Jesús se manifestó a muchas almas a través de los siglos, a partir de aquel día en que Sus amigos, discípulos, apóstoles y Su propia Madre presenciaron Su Ascensión al Reino. De este modo, El se presentó hace ya tiempo a Santa Margarita María de Alacoque, para que a través de ella recibamos la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y se apareció a Santa Gertrudis para enseñarnos, entre muchas otras cosas, el misterio de las almas del Purgatorio y la necesidad de orar por ellas. Y también se manifestó a Santa Faustina Kowalska, para regalarnos esa maravilla que es la devoción al Jesús Misericordioso, al Jesús de la Misericordia. Esa hermosa imagen que ha llenado en pocos años las iglesias, los hogares y los corazones de tantos enamorados de Jesús.
Pero dentro de la historia de Sor Faustina, en aquella lejana y fría Polonia, me conmovió el relato sobre la aparición que sin dudas volcó el alma de aquella sencilla joven mujer hacia el Amor de los amores. Faustina asistía a un baile en Varsovia cuando sorprendida ve a Jesús parado frente a ella, vestido de mendigo, de pordiosero, todo de harapos. Su mirada era una llamada al corazón de la joven Faustina, eran los Ojos de un mendigo, un mendigo de amor. Faustina quedó conmovida por esa imagen que no olvidó por el resto de su vida, ya que la colocó como la receptora de un extremo y casi lastimoso pedido de amor realizado por el mismo Dios.
¡Un Mendigo de amor! Nuestro Dios, El que es Dueño y Creador de todo el universo, frente al que nuestra pequeña alma se torna minúscula e insignificante, se hace un pobre pordiosero para golpear las puertas de nuestro corazón y mendigarnos un poco de amor, una mirada, un pensamiento. ¿Tu crees que El no mendiga tu amor en este momento? A veces me imagino a Dios allí arriba mirando al mundo, a cada uno de nosotros, vivir nuestra vida al margen de El, sin siquiera considerarlo. Y sospecho que mira a cada alma, y espera, pacientemente, una mirada hacia El. Sus Ojos se llenan de lágrimas al ver que pasan los minutos, los días, los años, y Su llamado de amor sigue sin ser respondido.
Creo que nuestro Dios mendigo, enamorado perdidamente de nosotros, hace muchas cosas para atraer nuestra atención desde allí arriba. Se puede decir que literalmente lo intenta todo. Nos da alegrías y nos colma de bienes físicos y espirituales, para que lo reconozcamos y lo amemos. O nos llama con el dolor para ver si en ese punto de necesidad nos acordamos de El y pedimos Su intervención. O simplemente espera, y espera, mientras nuestra vida se derrocha en pequeñas miserias que no agregan nada a nuestra salud espiritual, sino todo lo contrario.
Mis amigos, ¿no se sienten incómodos de que tengamos tanta ceguera, que hemos forzado a nuestro Dios Amante a transformarse en un Mendigo de nuestro avaro amor? ¿Qué clase de hijos somos, de un Padre tan inmensamente tierno e insistente en volver a perdonarnos? ¿Qué clase de hermanos somos, de nuestro Jesús Adorable y Misericordioso? ¿Qué clase de agradecimiento tenemos por el Espíritu Divino, que no nos deja solos jamás, mientras le cerramos nuestro corazón una y otra vez? ¿Y que clase de hijos hacen llorar a su Madre con lágrimas de dolor, ante el abandono y la falta de obediencia a sus suaves mandatos?
Jesús, que me miras con lágrimas de dolor, que te abajas a lo más profundo de Tu Humanidad para acercarte a mi, para que reaccione ante Tu llamado. Con Tu rostro triste me invitas a darte una mirada, un pensamiento, una oración, una muestra de mi amor. Deseas que levante mis ojos en medio de este mar de rostros sin rostro, para que la Luz de Tu mirada me ilumine y cubra. Quiero darte mi amor para que sea como una gota de agua que apague, por un instante, esa sed infinita de amor que arde como una universal hoguera, allí en lo profundo de Tu Sagrado Corazón.
Yo quiero, simplemente, ser Tu amigo.
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Fuente: www.reinadelcielo.org
lunes, 14 de enero de 2008
¿Quién fue? / Autor: Raul Martínez Caso
Platicando durante la comida mi hija de siete años nos contó que un niño de su salón antes de iniciar la clase gritó “Ahí viene la bruja” refiriéndose a la maestra y corrió a sentarse. La maestra lo oyó, pero no alcanzó a ver quien había sido, les preguntó a los niños por el responsable, pero ellos no contestaron y ante la negativa para confesarlo optó por llamar a la directora.
La directora entró al salón y con cara de muy pocos amigos lanzó la temida pregunta nuevamente ¿Quién fue? Ante el silencio de los niños, decidió preguntarle a uno por uno de forma amenazante quien había llamado bruja a la maestra, si no respondían serian castigados todos. Los niños aterrados guardaban silencio viéndose unos a otros y diciéndose con la mirada que no dirían nada por solidaridad con el amigo, algunos tímidamente respondían “no se”. Cuando llego el turno de mi hija, ella dijo el nombre del niño que lo había gritado, en ese momento se acabo el interrogatorio y se llevaron al culpable a la dirección para hablar con el y reportarlo con sus papas
Nuestra primera reacción fue decirle que ella había cometido un error, que tenia que haber permanecido callada como el resto de sus compañeros y haber sido solidaria con su amigo, le dijimos que se crearía fama de ser la chismosa del salón, que los demás niños la molestarían por eso, etc. etc. Sin embargo pronto nos dimos cuenta que estábamos cometiendo un gran error; En nuestra casa hemos valorado mucho en la educación de nuestras hijas la importancia que tiene decir siempre la verdad por difícil que sea la situación, sin importar las consecuencias que esto pueda tener y ella fue lo que hizo, decir la verdad, no le importó lo que sus amigos podían pensar.
Cambiamos de inmediato nuestra actitud y le dijimos que estábamos en un error, que ella había hecho lo correcto, que había dicho la verdad sin importarle las consecuencias y que eso requería de mucho valor, la felicitamos por ello y le explicamos que es muy importante ser solidario con los demás siempre y cuando fuera en una causa buena. Cuando encubrimos o ayudamos a alguien en algo negativo, ilícito, tramposo, sucio, corrupto, etc. más que ser solidarios nos estamos convirtiendo en cómplices.
A simple vista puede parecer que nosotros que vamos por la vida con etiqueta de ser buenas personas somos solidarios y no cómplices, sin embargo: ¿Cuántas veces guardamos silencio en una conversación en la cual se ataca a nuestros valores, principios morales o religiosos para no ser tachados de retrogradas mochos o anticuados? ¿Cuántas veces encubrimos a nuestros hijos, nuestros amigos, conocidos e incluso a desconocidos porque podemos obtener algún beneficio o para evitar un castigo? ¿Cuántas veces nos hacemos de la vista gorda en nuestro trabajo ante el despilfarro de tiempo y talento de alguno de nuestros compañeros; al fin y al cabo no es nuestro dinero? ¿Cuántas veces ignoramos las injusticias y abusos que se comenten en contra de nuestros semejantes por evitarnos un conflicto? ¿Cuántas veces preferimos pasar desapercibidos que exponer valientemente nuestra posición y puntos de vista por miedo al que dirán o evitar una discusión? ¿Cuántas veces hacemos oídos sordos a los gritos que a nuestro alrededor dan nuestros hermanos en busca de apoyo y no hacemos nada al respecto porque no es nuestro problema; que trabajen? ¿Cuántas veces caminamos orgullosos con la cabeza levantada mirando al frente sin voltear a nuestro alrededor, sin bajar la mirada para no ver la miseria y las manos lastimadas que se levantan pidiéndonos ayuda? ¿Cuántas veces ignoramos con desden y desaire a los ancianos y los niños que son abusados por sus padres o terceros haciéndolos trabajar en la calle en condiciones infrahumanas?
“Lo mas atroz de las cosas malas de la gente mala, es el silencio de la gente buena"
Mahatma Gandhi
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Fuente: Catholic.net
Lo que te enseña una sonrisa / Autor: Evanibaldo Díaz, L.C.
Todos hemos experimentado alguna vez el enigmático poder de una sonrisa. Verla tatuada en un rostro es símbolo de aliento y esperanza. Sin duda hay muchas maneras de hacer las cosas: a la fuerza, a regañadientes, por responsabilidad, por exhibicionismo o caridad… pero, cuando observamos que se hacen con una sonrisa, encontramos un latente secreto que trasciende el espacio físico entre las comisuras de los labios. Y digo latente porque una sonrisa es como un secreto a voces, como un corazón sano que bombea serenidad y solaz a borbotones. Se trata de algo muy sencillo, pero que trasluce una fuerza interior capaz de cambiar la existencia.
Una sonrisa es, sí, símbolo de alegría. Y la alegría es capaz de transformarlo todo. Es como un tesoro inacabable que, mientras más da, más se llena. Quien muestra una sonrisa transpira alegría, atrae y nunca deja las cosas igual. Todos queremos, es más, buscamos, estar con quien nos anima y estimula. Puede ser que la vida nos trate mal, pero el estar con personas alegres es siempre un rellano en la montaña de la vida. Y cuando esas personas se apartan, dejan un hueco profundo en el alma y se van de la historia dejando en herencia un mundo mejor.
Y es que no se trata de una alegría hueca, como un globo que apenas toca la punta de un alfiler y explota. Me refiero a esa alegría llena, profunda, cuyas fuentes son más hondas que las distracciones o el placer. Estos a lo mucho tienen como fruto una carcajada, cuando no se quedan en una risa de apariencia y falsedad.
La alegría no es tampoco mero optimismo, es decir, espera insegura de que las cosas irán mejor. La alegría se teje con otra tela: la de la fidelidad a uno mismo. Es alegre quien se conoce, se acepta y busca mejorar en todo. La doblez, el querer al mismo tiempo ser y no ser lo que se es causa la amargura y la tristeza. La persona alegre no niega sus limitaciones ni se tapa los ojos ante las dificultades de la vida; las acepta, las afronta, las sufre, pero jamás, nunca, se traiciona a sí misma: tiene esperanza.
Y esta esperanza no le viene sólo de ella misma o de sus ganas de progresar. Es alegría que se transforma en “en-tusiasmo”: fruto de haberse en-diosado, embebido, permeado de Dios. Por eso es tan profunda, porque sólo Él sabe su causa verdadera, que muchas veces se confunde entre el dolor, el sacrificio y la negación a uno mismo, tratando de ser generosa con un designio más maravilloso y duradero. Por eso Hernest Hello llegó a decir: “Señor, la tristeza es el recuerdo que conservo de mí mismo; la alegría, el recuerdo que conservo de Ti”
Y de aquí que la alegría sea una virtud tan cristiana, porque, si es verdadera, no puede tener otra fuente que Dios, y la fuerza y el poder de aquella simple sonrisa se encuentran fundados en Él. El cristiano, si es sincero, no puede ni debe ser un hombre triste: es como una contradicción. Sabemos que Cristo estuvo triste en Getsemaní, pero fue precisamente cuando sentía que su Padre estaba lejos. En cambio, pasó su vida pública transmitiendo alegría los cojos, a los ciegos, a los endemoniados y a las pecadoras. Los únicos que no la recibieron fueron quienes no la aceptaron.
Quizá usted, leyendo este artículo ha tomado también una decisión: la de pertenecer a ese grupo oculto de personas que mantienen la esperanza en el mundo; la de formar parte de aquellos que con un simple gesto transmiten su felicidad y a Dios. Su sonrisa vale mucho más que mil libros, mil discursos o programas televisivos, porque es capaz de abrir una puerta a la eternidad en medio de los avatares del tiempo. Su sonrisa será capaz de decir a los hombres con un simple gesto, aquello que Dostoievski escribía hace muchos años en los Hermanos Karamazov: “Amigos, no pidáis a Dios el dinero, el triunfo o el poder. Pedidle lo único importante: la alegría”.
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Fuente: GAMA - Virtudes y valores
Una sonrisa es, sí, símbolo de alegría. Y la alegría es capaz de transformarlo todo. Es como un tesoro inacabable que, mientras más da, más se llena. Quien muestra una sonrisa transpira alegría, atrae y nunca deja las cosas igual. Todos queremos, es más, buscamos, estar con quien nos anima y estimula. Puede ser que la vida nos trate mal, pero el estar con personas alegres es siempre un rellano en la montaña de la vida. Y cuando esas personas se apartan, dejan un hueco profundo en el alma y se van de la historia dejando en herencia un mundo mejor.
