jueves, 6 de junio de 2019
"Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor" / Por P. Carlos García Malo
domingo, 23 de diciembre de 2012
Óscar Vidal aprovecha la Navidad para transmitir la fe a sus cuatro hijos y afronta la crisis unido al Señor: “Dios está ahí, Dios lo quiere, yo también. No voy a quejarme”
* “Santificar el trabajo, para mí, no es ponerse de rodillas o fastidiarse aguantando al jefe desde primeras horas de la mañana. Simplemente es sonreír cuando alguien ha sido un pesado, o -cuando me dan más tareas- intentar dar las gracias; pero no por hipocresía, sino porque realmente veo detrás la carga de trabajo necesaria para estar cerca de Dios. Cuando hago las nóminas del personal y se las envío a cada empleado, al doblarlas y meterlas en sobres, me paro un momento y encomiendo a cada uno de ellos”
miércoles, 2 de mayo de 2012
Serguey Vladimirovich Krivovichev, científico ateo e hijo de científicos ateos: se convirtió por una clase de literatura rusa y ahora es diácono y padre de 6 hijos
* Vive con lo justo, de beca en beca. Y detrás de todo ve la mente de Dios, la única que reúne toda la información oculta
2 de mayo de 2012.- Serguey Vladimirovich Krivovichev, nacido en 1972 en Leningrado (actual San Petersburgo), es una autoridad mundial en la ciencia cristalográfrica, ha colaborado en el descubrimiento de 25 minerales nuevos en yacimientos rusos e incluso tiene un mineral bautizado con su nombre: ¡la krivovichevita! Especialista en el ámbito de análisis estructural por rayos X, es autor de más de 400 descifraciones estructurales.
También es diácono casado, cristiano ortodoxo y padre de seis niños. Fe, familia y ciencia se unen y complementan en su vida. Explica en la revista Foma que no siempre fue cristiano. Leer más...
Clarisa Galdámez, chilena que superó crisis matrimonial: “Familia que reza, permanece unida”
2 de mayo de 2012.- La chilena Clarisa Galdámez saca adelante su vocación al Opus Dei, y contribuye al sostenimiento y educación de sus hijos, cocinando en un colegio. Su objetivo diario es hacer agradable la vida a los demás con su trato y los platos que prepara. Su vida matrimonial sufrió una crisis difícil, pero ella y su marido lograron superarla mirando a Jesucristo. Clarisa atestigua que “familia que reza, permanece unida”. Cada mañana al abrir los ojos ora diciendo “gracias Señor por estar viva y otodo cuanto hoy haga va a ser para ti”. En este vídeo podemos ver su testimonio y el de su familia. |
domingo, 22 de abril de 2012
Testimonio de Enrique Concha, diseñador de interiores chileno: “Procuro vivir una vida cerca de Dios”
miércoles, 29 de febrero de 2012
Juan Stenner, atleta: "Santificarte es ofrecer a Dios lo que haces durante el día"
29 de febrero de 2012.- Juan Stenner, atleta, participó en los Juegos Panamericanos de Guadalajara y ahora se prepara para obtener un boleto para las olimpiadas de Londres 2012, nos cuenta su testimonio de conversión por escrito y en vídeo. Recibe formación en un centro del Opus Dei y ha aprendido a ofrecer a Dios todo lo que implica ser un buen deportista. Leer más y ver vídeo...
