Todos los hombres queremos hacer oración, pero a veces nos resulta costoso, y es necesario tener en cuenta la importancia que tiene el desear hacerlo. Para esto se necesita ir dando pasos, como el niño que va aprendiendo a caminar. Aquí te sugiero algunos para que puedas crecer en trato de amistad con quien sabes que te ama.
Fe: hablar con Dios es hablar con una persona, con una persona viva. No es una figuración ni un artificio. Dios nos ve y nos escucha.
La atención más frecuente que retrae para hacer oración, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Cuando de empieza a orar, se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de clarificar preferencias.
En cualquier caso, la falta de fe revela que no se ha alcanzado todavía la disposición propia de un corazón humilde: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15, 5; cf. CEC 2732).
Confianza y sencillez: no se trata de devanarse los sesos para decir cosas bonitas. Hay que charlar con la confianza que se tiene con un amigo.
Humildad y sinceridad: la humildad es una disposición necesaria para llegar a hacer bien la oración; pero además la oración es una gran fuente de conocimiento propio, lo que conduce a la humildad “que no es otra cosa que andar en la verdad” (sta. Teresa, Moradas). Las miserias personales no apartan a un verdadero hijo del diálogo con su Padre Dios. Sólo la soberbia ensombrece el horizonte y conduce a la desesperación y al desaliento.
Valentía: el principal defecto de muchos que no se atreven a rezar es que no quieren salir del anonimato, que no se atreven –por cobardía- a enfrentarse cara a cara con Dios.
Generosidad: hablar con Dios no es parlotear sin sentido. Un hijo busca conocer y cumplir la voluntad de Dios. Esto exige muchas veces una buena dosis de sacrificio, de abnegación y de entrega. La palabrería es duramente reprendida por Jesús.
Cómo prepararse
Estas consideraciones presuponen toda la teología espiritual que nos informa de que es Dios mismo quien nos da la posibilidad de hablar con Él. Sin el concurso de la gracia nadie sería capaz ni siquiera de pronunciar el nombre de Jesús con mérito.
Disponerse a hacer un rato de oración mental supone un deseo de fondo de hablar con Dios. Por esto, la preparación que podríamos llamar remota es el empeño humilde y eficaz de estar habitualmente en gracia de Dios. Esto se logra acudiendo regularmente a los sacramentos y, en particular, al de la Penitencia.
Junto a esta disposición, están los medios ascéticos tradicionales para fomentar la presencia de Dios: guarda de corazón y de los sentidos, jaculatorias, etc.
La preparación próxima es la que proporciona el recogimiento íntimo. Es conveniente poner a raya la imaginación y los sentidos para que no se dispersen. “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres […]. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará” (Mt 6, 6).
Es en la interioridad del hombre donde es posible encontrar a Dios. “Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte.
Que trates a Cristo
Pero, no lo olvidemos, hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarlo en la oración, hablar con Él, manifestarle, de corazón a corazón, nuestro afecto. El camino de la identificació n con cristo pasa por una vida de oración verdadera.
Los cristianos no tenemos un modo único, prefabricado, para hacer oración, porque los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial para dirigirse al Padre. La oración ha de tener la espontaneidad del hijo que habla con su padre, del amigo que habla con el amigo. Cada uno debe encontrar un modo de orar propio, según las necesidades de su alma en ese momento concreto de su vida.
La oración va prendiendo en una hoguera que se alimenta de los troncos recios que ofrece, de ordinario, la meditación del Evangelio y de las verdades de la fe cristiana. Esta oración es la de los hijos de Dios: confiada, sin anonimato, personal, sincera, con el deseo de cumplir siempre la Voluntad de nuestro Padre del Cielo.