Y es que no se trata de una alegría hueca, como un globo que apenas toca la punta de un alfiler y explota. Me refiero a esa alegría llena, profunda, cuyas fuentes son más hondas que las distracciones o el placer. Estos a lo mucho tienen como fruto una carcajada, cuando no se quedan en una risa de apariencia y falsedad.
La alegría no es tampoco mero optimismo, es decir, espera insegura de que las cosas irán mejor. La alegría se teje con otra tela: la de la fidelidad a uno mismo. Es alegre quien se conoce, se acepta y busca mejorar en todo. La doblez, el querer al mismo tiempo ser y no ser lo que se es causa la amargura y la tristeza. La persona alegre no niega sus limitaciones ni se tapa los ojos ante las dificultades de la vida; las acepta, las afronta, las sufre, pero jamás, nunca, se traiciona a sí misma: tiene esperanza.
Y esta esperanza no le viene sólo de ella misma o de sus ganas de progresar. Es alegría que se transforma en “en-tusiasmo”: fruto de haberse en-diosado, embebido, permeado de Dios. Por eso es tan profunda, porque sólo Él sabe su causa verdadera, que muchas veces se confunde entre el dolor, el sacrificio y la negación a uno mismo, tratando de ser generosa con un designio más maravilloso y duradero. Por eso Hernest Hello llegó a decir: “Señor, la tristeza es el recuerdo que conservo de mí mismo; la alegría, el recuerdo que conservo de Ti”
Y de aquí que la alegría sea una virtud tan cristiana, porque, si es verdadera, no puede tener otra fuente que Dios, y la fuerza y el poder de aquella simple sonrisa se encuentran fundados en Él. El cristiano, si es sincero, no puede ni debe ser un hombre triste: es como una contradicción. Sabemos que Cristo estuvo triste en Getsemaní, pero fue precisamente cuando sentía que su Padre estaba lejos. En cambio, pasó su vida pública transmitiendo alegría los cojos, a los ciegos, a los endemoniados y a las pecadoras. Los únicos que no la recibieron fueron quienes no la aceptaron.
Quizá usted, leyendo este artículo ha tomado también una decisión: la de pertenecer a ese grupo oculto de personas que mantienen la esperanza en el mundo; la de formar parte de aquellos que con un simple gesto transmiten su felicidad y a Dios. Su sonrisa vale mucho más que mil libros, mil discursos o programas televisivos, porque es capaz de abrir una puerta a la eternidad en medio de los avatares del tiempo. Su sonrisa será capaz de decir a los hombres con un simple gesto, aquello que Dostoievski escribía hace muchos años en los Hermanos Karamazov: “Amigos, no pidáis a Dios el dinero, el triunfo o el poder. Pedidle lo único importante: la alegría”.
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Fuente: GAMA - Virtudes y valores
El Bautismo abre el cielo / Autor: Benedicto XVI
Intervención antes de rezar la oración mariana del Ángelus
Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI después de haber administrado el sacramento del Bautismo en la Capilla Sixtina a 13 niños y antes de rezar la oración mariana del Ángelus.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Con la fiesta de hoy, el Bautismo de Jesús, concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. El Niño, a quien desde Oriente fueron a adorar los Magos en Belén ofreciéndole dones simbólicos, se presenta ahora en edad adulta, en el momento en el que es bautizado en el río Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mateo 3, 13). El Evangelio observa que cuando Jesús recibió el bautismo, salió agua, se abrieron los cielos y descendió sobre él el Espíritu Santo como una paloma (Cf. Mateo 3,16). Se escuchó entonces una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mateo 3, 17).
Fue su primera manifestación pública, después de unos treinta años de vida escondida en Nazaret. Fueron testigos oculares del acontecimiento, además del Bautista, sus discípulos, algunos de los cuales se convirtieron entonces en seguidores de Cristo (Cf. Juan 1, 35-40). Se trató al mismo tiempo de una «cristofanía» y de una «teofanía»: ante todo, Jesús se manifestó como el «Cristo», término griego para traducir el hebreo «Mesías», que significa «ungido»: no fue ungido con el aceite, como era el caso de los reyes y sumos sacerdotes de Israel, sino más bien con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, junto al Hijo de Dios, aparecieron los signos del Espíritu Santo y del Padre celestial.
¿Cuál es el significado de este hecho que Jesús quiso realizar --a pesar de la resistencia del Bautista-- para obedecer a la voluntad del Padre (Cf. Mateo 3, 14-15)? El sentido profundo emergerá sólo al final de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección. Al hacerse bautizar por Juan junto a los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como el Cordero de Dios que «quita» el pecado del mundo (Cf. Juan 1, 29). Tarea que llevó a cumplimiento en la cruz, cuando recibió también su «bautismo» (Cf. Lucas 12, 50).
De hecho, al morir, se «sumergió» en el amor del Padre y difundió el Espíritu Santo para que los creyentes en Él pudieran renacer gracias a ese manantial inagotable de vida nueva y eterna. Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarnos en el Espíritu Santo para liberarnos de la esclavitud de la muerte y «abrirnos el cielo», es decir, el acceso a la vida auténtica y plena, que será «sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría» (Spe salvi, 12).
Es lo que les ha sucedido también a los trece niños a quienes he administrado el sacramento del Bautismo esta mañana en la Capilla Sixtina. Invocamos para ellos y para sus familiares la maternal protección de María santísima. Y rezamos por todos los cristianos para que puedan comprender cada vez más el don del Bautismo y se comprometan a vivir con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
[Después del Ángelus el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En italiano, dijo:]
Hoy se celebra la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que este año centra su atención en los jóvenes emigrantes. De hecho, muchos jóvenes por diferentes motivos tienen que vivir lejos de sus familias y países. Corren particular riesgo las muchachas y los menores. Algunos niños adolescentes han nacido y crecido en campos de refugiados: ¡también ellos tienen derecho a un futuro! Manifiesto mi aprecio a cuantos se comprometen a favor de los jóvenes refugiados, de sus familias y de su integración laboral y escolar.
Invito a las comunidades eclesiales a acoger con simpatía a los jóvenes y a los más pequeños, junto con sus padres, tratando de comprender sus historias y de favorecer la integración. Queridos jóvenes emigrantes: comprometeos por construir junto a vuestros coetáneos una sociedad más justa y fraterna, cumpliendo con vuestros deberes, respetando las leyes y no dejándoos llevar nunca por la violencia. Os encomiendo a todos vosotros a María, Madre de toda la humanidad.
[En español, dijo:]
Dirijo mi cordial saludo a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, especialmente a los fieles provenientes de las diócesis de Asidonia-Jerez y Cádiz y Ceuta. Con este Domingo se termina el tiempo litúrgico de Navidad y Epifanía. En la fiesta del Bautismo del Señor que hoy se celebra, la Iglesia invita a sus hijos, renacidos del agua y del Espíritu Santo, a que perseveren en la escucha de la Palabra de Cristo, el Unigénito de Dios Padre, en el fiel cumplimiento de la voluntad divina y en el testimonio de la caridad. ¡Muchas gracias!
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[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]
Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI después de haber administrado el sacramento del Bautismo en la Capilla Sixtina a 13 niños y antes de rezar la oración mariana del Ángelus.
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Queridos hermanos y hermanas:
Con la fiesta de hoy, el Bautismo de Jesús, concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. El Niño, a quien desde Oriente fueron a adorar los Magos en Belén ofreciéndole dones simbólicos, se presenta ahora en edad adulta, en el momento en el que es bautizado en el río Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mateo 3, 13). El Evangelio observa que cuando Jesús recibió el bautismo, salió agua, se abrieron los cielos y descendió sobre él el Espíritu Santo como una paloma (Cf. Mateo 3,16). Se escuchó entonces una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mateo 3, 17).
Fue su primera manifestación pública, después de unos treinta años de vida escondida en Nazaret. Fueron testigos oculares del acontecimiento, además del Bautista, sus discípulos, algunos de los cuales se convirtieron entonces en seguidores de Cristo (Cf. Juan 1, 35-40). Se trató al mismo tiempo de una «cristofanía» y de una «teofanía»: ante todo, Jesús se manifestó como el «Cristo», término griego para traducir el hebreo «Mesías», que significa «ungido»: no fue ungido con el aceite, como era el caso de los reyes y sumos sacerdotes de Israel, sino más bien con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, junto al Hijo de Dios, aparecieron los signos del Espíritu Santo y del Padre celestial.
¿Cuál es el significado de este hecho que Jesús quiso realizar --a pesar de la resistencia del Bautista-- para obedecer a la voluntad del Padre (Cf. Mateo 3, 14-15)? El sentido profundo emergerá sólo al final de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección. Al hacerse bautizar por Juan junto a los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como el Cordero de Dios que «quita» el pecado del mundo (Cf. Juan 1, 29). Tarea que llevó a cumplimiento en la cruz, cuando recibió también su «bautismo» (Cf. Lucas 12, 50).
De hecho, al morir, se «sumergió» en el amor del Padre y difundió el Espíritu Santo para que los creyentes en Él pudieran renacer gracias a ese manantial inagotable de vida nueva y eterna. Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarnos en el Espíritu Santo para liberarnos de la esclavitud de la muerte y «abrirnos el cielo», es decir, el acceso a la vida auténtica y plena, que será «sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría» (Spe salvi, 12).
Es lo que les ha sucedido también a los trece niños a quienes he administrado el sacramento del Bautismo esta mañana en la Capilla Sixtina. Invocamos para ellos y para sus familiares la maternal protección de María santísima. Y rezamos por todos los cristianos para que puedan comprender cada vez más el don del Bautismo y se comprometan a vivir con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
[Después del Ángelus el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En italiano, dijo:]
Hoy se celebra la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que este año centra su atención en los jóvenes emigrantes. De hecho, muchos jóvenes por diferentes motivos tienen que vivir lejos de sus familias y países. Corren particular riesgo las muchachas y los menores. Algunos niños adolescentes han nacido y crecido en campos de refugiados: ¡también ellos tienen derecho a un futuro! Manifiesto mi aprecio a cuantos se comprometen a favor de los jóvenes refugiados, de sus familias y de su integración laboral y escolar.
Invito a las comunidades eclesiales a acoger con simpatía a los jóvenes y a los más pequeños, junto con sus padres, tratando de comprender sus historias y de favorecer la integración. Queridos jóvenes emigrantes: comprometeos por construir junto a vuestros coetáneos una sociedad más justa y fraterna, cumpliendo con vuestros deberes, respetando las leyes y no dejándoos llevar nunca por la violencia. Os encomiendo a todos vosotros a María, Madre de toda la humanidad.
[En español, dijo:]
Dirijo mi cordial saludo a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, especialmente a los fieles provenientes de las diócesis de Asidonia-Jerez y Cádiz y Ceuta. Con este Domingo se termina el tiempo litúrgico de Navidad y Epifanía. En la fiesta del Bautismo del Señor que hoy se celebra, la Iglesia invita a sus hijos, renacidos del agua y del Espíritu Santo, a que perseveren en la escucha de la Palabra de Cristo, el Unigénito de Dios Padre, en el fiel cumplimiento de la voluntad divina y en el testimonio de la caridad. ¡Muchas gracias!
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[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]
Celebremos el Tiempo Ordinario / Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Ordinario no significa de poca importancia, anodino, insulso, incoloro. Sencillamente, con este nombre se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad con su preparación y su prolongación.
Es el tiempo más antiguo de la organización del año cristiano. Y además, ocupa la mayor parte del año: 33 ó 34 semanas, de las 52 que hay.
El Tiempo Ordinario tiene su gracia particular que hay que pedir a Dios y buscarla con toda la ilusión de nuestra vida: así como en este Tiempo Ordinario vemos a un Cristo ya maduro, responsable ante la misión que le encomendó su Padre, le vemos crecer en edad, sabiduría y gracia delante de Dios su Padre y de los hombres, le vemos ir y venir, desvivirse por cumplir la Voluntad de su Padre, brindarse a los hombres…así también nosotros en el Tiempo Ordinario debemos buscar crecer y madurar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, y sobre todo, cumplir con gozo la Voluntad Santísima de Dios. Esta es la gracia que debemos buscar e implorar de Dios durante estas 33 semanas del Tiempo Ordinario.
Crecer. Crecer. Crecer. El que no crece, se estanca, se enferma y muere. Debemos crecer en nuestras tareas ordinarias: matrimonio, en la vida espiritual, en la vida profesional, en el trabajo, en el estudio, en las relaciones humanas. Debemos crecer también en medio de nuestros sufrimientos, éxitos, fracasos. ¡Cuántas virtudes podemos ejercitar en todo esto! El Tiempo Ordinario se convierte así en un gimnasio auténtico para encontrar a Dios en los acontecimientos diarios, ejercitarnos en virtudes, crecer en santidad…y todo se convierte en tiempo de salvación, en tiempo de gracia de Dios. ¡Todo es gracia para quien está atento y tiene fe y amor!
