Todos los años celebramos la fiesta de San José, en la que los cristianos contemplamos la gran confianza que ha puesto Dios en sus criaturas: es para asombrarse cómo las dos personas más amadas que Dios tenía en la tierra, María y Jesús, las confía a un hombre frágil, que por su sencillez ni siquiera aparece pronunciando una palabra. Así es la pedagogía divina: las cosas más grandes, valiosas y bellas, se las confía a los seres más débiles, para que se vea, dice San Pablo, que “todo es gracia”.
Y análogamente, al pensar en la figura de San José, el “cuidador” de Cristo, pensamos también en el sacerdote, aquél hombre frágil que se le encomienda que proteja y custodie con cariño, contando con sus limitaciones, los tesoros que Dios ha dejado en la tierra para que nos acerquemos a Él. Esos tesoros son: la Palabra de Dios, a través de la cuál se define a sí mismo; los Sacramentos, la Eucaristía, la Penitencia, la Unción de enfermos... Y, por supuesto, le ha encomendado servir al Pueblo de Dios para conducirlo hasta esa meta que es el Cielo.
Corren tiempos en los cuales está de moda meterse con los sacerdotes. Parece que los medios de comunicación están deseando ver la más mínima fisura en el mundo sacerdotal, para cebarse en ello. Sin embargo, los cristianos de siempre, no se escandalizan farisaicamente ante el misterio de fragilidad de su pastor, de sus sacerdotes, como se guarda silencio ante los errores de una madre, que no es perfecta, pero que la quiero. Y a la vez que los comprenden, agradecen y reconocen esa generosidad de tantos cientos de miles de sacerdotes que anónimamente han ido gastando su vida, generación tras generación, en seguir transmitiendo el Evangelio, llevando al pueblo de Dios hacia el Cielo, anunciando semana tras semana o incluso día tras día las maravillas de Dios con los hombres. Así, en el día de San José, todos los cristianos miramos al corazón de la Diócesis, que es el Seminario, de donde esperamos que salgan sacerdotes entregados, sacerdotes que deseen ser santos, apasionados y enamorados profundamente de Jesucristo.
¡Cuánto necesitamos del sacerdocio!. Seguramente, en nuestro empeño por ser buenos cristianos, hemos escuchado muchas veces una palabra oportuna que nos ha animado a seguir adelante, puesta en labios de un hombre frágil pero que ha querido ser de algún modo Cristo en la tierra, y nos ha beneficiado y nos ha hecho tanto bien.
Hoy es un día para agradecer sin duda ninguna el don del sacerdocio. ¡ Cuánta gente dice que cree en Dios, pero no cree en los curas! Una frase tan famosa, a la vez tan llena y tan vacía de sentido. Porque, por un lado, claro que no creemos en las personas, ya que son falibles y nos pueden fallar; pero sí creemos en el sacramento que tienen que encarnar y hacer real esas personas, los sacerdotes. Aman tan apasionadamente a la Iglesia que han entregado sus vidas y se les ha ido gastando como se va gastando esa lamparilla del sagrario, que no vale en sí misma
nada, pero indica donde está el Señor.
Muchos sacerdotes, cuando hablas con ellos, te cuentan de sus luchas, de sus ilusiones, y te das cuenta que en todos ellos, sus sueños son que los demás se llenen de Dios, que los demás estén más cerca de Él, que tengan más paz, que sean más humanos, que sean más divinos.
Por eso, es día de reflexión, de agradecimiento y petición a Dios para que siga dando vida a sus sacerdotes, les renueve la ilusión en su sacerdocio y así, nunca falten en las comunidades cristianas pastores que, con su vida y con su ejemplo, sean faro que ilumine las tinieblas. El sacerdote en su fragilidad sigue siendo un constante recordatorio de la presencia divina en la tierra. Porque Dios no nos quiere apabullar con un despliegue de poder que nos dejara asombrados, sino que la fuerza de Dios se realiza en la debilidad del hombre.
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