En la oración estamos con Jesús; eso nos debe bastar. Vamos a entregarnos, a conocerlo, a aprender a amarlo. El modo de hacerla depende de muchas circunstancias: del momento que pasamos, de las alegrías que hemos recibido, de las penas… que se convierten en gozo cerca de Cristo. En muchas ocasiones traemos a consideración algún pasaje del Evangelio y contemplamos la Santísima Humanidad de Jesús, y aprendemos a quererlo; examinamos otras veces si estamos santificando el trabajo, si nos acerca a Dios; cómo es el trato con aquellas personas entre las que transcurre nuestra vida: la familia, los amigos…; quizá al hilo de la lectura de algún libro, convertimos en tema personal aquello que leemos, diciendo al Señor con el corazón esa jaculatoria que se nos propone, continuando con un afecto que el Espíritu Santo ha sugerido en lo hondo del alma, recogiendo un pequeño propósito para llevarlo a cabo en ese día o avivando otro que habíamos formulado…
La oración mental es una tarea que exige poner en juego, con la ayuda de la gracia, la inteligencia y la voluntad, dispuestos a luchar decididamente contra las distracciones, no admitiéndolas nunca voluntariamente y poniendo empeño en dialogar con el Señor, que es la esencia de toda oración: hablarle con el corazón, mirarlo, escuchar su voz en lo íntimo del alma.
Junto a Cristo en el Sagrario, o allí donde nos encontremos haciendo el rato de oración mental, perseveraremos por amor cuando estemos gozosos y cuando nos resulte difícil y nos parezca que aprovechamos poco. Nos ayudará en muchas ocasiones el sabernos unidos a la Iglesia orante en todas las partes del mundo. Nuestra voz se une al clamor que, en cada momento, se dirige a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
En la perseverancia en la diaria oración se encuentra el origen de nuestra identificació n con Cristo y una fuente continua de alegría, si ponemos empeño y vamos decididos a estar a solas con quien sabemos nos ama.
El amor al Señor progresa al compás de la oración y repercute en las acciones de la persona, en su trabajo, en su apostolado, en su mortificación…
Vencer los obstáculos
En este punto, vital para el progreso espiritual, el alma deberá estar atenta ante los llamados fracasos de la oración: desaliento ante la sequedad; tristeza de no entregarnos totalmente al Señor
–porque “tenemos muchos bienes”-; decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad… Es preciso conocer con prontitud el origen de estos fracasos para poner el remedio oportuno y perseverar en el trato filial con Dios.
Todos los hombres queremos hacer oración, pero a veces nos resulta costoso, y es necesario tener en cuenta la importancia que tiene el desear hacerlo. Para esto se necesita ir dando pasos, como el niño que va aprendiendo a caminar. Aquí te sugiero algunos para que puedas crecer en trato de amistad con quien sabes que te ama.
Fe: hablar con Dios es hablar con una persona, con una persona viva. No es una figuración ni un artificio. Dios nos ve y nos escucha.
La atención más frecuente que retrae para hacer oración, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Cuando de empieza a orar, se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de clarificar preferencias.
En cualquier caso, la falta de fe revela que no se ha alcanzado todavía la disposición propia de un corazón humilde: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15, 5; cf. CEC 2732).
Confianza y sencillez: no se trata de devanarse los sesos para decir cosas bonitas. Hay que charlar con la confianza que se tiene con un amigo.
Humildad y sinceridad: la humildad es una disposición necesaria para llegar a hacer bien la oración; pero además la oración es una gran fuente de conocimiento propio, lo que conduce a la humildad “que no es otra cosa que andar en la verdad” (sta. Teresa, Moradas). Las miserias personales no apartan a un verdadero hijo del diálogo con su Padre Dios. Sólo la soberbia ensombrece el horizonte y conduce a la desesperación y al desaliento.
Valentía: el principal defecto de muchos que no se atreven a rezar es que no quieren salir del anonimato, que no se atreven –por cobardía- a enfrentarse cara a cara con Dios.
Generosidad: hablar con Dios no es parlotear sin sentido. Un hijo busca conocer y cumplir la voluntad de Dios. Esto exige muchas veces una buena dosis de sacrificio, de abnegación y de entrega. La palabrería es duramente reprendida por Jesús.
Cómo prepararse
Estas consideraciones presuponen toda la teología espiritual que nos informa de que es Dios mismo quien nos da la posibilidad de hablar con Él. Sin el concurso de la gracia nadie sería capaz ni siquiera de pronunciar el nombre de Jesús con mérito.