El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.
Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y el bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta el Adviento.
Les invito a aprovechar este Tiempo Ordinario con gran fervor, con esperanza, creciendo en las virtudes teologales. Es tiempo de gracia y salvación. Encontraremos a Dios en cada rincón de nuestro día. Basta tener ojos de fe para descubrirlo, no vivir miopes y encerrados en nuestro egoísmo y problemas. Dios va a pasar por nuestro camino. Y durante este tiempo miremos a ese Cristo apóstol, que desde temprano ora a su Padre, y después durante el día se desvive llevando la salvación a todos, terminando el día rendido a los pies de su Padre, que le consuela y le llena de su infinito amor, de ese amor que al día siguiente nos comunicará a raudales. Si no nos entusiasmamos con el Cristo apóstol, lleno de fuerza, de amor y vigor…¿con quién nos entusiasmaremos?
Cristo, déjanos acompañarte durante este Tiempo Ordinario, para que aprendamos de ti a cómo comportarnos con tu Padre, con los demás, con los acontecimientos prósperos o adversos de la vida. Vamos contigo, ¿a quién temeremos? Queremos ser santos para santificar y elevar a nuestro mundo.
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Fuente: Catholic.net
Es el tiempo más antiguo de la organización del año cristiano. Y además, ocupa la mayor parte del año: 33 ó 34 semanas, de las 52 que hay.
El Tiempo Ordinario tiene su gracia particular que hay que pedir a Dios y buscarla con toda la ilusión de nuestra vida: así como en este Tiempo Ordinario vemos a un Cristo ya maduro, responsable ante la misión que le encomendó su Padre, le vemos crecer en edad, sabiduría y gracia delante de Dios su Padre y de los hombres, le vemos ir y venir, desvivirse por cumplir la Voluntad de su Padre, brindarse a los hombres…así también nosotros en el Tiempo Ordinario debemos buscar crecer y madurar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, y sobre todo, cumplir con gozo la Voluntad Santísima de Dios. Esta es la gracia que debemos buscar e implorar de Dios durante estas 33 semanas del Tiempo Ordinario.
Crecer. Crecer. Crecer. El que no crece, se estanca, se enferma y muere. Debemos crecer en nuestras tareas ordinarias: matrimonio, en la vida espiritual, en la vida profesional, en el trabajo, en el estudio, en las relaciones humanas. Debemos crecer también en medio de nuestros sufrimientos, éxitos, fracasos. ¡Cuántas virtudes podemos ejercitar en todo esto! El Tiempo Ordinario se convierte así en un gimnasio auténtico para encontrar a Dios en los acontecimientos diarios, ejercitarnos en virtudes, crecer en santidad…y todo se convierte en tiempo de salvación, en tiempo de gracia de Dios. ¡Todo es gracia para quien está atento y tiene fe y amor!
El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.
Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y el bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta el Adviento.
Les invito a aprovechar este Tiempo Ordinario con gran fervor, con esperanza, creciendo en las virtudes teologales. Es tiempo de gracia y salvación. Encontraremos a Dios en cada rincón de nuestro día. Basta tener ojos de fe para descubrirlo, no vivir miopes y encerrados en nuestro egoísmo y problemas. Dios va a pasar por nuestro camino. Y durante este tiempo miremos a ese Cristo apóstol, que desde temprano ora a su Padre, y después durante el día se desvive llevando la salvación a todos, terminando el día rendido a los pies de su Padre, que le consuela y le llena de su infinito amor, de ese amor que al día siguiente nos comunicará a raudales. Si no nos entusiasmamos con el Cristo apóstol, lleno de fuerza, de amor y vigor…¿con quién nos entusiasmaremos?
Cristo, déjanos acompañarte durante este Tiempo Ordinario, para que aprendamos de ti a cómo comportarnos con tu Padre, con los demás, con los acontecimientos prósperos o adversos de la vida. Vamos contigo, ¿a quién temeremos? Queremos ser santos para santificar y elevar a nuestro mundo.
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Fuente: Catholic.net
domingo, 13 de enero de 2008
La visita diaría a Jesús Sacramentado / Autor: P. Ángel Peña Benito, O.A.R.
Antes era el hombre quien esperaba a Dios, ahora resulta que es Dios quien espera al hombre y éste ni se entera. Por eso, no te pierdas la visita diaria a Jesús. "La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo Nuestro Señor" (Cat 1418). Y la Iglesia concede una indulgencia plenaria al fiel que visite a Jesús para adorarlo en la Eucaristía, durante media hora.
¡Cuántas bendiciones traerá a tu vida la visita diaria a Jesús! Si la haces en la mañana, antes de ir al trabajo, será como un acumulador eléctrico, pues durante todo el día te irradiará amor, paz y alegría. ¡Llénate de energías por la mañana delante del Santísimo! Y si vas por la noche, después de un día de trabajo agotador, entonces te parecerá que se abre una válvula de escape, que te relajará de tus tensiones y así te apaciguará y te dará tranquilidad para dormir mejor.
¿Acaso es demasiado pedir que todos los días visites a tu Dios? ¿No tienes acaso nada que agradecerle en este día?, ¿nada, nada? Visitar a Jesús Sacramentado cada día es exponer nuestra alma enfermiza y anémica a la irradiación invisible de su amor. De este modo, nuestra alma comenzará a renovarse con una nueva vitalidad, florecerá como en primavera y brotará con vigor la alegría y la paz dentro del corazón.
"Jesús es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros para siempre. Cuando se tiene esta fe en su presencia real, ¡Qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores! ¡Qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía" (Juan Pablo II, Lima 15-5-88). S. Alfonso María de Ligorio escribió su famoso libro "Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima", que ha superado las dos mil ediciones y dice así: "¿Dónde tomaron las almas santas más bellas resoluciones que al pie del Santísimo Sacramento? ¡Y quién sabe si tú resolverás las tuyas al darte del todo a Dios ante este sacramento! ¡Qué ventura es conversar amorosamente con el Señor que, sobre el altar, está rogando por nosotros al Eterno Padre, ardiendo en llamas de amor! Este amor es quien lo hace permanecer escondido, desconocido y hasta despreciado de los hombres. Pero ¿a qué más palabras? Gustad y ved".
"Venid y veréis" (Jn 1,39). Pero alguno me dirá: es que las Iglesias están cerradas. Ciertamente, que esto ocurre con demasiada frecuencia. ¡Cuántas bendiciones y gracias se pierden así para la persona y para sus familias, para la Iglesia y para el mundo en general, porque los fieles no tienen facilidad para visitar a Jesús! "La visita al Santísimo Sacramento es un gran tesoro de la fe católica... Y todo acto de reverencia, toda genuflexión que hacéis delante del Santísimo Sacramento es importante, porque es un acto de fe en Cristo, un acto de amor a Cristo.
Y cada señal de la cruz, cada gesto de respeto hecho todas las veces que pasáis ante una iglesia, es también un acto de fe. Que Dios os conserve esta fe en el Santísimo Sacramento" (Juan Pablo II, homilía en Dublin, 29-9-79). El Papa Pío XII en la encíclica Mediator Dei pide que "los templos estén abiertos lo más posible para que los fieles, cada vez más numerosos, llamados a los pies de Nuestro Salvador; escuchen su dulce invitación: "Venid a mí todos los que estáis agobiados y sobre cargados que yo os aliviaré". Y el canon 937 ordena que "la Iglesia en que está reservada la Santísima Eucaristía debe quedar abierta a los fieles, por lo menos algunas horas al día, a no ser que obste una razón grave, para que puedan hacer oración ante el Santísimo Sacramento" Esto mismo se dice en la Instrucción Eucharisticum mysterium y en el Ritual de la Eucaristía.
¡Cuántas bendiciones traerá a tu vida la visita diaria a Jesús! Si la haces en la mañana, antes de ir al trabajo, será como un acumulador eléctrico, pues durante todo el día te irradiará amor, paz y alegría. ¡Llénate de energías por la mañana delante del Santísimo! Y si vas por la noche, después de un día de trabajo agotador, entonces te parecerá que se abre una válvula de escape, que te relajará de tus tensiones y así te apaciguará y te dará tranquilidad para dormir mejor.
¿Acaso es demasiado pedir que todos los días visites a tu Dios? ¿No tienes acaso nada que agradecerle en este día?, ¿nada, nada? Visitar a Jesús Sacramentado cada día es exponer nuestra alma enfermiza y anémica a la irradiación invisible de su amor. De este modo, nuestra alma comenzará a renovarse con una nueva vitalidad, florecerá como en primavera y brotará con vigor la alegría y la paz dentro del corazón.
"Jesús es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros para siempre. Cuando se tiene esta fe en su presencia real, ¡Qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores! ¡Qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía" (Juan Pablo II, Lima 15-5-88). S. Alfonso María de Ligorio escribió su famoso libro "Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima", que ha superado las dos mil ediciones y dice así: "¿Dónde tomaron las almas santas más bellas resoluciones que al pie del Santísimo Sacramento? ¡Y quién sabe si tú resolverás las tuyas al darte del todo a Dios ante este sacramento! ¡Qué ventura es conversar amorosamente con el Señor que, sobre el altar, está rogando por nosotros al Eterno Padre, ardiendo en llamas de amor! Este amor es quien lo hace permanecer escondido, desconocido y hasta despreciado de los hombres. Pero ¿a qué más palabras? Gustad y ved".
"Venid y veréis" (Jn 1,39). Pero alguno me dirá: es que las Iglesias están cerradas. Ciertamente, que esto ocurre con demasiada frecuencia. ¡Cuántas bendiciones y gracias se pierden así para la persona y para sus familias, para la Iglesia y para el mundo en general, porque los fieles no tienen facilidad para visitar a Jesús! "La visita al Santísimo Sacramento es un gran tesoro de la fe católica... Y todo acto de reverencia, toda genuflexión que hacéis delante del Santísimo Sacramento es importante, porque es un acto de fe en Cristo, un acto de amor a Cristo.
Y cada señal de la cruz, cada gesto de respeto hecho todas las veces que pasáis ante una iglesia, es también un acto de fe. Que Dios os conserve esta fe en el Santísimo Sacramento" (Juan Pablo II, homilía en Dublin, 29-9-79). El Papa Pío XII en la encíclica Mediator Dei pide que "los templos estén abiertos lo más posible para que los fieles, cada vez más numerosos, llamados a los pies de Nuestro Salvador; escuchen su dulce invitación: "Venid a mí todos los que estáis agobiados y sobre cargados que yo os aliviaré". Y el canon 937 ordena que "la Iglesia en que está reservada la Santísima Eucaristía debe quedar abierta a los fieles, por lo menos algunas horas al día, a no ser que obste una razón grave, para que puedan hacer oración ante el Santísimo Sacramento" Esto mismo se dice en la Instrucción Eucharisticum mysterium y en el Ritual de la Eucaristía.
viernes, 11 de enero de 2008
Temores y esperanzas ante el año nuevo / Autor: Felipe Arizmendi Esquivel
VER
Al iniciar un nuevo año, nos preguntamos: ¿Qué pasará? ¿Habrá cambios significativos, a nivel personal, familiar, político, económico, social y eclesial? ¿Todo seguirá igual? ¿La situación será mejor, o peor? ¿Dios nos concederá un año más de vida? ¿Gozaremos de salud, o las enfermedades aumentarán? ¿Habrá trabajo? ¿Alcanzará el dinero? ¿Qué será de los hijos? Estas y muchas otras expectativas se nos presentan a la mayoría de las personas.
Hay quienes nada esperan, por pasividad y resignación, por desconfianza y desilusión, o porque se sienten fracasados y sin esperanza. Se hunden en la sensación de que están solos, de que todo les sale mal, de que no valen, de que no tiene sentido luchar, ni siquiera vivir. Les parece que todos los días son iguales y que son inútiles los buenos propósitos. Son hipercríticos de todo, nada les parece bien y se amargan la existencia. No confían en nada ni en nadie; ni en sí mismos. Viven sin esperanza, sin sentido, sin amor.
JUZGAR
El Papa Benedicto XVI, atento a los gozos y esperanzas del mundo actual, acaba de enviarnos su segunda Carta Encíclica, recordando lo que nuestra fe ofrece al mundo: esperanza. Basándose en lo que dice san Pablo a los Romanos (Rm 8,24), que "en esperanza fuimos salvados", afirma: "Según la fe cristiana, la redención, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?" (1).