viernes, 10 de febrero de 2012
Loreto Spá, arquitecta: “Santifico mi trabajo contando cada día con Dios, que me acompaña y es el motor de mi vida”
* ”Dios es mi Amigo y le trato en cualquier circunstancia… Para tener esta presencia de Dios durante el día necesito su ayuda y la busco en ratos de oración y en los sacramentos”
* ”Es fácil romper esquemas cuando a un albañil le dices que te confiesas cada semana y le animas a que vuelva a los sacramentos… Explicaba la ejecución del confesonario para un oratorio y mi interlocutor me dijo que él no se confesaba desde la Primera Comunión. Este tipo de conversaciones pueden dar lugar a una llamada interior,un “toc, toc, ¿hay alguien?”, cuyas repercusiones muchas veces sólo sabremos en el Cielo”
10 de febrero de 2012.- Lo pequeño y lo grande. Cualquier trabajo creativo se desenvuelve entre el detalle, lo cotidiano, lo prosaico; y la plenitud, la perfección, lo sublime. Lo uno requiere tesón y esfuerzo; lo otro, alimentar el alma, cultivar cada cual su mundo interior para que sea capaz de generar algo nuevo. En esa tensión sutil se mueve Loreto Spá, una arquitecta que se define a sí misma también como empresaria. Nunca se autocalificará como creadora –creación es una palabra infinita, fuera del universo medible- pero entiende y vive la arquitectura como un reto de hacer cada vez algo distinto, algo nuevo. De la mano de Dios, “el mejor manager del mundo”. Así lo cuenta ella. Leer más...
Richard Cohen, psicoterapeuta: «Una persona con sentimientos homosexuales puede cambiar. Si estamos decididos, contamos con el amor de Dios»
10 de febrero de 2012.- Richard Cohen, psicoterapeuta dedicado a ayudar a personas que experimentan atracción sexual por otros de su mismo sexo, vivió en carne propia el problema de la homosexualidad durante decenios antes de volver a ser heterosexual. En esta entrevista habla de su experiencia personal y de muchas otras en las que él ha colaborado. Ahora la editorial Libros Libres ha vuelto a publicar su libro «Comprender y sanar la homosexualidad».
viernes, 9 de mayo de 2008
miércoles, 23 de abril de 2008
Carta para la Jornada de Oración por la Santificación de los Sacerdotes / Autores: Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y arzobispo Mauro Piacenza
Publicamos la carta que han enviado Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y el arzobispo Mauro Piacenza, presidente y secretario de la Congregación vaticana para el Clero con motivo de la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes que se celebra el 30 de mayo, fiesta del Corazón de Jesús.
* * *
Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:
En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad.
Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir estar incesantemente en su presencia. «Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Salmo 5).
La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es la Iglesia: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se revela en Jesucristo. «Nadie habría podido ver su gloria si antes no hubiera sido curado por la humildad de la carne. Quedaste cegado por el polvo, y con el polvo has sido curado: la carne te había cegado, la carne te cura» (San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, Homilía 2, 16).
Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de la Misericordia que abarca nuestros límites, enseñándonos a perdonar lo que de nosotros mismos ni siquiera lográbamos descubrir. «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Salmo 41).
Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de la Iglesia. Por tanto, la misión debe alimentarse con la oración: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 37). No nos cansemos de acudir a su Misericordia, de dejarle mirar y curar las llagas dolorosas de nuestro pecado para asombrarnos ante el milagro renovado de nuestra humanidad redimida.
Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de la Misericordia de Dios en nosotros y, sólo así, sus instrumentos al abrazar, de modo siempre nuevo, la humanidad herida. «Cristo no nos salva de nuestra humanidad, sino a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de él (cf. Jn 3, 17)» (Benedicto XVI, Mensaje «urbi et orbi», 25 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 20). Somos, por último, presbíteros por el sacramento del Orden, el acto más elevado de la Misericordia de Dios y a la vez de su predilección.
En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir «mecánicamente», tal vez con un programa pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.
La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.
Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a «elevar el tono» de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.
Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. «Salí al encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre». El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues «en la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Sacramentum caritatis, 7).
Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.
El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.
Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia, del mismo modo nuestra misión está ínsita en la identidad sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él, siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean. En efecto, la santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).
Este «ser para todos» de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio. Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una realidad que nos distrae de «nuestra vida», sino que es el rostro de Cristo que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada, como para Cristo es la Iglesia, su esposa. El pueblo que nos ha sido encomendado es el camino imprescindible para nuestra santidad, es decir, el camino en el que Cristo manifiesta la gloria del Padre a través de nosotros.
«Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a un pueblo entero?» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la «obediencia» a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas, no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue siendo la totalidad. «Cinco panes y dos peces» no son mucho; sí, pero son todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en la Comunión que sacia al pueblo. De esta «entrega total» participan de modo especial los sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, diariamente, desempeñan el ministerio divino uniéndose a la pasión de Cristo y ofreciendo su existencia presbiteral por el verdadero bien de la Iglesia y la salvación de las almas.
Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo, como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar con ella el Amor infinito de Dios: «Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la sobreabundancia de su Vida» (San Agustín, Confesiones IV, 12).
Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación del Hijo, la espera del «fiat» de una Virgen ante el anuncio del ángel. Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su Madre: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).
El Papa san Pío X afirmó: «Toda vocación sacerdotal viene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre». Eso es verdad con respecto a la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al «alumbramiento» de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental.
Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de «un movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico- con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos, como los que, a la vez, están "en" la Iglesia pero también, "ante" la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 16), haciendo las veces de Cristo y, representándolo, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia» (Carta de la Congregación para el clero, 8 de diciembre de 2007).
Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de Cristo.
Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró «más de lo que lloran las madres por la muerte física de sus hijos» (San Agustín, Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron religiosas. Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado, no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente, suscita para nosotros el Espíritu.
Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta dirigida a su hermana Celina: «Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá» (Carta 94).
Encomendémonos a la intercesión de la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, Madre dulcísima. Contemplemos, con ella, a Cristo en la continua tensión a ser total y radicalmente suyos. Esta es nuestra identidad.
Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: «Si yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo haría de todo corazón» (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).
El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.
Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m.
Prefecto
Mons. Mauro Piacenza
Arzobispo tit. de Vittoriana
Secretario
Oración de los sacerdotes
Oración del sacerdote
Señor, Tu me has llamado al ministerio sacerdotal
en un momento concreto de la historia en el que,
como en los primeros tiempos apostólicos,
quieres que todos los cristianos,
y en modo especial los sacerdotes,
seamos testigos de las maravillas de Dios
y de la fuerza de tu Espíritu.
Haz que también yo sea testigo de la dignidad de la vida humana,
de la grandeza del amor
y del poder del ministerio recibido:
Todo ello con mi peculiar estilo de vida entregada a Ti
por amor, sólo por amor y por un amor más grande.
Haz que mi vida celibataria
sea la afirmación de un sí, gozoso y alegre,
que nace de la entrega a Ti
y de la dedicación total a los demás
al servicio de tu Iglesia.
Dame fuerza en mis flaquezas
y también agradecer mis victorias.
Madre, que dijiste el sí más grande y maravilloso
de todos los tiempos,
que yo sepa convertir mi vida de cada día
en fuente de generosidad y entrega,
y junto a Ti,
a los pies de las grandes cruces del mundo,
me asocie al dolor redentor de la muerte de tu Hijo
para gozar con El del triunfo de la resurrección
para la vida eterna. Amen
Dios omnipotente, que Tu gracia nos ayude para que nosotros, que hemos recibido el ministerio sacerdotal, podamos servirte de modo digno y devoto, con toda pureza y buena conciencia. Y si no logramos vivir la vida con mucha inocencia, concédenos en todo caso de llorar dignamente el mal que hemos cometido, y de servirte fervorosamente en todo con espíritu de humildad y con el propósito de buena voluntad. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.
Invocación
¡Oh buen Jesús!, haz que yo sea sacerdote según Tu corazón.
Oración a Jesucristo
Jesús justísimo, tú que con singular benevolencia me has llamado, entre millares de hombres, a tu secuela y a la excelente dignidad sacerdotal, concédeme, te pido, tu fuerza divina para que pueda cumplir en el modo justo mi ministerio. Te suplico, Señor Jesús de hacer revivir en mí, hoy y siempre, tu gracia, que me ha sido dada por la imposición de las manos del obispo. Oh médico potentísimo de las almas, cúrame de manera tal que no caiga nuevamente en los vicios y escape de cada pecado y pueda complacerte hasta mi muerte. Amén.
Oración para suplicar la gracia de custodiar la castidad
Señor Jesucristo, esposo de mi alma, delicia de mi corazón, más bien corazón mío y alma mía, frente a ti me postro de rodillas, rogándote y suplicándote con todo mi fervor de concederme preservar la fe que me has dado de manera solemne. Por ello, Jesús dulcísimo, que yo rechace cada impiedad, que sea siempre extraño a los deseos carnales y a las concupiscencias terrenas, que combaten contra el alma y que, con tu ayuda, conserve íntegra la castidad.
