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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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Oremos todos para que la sabiduría de Jesús Resucitado presida estas páginas y nos bendiga abundamente.

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jueves, 13 de septiembre de 2007

Conocer la voluntad de Dios es "hacerte disponible" / Autor: Jean Lafrance


El orante tiene por misión estar en pie delante de Dios, en su presencia. Subyacente a este ponerse en presencia de Dios, existe la convicción de que Dios conoce el corazón del hombre: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía". Conocer a Dios o ser conocido por él, es ponerse en relación con El, ser introducido a su intimidad, experimentar su presencia, participar de su vida.

Dios está cerca de ti y te ve. Dios está atento a tu oración, escucha, oye, está cerca, acoge, te da audiencia. "Pues Yahvé ha oído la voz de mis sollozos. Yahvé ha oído mi súplica. Yahvé acoge mi oración" (Salmo 6)

Dios no es tan sólo un oyente pasivo que registra tus peticiones, él te contesta y entabla un diálogo contigo: "Yo te llamo, que tú, oh Dios me respondes" (Salmo 17) "Mi corazón tu sondeas, de noche me visitas" (Salmo 17) De hecho Dios vuelve su rostro hacia ti y de este modo te salva.

Muy a menudo, es por no comenzar por esta puesta en la presencia de Dios Santo y cercano por lo que tu oración se convierte en monólogo. No empleas bastante tiempo en recogerte para llegar a la oración pacificado interiormente. Antes de entrar en oración, camina con calma, respira profundamente y pon todas tus preocupaciones y cuidados en manos del Señor. Aunque pases diez minutos en tomar tan sólo conciencia de esta presencia, no habrás perdido el tiempo. Luego te abres totalmente con el Espíritu Santo que hará el resto alimentando tu diálogo con el Padre.

Recuerda muy bien esto: estás delante, estás cerca, eres visto, eres escuchado, eres amado. "Pongo a Yahvé ante mí sin cesar, porque El está a mi diestra, no vacilo (Salmo 16).



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Estás aquí en el centro de la vida cristiana, pues todo se reduce finalmente, a descubrir la voluntad de Dios y cumplirla. Pero si es verdad que te resulta fácil discernir esta voluntad a través de los mandamientos, dudas a menudo de que puedas descubrir lo que Dios espera de ti, en particular en tu situación presente.

Si quieres conocer la voluntad de Dios, la condición es "hacerte disponible", es decir, ante una opción que tengas que hacer, el rehusar o preferir tal o cual alternativa, abandonando todo prejuicio que impida a Dios el darte a conocer en que dirección quiere que te comprometas. En una palabra no debes tener ninguna idea sobre la cuestión y aceptar entrar en los planes de otro que desvía siempre los tuyos.

Es tal vez la disposición fundamental para realizar una elección según Dios. Pero tal vez te hagas una pregunta: ¿cómo hacerme disponible si no lo estoy? Te diría que es preciso que te detengas, que te distancies de ti mismo y que interpeles a tu propio juicio. Son otras tantas actitudes que se viven bajo la mirada de Dios, en la oración, para descubrir las resistencias a la voluntad de Dios.

Puede ocurrir que a través de esta oración, Dios te muestra claramente lo que espera de ti, pero no es ésta su costumbre; prefiere hablarte por medio de signos. No tomes demasiado pronto tus buenas intenciones por voluntades de Dios.

Hay también otra manera de descubrir esta voluntad, y es interrogar a tu afectividad profunda. Si gozas de una paz duradera y de una verdadera alegría, puedes decir que los proyectos que acompañan a tus sentimientos son queridos por Dios, pues el Espíritu Santo obra siempre en la alegría, la paz y la dulzura. Si por el contrario estás triste, desanimado e inquieto, puedes suponer que el proyecto está inspirado por el espíritu del mal. No puedes tener ninguna certeza si te fías del sentimiento de un solo instante. Por el contrario, si, a lo largo de un período más o menos dilatado, tal decisión va siempre ligada a la alegría y su contraria a la tristeza, hay motivo para creer que es Dios quien te envía la consolación del Espíritu y te sugiere que realices la acción correspondiente.

Con mucha frecuencia la paz se estabiliza en tu corazón después de esa opción libre. La experiencia de consolación o desolación que sigue a la elección confirmará esto último y te indicará claramente si estás en la voluntad de Dios.