El mismo Papa responde: "Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza" (3). "Jesucristo nos ha redimido. Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana causa primera del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: ‘Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí' (Ga 2,20). (6). "El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (2).
En efecto, nuestra fe no nos enajena con deseos etéreos. El Dios en quien creemos, manifestado en Cristo, es realista: nos ayuda a afrontar las situaciones concretas, personales y sociales. Nos lanza a cambiar lo que es injusto, a combatir la mentira y la muerte; sin embargo, no nos encierra en límites exclusivamente materiales, sino que nos abre a la trascendencia de otro mundo mejor, aquí y ahora, y más allá del tiempo. Esa es nuestra esperanza, que supera la amargura de quienes todo lo ven con desconfianza.
Dice el Papa: "Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida. La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento. Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente vida" (27).
ACTUAR
Los cristianos tenemos un tesoro, que es nuestra fe, y que nos da la seguridad de que Dios nos ama, que la vida tiene sentido por el amor de Dios hacia nosotros y por el amor que damos y recibimos a nuestro alrededor. Esta fe nos da esperanza, porque nos proyecta a luchar por construir un mundo mejor, sin amargarnos porque los gobiernos y los sistemas sociales, políticos y económicos no cambian, y sin dejar que todo lo resuelva Dios. Esta es la esperanza que deseamos compartir al mundo.
+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas
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Fuente: El Observador
Al iniciar un nuevo año, nos preguntamos: ¿Qué pasará? ¿Habrá cambios significativos, a nivel personal, familiar, político, económico, social y eclesial? ¿Todo seguirá igual? ¿La situación será mejor, o peor? ¿Dios nos concederá un año más de vida? ¿Gozaremos de salud, o las enfermedades aumentarán? ¿Habrá trabajo? ¿Alcanzará el dinero? ¿Qué será de los hijos? Estas y muchas otras expectativas se nos presentan a la mayoría de las personas.
Hay quienes nada esperan, por pasividad y resignación, por desconfianza y desilusión, o porque se sienten fracasados y sin esperanza. Se hunden en la sensación de que están solos, de que todo les sale mal, de que no valen, de que no tiene sentido luchar, ni siquiera vivir. Les parece que todos los días son iguales y que son inútiles los buenos propósitos. Son hipercríticos de todo, nada les parece bien y se amargan la existencia. No confían en nada ni en nadie; ni en sí mismos. Viven sin esperanza, sin sentido, sin amor.
JUZGAR
El Papa Benedicto XVI, atento a los gozos y esperanzas del mundo actual, acaba de enviarnos su segunda Carta Encíclica, recordando lo que nuestra fe ofrece al mundo: esperanza. Basándose en lo que dice san Pablo a los Romanos (Rm 8,24), que "en esperanza fuimos salvados", afirma: "Según la fe cristiana, la redención, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?" (1).
El mismo Papa responde: "Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza" (3). "Jesucristo nos ha redimido. Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana causa primera del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: ‘Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí' (Ga 2,20). (6). "El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (2).
En efecto, nuestra fe no nos enajena con deseos etéreos. El Dios en quien creemos, manifestado en Cristo, es realista: nos ayuda a afrontar las situaciones concretas, personales y sociales. Nos lanza a cambiar lo que es injusto, a combatir la mentira y la muerte; sin embargo, no nos encierra en límites exclusivamente materiales, sino que nos abre a la trascendencia de otro mundo mejor, aquí y ahora, y más allá del tiempo. Esa es nuestra esperanza, que supera la amargura de quienes todo lo ven con desconfianza.
Dice el Papa: "Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida. La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento. Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente vida" (27).
ACTUAR
Los cristianos tenemos un tesoro, que es nuestra fe, y que nos da la seguridad de que Dios nos ama, que la vida tiene sentido por el amor de Dios hacia nosotros y por el amor que damos y recibimos a nuestro alrededor. Esta fe nos da esperanza, porque nos proyecta a luchar por construir un mundo mejor, sin amargarnos porque los gobiernos y los sistemas sociales, políticos y económicos no cambian, y sin dejar que todo lo resuelva Dios. Esta es la esperanza que deseamos compartir al mundo.
+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas
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Fuente: El Observador
Vivamos bien / Autor: Sixto Porras
Vivir bien significa establecer relaciones saludables con uno mismo, con su creador y con nuestros semejantes. Principalmente significa tener paz interior, armonía con el entorno y relaciones satisfactorias. La pregunta que surge es, ¿cómo lograrlo? Reduciendo el ritmo para poder disfrutar de la lluvia al caer, el abrazo de un hijo y la caricia de un abuelo.
Vivir bien no significa ausencia de problemas, o ausencia de dolor, porque no hay día sin noche. Abrazar los principios universales de la sana convivencia es lo que nos permite tener una conciencia tranquila y una mirada clara. Viven bien los que tienen una conciencia transparente. Vivir bien es el compromiso sostenido en el tiempo, en expresiones tales como la fidelidad, el respeto, la capacidad de pagar el precio implícito por amar, perdonar y permanecer.
Estos compromisos requieren esfuerzo y dedicación pero que al final son los que nos otorgan una mejor calidad de vida y paz interior. El vivir bien no lo determina cuánto salario gano, dónde vivo, en qué lugar estudian mis hijos. Lo determina cuánto valoro lo que tengo, cuánto disfruto el amor de los que amo, cuánto tiempo invierto en compartir con mis amigos, cuánto aprecio mi trabajo, cuánto entusiasmo transmito a quienes conozco y con quienes vivo; cuán provechosas son las relaciones con mis semejantes, cuán integrado estoy a la comunidad que pertenezco.
Vivo bien cuando me doy la libertar de interpretar mi pasado correctamente, entendiendo que se regresa a él solo para inspirarnos y para entender que debemos dejar ir lo que nos dolió y que ya no existe. Vivir bien se logra perdonando a quienes nos lastimaron, a quienes nos abandonaron, y valorando a quienes hoy están con nosotros, a quienes nos recibieron y nos dieron una mano. Esto posibilita el establecer relaciones satisfactorias con los que hoy me rodean, con mi comunidad, y con mi entorno, porque tengo una relación de valoración mutua, de respeto y cooperación.
Vivir bien es tener equilibrio en la vida, a fin de lograr un mayor bienestar emocional. Es no dejarnos dominar por las bajas pasiones que nos heredan ira, desesperanza y frustración. Es la capacidad de levantarse cuantas veces hayamos caído; es perseverar aunque la noche se haya extendido. Es saber que caminando llegaremos. Es mantener serenidad ante la vida, alegría de vivir y armonía consigo mismo y con el mundo que nos rodea. Sin este equilibrio no hay paz interior.
El Vivir bien se obtiene mediante la capacidad de resolver satisfactoriamente los conflictos. Se da cuando ejercito la habilidad de respetar la opinión de los demás, de generar el espacio para diferir, de pedir perdón si ofendí. De saber que la vida tiene varios colores y formas de ser interpretada. Se vive bien, cuando se adopta una actitud madura ante la vida y renunciamos al capricho demandante.
La armonía con Dios la encuentro cuando me reconcilio con Él por medio de la valentía de reconocer mis errores y pedir perdón de corazón. Perdón que mueve al cambio de actitud, y como consecuencia, tranquilidad de alma. La armonía con nosotros mismos, la conseguimos cuando nos damos la oportunidad de dejar de ver reiteradamente hacia fuera y nos detenemos para enriquecer nuestro diálogo interno.
La armonía con los demás, no la determina el que le caiga bien a todos, ni siquiera que me aprecien, es consecuencia de saber valorar las diferencias, de mantener la distancia correcta, de concentrarme en las virtudes que identifican a quienes me rodean, de perdonar su errores, y de nunca dejar que el agravio se convierta en amargura. Lo determina la capacidad de soltar a quienes han partido, o bien a quienes nos han abandonado.
Es la capacidad de amar a quien me aprecia, y de perdonar a quien me lastima. Mientras un amigo se casaba, pronunció unas palabras a su amada cargadas de sabiduría, él dijo: "Te amaré, porque en el tanto lo haga me acercaré más a Dios y seré feliz, y amaré a Dios, porque en el tanto le ame, más te amaré." En esta frase se expresa uno de los secretos más profundos para determinar vivir a plenitud, elegir amar a quien tengo que amar, decidir vivir en la dirección correcta, elegir tener armonía con lo que soy y lo que tengo.
Vivir bien no significa ausencia de problemas, o ausencia de dolor, porque no hay día sin noche. Abrazar los principios universales de la sana convivencia es lo que nos permite tener una conciencia tranquila y una mirada clara. Viven bien los que tienen una conciencia transparente. Vivir bien es el compromiso sostenido en el tiempo, en expresiones tales como la fidelidad, el respeto, la capacidad de pagar el precio implícito por amar, perdonar y permanecer.
Estos compromisos requieren esfuerzo y dedicación pero que al final son los que nos otorgan una mejor calidad de vida y paz interior. El vivir bien no lo determina cuánto salario gano, dónde vivo, en qué lugar estudian mis hijos. Lo determina cuánto valoro lo que tengo, cuánto disfruto el amor de los que amo, cuánto tiempo invierto en compartir con mis amigos, cuánto aprecio mi trabajo, cuánto entusiasmo transmito a quienes conozco y con quienes vivo; cuán provechosas son las relaciones con mis semejantes, cuán integrado estoy a la comunidad que pertenezco.
Vivo bien cuando me doy la libertar de interpretar mi pasado correctamente, entendiendo que se regresa a él solo para inspirarnos y para entender que debemos dejar ir lo que nos dolió y que ya no existe. Vivir bien se logra perdonando a quienes nos lastimaron, a quienes nos abandonaron, y valorando a quienes hoy están con nosotros, a quienes nos recibieron y nos dieron una mano. Esto posibilita el establecer relaciones satisfactorias con los que hoy me rodean, con mi comunidad, y con mi entorno, porque tengo una relación de valoración mutua, de respeto y cooperación.
Vivir bien es tener equilibrio en la vida, a fin de lograr un mayor bienestar emocional. Es no dejarnos dominar por las bajas pasiones que nos heredan ira, desesperanza y frustración. Es la capacidad de levantarse cuantas veces hayamos caído; es perseverar aunque la noche se haya extendido. Es saber que caminando llegaremos. Es mantener serenidad ante la vida, alegría de vivir y armonía consigo mismo y con el mundo que nos rodea. Sin este equilibrio no hay paz interior.
El Vivir bien se obtiene mediante la capacidad de resolver satisfactoriamente los conflictos. Se da cuando ejercito la habilidad de respetar la opinión de los demás, de generar el espacio para diferir, de pedir perdón si ofendí. De saber que la vida tiene varios colores y formas de ser interpretada. Se vive bien, cuando se adopta una actitud madura ante la vida y renunciamos al capricho demandante.
La armonía con Dios la encuentro cuando me reconcilio con Él por medio de la valentía de reconocer mis errores y pedir perdón de corazón. Perdón que mueve al cambio de actitud, y como consecuencia, tranquilidad de alma. La armonía con nosotros mismos, la conseguimos cuando nos damos la oportunidad de dejar de ver reiteradamente hacia fuera y nos detenemos para enriquecer nuestro diálogo interno.
La armonía con los demás, no la determina el que le caiga bien a todos, ni siquiera que me aprecien, es consecuencia de saber valorar las diferencias, de mantener la distancia correcta, de concentrarme en las virtudes que identifican a quienes me rodean, de perdonar su errores, y de nunca dejar que el agravio se convierta en amargura. Lo determina la capacidad de soltar a quienes han partido, o bien a quienes nos han abandonado.
Es la capacidad de amar a quien me aprecia, y de perdonar a quien me lastima. Mientras un amigo se casaba, pronunció unas palabras a su amada cargadas de sabiduría, él dijo: "Te amaré, porque en el tanto lo haga me acercaré más a Dios y seré feliz, y amaré a Dios, porque en el tanto le ame, más te amaré." En esta frase se expresa uno de los secretos más profundos para determinar vivir a plenitud, elegir amar a quien tengo que amar, decidir vivir en la dirección correcta, elegir tener armonía con lo que soy y lo que tengo.
Respuesta vaticana al drama de los niños del Sida: «El Buen Samaritano» / Autora: Marta Lago
Entrevista al presidente de la Fundación, el cardenal Lozano Barragán
ROMA, enero 2008 (ZENIT.org).- En el mundo dos millones y medio de niños afectados de Sida (el 90% se concentran en África subsahariana) esperan una respuesta que les permita vivir; la Fundación «El Buen Samaritano», con sede en el Vaticano, trabaja como promotor y puente de ayudas que necesitan con carácter permanente y urgente. Los fármacos que les dan esperanza de vida cuestan 12,5 euros al mes.