¡Oh santísima e inmaculada Virgen María!, Virgen de las vírgenes y Madre nuestra amantísima, purifica cada día mi corazón y mi alma, pide por mí el temor del Señor y una particular desconfianza en mis propias fuerzas.
San José, custodio de la virginidad de María, custodia mi alma de cada pecado.
Todas ustedes Vírgenes santas, que siguen por doquier al Cordero divino, sean siempre premurosas con respecto a mí pecador para que no peque en pensamientos, palabras u obras y nunca me aleje del castísimo corazón de Jesús. Amén
Oración por los sacerdotes
Señor Jesús, presente en el Santísimo Sacramento,
que quisiste perpetuarte entre nosotros
por medio de tus Sacerdotes,
haz que sus palabras sean sólo las tuyas,
que sus gestos sean los tuyos,
que su vida sea fiel reflejo de la tuya.
Que ellos sean los hombres que hablen a Dios de los hombres
y hablen a los hombres de Dios.
Que non tengan miedo al servicio,
sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida.
Que sean hombres, testigos del eterno en nuestro tiempo,
caminando por las sendas de la historia con tu mismo paso
y haciendo el bien a todos.
Que sean fieles a sus compromisos,
celosos de su vocación y de su entrega,
claros espejos de la propia identidad
y que vivan con la alegría del don recibido.
Te lo pido por tu Madre Santa María:
Ella que estuvo presente en tu vida
estará siempre presente en la vida de tus sacerdotes. Amen
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[Traducción distribuida por la Congregación para el Clero]
martes, 11 de marzo de 2008
«Acoged la Palabra»: / Autor: Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap.
«Viva y eficaz es la Palabra de Dios» (Hebreos, 4, 12) es el tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. La preparación al Sínodo de los obispos (del 5 al 26 de octubre) orienta también estas reflexiones.
Ante el Papa, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. ha pronunciado este viernes la tercera de ellas, cuyo contenido ofrecemos íntegramente.
* * *
Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia
Tercera predicación
«ACOGED LA PALABRA»
La Palabra de Dios como camino de santificación personal
1. La lectio divina
En esta meditación reflexionamos sobre la Palabra de Dios como camino de santificación personal. Los Lineamenta redactados en preparación del Sínodo de los obispos (octubre de 2008) tratan de ello en un párrafo del capítulo II, dedicado a «la Palabra de Dios en la vida del creyente».
Se trata de un tema cuánto más querido a la tradición espiritual de la Iglesia. «La Palabra de Dios --decía san Ambrosio-- es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la apacienta y la gobierna; no hay nada que pueda hacer vivir el alma del hombre fuera de la Palabra de Dios» [1]. «Es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios --añade la Dei Verbum--, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» [2].
«Es necesario, en particular --escribía Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte--, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia» [3]. Sobre el tema se ha expresado también el Santo Padre Benedicto XVI con ocasión del Congreso internacional sobre la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia: «La asidua lectura de la Sagrada Escritura acompañada de la oración realiza ese íntimo coloquio en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla, y orando se le responde con confiada apertura de corazón» [4].
Con las reflexiones que siguen me introduzco en esta rica tradición, partiendo de lo que dice sobre este punto la propia Escritura. En la Carta de Santiago leemos este texto sobre la Palabra de Dios:
«Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuéramos como las primicias de sus criaturas. Tenedlo presente, hermanos míos queridos: que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira... Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y acoged con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en cuanto se va, se olvida de cómo es. En cambio el que fija la mirada en la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz» (St 1,18-25).
2. Acoger la Palabra
Del texto de Santiago deducimos un esquema de lectio divina en tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra, meditar la palabra, poner por obra la palabra.