Poco a poco lograrás realizar elecciones verdaderamente espirituales, interpretando de manera cada vez más clara los signos de Dios, ya se trate de grandes decisiones que comprometan tu existencia o de opciones relativas a tu vida diaria. Por otra parte, esta educación de tu libertad deberá continuarse toda tu vida y cuanto más fiel seas en la respuesta a las solicitudes del Espíritu, más fácilmente descubrirás lo que te pide.



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Jesús invita a todos los que le reciben a comer cara a cara con el Padre, pero pone condiciones: "Estate presto, con tu lámpara encendida (Mt 25,7), ceñida la cintura, con el vestido de bodas (Mt 22,11)" Para eso debes velar en la oración, en el lugar oportuno (Mt 24,44) pues el dueño va a venir a buscarte tarde, a la noche o al amanecer (Lc 12,38). Debes estar pronto a marchar y dejarlo todo. Por eso debes velar y orar, con perseverancia para no perder el momento de su venida.

Si quieres entrar en la comunión con Cristo, debes compartir su éxodo, abandonando el equipaje inútil y dejándolo en consigna para iniciar el camino. No tengas ningún cuidado: lo encontrarás al otro lado, a la llegada. Dios se cuida de ello, y ha contratado un servicio de recuperación por el que encontrarás todo multiplicado por cien (Lc 18,29-30). El equipaje más pesado que tienes que abandonar eres tú mismo (Lc 9,23). Deja todo y déjate guiar únicamente por la palabra de Dios (Hb 11,8)

Tal vez te preguntes: ¿ por qué he de abandonar todo aquello en lo que me apoyo para ir hacia Dios? Todas estas criaturas son buenas y reflejan la imagen del Creador. Pero por muy hermosos que sean los rostros y por muy buenos que sean los seres con los que te tratas, debes abandonar todo esto. ¿es preciso dejar todo esto? Y Cristo te dice: "déjalo todo".

Para comprender esto tienes que recibir una luz extremadamente profunda sobre la santidad de Dios y sobre la nada del hombre. Poco a poco, Dios apartará su mano y le verás de espalda, porque su rostro no puedes verlo. Como Moisés, cae de rodillas sobre el suelo y mantente en adoración.

lunes, 10 de septiembre de 2007

La Oración hecha vida / Autor: Jean Lafrance



Si pasas un día por Chartres, detente ante el pórtico norte de la Catedral. En el vano izquierdo, en el segundo cordón de la superficie abovedada, el escultor ha reproducido las seis escenas de la vida contemplativa.

Se ve en ellas a la Virgen que se recoge, abre su libro, lee, medita, enseña y entra en éxtasis.

Primero se recoge antes de entrar en oración. Tiene la mano izquierda sobre el libro de las Escrituras y lleva la mano derecha a la altura del corazón como si quisiera enseñarte, que para orar hay que conservar el corazón puro y silencioso. Como Salomón, pide a Dios un corazón silencioso que sepa escuchar. La primera actitud de la oración, es acoger, escuchar y recibir el buen Espíritu, el don espiritual que el Padre comunica a los que se lo piden.

En un segundo tiempo, abre el libro de las Escrituras para recibir el pensamiento de Otro y no el nuestro. Nosotros no hacemos la vida verdadera y la oración, la recibimos y la descubrimos de Dios, en el orden de la gratuidad y del misterio. Entonces ella puede leer, no para saber, sino para penetrar el sentido profundo de las palabras.

En cuanto hayas encontrado lo que buscabas, imita a la Virgen y cierra el libro para rumiar interiormente la Palabra y dejarla que baje al fondo de tu corazón: "He puesto la palabra dentro de vuestro corazones" dirá Pablo. La lectura sabrosa y viva de la Palabra te dispone para que encuentres a Dios en la contemplación. Deja que las cosas vengan a ti y estate ante el misterio con las manos abiertas de par en par.

Al meditar la palabra, oirás de pronto al Verbo de Dios que te habla en lo íntimo de tu corazón. Esta es la obra del Maestro interior que es el Espíritu Santo.

Luego la Virgen enseña la Palabra gustada y meditada. No es tan sólo una experiencia de Cristo en el contacto vivo y personal, sino la transmisión de la experiencia viva de Jesús que, en su conciencia de hombre se siente hijo de Dios.