Así lo confirma su presidente, el cardenal Javier Lozano Barragán, en esta entrevista concedida a Zenit, en la que recuerda el origen de «El Buen Samaritano», constituida por el Papa Karol Wojtyla en 2004 --y confirmada por Benedicto XVI-- con personalidad jurídica pública, canónica y civil.
Su finalidad es el sostenimiento económico de los enfermos más necesitados, con particular atención a los de Sida [en todo el mundo la cifra estimada se aproxima a los 36 millones de casos]. La Fundación está confiada al Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud -la gobierna un Consejo de Administración según sus respectivos estatutos--. Preside ambas realidades el cardenal Lozano Barragán.
Alienta la labor de la Fundación el llamamiento que lanzó Benedicto XVI en vísperas de la Jornada Mundial --del pasado 1 de diciembre-- contra el Sida.
Exhortó «a todas las personas de buena voluntad a multiplicar los esfuerzos para detener la difusión del virus HIV, para contrarrestar el despacio que frecuentemente golpea a los que los afectados y para atender a los enfermos, especialmente cuando aún son niños».
--¿Cómo se gestó «El Buen Samaritano»?
--Cardenal Javier Lozano Barragán: Preguntaron hace bastante tiempo a Juan Pablo II: «¿Qué está haciendo la Iglesia por los enfermos de Sida?». Entonces Juan Pablo II me dijo: «Encárguese usted de responder a ese interrogante». Existe un fondo mundial, el Fondo Global para combatir las enfermedades del Sida, la tuberculosis, la malaria; en aquella época su presidente era un católico, Thomas Thompson. Me dijo que promovían una campaña en todo el mundo, que contaban con unos 15 mil millones de dólares para resolver estos problemas, y propuso que nos ayudáramos recíprocamente. Me pareció adecuado. Dos años después -incluso se había cambiado ya de presidente-- me di cuenta de que el Fondo Global quería todo menos ayudar a la Iglesia católica.
Comprobé que el 27% de las instituciones que se dedican en todo el mundo a atender a los enfermos de Sida son católicas -con el dinero de la caridad--; el 44% pertenece a los gobiernos -instituciones financiadas con los impuestos--, el 11% a Organizaciones No Gubernamentales y un 8% a otras confesiones religiosas.
Las instituciones católicas forman, digamos, el principal «socio», pero no se quiere reconocer, entre otras cosas porque se dice que la Iglesia católica es «promotora» del Sida -una acusación banal- porque no permite el preservativo. Perdí el tiempo dos años detrás del Fondo Global. No conseguía absolutamente nada, a pesar de la buena voluntad de Thomson.
Después recibí otra propuesta: del «Leadership Fund», de parte de los EE. UU., que también se presentaba con unos 15 mil millones de dólares para ayudar a los enfermos de Sida en el mundo. Cuando acudí a Nueva York a ultimar las cosas constaté que se pretendía subordinar en cierta forma la Santa Sede a tal Fondo, no tanto para ayudar a los enfermos como para tener cierto control sobre ese 27% integrado por instituciones católicas. Fue una tergiversación de lo que se me había propuesto anteriormente. Ahí terminó todo.
Junto al cardenal Angelo Sodano, entonces secretario de Estado, me pregunté: si somos unos mil doscientos millones de católicos en el mundo, ¿por qué vamos mendigando ayudas donde no nos las quieren dar? ¿Por qué no fundamos una institución precisamente para ayudar a los enfermos de Sida más necesitados? Planteamos la idea a Juan Pablo II y la aprobó; surgió así «El Buen Samaritano» como Fundación. Y elegimos el nombre «El Buen Samaritano» porque es el que ayuda al enfermo más desprotegido, que es Cristo mismo en último término.
--¿La Fundación «El Buen Samaritano» canaliza toda la ayuda de la Iglesia por los enfermos del Sida?
--Cardenal Javier Lozano Barragán: En absoluto. La Fundación «El Buen Samaritano» promueve, orienta y coordina -hasta cierto punto-- las ayudas que se dan en toda la Iglesia y que brindan diversas organizaciones. Pensemos en el caso de Mozambique, donde está trabajando la Comunidad de San Egidio; allí no entramos. Actuamos donde nadie lo hace. Por eso animamos a las organizaciones de ayuda a los enfermos de Sida; les pedimos que se activen, incluso hasta hacer inoperante «El Buen Samaritano». Y si las organizaciones cubrieran todo, sería magnífico. Nuestra función es subsidiaria. Donde las instituciones no llegan, entonces sí entra la Santa Sede con la Fundación «El Buen Samaritano».
--¿Cómo concreta la Fundación sus objetivos? ¿Cómo detecta las necesidades más apremiantes?
--Cardenal Javier Lozano Barragán: Tenemos una forma peculiar para detectar las necesidades que existen en el mundo. Por un lado contamos con las estadísticas y conocemos los países que registran más enfermos de Sida y sus recursos, también de tipo gubernamental. Y así podemos dirigirnos a los países más pobres. En estos, nuestros interlocutores son los obispos, la Conferencia Episcopal. Les ofrecemos nuestra ayuda y nos confirman cuáles son las necesidades más apremiantes.
Puesto que tenemos pocos fondos, se deben administrar con mucha cautela. Cuando un obispo, por ejemplo, nos propone un caso concreto, le pedimos que se dirija al nuncio: éste debe aprobar la petición y ponerse en contacto con nosotros. Ello facilita mucho el proceso de ayuda; carecemos de burocracia. Los fondos los ingresamos en el «Instituto para las Obras de Religión», el I.O.R. [de la Santa Sede. NdR]. Los nuncios a su vez tienen sus fondos en el I.O.R. Si llega de Ghana la petición de una suma determinada, simplemente hacemos la transferencia de la cuenta de «El Buen Samaritano» a la del nuncio de Ghana. Basta con avisarle por teléfono de que se le ha enviado la suma para utilizarla en la necesidad que indicamos.
De igual forma, al carecer de una cantidad sustancial de fondos, nos dedicamos a suministrar antirretrovirales, o sea, medicinas. En alguna ocasión me han criticado diciendo que lo más importante es la prevención. Y estoy de acuerdo. Pero si, por ejemplo, encuentro a alguien muriéndose en la carretera, no le voy a leer el Código de la Circulación; lo que tengo que hacer es llevarle al hospital inmediatamente. Es lo que procuramos: atender al que está muriéndose; es la máxima prioridad. En el orden lógico, es prioritaria la prevención. En el orden real, es ayudar al que está en situación urgente. Y por eso nos centramos en los antirretrovirales. Si llegado un punto tenemos tales fondos que podemos hasta construir centros para enfermos de Sida, para los huérfanos, será estupendo; pero en este momento nuestros fondos no nos permiten llegar a esas necesidades.
--¿Qué aportaciones integran los fondos de «El Buen Samaritano»?
--Cardenal Javier Lozano Barragán: La fuente es toda la Iglesia católica; solicitamos a todos los países, a todos los episcopados, a todos los fieles, que nos ayuden. Y damos los datos necesarios para hacer llegar sus donativos.
Nosotros somos un puente. De acuerdo con el precio inferior que hemos podido conseguir de un laboratorio -cuyo nombre evito, por razones comerciales--, 217 dólares estadounidenses [unos 150 euros. NdR] por paciente al año, una persona nos hace llegar determinada suma a nuestra cuenta del I.O.R. o la transferimos ahí. Cuando recibimos una petición de determinado lugar --especialmente de África--, esa cantidad la enviamos para cubrir la necesidad específica a través del nuncio; la ayuda se convierte inmediatamente en medicina. El laboratorio del que hablé tienen filiales en muchísimas partes del mundo y el compromiso de darnos el tratamiento por paciente y año. En el lugar de que se trate enviamos a la persona que lo requiere al laboratorio designado o al punto farmacéutico correspondiente. Pedimos a los beneficiados el recibo y comprobamos el uso adecuado de los fondos.
--En líneas generales, ¿en qué se traducen los antirretrovirales para el enfermo?
--Cardenal Javier Lozano Barragán: En la prolongación de la vida. El nuncio en Ghana nos hablaba hace unos meses de un pequeño hospital donde había cincuenta muertos al mes; después de la ayuda de «El Buen Samaritano» con los antirretrovirales se registran solamente dos decesos al mes. Se potencian las defensas del organismo y se gana vida hasta donde el avance de la medicina lo permite.
--En lugar de una Jornada o de una Campaña especial de recogida de donativos, «El Buen Samaritano» sencillamente aprovecha el tiempo de Adviento y de Navidad para una sensibilización. Este año ha alertado especialmente del caso de los niños: ¿son los grandes olvidados del drama del Sida?
--Cardenal Javier Lozano Barragán: Nos estamos fijando en los enfermos de Sida más necesitados, y los más necesitados son los niños. Es tremenda la tragedia de los pequeños huérfanos o ya afectados por el Sida. Recientemente en Uganda, en Kilongo, en la frontera con Sudán, me reuní con una cantidad enorme de personas enfermas de Sida. El superior de la misión del hospital de Kilongo me presentó a cincuenta niños --todos de menos de diez años de edad, todos huérfanos del Sida-- para que les hablara, para infundirles confianza, para enviarles nosotros los medicamentos y que así puedan ir a la escuela y llevar una vida más o menos normal.
El problema de los huérfanos es horrible: los jóvenes padres de estas nuevas generaciones han muerto; ahora los niños pasan a la casa de los abuelos, y estos no tienen capacidad física ni emocional para mantenerlos en todas sus necesidades. No es raro encontrar en una familia diez o quince niños por lo menos. Y los abuelos renuncian a ocuparse más que de dos o tres. «¿Y los demás qué hacen?», pregunté; «¿a la selva?». Pues sí: como los animalitos, y ya se verá qué les sucede.
Estamos ante una tragedia inminente: hay cerca de dos millones y medio de niños huérfanos y afectados de Sida en África en este momento.
Los donativos que recibimos proceden de católicos; también se suman personas de buena voluntad. Tampoco nosotros preguntamos a un enfermo cuál es su credo para ayudarle.
No se trata de campañas con un plazo determinado. Igual que, desgraciadamente, no hay una fecha para contagiarse de Sida, tampoco hay una fecha para recibir ayudas. El contagio es crónico, permanente. Así que la ayuda también debería ser crónica, permanente.
---------------------------------------------
Formas de envío de donativos a la Fundación «El Buen Samaritano» en cualquier momento del año:
-- Cheque Bancario Internacional a nombre de: «Cardenal Javier Lozano Barragán, presidente de la Fundación El Buen Samaritano, Ciudad del Vaticano».
-- Transferencia bancaria a la cuenta corriente del «Instituto per le Opere di Religione - I.O.R.» de la Santa Sede a nombre de la «Fundación El Buen Samaritano, Ciudad del Vaticano»: cuenta nº 14825.008 (para donativos en euros); cuenta nº 14825.007 (para donativos en dólares estadounidenses).
La recepción, estudio y aprobación de proyectos de ayuda en este campo competen al Consejo de Administración de la Fundación «El Buen Samaritano», cuya sede está en el
Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud (http://www.healthpastoral.org/)
Palazzo S. Paolo
00120 Ciudad del Vaticano
Teléfono: +39.06.69883138
Fax: +39.06.6988.3139
E-mail: goodsamaritan@hlthwork.va ;
opersanit@hlthwork.va
Las oficinas está situadas en:
Via della Conciliazione, 3
00193 Roma
jueves, 10 de enero de 2008
Tu dignidad / Autor: P. Jesús Higueras
"En aquel tiempo fue Jesús desde Galilea al río Jordán, a donde estaba Juan, para que este le bautizase. Al principio, Juan se resistió diciendole:
–Yo tendría que ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?
Jesús le contestó:
–Déjalo así por ahora, pues es conveniente que cumplamos todo lo que es justo delante de Dios.
Entonces Juan consintió. Jesús, una vez bautizado, salió del agua. En esto el cielo se abrió, y Jesús vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como una paloma. Y se oyó una voz del cielo, que decía: “Este es mi Hijo amado, a quien he elegido.”" Mt 3, 13-17
Todos sabemos que Cristo no tenía ninguna necesidad de recibir el Bautismo. Sin embargo quiso aprovechar esa circunstancia, no solamente para darnos un ejemplo de humildad, sino que sirvió también como manifestación de la Trinidad, con la voz del Padre, la presencia del Espíritu, para darnos a entender que el Bautismo realiza la habilitación de la Trinidad en todo aquél que recibe el agua salvadora y sobre el cual es pronunciada esa frase maravillosa: “Este es mi Hijo amado, éste es mi predilecto”.