La primera etapa es, por lo tanto, la escucha de la Palabra: «Acoged con docilidad la Palabra sembrada en vosotros». Esta primera etapa abraza todas las formas y modos con que el cristiano entra en contacto con la Palabra de Dios: escucha de la Palabra en la liturgia, facilitada ya por el uso de la lengua vulgar y por la sabia elección de los textos distribuidos a lo largo del año; además, escuelas bíblicas, apoyos escritos e, insustituible, la lectura personal de la Biblia en la propia casa. Para quien está llamado a enseñar a otros, a todo ello se añade el estudio sistemático de la Biblia: exégesis, crítica textual, teología bíblica, estudio de las lenguas originales.
En esta fase hay que guardarse de dos peligros. El primero es el de quedarse en este primer estadio y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura «impersonal». Este peligro actualmente es muy fuerte, sobre todo en los lugares de formación académica.
Santiago compara la lectura de la Palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero, observa Kierkegaard, quien se limita a estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se pasa todo el tiempo mirando el espejo --examinando con atención su forma, el material, el estilo, la época-- sin mirarse jamás en el espejo. Para él el espejo no cumple su función. La Palabra de Dios ha sido dada para que la pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades. Existe una «inflación de hermenéutica» y, lo que es peor, se cree que lo más importante, respecto a la Biblia, es la hermenéutica, no la práctica [5].
El estudio crítico de la Palabra de Dios es indispensable y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es necesario, pero no suficiente.
El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra, sin mediación hermenéutica alguna. Este segundo riesgo es mucho menos inocuo de cuanto pueda parecer a simple vista; el actual debate sobre creacionismo y evolucionismo es dramática prueba de ello.
Los que defienden la lectura literal del Génesis (el mundo creado hace algunos miles de años, en seis días, como es ahora), causan un inmenso daño a la fe. «Los jóvenes que han crecido en familias y en iglesias que insisten en esta forma de creacionismo --escribió el científico creyente Francis Collins, director del proyecto que llevó al descubrimiento del genoma humano--, antes o después descubren la aplastante evidencia científica en favor de un universo bastante más antiguo y la conexión entre sí de todas las criaturas vivientes a través del proceso de evolución y de selección natural. ¡Qué terrible e inútil elección afrontan!... No hay que sorprenderse si muchos de estos jóvenes dan la espalda a la fe, concluyendo que no se puede creer en un Dios que les pide que rechacen lo que la ciencia les enseña con tanta evidencia en torno mundo natural» [6] .
Sólo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen; tienen en común el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.
3. Contemplar la Palabra
La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en «fijar la mirada» en la Palabra, permanecer largamente ante el espejo, en resumen, en la meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres utilizaban al respecto las imágenes de masticar y de rumiar. «La lectura --escribe Guigo II, el teórico de la lectio divina-- ofrece a la boca un alimento sustancioso, la meditación lo mastica y lo tritura» [7]. «Cuando uno trae a la memora las cosas oídas y dulcemente las piensa en su corazón, se hace similar al rumiante», dice Agustín [8].
El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer «cómo es», aprende a conocerse a sí misma, descubre su deformidad respecto a la imagen de Dios y de Cristo. «Yo no busco mi gloria», dice Jesús (Jn 8,50): he aquí el espejo ante ti, en inmediatamente ves qué lejos estás de Jesús; «Bienaventurados los pobres de espíritu»: el espejo vuelve a estar delante de ti e inmediatamente te descubres lleno todavía de apegamientos y de cosas superfluas; «la caridad es paciente...», y te das cuenta de lo impaciente que eres, envidioso, interesado.
Más que «escrutar la Escritura» (Jn 5,39) se trata de dejarse escrutar por la Escritura. La Palabra de Dios, dice la Carta a los Hebreos, «penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12-13). La mejor oración para iniciar el momento de la contemplación de la Palabra es repetir con el salmista:
«Sóndame, oh Dios, mi corazón conoce,
pruébame, conoce mis deseos;
mira no haya en mí camino de dolor,
y llévame por el camino eterno» (Sal 139).
Pero en el espejo de la Palabra no sólo nos vemos a nosotros mismos; vemos el rostro de Dios; mejor: vemos el corazón de Dios. La Escritura, dice san Gregorio Magno, es «una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios» [9]. También en cuanto a Dios es válido lo que dijo Jesús: «De lo que rebosa el corazón habla la boca» (Mt 12,34); Dios nos ha hablado, en la Escritura, de lo que rebosa su corazón, y lo que colma su corazón es el amor.
