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viernes, 12 de octubre de 2007

La necesidad de un cuarto de hora de oración al día / Autor: Jean Lafrance

No soy yo el que te da este consejo, sino la misma Santa Teresa de Ávila. Había abandonado casi totalmente la oración después de su profesión en el Carmelo de la Encarnación de Ávila y la vuelva a iniciar a los 28 años, a la muerte de su padre. A petición de sus hermanas carmelitas empieza a "escribir algunas cosas de oración". Se encuentra en ella una frase extraordinaria en la que dice esto: "Respondo de la salvación de aquel que haga un cuarto de hora de oración al día".

Para Teresa no se trata de un seguro de vida, sino quiere decirte sencillamente que si haces de verdad oración cada día, van a sucederte , la gloria de Cristo resucitado va a invadirte progresivamente y a la larga ahogará al hombre viejo. En esto sentido afirma que el pecado puede cohabitar en ti con la oración.

Teresa de Ávila sabe muy bien que aumentarás la dosis. El Espíritu Santo te dará a gustar el agua viva y a diferencia de otras bebidas, no te saciarás nunca. La oración, cuanto más la posees, más la deseas. En el terreno de la oración, por el Espíritu Santo tú harás mucha oración. Pero empieza primero por un cuarto de hora. Luego, te apasionarás por la oración y presentirás, con deseo y temor que puede llegar a ser una vida interior a tu propia vida.

Ahora bien, si te propones hacer un cuarto de hora de oración cada día, puedes prever numerosas infidelidades; no hacerla, acortarla, o lo que es más peligroso, hacer como si la hicieses a tus propios ojos o ante los de Dios. Encontrarás muchas excusas: el trabajo, el cansancio, lo aburrido de la oración, la impresión de que pierdes el tiempo; en este terreno somos bastante imaginativos. Pero si has tomado la decisión de hacer oración cada día, hay una regla fundamental que podríamos enunciar así: las infidelidades no tienen ninguna importancia, con tal de que las reconozcas como tales y sobre todo que no te instales en ellas.

Si durante muchos meses no haces oración, pero estás atormentado por ello, estás salvado. Por el contrario, si haciendo oración, dejas penetrar en ti la turbación, estás en peligro. Estoy pensando en todos aquellos que afirman: la oración no es para mí, o vale más que entregarse a los demás que perder así el tiempo, o los que hacen objeciones más sutiles sobre la posibilidad misma de la oración o sobre la forma de hacerla.

Teresa define así la oración: "Tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama". Te invita sencillamente a dejar que la presencia trinitaria, que impregna el fondo de tu ser, suba a la superficie de tu conciencia para investirlo por entero de un sentimiento de alegría. Me dirás tal vez que la oración no es siempre para ti un tiempo de alegría, y es cierto pero poco a poco, irás distanciándote de lo que experimentas para poner únicamente tu alegría en Cristo resucitado.

La oración es el comienzo del cielo en tu corazón, pero el cielo no está nunca fuera de ti, está siempre escondido en el fondo de tu corazón y es de dentro de donde brotará el agua viva.



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Seguramente os habréis encontrado con hombres y mujeres de oración; entre ellos monjes, laicos, sacerdotes, ancianas, monjas o jóvenes, en su mayoría gente sencilla y pobre. Estas personas "han sido captadas" por la oración, aunque está oculta en el fondo de su corazón, es invisible; sólo la mirada del Padre ve en lo secreto.

Estas personas continúan su vida normalmente: trabajan, hablan, duermen, comen y oran con sus hermanos, pero si no tenéis "ojo" en el sentido de "ver a través", no os daréis cuenta de que están siempre en oración en el santuario interior de su corazón. Se comprende que oculten su tesoro, pues es lo mejor y más precioso que tienen.

Si les preguntáis un poco, os dirán que esta oración continua es una gracia recibida, y algunos, por no decir todos, añadirán que la han recibido por intercesión de la Virgen. Para muchos, el humilde rezo del Rosario fue el camino de humildad y de pobreza que les sumergió en la oración continua. Basta hacer uno mismo la experiencia al comienzo de la aventura de la oración. Nos rompemos la cabeza para encontrar el contacto con Dios o para hacer silencio, y no lo conseguimos. Nos ponemos a recitar el Rosario y la oración habita en el corazón antes de que nos hayamos puesto a pensar en Dios.

Hay ahí un secreto inaccesible a los sabios y a los inteligentes, pero revelado únicamente a los pequeños. No lo explico, sólo lo constato e invito a los lectores a que ellos mismos hagan la experiencia y juzguen por los resultados. Si no se puede explicar ni conocer el origen o el término de esta experiencia que nos supera, se puede al menos, dice San Bernardo, "discernir el momento de su venida y la hora de su retirada". ¿Por qué este discernimiento? Para dar gracias cuando la oración se presenta y para desearla cuando se ausenta.

Parece que en el momento que se repite la invocación "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores", la oración irrumpe en nuestro corazón. La oración que se inscribe aquí abajo en nuestras pobres palabras humanas repercute en la oración de la Virgen en el cielo. Somos muy conscientes de que María ha tomado el relevo de nuestra oración y que intercede por nosotros junto a Jesús, siendo aún más conscientes de que no hay más que una intercesión: la de Jesús al Padre (Heb 7,25). María, en la gloria del cielo, intercede por nosotros y nos hace experimentar las arras de la oración del Espíritu. Algunos días, tenemos como la intuición de compartir su oración del corazón y que nos parece bueno estar allí sencillamente con ella. Otras veces repasamos en la memoria del corazón el hilo de los acontecimientos de la jornada y descubrimos los humildes pasos del Señor, sus llamadas discretas y también los rechazos que le hemos opuesto haciéndonos los sordos.

