Mas Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.
Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?"
Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acuasarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra.
Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra."
E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.
Incorporándose Jesús le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?"
Ella respondió: "Nadie, Señor." Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más."
Juan 8, 1-11
Recuerdo cómo en el colegio, de pequeños, cuando alguno hacía una trastada en clase, temía levantar la mano si el profesor preguntaba quién había sido, porque todos esperábamos el castigo correspondiente a nuestra infracción. Sólo los muy valientes levantaban la mano, decían “¡he sido yo!”, y aguantaban con estoicismo lo merecido.
Si esa es la mente de los hombres, no es la de Dios. El Evangelio lo corrobora, pues es sorprendida una mujer en fragante adulterio, y reconociéndose pecadora espera el castigo. Pero no el castigo de Dios, porque Dios no castiga. Esto es una cosa que todavía no hemos acabado de comprender: somos nosotros los que castigamos, somos los hombres los que siempre buscamos necesariamente un cabeza de turco, alguien en quien descargar nuestro sentimiento de culpabilidad, pensando que si condenamos a otros y hacemos del otro la personificación del mal, nosotros nos sentiremos más liberados de nuestras culpas o de nuestros sentimientos de culpabilidad. Sin embargo, qué bonito es ver cómo Jesús, que tantas veces había dicho que el Hijo del hombre no ha venido para condenar sino para salvar, hace realidad esta sentencia cuando se encuentra con la mujer adúltera. – “Mujer, ¿ quién te condena?”. – “Nadie, Señor”. Y el Señor contesta inmediatamente: -“Pues yo tampoco te condeno”. Él, que no había cometido pecado, que es el único inocente, y tampoco experimentó lo que era hacer daño, al no lo conocerlo para sí mismo, no lo quiso conocer para los demás.
¡Cuántas veces tenemos aún esa idea de un Dios que está con la lupa mirando nuestros pecados, para ver el más mínimo resquicio y provocar así nuestra condenación!. Qué caricatura tan falsa de Dios y qué idea tan equívoca es atribuir a Dios la tarea del Maligno, pues en el libro del Apocalipsis, para describir al demonio se le llama: “El acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche”(Ap. 12,10). Es propio de Dios salvar y es propio del Maligno condenar, destruir y acusar sin piedad. Es propio de Dios sanar las heridas, cambiar los corazones, ensalzar a los humildes que reconocen sus humillaciones.
Si entendiéramos la frase “misericordia quiero y no sacrificios”, veríamos que no tenemos ninguna autoridad moral para condenar a nadie, para juzgar a nadie, para criticar a nadie, para decir nada de nadie. El Señor lo dice en el Evangelio de éste domingo: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, que se atreva a empezar, porque, ¿quién está limpio ante Dios?, ¿Quién puede decir que sus pecados son menos importantes que los pecados de los demás?. ¿Quién puede decir al hermano: “Yo soy mejor que tu”?.
Cada uno a nuestro nivel, según las luces y los dones que ha recibido, hemos de tener la honestidad y la honradez de reconocernos frágiles y limitados ante Dios, de no tener miedo a reconocernos pecadores. Porque al revés que en la sociedad civil, cuando uno se declara pecador es cuando está absuelto, y cuando uno no reconoce su culpabilidad, es cuando arrastra la culpa para siempre. Por eso condenamos con tanta facilidad a los demás, porque en definitiva no queremos sentirnos culpables o responsables de nuestras obras malas.
Qué inteligente es el Señor, cuando al despedirse de la mujer, le dice: “Yo no te condeno, vete y no peques más”. Porque perdonar no significa aprobar, ni aplaudir o decir que no ha pasado nada. Significa reconocer el error, y volver a dar la oportunidad a aquél que quiere realmente cambiar.
Simplemente dos preguntas al final de esta reflexión: ¿Qué escribiría el Señor en la tierra?, y segunda pregunta: ¿Dónde estaba el hombre con el que la mujer pecó?
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