Y finalmente la Virgen entra en éxtasis. Es la salida de sí misma para encontrar su dicha y su alegría en Dios. No busca el descanso de la contemplación para sí misma sino para Dios que es el último término de su oración. Toda oración verdadera debe llevarte un día a no encontrar alegría más que en Dios. Orarás de verdad el día en que estés totalmente ocupado en adorar a Dios, en contemplar su amor y en darle gracias no sólo por los dones que te ha hecho, sino sobre todo por la venida de Jesucristo a la tierra.

Sólo se ora bien en el éxtasis. Si te ejercitas así, en los silencios de la oración, te dispones a dejarte arrastrar por el movimiento del Espíritu. Estás oculto a tu propia oración y no tienes conciencia de orar. Pero no depende de ti el obtener este don de la contemplación, que no viene por tus méritos, sino de la misericordia de Dios.

Ruega para que obtengas de Dios esta visión de su rostro prometida a los corazones puros.



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Si hay hombres que emplean su vida en rezar, es para mantener viva y activa esa fe que Jesús desea encontrar en el corazón de todos los suyos. Para comprender esto, hay que remontarse al corazón de la Trinidad y entender que Jesús, en cuanto hombre, ha sido el primero en orar sin cesar y sin desfallecer. El es nuestro modelo, el gran suplicante, nuestro Intercesor ante el Padre. En el corazón de los Tres, el Hijo es sin cesar colmado por el Padre; está en estado de perpetua escucha por su parte, porque él está en estado perpetuo de súplica por el suyo.

Y en medio de la tierra, Jesús no dejó de proseguir esta oración, esperándolo todo de su Padre, el ser como el obrar y devolviéndole sin cesar toda la gloria y todo el gozo. Suplicaba siempre en el tiempo y era escuchado a cada instante. Por eso podía decir: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas.

Su oración era una respiración permanente, pedía el amor al Padre (por tanto, al Espíritu Santo) y al instante mismo el Padre escuchaba su petición, concediéndole el Espíritu. Su oración tenía la densidad de un instante, lo cual me permite decir que la respuesta estaba incluida en la petición. Por eso su oración era al mismo tiempo súplica y acción de gracias. Esto nos resulta difícil de comprender, porque vivimos en el tiempo y no vemos llegar lo que habíamos pedido, mientras que Jesús nos asegura que el Padre nos escucha siempre. Para nosotros, la oración está ligada al tiempo y por tanto a la perseverancia.

Cuando no vemos que ocurra algo es cuando más tentados nos sentimos a bajar los brazos. Sólo la fe puede mantenernos; por esto la cuestión que atormenta a Cristo es precisamente esta: ¿encontrará fe cuando venga a la tierra? ¿encontrará hombres que se mantengan y perseveren lo suficiente en la oración para creer que han sido ya escuchados?

La prueba de la fe perseverante autentifica la cualidad de la oración. Como en el perdón de las ofensas, al que la oración está ligada, se perdona una, dos, diez, setenta veces; pero un buen día se corre peligro de cesar. Por eso he sentido siempre admiración ante las palabras de K. Rahner, que me parecen la mejor definición de lo que es un hombre de oración: "Debemos ser hombres de Dios, y para decirlo más sencillamente, hombres de oración con el suficiente valor para arrojarnos en ese misterio de silencio que se llama Dios sin recibir aparentemente otra respuesta que la fuerza de seguir creyendo, esperando, amando y por tanto orando".

En el fondo, cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio del silencio de Dios. Uno mismo se ve reducido al silencio; no se sabe ya lo que hay que decir, e incluso pedir. Sin embargo, se está convencido en lo más hondo de que la oración es la única cosa importante, la única a la que vale la pena consagrarle la vida.

La gran cuestión es entonces la perseverancia: "Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados" "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas".

De vez en cuando el Señor se encarga de recordarnos nuestra poca fe y nuestro miedo a la oración: Hombre de poca fe... ¡Hombre de oración! Y entonces comprendemos nuestro verdadero pecado. La fe es el único combate de la vida: seguir creyendo que el Padre nos escucha y nos atiende cuando no se ve ningún resultado.