La contemplación de la Palabra nos procura de tal modo los dos conocimientos más importantes para avanzar por el camino de la verdadera sabiduría: el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios. «Que me conozca a mí y que te conozca a ti, noverim me, noverim te --decía a Dios san Agustín--; que me conozca a mí para humillarme y que te conozca a ti para amarte».
Un ejemplo extraordinario de este doble conocimiento, de sí y de Dios, que se obtiene de la Palabra de Dios es la carta a la Iglesia de Laodicea en el Apocalipsis, que vale la pena meditar de vez en cuando, especialmente en este tiempo de Cuaresma (Ap 3,14-20). El Resucitado pone al descubierto ante todo la situación real del fiel típico de esta comunidad: «Conozco tu conducta; no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca». Impresionante el contraste entre lo que este fiel piensa de sí y lo que piensa Dios de él: «Tu dices: "Soy rico; me he enriquecido; nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión , pobre, ciego y desnudo».
Una página de una dureza insólita, que sin embargo inmediatamente sobresale por una de las descripciones absolutamente más conmovedoras del amor de Dios: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». Una imagen que revela su significado real y no sólo metafórico, si se lee, como sugiere el texto, pensando en el banquete eucarístico.
Además de servir para verificar el estado personal de nuestra alma, esta página del Apocalipsis nos puede valer para poner al descubierto la situación espiritual de gran parte de la sociedad moderna ante Dios. Es como una de esas fotografías tomadas con infrarrojos desde un satélite artificial, que revelan un panorama completamente distinto del habitual, observado a la luz natural.
También este mundo nuestro, fuerte en sus conquistas científicas y tecnológicas (como los laodicenos lo estaban en sus fortunas comerciales), se siente satisfecho, rico, sin necesidad de nadie, tampoco de Dios. Es necesario que alguien le haga conocer el verdadero diagnóstico de su estado: «No sabes que eres un desgraciado, digno de compasión , pobre, ciego y desnudo». Necesita que alguien le grite, como hace el niño en el cuento de Andersen: «¡El rey está desnudo!». Pero por amor y con amor, como hace el Resucitado con los la odicenos.
La Palabra de Dios asegura a toda alma que lo desea una dirección espiritual fundamental y en sí infalible. Existe una dirección espiritual, por así decirlo, ordinaria y cotidiana que consiste en descubrir qué quiere Dios en las diversas situaciones en las que el hombre, habitualmente, se encuentra en la vida. Tal dirección está asegurada por la meditación de la Palabra de Dios acompañada de la unción interior del Espíritu que traduce la Palabra en buena «inspiración», y la buena inspiración en resolución práctica. Es lo que expresa el versículo del Salmo tan querido a los que aman la Palabra: «Para mis pies lámpara es tu palabra, luz para mi sendero» (Sal 119,105).
Una vez predicaba una misión en Australia. El último día vino a verme un hombre, un inmigrante italiano que trabajaba allí. Me dijo: «Padre, tengo un grave problema: tengo un hijo de once años que aún está sin bautizar. La cuestión es que mi esposa se ha hecho testigo de Jehová y no quiere oír hablar de bautismo en la Iglesia católica. Si le bautizo, habrá una crisis; si no le bautizo, no me siento tranquilo, porque cuando nos casamos ambos éramos católicos y habíamos prometido educar en la fe a nuestros hijos. ¿Qué debo hacer?». Le dije: «Déjame reflexionar esta noche; vuelve mañana y vemos qué hacer». Al día siguiente este hombre regresó visiblemente sereno y me dijo: «Padre, encontré la solución. Ayer por tarde, en casa, oré un rato; después abrí la Biblia al azar. Salió el pasaje en el que Abrahán lleva a su hijo Isaac a la inmolación, y vi que cuando Abrahán lleva a su hijo a inmolarlo no dice nada a su esposa». Era un discernimiento exegéticamente perfecto. Bauticé yo mismo al chico y fue un momento de gran alegría para todos.
