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miércoles, 24 de octubre de 2007

La virtud teologal de la esperanza / Autor: Juan Pablo I

Para el Papa Juan, la segunda entre las siete “lámparas de la santificación” era la esperanza. Hoy voy a hablaros de esta virtud, que es obligatoria para todo cristiano.

Dante, en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le pregunta, en primer lugar, San Pedro. «¿Tienes esperanza?», continúa Santiago. «¿Tienes caridad?», termina San Juan. «Sí, —responde Dante tengo fe, esperanza y caridad». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación.

He dicho que la esperanza es obligatoria; pero no por ello es fea o dura. Más aún, quien la viva, viaja en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el salmista: “Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército, no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces estaré confiado”.

Diréis quizá: ¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre. Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a decir: “¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame, Señor”. Pero conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó esperando contra toda esperanza» (Rom. 4, 18.

Diréis todavía: ¿Cómo puede suceder esto? Sucede, porque nos agarramos a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.

He aludido a los Salmos. La misma segura confianza vibra en los libros de los Santos. Quisiera que leyerais una homilía predicada por San Agustín un día de Pascua sobre el Aleluya. El verdadero Aleluya —dice más o menos— lo cantaremos en el Paraíso. Aquél será el Aleluya del amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor hambriento, esto es, de la esperanza.

Alguno quizá diga: Pero, ¿si soy un pobre pecador? Le responderé como respondí, hace muchos años, a una señora desconocida que vino a confesarse conmigo. Estaba desalentada, porque —decía— había tenido una vida moralmente borrascosa. ¿Puedo preguntarle —le dije— cuántos años tiene? —Treinta y cinco. —¡Treinta y cinco! Pero usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida. Cité en aquella ocasión a San Francisco de Sales, que habla de “nuestras queridas imperfecciones”. Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a nosotros de permanecer humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo.

No todos comparten esta simpatía por la esperanza. Nietzsche, por ejemplo, la llama “virtud de los débiles”; haría del cristiano un ser inútil, un segregado, un resignado, un extraño al progreso del mundo. Otros hablan de “alienación”, que mantendría a los cristianos al margen de la lucha por la promoción humana. Pero «el mensaje cristiano —ha dicho el Concilio—, lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo..., les compromete más bien a ello con una obligación más exigente» (Gaudium et spes, núm. 34, cf. núm. 39 y 57, así como el Mensaje al mundo de los Padres Conciliares, del 20 octubre 1962).

Han ido también surgiendo de vez en cuando en el transcurso de los siglos afirmaciones y tendencias de cristianos demasiado pesimistas en relación con el hombre. Pero tales afirmaciones han sido desaprobadas por la Iglesia y olvidadas gracias a una pléyade de Santos alegres y activos, al humanismo cristiano, a los maestros ascéticos a quienes Saint-Beuve llamó “les doux”, y a una teología comprensiva. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, incluye entre las virtudes la jucunditas, o sea, la capacidad de convertir en una alegre sonrisa —en la medida y modo convenientes— las cosas oídas y vistas (cf. II-II, q. 168 a. 2). Gracioso, en este sentido —explicaba yo a mis alumnos— era aquel albañil irlandés, que se cayó del andamio y se rompió las piernas. Conducido al hospital, acudieron el doctor y la religiosa enfermera. «Pobrecito —dijo ésta última— os habéis hecho daño cayendo». A lo que respondió el herido: «No Madre; no precisamente cayendo, llegando a tierra me he hecho daño» Es una grande virtud aprovecharse de las piernas para sonreír y para hacer sonreír a los demás. Santo Tomás se colocaba en la línea de la «alegre nueva» predicada por Cristo, de la hilaritas recomendada por San Agustín; derrotaba al pesimismo, vestía de gozo la vida cristiana, nos invitaba a animarnos con las alegrías sanas y puras que encontramos en nuestro camino.