Hoy que celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, es un día para que todos recordemos y agradezcamos ése sacramento del Bautismo que recibimos muchos de nosotros en nuestra infancia, como el mejor de los regalos que nuestros padres y nuestra madre la Iglesia nos pudo hacer al comenzar la vida.
Valorar el Bautismo, es ser consciente que se sembró en nosotros una semilla, que si la cultivamos y la cuidamos, crecerá y se hará un gran árbol que dará frutos de vida, que alimentarán a los demás.
Cuando uno piensa que el apóstol San Pablo a los primeros cristianos les llamaba “los santos”, porque al estar bautizados era consciente de que esa semilla de santidad ha sido puesta ya en el corazón de los hombres, así también nosotros deberíamos respetarnos y llamarnos unos a otros “los santos”, porque esa santidad de Dios reposa en nuestra alma. Hemos sido constituidos templo de la Trinidad, y tenemos que saber ser templo abierto, para que los demás, al tratar con nosotros, puedan tratar con el mismo Dios. Qué desolador es encontrar las Iglesias cerradas cuando uno tiene necesidad de encontrarse con su Dios. Qué gusto da cuando uno encuentra una Iglesia abierta para poder rezar y hablar con su Señor. Así, igual de desolador, es encontrarse al cristiano con las puertas cerradas, que no quiere transmitir a Dios, que no quiere transmitir a nada, sino que está encerrado en sí mismo. Por eso, tener las puertas y las ventanas abiertas para que los demás puedan entrar, participar en nuestra intimidad, y poder dejar ellos también su intimidad en nuestro corazón, de algún modo es querer vivir ése Bautismo, y querer que los demás puedan percibir los frutos de ese Bautismo, que están en nosotros.
¡Cuánto don ha sido puesto en nuestras vidas! Cuanto mimo y cuanto cariño ha puesto Dios en nuestra historia, aunque nosotros muchas veces percibimos solamente lo negativo, y olvidemos que Dios con su gracia nos hizo imagen de su hijo Jesucristo. Toda la fuerza del Espíritu Santo está en nosotros, y somos los hijos predilectos del Padre.
El Bautismo nos tiene que ayudar a vivir esa filiación divina que es saber agradecer al Padre que nos ha dado todo; nos ha dado la vida, la fe, la familia y tantas cosas. Por eso Dios mío, que sea muy consciente de la dignidad tan grande que yo tengo. Decía el Papa San León Magno: “Reconoce cristiano tu dignidad”. Que seas consciente de quién eres, y que la dignidad ha querido reposar en ti y morar en ti. Aunque a ti te parezca que eres una basura y que eres lo peor del mundo, a Dios no le importa ni te hace ascos. Comprende que en medio de esa fragilidad tuya, está Dios habitando dentro de ti. Cuando busques a Dios, lo buscarás en el Cielo, y estará. Lo buscarás en las Iglesias, especialmente en el Sagrario, y estará. Pero sobre todo búscalo en el fondo de tu alma, búscalo en ese santuario que quedó edificado desde el día de tu Bautismo, y ahí podrás encontrarte con tu Dios, disfrutar de Él, y gozar de un Dios que se llamó Enmanuel, es decir, Dios siempre con nosotros.
Ojalá que hoy todos los cristianos queramos renovar ese sacramento bendito que es la fuente de todas las gracias, que sepamos vivir en ese templo que somos de Dios, y que queramos allí, no solamente encontrarnos con Él, sino hacer que los demás se encuentren con Él en nosotros.
–Yo tendría que ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?
Jesús le contestó:
–Déjalo así por ahora, pues es conveniente que cumplamos todo lo que es justo delante de Dios.
Entonces Juan consintió. Jesús, una vez bautizado, salió del agua. En esto el cielo se abrió, y Jesús vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como una paloma. Y se oyó una voz del cielo, que decía: “Este es mi Hijo amado, a quien he elegido.”" Mt 3, 13-17
Todos sabemos que Cristo no tenía ninguna necesidad de recibir el Bautismo. Sin embargo quiso aprovechar esa circunstancia, no solamente para darnos un ejemplo de humildad, sino que sirvió también como manifestación de la Trinidad, con la voz del Padre, la presencia del Espíritu, para darnos a entender que el Bautismo realiza la habilitación de la Trinidad en todo aquél que recibe el agua salvadora y sobre el cual es pronunciada esa frase maravillosa: “Este es mi Hijo amado, éste es mi predilecto”.
Hoy que celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, es un día para que todos recordemos y agradezcamos ése sacramento del Bautismo que recibimos muchos de nosotros en nuestra infancia, como el mejor de los regalos que nuestros padres y nuestra madre la Iglesia nos pudo hacer al comenzar la vida.
Valorar el Bautismo, es ser consciente que se sembró en nosotros una semilla, que si la cultivamos y la cuidamos, crecerá y se hará un gran árbol que dará frutos de vida, que alimentarán a los demás.
Cuando uno piensa que el apóstol San Pablo a los primeros cristianos les llamaba “los santos”, porque al estar bautizados era consciente de que esa semilla de santidad ha sido puesta ya en el corazón de los hombres, así también nosotros deberíamos respetarnos y llamarnos unos a otros “los santos”, porque esa santidad de Dios reposa en nuestra alma. Hemos sido constituidos templo de la Trinidad, y tenemos que saber ser templo abierto, para que los demás, al tratar con nosotros, puedan tratar con el mismo Dios. Qué desolador es encontrar las Iglesias cerradas cuando uno tiene necesidad de encontrarse con su Dios. Qué gusto da cuando uno encuentra una Iglesia abierta para poder rezar y hablar con su Señor. Así, igual de desolador, es encontrarse al cristiano con las puertas cerradas, que no quiere transmitir a Dios, que no quiere transmitir a nada, sino que está encerrado en sí mismo. Por eso, tener las puertas y las ventanas abiertas para que los demás puedan entrar, participar en nuestra intimidad, y poder dejar ellos también su intimidad en nuestro corazón, de algún modo es querer vivir ése Bautismo, y querer que los demás puedan percibir los frutos de ese Bautismo, que están en nosotros.
¡Cuánto don ha sido puesto en nuestras vidas! Cuanto mimo y cuanto cariño ha puesto Dios en nuestra historia, aunque nosotros muchas veces percibimos solamente lo negativo, y olvidemos que Dios con su gracia nos hizo imagen de su hijo Jesucristo. Toda la fuerza del Espíritu Santo está en nosotros, y somos los hijos predilectos del Padre.
El Bautismo nos tiene que ayudar a vivir esa filiación divina que es saber agradecer al Padre que nos ha dado todo; nos ha dado la vida, la fe, la familia y tantas cosas. Por eso Dios mío, que sea muy consciente de la dignidad tan grande que yo tengo. Decía el Papa San León Magno: “Reconoce cristiano tu dignidad”. Que seas consciente de quién eres, y que la dignidad ha querido reposar en ti y morar en ti. Aunque a ti te parezca que eres una basura y que eres lo peor del mundo, a Dios no le importa ni te hace ascos. Comprende que en medio de esa fragilidad tuya, está Dios habitando dentro de ti. Cuando busques a Dios, lo buscarás en el Cielo, y estará. Lo buscarás en las Iglesias, especialmente en el Sagrario, y estará. Pero sobre todo búscalo en el fondo de tu alma, búscalo en ese santuario que quedó edificado desde el día de tu Bautismo, y ahí podrás encontrarte con tu Dios, disfrutar de Él, y gozar de un Dios que se llamó Enmanuel, es decir, Dios siempre con nosotros.
Ojalá que hoy todos los cristianos queramos renovar ese sacramento bendito que es la fuente de todas las gracias, que sepamos vivir en ese templo que somos de Dios, y que queramos allí, no solamente encontrarnos con Él, sino hacer que los demás se encuentren con Él en nosotros.
La elección del amor más grande / Autor: Juan Pablo Durán, L.C.
Hace diez años, médicos, expertos e incluso amigos con mucho “sentido común” intentaban convencer a Bobbi McCaughey para que abortara a uno o a varios de los siete niños que llevaba en su vientre.
No era natural, obviamente, que quedara encinta con tantos hijos a la vez. La causa: había tomado medicinas para contrarrestar una situación de infertilidad. Pero las “razones” que escuchaba eran otras: “¡Siete dentro a la vez, qué dolor!”, “¡Tu hogar va a ser un zoológico!”, “Alguno saldrá enfermo…”, No puedes educar a todos”…
Y la verdad es que ella no tenía las respuestas. Bobbi y su esposo Kenny vivían en la pequeña ciudad de Des Moines, Iowa (EEUU). Ella había cumplido ya los 29 años. Vivían en un apartamento de dos cuartos con su hija de año y medio. Bobbi se preocupó y comenzó a investigar. Los resultados de su búsqueda no eran nada alentadores: jamás en la historia habían sobrevivido septillizos. El intento por traerlos a la vida era como jugar al azar…
En un inmenso acto de fe y generosidad, y a pesar de la opinión en contra de los doctores y de las estadísticas, los esposos declararon que “todo estaba en manos de Dios.” El embarazo siguió adelante.
Con poco menos de siete meses de gestación, Bobbi fue llevada al hospital para una cesárea con 40 expertos, entre médicos y enfermeras, que ayudaron a nacer, con gran asombro de su parte, cada uno de los septillizos, que pesaron entre 1 y 1.5 kilos. Todos sobrevivieron. La medicina hizo historia. Bobbi y su esposo Kenny se preparaban para el futuro.
Cuando nacieron “los siete magníficos”, las cosas habían comenzado a cambiar. Los medios de comunicación se interesaron por el caso, y fueron llegando regalos y donaciones de diversas partes del mundo.
Un grupo de empresarios locales les regaló una casa; otros ofrecieron una donación ilimitada de pañales; unos más les dieron una camioneta; la cadena de supermercados K-Mart regaló zapatos para una década; la revista Time les dedicó un artículo; y sus amigos y conocidos estuvieron pendientes a sus demás necesidades.
Han pasado diez años, la vida de los septillizos McCaughey se ha ido tejiendo entre el sacrificio y la generosidad. No ha sido fácil. Dos de los chicos, Nathan y Alexis, tienen “PALSY” cerebral, como consecuencia de su nacimiento prematuro. La atención mediática no ha sido siempre favorable. Pero la alegría no ha faltado.
Al principio, Bobbi decidió educarlos en casa por algunos años, pero ahora están ya en colegios de su zona. Incluso tuvieron un año con clases de violín; varios de ellos han continuado. Son una familia feliz y realizada.
Sin duda, el ejército de médicos que atendió a Bobbi en el parto y que consiguió salvar la vida de los pequeños hicieron un trabajo estupendo. Pero el aplauso, la admiración, el reconocimiento al coraje y al amor se lo llevan los padres, que supieron hacer oídos sordos a los muchos consejos que recibían de los de abajo, para escuchar “al de arriba”.
No todos los que optan por dejar nacer a su bebé en circunstancias difíciles van a salir en entrevistas o a recibir una ayuda tan grande como los McCaughey. Pero sí podemos estar seguros de lo siguiente: cuando apuestas por la vida, juegas con Dios de tu lado. La elección que nunca se lamenta, es la que fue hecha por amor.
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Fuente: www.buenas-noticias.org
No era natural, obviamente, que quedara encinta con tantos hijos a la vez. La causa: había tomado medicinas para contrarrestar una situación de infertilidad. Pero las “razones” que escuchaba eran otras: “¡Siete dentro a la vez, qué dolor!”, “¡Tu hogar va a ser un zoológico!”, “Alguno saldrá enfermo…”, No puedes educar a todos”…
Y la verdad es que ella no tenía las respuestas. Bobbi y su esposo Kenny vivían en la pequeña ciudad de Des Moines, Iowa (EEUU). Ella había cumplido ya los 29 años. Vivían en un apartamento de dos cuartos con su hija de año y medio. Bobbi se preocupó y comenzó a investigar. Los resultados de su búsqueda no eran nada alentadores: jamás en la historia habían sobrevivido septillizos. El intento por traerlos a la vida era como jugar al azar…
En un inmenso acto de fe y generosidad, y a pesar de la opinión en contra de los doctores y de las estadísticas, los esposos declararon que “todo estaba en manos de Dios.” El embarazo siguió adelante.