Me gusta invocar al Espíritu, pues él penetra el fondo del corazón, conoce todos mis deseos y formula al Padre una oración y una petición que corresponden a los designios de Dios. Y luego, naturalmente, está la Virgen Santísima. Jamás he recurrido tanto a ella como en estos momentos. Cada noche me despierto hacia medianoche para rezar los misterios gozosos. Creo que el Espíritu Santo y la Virgen son mis dos grandes intercesores orantes.



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Si entre la multitud surge alguien que te reconoce y te llama por tu nombre, experimentas de pronto como un nuevo nacimiento; desde el momento en que una verdadera amistad nace entre dos personas, existe siempre un antes y un después, entre los cuales se puede decir: Ya no soy el mismo. Cuando abres la Biblia, ves también a hombres satisfechos o insatisfechos, santos o pecadores, a quienes el encuentro con Dios hace felices porque su vida ha encontrado de pronto un sentido nuevo. Todos aquellos a quienes Dios ha salido a su encuentro podrían decir: ¿qué sería yo sin ti que viniste a mi encuentro? Quien quiera que seas, eres el hermano de estos hombres en su aventura. Aunque fueras el mayor de los pecadores, el más desequilibrado y el más pobre, todas estas situaciones son una oportunidad que se ofrece a Dios para salir a tu encuentro. En la oración, grita este deseo de ser seducido por Dios y levanta ante El esas montañas de sufrimiento. Si oras con fe y en verdad, Dios transportará esas montañas al mar. Ora el tiempo suficientemente fuerte para que él transforme esa amargura en dulzura. En el seno de esta paz austera te descubrirás amado de Dios. Nada se le escapa, te ve en lo secreto y te ama. Deja que resuenen en ti estas palabras de Isaías: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tu eres mío. Si pasas por las aguas yo estoy contigo, si por los ríos no te anegarán. Si andas por el fuego no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar, dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo. No temas pues, ya que yo estoy contigo. (Is 43,1-5)

viernes, 12 de octubre de 2007

La necesidad de un cuarto de hora de oración al día / Autor: Jean Lafrance

No soy yo el que te da este consejo, sino la misma Santa Teresa de Ávila. Había abandonado casi totalmente la oración después de su profesión en el Carmelo de la Encarnación de Ávila y la vuelva a iniciar a los 28 años, a la muerte de su padre. A petición de sus hermanas carmelitas empieza a "escribir algunas cosas de oración". Se encuentra en ella una frase extraordinaria en la que dice esto: "Respondo de la salvación de aquel que haga un cuarto de hora de oración al día".

Para Teresa no se trata de un seguro de vida, sino quiere decirte sencillamente que si haces de verdad oración cada día, van a sucederte , la gloria de Cristo resucitado va a invadirte progresivamente y a la larga ahogará al hombre viejo. En esto sentido afirma que el pecado puede cohabitar en ti con la oración.

Teresa de Ávila sabe muy bien que aumentarás la dosis. El Espíritu Santo te dará a gustar el agua viva y a diferencia de otras bebidas, no te saciarás nunca. La oración, cuanto más la posees, más la deseas. En el terreno de la oración, por el Espíritu Santo tú harás mucha oración. Pero empieza primero por un cuarto de hora. Luego, te apasionarás por la oración y presentirás, con deseo y temor que puede llegar a ser una vida interior a tu propia vida.

Ahora bien, si te propones hacer un cuarto de hora de oración cada día, puedes prever numerosas infidelidades; no hacerla, acortarla, o lo que es más peligroso, hacer como si la hicieses a tus propios ojos o ante los de Dios. Encontrarás muchas excusas: el trabajo, el cansancio, lo aburrido de la oración, la impresión de que pierdes el tiempo; en este terreno somos bastante imaginativos. Pero si has tomado la decisión de hacer oración cada día, hay una regla fundamental que podríamos enunciar así: las infidelidades no tienen ninguna importancia, con tal de que las reconozcas como tales y sobre todo que no te instales en ellas.

Si durante muchos meses no haces oración, pero estás atormentado por ello, estás salvado. Por el contrario, si haciendo oración, dejas penetrar en ti la turbación, estás en peligro. Estoy pensando en todos aquellos que afirman: la oración no es para mí, o vale más que entregarse a los demás que perder así el tiempo, o los que hacen objeciones más sutiles sobre la posibilidad misma de la oración o sobre la forma de hacerla.