Disponerse a hacer un rato de oración mental supone un deseo de fondo de hablar con Dios. Por esto, la preparación que podríamos llamar remota es el empeño humilde y eficaz de estar habitualmente en gracia de Dios. Esto se logra acudiendo regularmente a los sacramentos y, en particular, al de la Penitencia.
Junto a esta disposición, están los medios ascéticos tradicionales para fomentar la presencia de Dios: guarda de corazón y de los sentidos, jaculatorias, etc.
La preparación próxima es la que proporciona el recogimiento íntimo. Es conveniente poner a raya la imaginación y los sentidos para que no se dispersen. “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres […]. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará” (Mt 6, 6).
Es en la interioridad del hombre donde es posible encontrar a Dios. “Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte.
Que trates a Cristo
Pero, no lo olvidemos, hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarlo en la oración, hablar con Él, manifestarle, de corazón a corazón, nuestro afecto. El camino de la identificació n con cristo pasa por una vida de oración verdadera.
Los cristianos no tenemos un modo único, prefabricado, para hacer oración, porque los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial para dirigirse al Padre. La oración ha de tener la espontaneidad del hijo que habla con su padre, del amigo que habla con el amigo. Cada uno debe encontrar un modo de orar propio, según las necesidades de su alma en ese momento concreto de su vida.
La oración va prendiendo en una hoguera que se alimenta de los troncos recios que ofrece, de ordinario, la meditación del Evangelio y de las verdades de la fe cristiana. Esta oración es la de los hijos de Dios: confiada, sin anonimato, personal, sincera, con el deseo de cumplir siempre la Voluntad de nuestro Padre del Cielo.
En la oración estamos con Jesús; eso nos debe bastar. Vamos a entregarnos, a conocerlo, a aprender a amarlo. El modo de hacerla depende de muchas circunstancias: del momento que pasamos, de las alegrías que hemos recibido, de las penas… que se convierten en gozo cerca de Cristo. En muchas ocasiones traemos a consideración algún pasaje del Evangelio y contemplamos la Santísima Humanidad de Jesús, y aprendemos a quererlo; examinamos otras veces si estamos santificando el trabajo, si nos acerca a Dios; cómo es el trato con aquellas personas entre las que transcurre nuestra vida: la familia, los amigos…; quizá al hilo de la lectura de algún libro, convertimos en tema personal aquello que leemos, diciendo al Señor con el corazón esa jaculatoria que se nos propone, continuando con un afecto que el Espíritu Santo ha sugerido en lo hondo del alma, recogiendo un pequeño propósito para llevarlo a cabo en ese día o avivando otro que habíamos formulado…
La oración mental es una tarea que exige poner en juego, con la ayuda de la gracia, la inteligencia y la voluntad, dispuestos a luchar decididamente contra las distracciones, no admitiéndolas nunca voluntariamente y poniendo empeño en dialogar con el Señor, que es la esencia de toda oración: hablarle con el corazón, mirarlo, escuchar su voz en lo íntimo del alma.
Junto a Cristo en el Sagrario, o allí donde nos encontremos haciendo el rato de oración mental, perseveraremos por amor cuando estemos gozosos y cuando nos resulte difícil y nos parezca que aprovechamos poco. Nos ayudará en muchas ocasiones el sabernos unidos a la Iglesia orante en todas las partes del mundo. Nuestra voz se une al clamor que, en cada momento, se dirige a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
En la perseverancia en la diaria oración se encuentra el origen de nuestra identificació n con Cristo y una fuente continua de alegría, si ponemos empeño y vamos decididos a estar a solas con quien sabemos nos ama.
El amor al Señor progresa al compás de la oración y repercute en las acciones de la persona, en su trabajo, en su apostolado, en su mortificación…
Vencer los obstáculos
En este punto, vital para el progreso espiritual, el alma deberá estar atenta ante los llamados fracasos de la oración: desaliento ante la sequedad; tristeza de no entregarnos totalmente al Señor –porque “tenemos muchos bienes”-; decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad… Es preciso conocer con prontitud el origen de estos fracasos para poner el remedio oportuno y perseverar en el trato filial con Dios.
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Transcrito del Semanario Cristo Hoy.
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