Con poco menos de siete meses de gestación, Bobbi fue llevada al hospital para una cesárea con 40 expertos, entre médicos y enfermeras, que ayudaron a nacer, con gran asombro de su parte, cada uno de los septillizos, que pesaron entre 1 y 1.5 kilos. Todos sobrevivieron. La medicina hizo historia. Bobbi y su esposo Kenny se preparaban para el futuro.
Cuando nacieron “los siete magníficos”, las cosas habían comenzado a cambiar. Los medios de comunicación se interesaron por el caso, y fueron llegando regalos y donaciones de diversas partes del mundo.
Un grupo de empresarios locales les regaló una casa; otros ofrecieron una donación ilimitada de pañales; unos más les dieron una camioneta; la cadena de supermercados K-Mart regaló zapatos para una década; la revista Time les dedicó un artículo; y sus amigos y conocidos estuvieron pendientes a sus demás necesidades.
Han pasado diez años, la vida de los septillizos McCaughey se ha ido tejiendo entre el sacrificio y la generosidad. No ha sido fácil. Dos de los chicos, Nathan y Alexis, tienen “PALSY” cerebral, como consecuencia de su nacimiento prematuro. La atención mediática no ha sido siempre favorable. Pero la alegría no ha faltado.
Al principio, Bobbi decidió educarlos en casa por algunos años, pero ahora están ya en colegios de su zona. Incluso tuvieron un año con clases de violín; varios de ellos han continuado. Son una familia feliz y realizada.
Sin duda, el ejército de médicos que atendió a Bobbi en el parto y que consiguió salvar la vida de los pequeños hicieron un trabajo estupendo. Pero el aplauso, la admiración, el reconocimiento al coraje y al amor se lo llevan los padres, que supieron hacer oídos sordos a los muchos consejos que recibían de los de abajo, para escuchar “al de arriba”.
No todos los que optan por dejar nacer a su bebé en circunstancias difíciles van a salir en entrevistas o a recibir una ayuda tan grande como los McCaughey. Pero sí podemos estar seguros de lo siguiente: cuando apuestas por la vida, juegas con Dios de tu lado. La elección que nunca se lamenta, es la que fue hecha por amor.
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Fuente: www.buenas-noticias.org
La Caridad es TODO / Autora. Catalina de Jesús
Queridos amigos:
Os he hablado de la certeza en Dios y su existencia, de Su Realidad y su Ternura;del silencio y la oración...pero sobre todo de la llamada a la entrega total de la vida en la Iglesia, en el compromiso.Por Él merece la pena dejarlo TODO, y esto es lo que Él espera de tí, sea cual sea tu vocación:soltero, religioso, sacerdote ó casado.
Que no te engañe nadie diciéndote que el compromiso radical con Dios, los votos, las promesas,las reglas de vida, la consagración, son cosa de "monjas y curas", que eso no es para los que estamos en el "mundo".Él quiere que todos nos entreguemos totalmente a Él y eso siempre implica una renuncia total y radical a uno mismo, y un compromiso de fidelidad.FIDELIDAD.Con Él no hay medias tintas.Pero Él tampoco se da a medias...
Sólo una idea ha recorrido todas mis entradas:
Solo ÉL ES.
Sólo EL EXISTE.
Todo lo demás es nada.Somos nada.
¡Pero ÉL nos ama!
Y ante Él, ante su infinito amor, sólo podemos hacer una cosa:
¡ALABARLE!¡DARLE GLORIA!
Darle gracias sin cesar cada minuto de nuestra vida, cada segundo...
Con cada pensamiento, con cada palabra, con cada acción,
siempre, siempre, siempre...
Sin Caridad no hay nada, no está Dios. Todo es inutil , ESTERIL, si no hay aumento de la Caridad en tu corazón, si esa Caridad no te lanza a servir a los que tienes cerca, a amarles con verdadera entrega...esa es la principal consecuencia de DEJARSE AMAR POR DIOS, que te transformará el corazón en un pozo infinto de amor al hermano...
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Para leer el blog de Catalina de Jesús haz click A Q U Í
Os he hablado de la certeza en Dios y su existencia, de Su Realidad y su Ternura;del silencio y la oración...pero sobre todo de la llamada a la entrega total de la vida en la Iglesia, en el compromiso.Por Él merece la pena dejarlo TODO, y esto es lo que Él espera de tí, sea cual sea tu vocación:soltero, religioso, sacerdote ó casado.
Que no te engañe nadie diciéndote que el compromiso radical con Dios, los votos, las promesas,las reglas de vida, la consagración, son cosa de "monjas y curas", que eso no es para los que estamos en el "mundo".Él quiere que todos nos entreguemos totalmente a Él y eso siempre implica una renuncia total y radical a uno mismo, y un compromiso de fidelidad.FIDELIDAD.Con Él no hay medias tintas.Pero Él tampoco se da a medias...
Sólo una idea ha recorrido todas mis entradas:
Solo ÉL ES.
Sólo EL EXISTE.
Todo lo demás es nada.Somos nada.
¡Pero ÉL nos ama!
Y ante Él, ante su infinito amor, sólo podemos hacer una cosa:
¡ALABARLE!¡DARLE GLORIA!
Darle gracias sin cesar cada minuto de nuestra vida, cada segundo...
Con cada pensamiento, con cada palabra, con cada acción,
siempre, siempre, siempre...
Sin Caridad no hay nada, no está Dios. Todo es inutil , ESTERIL, si no hay aumento de la Caridad en tu corazón, si esa Caridad no te lanza a servir a los que tienes cerca, a amarles con verdadera entrega...esa es la principal consecuencia de DEJARSE AMAR POR DIOS, que te transformará el corazón en un pozo infinto de amor al hermano...
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Este es mi Hijo Amado / Autor: Salvador Gómez Yánez
Sé que es difícil dar muestras de cariño, sobre todo cuando a nuestro juicio los hijos no están actuando como debieran; en momentos así es bueno recordar las primeras palabras que, según el Evangelio, el Padre Celestial dirigió en público a su hijo Jesús.
"Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre Él. Y una voz que salía de los cielos decía: este es mi hijo amado, en quien me complazco". (Mt. 3, 16-17).
¿En qué momento el Padre pronunció esas palabras?
Cuando Jesús bajó al Jordán como uno más del grupo de aquellos a quienes Juan decía:
"Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, frutos dignos de conversión..." (Mt 3, 7-8)
Juan no quería bautizarlo, pues reconoció en Él al "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", pero a los ojos de todos, Jesús parecía uno más de esos pecadores que arrepentidos pedían ser bautizados. Es entonces cuando resuena la voz del Padre Celestial:
"ESTE ES MI HIJO AMADO EN QUIEN ME COMPLAZCO"
¿Por qué no dijo esas palabras en las bodas de Caná, en el preciso momento en que Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él? (Jn 2, 11)
¿Por qué no esperó el día de la multiplicación de los panes, cuando toda la gente decía: "Este es el verdadero profeta que iba a venir al mundo, y además querían hacerlo Rey"? (Jn 6, 14-15)
¿Cuántos milagros había hecho Jesús antes que el Padre pronunciara esas palabras?
Con toda seguridad: NINGUNO.
Aquí está la gran enseñanza:
El Padre ama al Hijo y le muestra su amor, no por lo que el Hijo haga, sino por el simple hecho de ser su hijo; los discípulos y la gente necesitó ver milagros para crecer en El. El padre cree en El antes de ver milagros.
Los hijos no tienen que hacer nada para ganarse nuestro cariño; por ser hijos tienen derecho a ser amados.
Debemos aprovechar todos los momentos para manifestarles el amor que les tenemos, especialmente a aquellos en los que sentimos que es más difícil hacerlo.
Una palabra de cariño, un abrazo, un estímulo a tiempo, puede lograr más que mil regaños y castigos: un día los hijos crecerán, se irán de nuestro lado, que no se marchen sin llevar en su mente y en su corazón bien grabada la firme idea de que los amamos, que son personas valiosas, que están en este mundo no como un estorbo sino con una gran misión que realizar para la gloria de Dios y el bien de sus hermanos.
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Fuente: Espiga.org
"Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre Él. Y una voz que salía de los cielos decía: este es mi hijo amado, en quien me complazco". (Mt. 3, 16-17).
¿En qué momento el Padre pronunció esas palabras?
Cuando Jesús bajó al Jordán como uno más del grupo de aquellos a quienes Juan decía:
"Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, frutos dignos de conversión..." (Mt 3, 7-8)
Juan no quería bautizarlo, pues reconoció en Él al "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", pero a los ojos de todos, Jesús parecía uno más de esos pecadores que arrepentidos pedían ser bautizados. Es entonces cuando resuena la voz del Padre Celestial:
"ESTE ES MI HIJO AMADO EN QUIEN ME COMPLAZCO"
¿Por qué no dijo esas palabras en las bodas de Caná, en el preciso momento en que Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él? (Jn 2, 11)
¿Por qué no esperó el día de la multiplicación de los panes, cuando toda la gente decía: "Este es el verdadero profeta que iba a venir al mundo, y además querían hacerlo Rey"? (Jn 6, 14-15)
¿Cuántos milagros había hecho Jesús antes que el Padre pronunciara esas palabras?
Con toda seguridad: NINGUNO.
Aquí está la gran enseñanza:
El Padre ama al Hijo y le muestra su amor, no por lo que el Hijo haga, sino por el simple hecho de ser su hijo; los discípulos y la gente necesitó ver milagros para crecer en El. El padre cree en El antes de ver milagros.
Los hijos no tienen que hacer nada para ganarse nuestro cariño; por ser hijos tienen derecho a ser amados.
Debemos aprovechar todos los momentos para manifestarles el amor que les tenemos, especialmente a aquellos en los que sentimos que es más difícil hacerlo.
Una palabra de cariño, un abrazo, un estímulo a tiempo, puede lograr más que mil regaños y castigos: un día los hijos crecerán, se irán de nuestro lado, que no se marchen sin llevar en su mente y en su corazón bien grabada la firme idea de que los amamos, que son personas valiosas, que están en este mundo no como un estorbo sino con una gran misión que realizar para la gloria de Dios y el bien de sus hermanos.
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Fuente: Espiga.org
Lee a Job / Autor: Claudio de Castro
Ocurre que de pronto piensas que Dios te ha olvidado. Te asedian tantos problemas y no los puedes comprender. Quedas envuelto en un torbellino del que parece no existir una salida.
Recientemente pasé por algo parecido, y sentí una gran confusión. Procuraba estar tranquilo y confiar en Jesús.
Solía visitarlo en el Sagrario para quejarme... ¿Hasta cuando?...
Y oraba con el Salmo 6:
Señor, no me reprendas en tu ira, ni me castigues si estás enojado.
Ten compasión de mí que estoy sin fuerzas; sáname pues no puedo sostenerme.
Aquí estoy sumamente perturbado, tú, Señor, ¿hasta cuando?...
Vuélvete a mí, Señor, salva mi vida, y líbrame por tu gran compasión.
Sentía entonces como si una voz interior me dijera:
-Lee a Job.
-¿Job?- me dije extrañado.
Y fue lo que empecé a hacer, y lo que te recomiendo cuando no entiendas lo que te ocurre, y cuando sientas que no puedes más.
Mientras escribo, tengo frente a mí una Biblia. Está abierta en el libro de Job. Ahora se ha vuelto un amigo entrañable. Me ayudó a comprender las enseñanzas de Nuestro Señor. ¿Quiénes somos para quejarnos ante Dios? ¿Acaso pensamos ofrecer nuestros sufrimientos por la salvación de las almas? No somos dignos de nada. Todo es gracia de Dios. Job lo supo bien:
Reconozco que lo puedes todo, y que eres capaz de realizar todos tus proyectos. Hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias, superiores a mí. Yo sólo te conocía de oídas; pero ahora te han visto mis ojos. Por eso retiro mis palabras y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza.
(Job 42,2-6)
Comprendes de pronto lo pequeño e insignificante que eres ante la inmensidad y magnificencia de Dios.
Parece como si Dios mismo te llevara al límite, para probar tu fe, fortalecerla y hacerte comprender que sin él nada podemos.
Porque así como el oro se purifica en el fuego, así también los que agradan a Dios pasan por el crisol de la humillación. (Siracides 2,5)
A Él le agradan los hombres humildes, sencillos, rectos de corazón. Y nos enseña a ser como desea que seamos.
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Fuente: Catholic.net
Recientemente pasé por algo parecido, y sentí una gran confusión. Procuraba estar tranquilo y confiar en Jesús.
Solía visitarlo en el Sagrario para quejarme... ¿Hasta cuando?...
Y oraba con el Salmo 6:
Señor, no me reprendas en tu ira, ni me castigues si estás enojado.
Ten compasión de mí que estoy sin fuerzas; sáname pues no puedo sostenerme.