Abrir al Biblia al azar es algo delicado que hay que hacer con discreción, en un clima de fe y no antes de haber orado largamente. No se puede, en cambio, ignorar que, en estas condiciones, ello ha dado con frecuencia maravillosos frutos y lo han practicado también los santos. De Francisco de Asís se lee, en las fuentes, que descubrió el género de vida al que Dios le llamaba abriendo tres veces al azar, «después de haber orado devotamente», el libro de los Evangelios «dispuestos a poner por obra el primer consejo que se les diera» [10]. Agustín interpretó las palabras «Tolle lege», toma y lee, que oyó de una casa cercana, como una orden divina de que abriera el libro de las Cartas de san Pablo y leyera el versículo que primero saltara a su vista [11].
Ha habido almas que se han hecho santas con el único director espiritual de la Palabra de Dios. «En el Evangelio --escribió santa Teresa de Lisieux-- encuentro todo lo necesario para mi pobre alma. Descubro siempre en él luces nuevas, significados escondidos y misteriosos. Entiendo y sé por experiencia que "el reino de Dios está dentro de nosotros" (Lc 17, 21). Jesús no necesita de libros ni de doctores para instruir a las almas; Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras» [12]. Fue a través de la Palabra de Dios, leyendo uno después del otro, los capítulos 12 y 13 de la Primera Carta a los Corintios, como la santa descubrió su vocación profunda y exclamó jubilosa: «¡En el cuerpo místico de Cristo yo seré el corazón que ama!».
La Biblia nos ofrece una imagen plástica que resume todo lo que se ha dicho sobre meditar la Palabra: la del libro comido, según se lee en Ezequiel:
«Yo miré; vi una mano que estaba tendida hacia mí, y tenía dentro un libro enrollado. Lo desenrolló ante mi vista: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito: "Lamentaciones, gemidos y ayes". Y me dijo: "Hijo de hombre, como lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel". Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: "Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy". Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel. » (Ez 2,9-3, 3; v. también Ap 12,10).
Existe una diferencia enorme entre el libro simplemente leído o estudiado y el libro comido. En el segundo caso, la Palabra se convierte verdaderamente, como decía san Ambrosio, en «la sustancia de nuestra alma», aquello que informa los pensamientos, plasma el lenguaje, determina las acciones, crea el hombre «espiritual». La Palabra comida es una Palabra «asimilada» por el hombre, aunque se trata de una asimilación pasiva (como en el caso de la Eucaristía), esto es, «ser asimilado» por la Palabra, subyugado y vencido por ella, que es el principio vital más fuerte.
En la contemplación de la Palabra tenemos un modelo dulcísimo, María; guardaba todas estas cosas (literalmente: estas palabras) meditándolas en su corazón (Lc 2,19). En Ella la metáfora del libro comido se ha transformado en realidad hasta física. La Palabra literalmente le «sació».
4. Poner por obra la Palabra
Llegamos así a la tercera fase del camino propuesto por el apóstol Santiago, aquella en la que el apóstol insiste más: «Poned por obra la Palabra..., si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra...; el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme... como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz». Es también lo que le importa más a Jesús: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). Sin este «poner por ora la Palabra», todo se queda en ilusión, construcción en arena. No se puede siquiera decir que se ha comprendido la Palabra porque, como escribe san Gregorio Magno, la Palabra de Dios se entiende verdaderamente sólo cuando se comienza a practicarla [13].
Esta tercera etapa consiste, en la práctica, en obedecer la Palabra. El término griego empleado en el Nuevo Testamento para designar la obediencia (hypakouein) traducido literalmente significa «dar escucha», en el sentido de efectuar aquello que se ha escuchado. «Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer», se lamenta Dios en la Biblia (Sal 81,12).
En cuanto se prueba a buscar, en el Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente: la obediencia se ve casi siempre como obediencia a la Palabra de Dios. San Pablo habla de obediencia a la doctrina (Rm 6,17), de obediencia al Evangelio (Rm 10,16; 2 Ts 1,8), de obediencia a la verdad (Gal 5,7), de obediencia a Cristo (2 Co 10,5). Encontramos el mismo lenguaje también en otras partes: en los Hechos de los Apóstoles se habla de obediencia a la fe (Hch 6,7); la Primera Carta de Pedro habla de obediencia a Cristo (1 P 1,2) y de obediencia a la verdad (1 P 1,22).