Teresa define así la oración: "Tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama". Te invita sencillamente a dejar que la presencia trinitaria, que impregna el fondo de tu ser, suba a la superficie de tu conciencia para investirlo por entero de un sentimiento de alegría. Me dirás tal vez que la oración no es siempre para ti un tiempo de alegría, y es cierto pero poco a poco, irás distanciándote de lo que experimentas para poner únicamente tu alegría en Cristo resucitado.

La oración es el comienzo del cielo en tu corazón, pero el cielo no está nunca fuera de ti, está siempre escondido en el fondo de tu corazón y es de dentro de donde brotará el agua viva.



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Seguramente os habréis encontrado con hombres y mujeres de oración; entre ellos monjes, laicos, sacerdotes, ancianas, monjas o jóvenes, en su mayoría gente sencilla y pobre. Estas personas "han sido captadas" por la oración, aunque está oculta en el fondo de su corazón, es invisible; sólo la mirada del Padre ve en lo secreto.

Estas personas continúan su vida normalmente: trabajan, hablan, duermen, comen y oran con sus hermanos, pero si no tenéis "ojo" en el sentido de "ver a través", no os daréis cuenta de que están siempre en oración en el santuario interior de su corazón. Se comprende que oculten su tesoro, pues es lo mejor y más precioso que tienen.

Si les preguntáis un poco, os dirán que esta oración continua es una gracia recibida, y algunos, por no decir todos, añadirán que la han recibido por intercesión de la Virgen. Para muchos, el humilde rezo del Rosario fue el camino de humildad y de pobreza que les sumergió en la oración continua. Basta hacer uno mismo la experiencia al comienzo de la aventura de la oración. Nos rompemos la cabeza para encontrar el contacto con Dios o para hacer silencio, y no lo conseguimos. Nos ponemos a recitar el Rosario y la oración habita en el corazón antes de que nos hayamos puesto a pensar en Dios.

Hay ahí un secreto inaccesible a los sabios y a los inteligentes, pero revelado únicamente a los pequeños. No lo explico, sólo lo constato e invito a los lectores a que ellos mismos hagan la experiencia y juzguen por los resultados. Si no se puede explicar ni conocer el origen o el término de esta experiencia que nos supera, se puede al menos, dice San Bernardo, "discernir el momento de su venida y la hora de su retirada". ¿Por qué este discernimiento? Para dar gracias cuando la oración se presenta y para desearla cuando se ausenta.

Parece que en el momento que se repite la invocación "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores", la oración irrumpe en nuestro corazón. La oración que se inscribe aquí abajo en nuestras pobres palabras humanas repercute en la oración de la Virgen en el cielo. Somos muy conscientes de que María ha tomado el relevo de nuestra oración y que intercede por nosotros junto a Jesús, siendo aún más conscientes de que no hay más que una intercesión: la de Jesús al Padre (Heb 7,25). María, en la gloria del cielo, intercede por nosotros y nos hace experimentar las arras de la oración del Espíritu. Algunos días, tenemos como la intuición de compartir su oración del corazón y que nos parece bueno estar allí sencillamente con ella. Otras veces repasamos en la memoria del corazón el hilo de los acontecimientos de la jornada y descubrimos los humildes pasos del Señor, sus llamadas discretas y también los rechazos que le hemos opuesto haciéndonos los sordos.

Como las cuentas del Rosario, estos acontecimientos forman un todo que presentamos al Señor en la acción de gracias y el arrepentimiento. A veces, en fin, esta oración del corazón se identifica con el silencio y el descanso bajo la mirada del Padre.

Que María nos conceda el acoger la oración del Espíritu en nosotros como Dios quiere, tanto en la alegría como en la sequedad.



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En ocasión de un retiro o unos ejercicios, pregúntate si oras de verdad, es decir: ¿cuando entras en una Iglesia o haces oración en tu cuarto, te pones verdaderamente de rodillas? Si es así, vuelve a empezar lo más a menudo posible y déjate penetrar por esa actitud; conseguirá hacer de ti un hombre invadido por la oración, envuelto en la luz de Dios, en una palabra un hombre ebrio de Espíritu, pues el fin de la oración es precisamente la adquisición del Espíritu Santo.