Aquí estoy sumamente perturbado, tú, Señor, ¿hasta cuando?...
Vuélvete a mí, Señor, salva mi vida, y líbrame por tu gran compasión.
Sentía entonces como si una voz interior me dijera:
-Lee a Job.
-¿Job?- me dije extrañado.
Y fue lo que empecé a hacer, y lo que te recomiendo cuando no entiendas lo que te ocurre, y cuando sientas que no puedes más.
Mientras escribo, tengo frente a mí una Biblia. Está abierta en el libro de Job. Ahora se ha vuelto un amigo entrañable. Me ayudó a comprender las enseñanzas de Nuestro Señor. ¿Quiénes somos para quejarnos ante Dios? ¿Acaso pensamos ofrecer nuestros sufrimientos por la salvación de las almas? No somos dignos de nada. Todo es gracia de Dios. Job lo supo bien:
Reconozco que lo puedes todo, y que eres capaz de realizar todos tus proyectos. Hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias, superiores a mí. Yo sólo te conocía de oídas; pero ahora te han visto mis ojos. Por eso retiro mis palabras y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza.
(Job 42,2-6)
Comprendes de pronto lo pequeño e insignificante que eres ante la inmensidad y magnificencia de Dios.
Parece como si Dios mismo te llevara al límite, para probar tu fe, fortalecerla y hacerte comprender que sin él nada podemos.
Porque así como el oro se purifica en el fuego, así también los que agradan a Dios pasan por el crisol de la humillación. (Siracides 2,5)
A Él le agradan los hombres humildes, sencillos, rectos de corazón. Y nos enseña a ser como desea que seamos.
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Fuente: Catholic.net
Hijos demasiados místicos / Autor: Alfonso Aguiló
El ideal o el proyecto más noble
puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita la menor inteligencia.
Alexander Kuprin
Pietro Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.
Don Pietro se presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle todo el dinero que había gastado en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado devolvió el dinero al airado padre, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre, y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta, que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad. En Roma no querían dar la aprobación porque les parecía demasiado rígida en cuanto a la pobreza, pero al fin lo lograron.
Al poco tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos, las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos más de cuarenta mil.
De la nada a una admirable difusión
— De todas formas, hay que disculpar un poco a su padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.
Sin duda hay que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy diversos, y que el respeto que hoy todo el mundo tiene por la elección de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa elección.
Una resolución firme y pertinaz
Algo parecido sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida por los "caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística". Porque ella, como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que además les venía muy bien emparentar a los Benincasa.
Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio fácil, y la riñó y la gritó como solamente ella sabía hacerlo: "¡Te casarás con quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!". La amenazó: "No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos".
Todo fue inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre, y que, además, no tenía la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su genio y su ingenio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia y les habló con una claridad meridiana: "Dejad todas esas negociaciones sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que buenamente me pidáis. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón."
Fue entonces cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: "Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana."
Admirada por todos
Lapa estaba desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era evidente que era solo una niña. Tenía diecisiete años. Pero Jacobo la miró fijamente, y Lapa supo que estaba perdiendo la batalla. No tuvo más remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: "¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!".
Y luego vino su incansable preocupación por los pobres y sus constantes limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían contra ella.
— ¿Y cómo acabó la historia de Catalina?
Catalina murió joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa, conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el 29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron guerras, presiones y amenazas: un reto de siglos, que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agrupaban a su alrededor para escucharla. Cuando tenía veinticinco años tenía ya una fama reconocida como conciliadora de la paz entre soberanos y sabia consejera de príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones gravísimas, y Catalina supo hacer las cosas con prudencia, inteligencia y eficacia.
Pero al fin comprendió
Lapa iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera hecho caso... Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria eran haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija –la sombra más amada por ella–, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, el resto de aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: "pero si es todavía una niña...".
— Yo creo que hoy día el principal miedo de los padres ante la vocación de sus hijos es el miedo a que fracasen en ese camino.
Es fácil de entender esa inquietud, pero también es fácil de entender que ese riesgo se da igualmente en la elección matrimonial, en el trabajo y en muchas cosas más, y los padres no deben oponerse a la entrega a Dios simplemente porque no tengan seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación. Además, en todas las instituciones de la Iglesia hay unos plazos para confirmar el discernimiento de la vocación, como existe el noviazgo antes del matrimonio.
— También es que a veces ven a sus hijos con muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.
No sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o la alteración del ánimo que a veces son propias de la adolescencia, de la misma manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas claros de falta de vocación. La vocación no es un premio a un concurso de méritos o de virtudes. Dios llama a quien quiere, y entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.
El cálculo de los padres
— Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así que el único problema es que puedan retrasar un poco su entrega.
El problema no es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr la entrega de sus hijos a Dios. Hay estilos de vida que facilitan el encuentro de los hijos con Dios, y otros que lo dificultan. Es lógico que los padres cristianos procuren que sus hijos tengan una cabeza y un corazón cristianos, y que se preocupen de que su hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad. Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.
La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que a veces sufren los padres cristianos ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o por su tibieza al acogerla. El "ten cuidado", el "no te pases de bueno", el egoísmo de querer tener los hijos siempre cerca o de que hagan siempre lo que los padres quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.
Algunos padres buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un orden: los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o incluso hacen lo posible por dificultar esa vocación, y que después se lamentan de cómo evoluciona después el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No deben olvidar que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo egoísta, sino el que determina la voluntad de Dios en conjunción con la libertad de cada hijo.
En un ambiente cristiano
— ¿Y es coherente que unos padres cristianos no deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?
Ante la entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios ese inmenso don. Cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad cristiana, es muy frecuente que Dios les bendiga en sus hijos.
Los buenos padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro de eso, que sus hijos aspiren a la santidad y no se queden en la mediocridad espiritual. En ese sentido, desean que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981: "Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad."
— ¿Y si desean solo que sus hijos retrasen ese paso?
Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros padres se lamentan de que sus hijos ya mayores se resisten a dejar el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso es siempre una muestra de madurez.
Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo que importa es que ese sueño coincida con lo que Dios quiere. El gran proyecto es que sean santos y se ganen la felicidad eterna del Cielo. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega generosa de sus hijos. A veces, esa entrega supondrá la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. Y eso no es un simple imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y a veces puede ser mayor mérito de los padres, que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, para entregarlo con alegría.
La separación física
— Pero es natural que les cueste la separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue a Dios.
Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo, buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que les exige un distanciamiento físico (facilitándoles que estudien en otra ciudad, o que vayan al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.
Sería ingenuo pensar que si esos hijos no se hubieran entregado a Dios estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente, el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de su edad, cuando se niegan por motivos egoístas, o por simple deseo de independencia, a participar en algunos planes familiares. Cuando pasan los años, y viendo las cosas con cierta perspectiva, suele comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a veces haya supuesto una separación física inicial mayor: les quieren más, porque Dios no separa, sino que une.
Es verdad que, con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar paterno. Es natural que a los padres les cueste ese paso, y sería extraño que esa separación no costara a todos, y a veces mucho. También aquí se manifiesta el verdadero espíritu cristiano de toda una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto el testimonio de su propia vida: "Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de manera que lo puse por obra."
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Fuente: interrogantes.net
puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita la menor inteligencia.
Alexander Kuprin
Pietro Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.
Don Pietro se presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle todo el dinero que había gastado en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado devolvió el dinero al airado padre, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre, y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta, que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad. En Roma no querían dar la aprobación porque les parecía demasiado rígida en cuanto a la pobreza, pero al fin lo lograron.
Al poco tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos, las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos más de cuarenta mil.
De la nada a una admirable difusión
— De todas formas, hay que disculpar un poco a su padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.
Sin duda hay que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy diversos, y que el respeto que hoy todo el mundo tiene por la elección de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa elección.
Una resolución firme y pertinaz
Algo parecido sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida por los "caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística". Porque ella, como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que además les venía muy bien emparentar a los Benincasa.
Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio fácil, y la riñó y la gritó como solamente ella sabía hacerlo: "¡Te casarás con quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!". La amenazó: "No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos".
Todo fue inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre, y que, además, no tenía la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su genio y su ingenio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia y les habló con una claridad meridiana: "Dejad todas esas negociaciones sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que buenamente me pidáis. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón."
Fue entonces cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: "Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana."
Admirada por todos
Lapa estaba desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era evidente que era solo una niña. Tenía diecisiete años. Pero Jacobo la miró fijamente, y Lapa supo que estaba perdiendo la batalla. No tuvo más remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: "¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!".
Y luego vino su incansable preocupación por los pobres y sus constantes limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían contra ella.
— ¿Y cómo acabó la historia de Catalina?
Catalina murió joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa, conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el 29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron guerras, presiones y amenazas: un reto de siglos, que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agrupaban a su alrededor para escucharla. Cuando tenía veinticinco años tenía ya una fama reconocida como conciliadora de la paz entre soberanos y sabia consejera de príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones gravísimas, y Catalina supo hacer las cosas con prudencia, inteligencia y eficacia.
Pero al fin comprendió
Lapa iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera hecho caso... Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria eran haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija –la sombra más amada por ella–, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, el resto de aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: "pero si es todavía una niña...".
— Yo creo que hoy día el principal miedo de los padres ante la vocación de sus hijos es el miedo a que fracasen en ese camino.
Es fácil de entender esa inquietud, pero también es fácil de entender que ese riesgo se da igualmente en la elección matrimonial, en el trabajo y en muchas cosas más, y los padres no deben oponerse a la entrega a Dios simplemente porque no tengan seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación. Además, en todas las instituciones de la Iglesia hay unos plazos para confirmar el discernimiento de la vocación, como existe el noviazgo antes del matrimonio.
— También es que a veces ven a sus hijos con muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.
No sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o la alteración del ánimo que a veces son propias de la adolescencia, de la misma manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas claros de falta de vocación. La vocación no es un premio a un concurso de méritos o de virtudes. Dios llama a quien quiere, y entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.
El cálculo de los padres
— Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así que el único problema es que puedan retrasar un poco su entrega.
El problema no es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr la entrega de sus hijos a Dios. Hay estilos de vida que facilitan el encuentro de los hijos con Dios, y otros que lo dificultan. Es lógico que los padres cristianos procuren que sus hijos tengan una cabeza y un corazón cristianos, y que se preocupen de que su hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad. Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.
La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que a veces sufren los padres cristianos ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o por su tibieza al acogerla. El "ten cuidado", el "no te pases de bueno", el egoísmo de querer tener los hijos siempre cerca o de que hagan siempre lo que los padres quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.
Algunos padres buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un orden: los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o incluso hacen lo posible por dificultar esa vocación, y que después se lamentan de cómo evoluciona después el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No deben olvidar que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo egoísta, sino el que determina la voluntad de Dios en conjunción con la libertad de cada hijo.
En un ambiente cristiano
— ¿Y es coherente que unos padres cristianos no deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?
Ante la entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios ese inmenso don. Cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad cristiana, es muy frecuente que Dios les bendiga en sus hijos.
Los buenos padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro de eso, que sus hijos aspiren a la santidad y no se queden en la mediocridad espiritual. En ese sentido, desean que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981: "Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad."
— ¿Y si desean solo que sus hijos retrasen ese paso?
Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros padres se lamentan de que sus hijos ya mayores se resisten a dejar el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso es siempre una muestra de madurez.
Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo que importa es que ese sueño coincida con lo que Dios quiere. El gran proyecto es que sean santos y se ganen la felicidad eterna del Cielo. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega generosa de sus hijos. A veces, esa entrega supondrá la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. Y eso no es un simple imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y a veces puede ser mayor mérito de los padres, que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, para entregarlo con alegría.
La separación física
— Pero es natural que les cueste la separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue a Dios.
Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo, buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que les exige un distanciamiento físico (facilitándoles que estudien en otra ciudad, o que vayan al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.
Sería ingenuo pensar que si esos hijos no se hubieran entregado a Dios estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente, el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de su edad, cuando se niegan por motivos egoístas, o por simple deseo de independencia, a participar en algunos planes familiares. Cuando pasan los años, y viendo las cosas con cierta perspectiva, suele comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a veces haya supuesto una separación física inicial mayor: les quieren más, porque Dios no separa, sino que une.
Es verdad que, con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar paterno. Es natural que a los padres les cueste ese paso, y sería extraño que esa separación no costara a todos, y a veces mucho. También aquí se manifiesta el verdadero espíritu cristiano de toda una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto el testimonio de su propia vida: "Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de manera que lo puse por obra."
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Fuente: interrogantes.net
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