Como las cuentas del Rosario, estos acontecimientos forman un todo que presentamos al Señor en la acción de gracias y el arrepentimiento. A veces, en fin, esta oración del corazón se identifica con el silencio y el descanso bajo la mirada del Padre.

Que María nos conceda el acoger la oración del Espíritu en nosotros como Dios quiere, tanto en la alegría como en la sequedad.



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En ocasión de un retiro o unos ejercicios, pregúntate si oras de verdad, es decir: ¿cuando entras en una Iglesia o haces oración en tu cuarto, te pones verdaderamente de rodillas? Si es así, vuelve a empezar lo más a menudo posible y déjate penetrar por esa actitud; conseguirá hacer de ti un hombre invadido por la oración, envuelto en la luz de Dios, en una palabra un hombre ebrio de Espíritu, pues el fin de la oración es precisamente la adquisición del Espíritu Santo.

Dice San Juan Crisóstomo: "La Sagrada Escritura llama a la gracia del Espíritu Santo unas veces fuego, otras agua, dando a entender que estos nombres indican no la sustancia, sino la operación. Fuego, para mostrar el ardor y la fuerza de la gracia, agua para señalar que refresca y purifica el alma de los que la reciben." La Misericordia de Dios nos arranca del corazón un grito que toca el corazón de Dios. No tienes excusa alguna para no querer o no lanzar ese grito, pues aquí, querer y poder, son la misma cosa. Entonces, antes de cualquier oración, ponte de rodillas despacio y conscientemente, proclamando que no estás en primer plano, aunque tengas dudas sobre Dios, que es quien está en primer lugar.

Si encuentras resistencias que te impiden hacerlo, no insistas. Pide con sencillez la gracia de estar de rodillas: Dios mío, muéstrame tu rostro y enséñame aceptar estar en segundo plano. Si de verdad estás convencido de todo esto, tu vida de oración no podrá continuar como hasta ahora. Entre tanto, si ni siquiera consigues orar de esa manera, pero tienes el deseo de hacerlo, pide a los que pueden orar que lo hagan por ti. Hay hombres y mujeres cuya vocación es suplicar en el nombre de sus hermanos.

Lo que caracteriza a esta oración, es que no hay que esforzarse para entrar en ella porque te impregna y te envuelve por todas partes. Es en verdad un baño en el agua viva de la oración. Si estás en la soledad, busca un lugar donde esté la Eucaristía y entra en la oración de Cristo. Puedes también deslizarte en la oración de María, que perseveró en el Cenáculo en la intercesión o entra en la oración de los santos.

El que puede orar un cuarto de segundo puede orar todo el tiempo. Es una cuestión de costumbre y de fidelidad.



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A propósito de la mujer adúltera, que se quedó sola ante Cristo, San Agustín hace esta magnífica reflexión: "No hay más que dos cosas, la miseria y la misericordia". A mí me gusta añadir: en medio está el grito silencioso de esta mujer que agita violentamente el corazón de Cristo y le mueve a compasión.

Lo mismo le pasa a la oración frente al misterio insondable de la Santísima Trinidad. Es ciertamente una oración de adoración, pero ésta no es posible sino a partir de un grito de súplica que es la confesión de tu miseria. Dios te hace toda clase de regalos y crees que te ama por esos dones, siendo así que es tu miseria lo que le regocija y seduce. Así se desvela un misterio muy extraño, accesible únicamente a los pobres: te enseña el arte de considerar tu miseria como si fuese una perla preciosa, difícil de encontrar y digna de la búsqueda más apasionada.

El Espíritu Santo (don de ciencia) te sugiere, haciéndotelo saborear delicadamente con que ternura Jesús ama tu miseria y te aconseja que la acojas, no con la lucidez despiadada sugerida por el demonio, sino en la lucidez más profunda del Espíritu Santo. Cuando el demonio te muestra tu miseria, te desesperas, mientras que el Espíritu Santo lo hace con dulzura y descubres con estupor que tiene todo poder sobre el corazón de Dios, pues le seduce.

En la oración, hay que tener la mirada perdidamente fija en su amor misericordioso para presentir que tu miseria es amable. No temas desplegarla bajo su mirada porque tan pronto como se ha iniciado este movimiento, comienza la caza que te precipita hacia el encuentro en el que te espera Cristo.

Viendo a Dios cara a cara, te ves tal como eres tú y comprendes cuanto se complace Dios viendo el esplendor de tu pobreza. Cuanto más te coloques en el fondo de tu miseria tanto más podrás gritar hacia El, es entonces cuando te arrancará de los bajos fondos. Ahí esta el secreto de la oración continua. Las tentaciones y las pruebas te enseñarán a orar.

No es tu grito el que toca el corazón de Dios, sino es él el que ahonda tu corazón en profundidad para que puedas escuchar el grito de Dios. Dios llama a la tierra y tú le das diferentes respuestas. Y él continúa llamando hasta el día en que tú le respondes: "Aquí el pobre que te llama y tiene necesidad de ti, porque no puede más...", entonces Dios está cerca del pobre, del corazón quebrantado que le invoca de verdad.

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