Dice San Juan Crisóstomo: "La Sagrada Escritura llama a la gracia del Espíritu Santo unas veces fuego, otras agua, dando a entender que estos nombres indican no la sustancia, sino la operación. Fuego, para mostrar el ardor y la fuerza de la gracia, agua para señalar que refresca y purifica el alma de los que la reciben." La Misericordia de Dios nos arranca del corazón un grito que toca el corazón de Dios. No tienes excusa alguna para no querer o no lanzar ese grito, pues aquí, querer y poder, son la misma cosa. Entonces, antes de cualquier oración, ponte de rodillas despacio y conscientemente, proclamando que no estás en primer plano, aunque tengas dudas sobre Dios, que es quien está en primer lugar.

Si encuentras resistencias que te impiden hacerlo, no insistas. Pide con sencillez la gracia de estar de rodillas: Dios mío, muéstrame tu rostro y enséñame aceptar estar en segundo plano. Si de verdad estás convencido de todo esto, tu vida de oración no podrá continuar como hasta ahora. Entre tanto, si ni siquiera consigues orar de esa manera, pero tienes el deseo de hacerlo, pide a los que pueden orar que lo hagan por ti. Hay hombres y mujeres cuya vocación es suplicar en el nombre de sus hermanos.

Lo que caracteriza a esta oración, es que no hay que esforzarse para entrar en ella porque te impregna y te envuelve por todas partes. Es en verdad un baño en el agua viva de la oración. Si estás en la soledad, busca un lugar donde esté la Eucaristía y entra en la oración de Cristo. Puedes también deslizarte en la oración de María, que perseveró en el Cenáculo en la intercesión o entra en la oración de los santos.

El que puede orar un cuarto de segundo puede orar todo el tiempo. Es una cuestión de costumbre y de fidelidad.



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A propósito de la mujer adúltera, que se quedó sola ante Cristo, San Agustín hace esta magnífica reflexión: "No hay más que dos cosas, la miseria y la misericordia". A mí me gusta añadir: en medio está el grito silencioso de esta mujer que agita violentamente el corazón de Cristo y le mueve a compasión.

Lo mismo le pasa a la oración frente al misterio insondable de la Santísima Trinidad. Es ciertamente una oración de adoración, pero ésta no es posible sino a partir de un grito de súplica que es la confesión de tu miseria. Dios te hace toda clase de regalos y crees que te ama por esos dones, siendo así que es tu miseria lo que le regocija y seduce. Así se desvela un misterio muy extraño, accesible únicamente a los pobres: te enseña el arte de considerar tu miseria como si fuese una perla preciosa, difícil de encontrar y digna de la búsqueda más apasionada.

El Espíritu Santo (don de ciencia) te sugiere, haciéndotelo saborear delicadamente con que ternura Jesús ama tu miseria y te aconseja que la acojas, no con la lucidez despiadada sugerida por el demonio, sino en la lucidez más profunda del Espíritu Santo. Cuando el demonio te muestra tu miseria, te desesperas, mientras que el Espíritu Santo lo hace con dulzura y descubres con estupor que tiene todo poder sobre el corazón de Dios, pues le seduce.

En la oración, hay que tener la mirada perdidamente fija en su amor misericordioso para presentir que tu miseria es amable. No temas desplegarla bajo su mirada porque tan pronto como se ha iniciado este movimiento, comienza la caza que te precipita hacia el encuentro en el que te espera Cristo.

Viendo a Dios cara a cara, te ves tal como eres tú y comprendes cuanto se complace Dios viendo el esplendor de tu pobreza. Cuanto más te coloques en el fondo de tu miseria tanto más podrás gritar hacia El, es entonces cuando te arrancará de los bajos fondos. Ahí esta el secreto de la oración continua. Las tentaciones y las pruebas te enseñarán a orar.

No es tu grito el que toca el corazón de Dios, sino es él el que ahonda tu corazón en profundidad para que puedas escuchar el grito de Dios. Dios llama a la tierra y tú le das diferentes respuestas. Y él continúa llamando hasta el día en que tú le respondes: "Aquí el pobre que te llama y tiene necesidad de ti, porque no puede más...", entonces Dios está cerca del pobre, del corazón quebrantado que le invoca de verdad.