Cuando yo era muchacho, leí algo sobre Andrew Carnegie, un escocés que marchó, con sus padres, a América, donde poco a poco llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo. No era católico, pero me impresionó el hecho de que hablara insistentemente de los gozos sanos y auténticos de su vida. «Nací en la miseria —decía—, pero no cambiaría los recuerdos de mi infancia por los de los hijos de los millonarios. ¿Qué saben ellos de las alegrías familiares, de la dulce figura de la madre que reúne en sí misma las funciones de niñera, lavandera, cocinera, maestro, ángel y santa?» Se había empleado, muy joven, en una hilandería de Pittsburg, con un estipendio de 56 miserables liras mensuales. Una tarde, en vez de pagarle enseguida, el cajero le dijo que esperase. Carnegie temblaba: «Ahora me despiden», pensó. Por el contrario, después de pagar a los demás, el cajero le dijo: «Andrew, he seguido atentamente tu trabajo y he sacado en conclusión que vale más que el de los otros. Te subo la paga a 67 liras» Carnegie volvió corriendo a su casa, donde la madre lloró de contento por la promoción del hijo. «Habláis de millonarios —decía Carnegie muchos años después—; todos mis millones juntos no me han dado jamás la alegría de aquellas once liras de aumento»

Ciertamente, estos goces, aun siendo buenos y estimulantes, no deben ser supervalorados. Son algo, no todo; sirven como medio, no son el objetivo supremo, no duran siempre, sino poco tiempo. «Usen de ellos los cristianos —escribía San Pablo— como si no los usaran, porque pasa la escena de este mundo» (cf. 1Cor 7, 31). Cristo había dicho ya: « Buscad ante todo el reino de Dios» (Mt 6, 33).

Para terminar, quisiera referirme a una esperanza, que algunos proclaman como cristiana, pero que es sólo cristiana hasta cierto punto.

Me explicaré. En el Concilio, también yo voté el «Mensaje al mundo» de los Padres Conciliares. Decíamos allí: la tarea principal de divinizar no exime a la Iglesia de la tarea de humanizar. También voté la Gaudium et Spes; me conmoví luego y me entusiasmé cuando salió la Populorum Progressio. Creo que el Magisterio de la Iglesia jamás insistirá suficientemente en presentar y recomendar las soluciones de los grandes problemas de la libertad, de la justicia, de la paz, del desarrollo. Y los seglares católicos nunca lucharán suficientemente por resolver estos problemas. Es un error, en cambio, afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis; que Ubi Lenin, ibi Jerusalem.

En Friburgo, durante la 85 reunión del Katholikentag, se ha hablado hace pocos días sobre el tema «el futuro de la esperanza» Se hablaba del «mundo» que había de mejorarse y la palabra «futuro» encajaba bien. Pero si de la esperanza para el «mundo» se pasa a la que afecta a cada una de las almas, entonces hay que hablar también de «eternidad»

En Ostia, a la orilla del mar, en un famoso coloquio, Agustín y su madre Mónica, «olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería la vida eterna» (Confess. IX núm. 10) Ésta es esperanza cristiana; a esa esperanza se refería el Papa Juan y a ella nos referimos nosotros cuando, con el catecismo, rezamos: «Dios mío, espero en vuestra bondad... la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad»


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Saludos

(A los participantes a la reunión del Congreso Europeo Mundial de las Religiones por la Paz)

Dirigimos un cordial saludo a los miembros del Congreso Europeo Mundial de las Religiones por la Paz, reunido estos días en Roma.

Os agradecemos vuestra visita porque Nosotros apreciamos vuestra acción al servicio de la paz del mundo gracias a la oración, a los esfuerzos de educación para la paz, a la reflexión sobre los principios fundamentales que deben determinar las relaciones entre los hombres. Para que la paz, en efecto, se realice, su necesidad debe ser experimentada profundamente por la conciencia, porque ella nace de una concepción fundamentalmente espiritual de la humanidad. Que este aspecto religioso lleve, no solamente al perdón y a la reconciliación, sino también al compromiso de favorecer la amistad y la colaboración entre los individuos y los pueblos.