La obediencia misma de Jesús se ejerce sobre todo a través de la obediencia a las palabras escritas. En el episodio de las tentaciones del desierto, la obediencia de Jesús consiste en recordar las palabras de Dios y atenerse a ellas: «¡Está escrito!». Su obediencia se ejerce, de modo particular, en las palabras que están escritas sobre Él y para Él «en la ley, en los profetas y en los salmos», y que Él, como hombre, descubre a medida que avanza en la compresión y en el cumplimiento de su misión. Cuando quieren oponerse a su prendimiento, Jesús dice: «Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» (Mt 26,54). La vida de Jesús está como guiada por una estela luminosa que los demás no ven y que está formada por las palabras escritas para Él; deduce de las Escrituras el «debe» (dei) que rige toda su vida.
Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu, se convierten en expresión de la voluntad viva de Dios para mí, en un momento dado. Un pequeño ejemplo ayudará a entenderlo. En una situación me di cuenta de que, en comunidad, alguien había tomado por error un objeto de mi uso. Me disponía a hacerlo notar y a pedir que me fuera devuelto cuando me topé por casualidad (pero tal vez no fue verdaderamente por casualidad) con la palabra de Jesús, que dice: «A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6,30). Comprendí que esa palabra no se aplicaba universalmente y en todos los casos, pero que ciertamente se aplicaba a mí en aquel momento. Se trataba de obedecer la Palabra.
La obediencia a la Palabra de Dios es la obediencia que podemos realizar siempre. Obedecer órdenes o a autoridades visibles, ocurre sólo cada tanto, tres o cuatro veces en la vida, si se trata de obediencias graves; pero obedecer la Palabra de Dios puede presentarse a cada momento. Es también la obediencia que podemos hacer todos, súbditos y superiores, clérigos y laicos. Los laicos no tienen, en la Iglesia, un superior a quien obedecer --al menos no en el sentido con el que lo hacen los religiosos y los clérigos--; ¡pero tienen, por otra parte, un «Señor» a quien obedecer! ¡Tienen su palabra!
Terminamos esta meditación haciendo nuestra la oración que san Agustín eleva a Dios, en sus Confesiones, para obtener la compresión de la Palabra de Dios: «Sean tus Escrituras mis castas delicias: no me engañe yo en ellas, ni engañe a nadie con ellas... Atiende a mi alma, y óyela, que clama desde lo profundo... Concédeme tiempo para meditar sobre los secretos de tu Ley, y no cierres sus puertas a los que llaman... Mira que tu voz es mi gozo; tu voz es un deleite superior a cualquier otro. Dame lo que amo... No deprecies a esta hierba sedienta... Que al llamar, se me abran las interioridades de tus palabras... Lo pido por nuestro Señor Jesucristo... en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios (Col 2,3). A Éste busco en tus libros» [14].
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[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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[1] S. Ambrogio, Exp. Ps. 118, 7,7 (PL 15, 1350).
[2] Dei Verbum, 21.
[3] Giovanni Paolo II, Novo millennio ineunte, 39).
[4] Benedetto XVI, in AAS 97, 2005, p. 957).
[5] S. Kierkegaard, Per l'esame di se stessi. La Lattera di Giacomo, 1,22, in Opere, a cura di C. Fabro, Firenze 1972, pp. 909 ss.
[6] F. Collins, Le language of God, Free Press 2006, pp. 177 s.
[7] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, 1986, p.22.
[8] S. Agostino, Enarr. in Ps. 46, 1 (CCL 38, 529).
[9] S. Gregorio Magno, Registr. Epist. IV, 31 (PL 77, 706).
[10] Celano, Vita Seconda, X, 15
[11] S. Agostino, Confessioni, 8, 12.
[12] S. Teresa di Lisieux, Manoscritto A, n. 236.
[13] S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).
[14] S. Agostino, Conf. XI, 2, 3-4.