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martes, 8 de enero de 2008

EL MIEDO Y LA MENTIRA: dos malas compañías / Autor: Narciso de la Iglesia Rodríguez, SdB

Cada vez compruebo más que el miedo da origen, la mayoría de las veces, a un defecto terrible: la mentira. A partir de su empleo las relaciones sociales se envenenan hasta que la vida se hace imposible. Y desaparece la esperanza, surge la desesperación, que es peor, y llega el “sálvese quien pueda” con el barco de la vida a la deriva o a pique.

Y cuando el miedo se mete entre los entresijos del alma, mentimos con la misma naturalidad con que respiramos. Mentimos para ocultar nuestras inseguridades, mentimos una y otra vez para librarnos del peligro.

Voy a hablar del “miedo” y de la “mentira”, dos malas hermanas, jimaguas, que destruyen las aspiraciones más nobles del ser humano y los ideales más sublimes.
Para el filósofo Kant, la mentira constituye la mayor violación que un ser humano –en cuanto ser moral- puede cometer contra sí mismo… “sí, contra sí mismo y no contra otro, porque el embustero utiliza su cuerpo físico como mero instrumento (una máquina de hablar) en contra de su fin interno propio, como capaz de comunicar pensamientos y razones.”

Una de las cosas que primero comienzan los padres a corregir en su hijos es la mentira, lo que más desagrada a un jefe es que sus empleados o colaboradores le mientan y algo que nadie tolera es que un amigo no le diga la verdad. Y es que “educar” o “dirigir” es cambiar la conducta de otros de manera que hagan lo que yo quiero. Pero no se trata de que los otros hagan lo que yo quiero, sino que quieran hacer lo que yo quiero. Ese es el punto central de todo educador o de todo aquel que quiera llevar adelante una empresa en la que es consciente que trata con personas y no con máquinas.

El secreto a voces, porque todos lo conocemos aunque no lo pongamos en práctica, para hacer fluidas y auténticas las relaciones sociales, con el objetivo de ser claros como el agua cristalina, tanto en el decir como en el actuar, está en el diálogo: a través de él podemos comunicar nuestro pensamiento, conocer al prójimo y enriquecernos mutuamente. Es cierto que también podemos lastimar, humillar y dañar al otro. Lo que digamos o hagamos por lo general tendrá repercusiones positivas o negativas en nuestros semejantes.

Solemos decir que tenemos muchas razones para mentir. O las inventamos
para justificarnos
comportamientos e intenciones sospechosos de buena voluntad. Muchas veces el que se cree superior o se abroga tal derecho utiliza como arma defensiva e invasora el miedo. Sin embargo, no se puede educar ni dirigir personas utilizando el miedo ya que impide la comunicación sincera y el compromiso serio en lo que se lleva entre manos. Más todavía, el miedo no sólo afecta al otro, sino también al que lo difunde, pues se rompe el ambiente de confianza y desaparece la comunicación real. Entonces se miente y se llega a mentir como la cosa más natural del mundo. Las relaciones se convierten en un juego de mentiras y el miedo mutuo acampa a sus anchas. Y lo cierto es que uno se acostumbra tanto a tener miedo como a mentir.

Cierto que “es humano tener miedo; lo que no es humano es temer al miedo” porque, como decíamos, el miedo engendra la mentira, la mentira engendra la desconfianza y la desconfianza engendra toda una serie de relaciones humanas viciadas que hacen de la vida un infierno.

La idea de un educador o dirigente autoritario y prepotente es arcaica y, sobre todo, poco eficaz. La familia y la sociedad están conformadas por seres humanos y reducir al niño o al empleado a una máquina que sólo debe entregar resultados es reducir la propia capacidad educativa o directriz.

De una forma básica, podemos decir, que los seres humanos sentimos miedo cada vez que enfrentamos una situación nueva. Esto es relativamente frecuente a lo largo de la vida, luego el miedo no se supera nunca mientras sigamos viviendo, pero podemos aprender, y de hecho es lo que hacemos, a manejarlo para que no nos paralice, nos invalide o nos lleve a la mentira crónica.

Por otra parte, los problemas que a lo largo del desarrollo del ser humano y de la conformación de una sociedad se generan son innumerables. Están relacionados con actuaciones familiares y sociales, que con frecuencia implican no sólo un dominio-sumisión, de unos a otros, y que provocan sensaciones, sentimientos, actitudes y estilos de comportamientos de inadaptación claramente patológicos, también faltas de apoyo y refuerzo consistente con las actuaciones, que generan incompetencia y desánimo, inseguridad, miedo y trampas.