¡ Que Dios Padre, que ama a todos los hombres y que ha querido ser el Padre de todos, os ayude en esta obra!

(A una peregrinación nacional de Kenia)

Es una alegría especial tener la peregrinación de Kenia, acompañada por los Padres de la Consolata. Mis devotos saludos vuelvan con vosotros a todos los miembros de vuestras familias, a todos vuestros seres queridos. ¡Dios bendiga a Kenia!

(Por la paz)

En estos momentos, nos llega un ejemplo desde Camp David. Anteayer, en el Congreso americano, estalló un aplauso que hemos oído también nosotros, cuando Carter citó las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. Yo desearía que aquel aplauso, aquellas palabras, entraran en el corazón de todos los cristianos, especialmente de nosotros los católicos, y nos hagan verdaderamente “fomentadores y constructores de paz”.

(A los recién casados)

En la Gaudium et Spes, los padres no incluyeron una frase, que también es justa y se encuentra en el código: “el matrimonio es un contrato”. En el n. 48, escribieron, en cambio, “pacto de amor”, un concepto que, en los documentos conciliares, está repetido varias veces. Es un concepto justo, que tiene orígenes en la Biblia. Al pedido de matrimonio, el tío de Raquel consintió pero, dijo Jacob, “primero tendrás que trabajar siete años”. Dice la Biblia que aquello años pasaron como un relámpago, tanto la amaba. Deseo que sea así vuestro amor. El Concilio dice que este amor hay que defenderlo, porque está expuesto a peligros. Defendedlo con gran premura. En las grandes y en las pequeñas cosas. *El Papa contó este episodio: “Hace treinta años que nos hemos casado. Cuando éramos novios o en los primeros años de matrimonio, cada vez que hacía un viaje me traía un regalo, cualquier cosita. Ahora ya, esto ocurre pocas veces”. Convendría que ocurriera, que ocurriera siempre.

(A los participantes del Congreso Internacional de Comunidades Terapéuticas)

No quiero hacer un gran discurso como ha anunciado algún periódico. Expondré simplemente una experiencia mía. Hace dos meses, en Venecia, se me presentó un joven sacerdote salesiano que hace allí, más o menos, lo que en Roma don Picchi, y me expuso sus dificultades. Si mal no recuerdo, deseaba aquel sacerdote que hubiera dos comunidades concéntricas. Decía : “Estoy casi solo. Me parece que no me entienden. Haría falta que, en torno a mí y a los que trabajan en esta obra, hubiera toda una cadena de corazones que me entendieran. Se trata de pacientes, no de delincuentes; son pobres jóvenes a quienes las circunstancias de la vida los han marginado. Tienen necesidad de comprensión, lo mismo ellos que quienes de ellos se ocupan. Luego está la otra comunidad más restringida: la comunidad terapéutica”. Aquel sacerdote me explicaba: “Estos jóvenes han llegado a la droga o porque su familia, quizá sin razón, no los han comprendido, o porque no encontraban un centro que les interesara, o porque no tenían amistades serias. Para recuperarlos, basta hacerles sentir que se los quiere. Después podremos restituirlos a la familia, naturalmente con ayuda también de la religión. La droga, muchas veces, depende del hecho de que algunos jóvenes no ven claro el porqué, el objetivo de la vida”. Yo le he dicho: “Querido don Gianni, trataré de ayudarlos”. Luego, no he podido mantener la promesa porque me han hecho Papa. Pero lo que no pude hacer en Venecia, lo hago ahora aquí ante los participantes de este Congreso que abarca un poco a todo el mundo. Hay que sostener, entender estar cerca de esta gente que se sacrifica, sobre todo, por los jóvenes.

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Palabras pronunciadas por Juan Pablo I en la Audiencia General del Miércoles 20 de septiembre de 1978

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