que luego fueron considerados apócrifos...
--Padre Estrada: En realidad, cuando Lucas inicia el prólogo el Evangelio y dice «porque muchos se han puesto a escribir un relato sobre los acontecimientos que sucedieron entre nosotros», no se está refiriendo a libros sino a los testimonios de muchas personas que recibieron la predicación apostólica y que trataron de poner por escrito los hechos y las palabras de Jesús.
Ciertamente esas son las fuentes a las que acuden también los evangelistas. Pero de ello no debemos deducir necesariamente que se tratara de verdaderos libros. Quizá Lucas, que tenía presente el Evangelio de Marcos, se dio cuenta de que otros trataron de redactar o poner en orden los hechos ligados a la vida de Jesús. Pero eso no quiere decir que en el siglo II se hubieran difundido los Evangelios apócrifos. El fragmento más antiguo del «Evangelio de Tomás» se remonta a finales del siglo II, que probablemente es la fecha de composición de aquél Evangelio. No antes. Mientras que nosotros sabemos que muchos Evangelios son fechados en el siglo I incluso en las citas contenidas en la Primera Carta de Clemente, un texto atribuido al Papa Clemente I (88-97) escrito en griego hacia finales del siglo I.
En la «Didajé» o «Doctrina de los doce Apóstoles», que se puede considerar como el catecismo cristiano más antiguo, habiendo sido escrita algún decenio después de la muerte de Cristo, se cita el «Padrenuestro» tal como lo recitamos hoy.
Además sabemos que el fragmento más antiguo del Nuevo Testamento está dentro del papiro Rylands (P. 52), que contiene partes del Evangelio de Juan y se remonta a en torno al 125 D.C., y es por tanto una copia escrita a menos de 30 años de distancia del original.
--Aunque descartados porque no contienen verdades divinas reveladas, algunos Evangelios apócrifos han llegado hasta nosotros en largos fragmentos, como el «Evangelio copto de Tomás» o el «Evangelio de Pedro», siendo incluso utilizados entre los monjes cristianos de Siria y de Asia Menor. ¿Qué valor tienen? ¿Añaden informaciones útiles al relato de los cuatro evangelistas?
Padre Estrada: Sobre todo, es necesario decir que entre los Evangelios apócrifos hay algunos que, al presentar la figura de Jesús o al renovar la enseñanza se inspiran en el gnosticismo, que es la teoría filosófico-religiosa que, en los primeros siglos del cristianismo (I-IV), se contrapuso violentamente a la Iglesia católica. En 1945, en la aldea de Nag Hammadi, en el Alto Egipto, se descubrió una antigua biblioteca copta que custodiaba 13 códices, todos escritos en el siglo IV, algunos de los cuales contenían dichos de Jesús, para expresar sin embargo conceptos no cristianos.
Todos los estudiosos concuerdan, por ejemplo, en afirmar que el «Evangelio de Tomás» --el que ha suscitado mayor interés-- es un Evangelio gnóstico que contiene las doctrinas y las orientaciones de una comunidad, nacida como herejía dentro del cristianismo, y que pretendía atribuir a Jesús su concepto de la salvación y todos los principios de la fe según su punto de vista. Por ejemplo, no reconocen la muerte en cruz porque la única salvación vendría de la «gnosis», es decir del conocimiento. Mientras que la materia es siempre causa de pecado o está ligada al demonio. El «Evangelio de Tomás», como los otros Evangelios gnósticos, se limita a notificar dichos de Jesús sin insertarlos en la narración de lo que hizo. Es una especie de «Confucio cristiano» del siglo II.
Entonces, podemos preguntarnos si los Evangelios apócrifos contienen alguna verdad. Ciertamente. Por ejemplo, los protoevangelios nos cuentan los primeros años de vida de Jesús. En este sentido, el más famoso es el «Protoevangelio de Santiago», atribuido a Santiago, hijo de José, que lo habría tenido, junto con otros tres hermanos y dos hermanas, de un matrimonio anterior al suyo con María. Este texto tuvo cierta influencia en la tradición y en la iconografía, tanto que la presencia del buey y el asno en la gruta del Nacimiento y el nombre de los padres de María, Joaquín y Ana, nos llegan justo de esta fuente.
Ciertamente el contenido de los Evangelios apócrifos puede diferir. Algunos contienen verdades y amplificaciones fantasiosas respecto a los Evangelios canónicos, así como un gusto teatral propio de un cristianismo popular, aún permaneciendo en lo fundamental de la ortodoxia; mientras que muchos otros, sobre todo aquellos de orientación gnóstica, contienen falsedades porque quieren convencer de la validez de su herejía.
Bajo el perfil histórico, no nos dicen nada más de lo que ya sabemos por los Evangelios según Mateo y Lucas, de los que ellos dependen. Su intención no es histórica, quieren hacer obra de edificación. Frente a la sobriedad de los Evangelios, que relatan también realidades sobrenaturales de manera «natural» y sobria, sin añadir circunstancias innecesarias, se elige responder al deseo del pueblo cristiano añadiendo de manera más amplia y colorida detalles para subrayar aspectos y hechos de la infancia y la adolescencia de Jesús y María. Pero en realidad de esa manera dan una imagen de Jesús no conforme con la realidad, como sucede en el «Evangelio de la Infancia», de Tomás, donde se le describe como un niño que ya es capaz de hacer milagros.
Por tanto, se puede decir que si no tuvieran aunque fuera una pequeña parte de verdad nadie los hubiera aceptado. Su importancia está en el hecho de hacer ver una época, un desarrollo del cristianismo, una confluencia de varias corrientes teológicas y religiosas. Su utilidad está en lograr mostrar la evolución del cristianismo.
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Traducido del italiano por Nieves San Martín
Repertorio emocional / Autor: Alfonso Aguiló Pastrana
Para establecer una relación positiva con los demás, y poder así decirse las cosas de forma fluida y sin acritud, es preciso cultivar toda una serie de capacidades destinadas a combatir la negatividad y a establecer una relación no defensiva con los demás.
El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes:
Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.
Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.
Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.
Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: "perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir".
Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.
No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un "me ha molestado que llegues tarde y no me hayas avisado", que soltar un "eres un desconsiderado y un egoísta".
Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.
Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.
Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.
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Fuente: conoze.com
El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes:
Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.
Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.
Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.
Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: "perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir".
Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.
No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un "me ha molestado que llegues tarde y no me hayas avisado", que soltar un "eres un desconsiderado y un egoísta".
Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.
Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.
Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.
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