¿Qué podemos hacer para educar el miedo y que no tenga tan terribles consecuencias para nosotros y para los demás? Porque yo creo que si existe, como algo connatural al ser humano podemos educarlo, dirigirlo, encauzarlo y, sin duda, sacar provecho para nuestra realización personal y organización social. Pues, tal como leo en un artículo de Zaldívar Pérez, frente a una situación novedosa y provocadora de miedo, lo más adecuado es tener la sensación de control. Para ello puede ser provechoso disminuir nuestra vulnerabilidad y aumentar nuestra resistencia, situación que llevamos a cabo a través del manejo de nuestros pensamientos (actitudes, distorsiones, exageraciones, creencias...) y sentimientos, así como el análisis de la situación externa a nosotros y la posibilidad de ejercer control para modificarla o ajustes internos para aceptarla y manejarnos en ello.

¿Por qué no hacemos un serio ejercicio de mente y corazón para aprendernos de memoria esas cinco verdades de a puño sobre el miedo y sus consecuencias y vivirlas andando por la calle con la cabeza bien alta?: que el miedo nunca desaparecerá de nuestras vidas, que la única manera de liberarse del miedo a hacer algo es hacerlo, que la única manera de sentirme mejor y no caer en la mentira es enfrentarlo, que no soy único o bicho raro sintiendo miedo ya que les pasa igual a los otros, y que vencer el miedo asusta menos que convivir con un miedo subyacente que proviene de la impotencia.

Mataríamos dos pájaros de un mismo tiro: el miedo ridículo e innecesario y su catastrófica consecuencia, la mentira. Creo que nos sentiríamos más felices, en paz con nosotros mismos y con los demás. E incluso, cosa muy importante, construiríamos un mundo más auténtico y humano que es lo principal en nuestro quehacer social.
Leo en San Pablo: “Que vuestro amor no sea una farsa”. Me pongo a reflexionar sobre la frase y llego a esta conclusión. Mire a ver si a usted también le convence: quien ama sinceramente al otro, quien desea y procura su bien, no le mete miedo para nada ni por nada del mundo, todo lo contrario, lo rodea de cariño y es constante su preocupación por su bienestar. Quien ama con todas las consecuencias al otro no tiene porqué mentirle en nada. Luego amor y verdad se implican mutuamente. Y todo lo contrario: si mis relaciones con el otro están cargadas de odio o de interés egoísta, entonces trataré de meterle todo el miedo posible en el cuerpo y le mentiré hasta la médula de sus huesos para conseguir yo mis turbios objetivos.

Optemos por la verdad, porque podrán adueñarse de nuestras cosas, pero no de nuestro espíritu. Podemos hacerlo, hagámoslo. Demos el paso necesario, marquemos hondamente nuestra huella más sincera que, al fin y al cabo, el suelo es nuestro como nuestro es el cielo si sabemos ganarlos a pulso desde el respeto al otro.

Me acuerdo de una historia del “jasidismo”, movimiento del judaísmo que se extendió por la Europa Oriental en el siglo XVIII:

“Un maestro solía decir que durante el lapso que empleaba en recitar para sí las Dieciocho Bendiciones, todas las personas que alguna vez le habían pedido que intercediera por ellas ante Dios desfilaban por su mente. Alguien le preguntó cómo era esto posible, ya que con seguridad no había tiempo suficiente. El maestro contestó: 'La necesidad de cada uno deja un rastro en mi corazón. En la hora de la plegaria abro mi corazón y digo: ¡Señor del Mundo, lee lo que está escrito aquí!”.
Que bueno sería que fuéramos metiendo en lo mejor de nuestro corazón todas las relaciones que desde la verdad entablamos con los otros. Encuentros a partir del respeto mutuo, nunca desde la imposición, ya que todos estamos llamados a construir una sociedad mejor y nadie tiene la clave para conseguirla por sí sólo, despreciando a los demás como inútiles u opositores a quienes anular desde el desprecio, la ignorancia o el miedo. Todo lo contrario, debemos traer todas las tardes a nuestra memoria, y también a nuestra oración, la gente buena que, como nosotros, quiere un mundo en progreso pero también en paz y armonía. Y creer en esa gente.

Precisamente la desconfianza hace nacer el demonio del miedo. Porque, hay que decirlo, existe también un ángel del miedo, pero es bueno y nos previene a veces para hacernos caer en la cuenta que hay cosas que nos pueden destruir la mente, el alma y la tierra que nos sostiene: la mentira, hermana y compañera de mala vida de ese otro miedo, el malo que es un asesino.

No le metas a nadie, amigo mío, ese miedo diabólico que es caldo de infierno, ya que tiene a la mentira como su mejor combustible.

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Fuente: http://cubacatolica.blogcindario.com/