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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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Oremos todos para que la sabiduría de Jesús Resucitado presida estas páginas y nos bendiga abundamente.

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lunes, 26 de noviembre de 2007

Jesucristo, Rey del hogar / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano


Jesucristo es el Rey del hogar.

Y comenzamos con una anécdota de hace ya muchos años, pues se remonta a Septiembre de 1907, cuando un sacerdote peruano, el santo misionero Padre Mateo, se presentaba ante el Papa San Pío X, que estaba ante la mesa de su escritorio, entretenido en cortar las hojas de un libro nuevo que acababa de llegarle.

- ¿Qué te ha pasado, hijo mío? Me han dicho que vienes de Francia...

- Sí, Santo Padre. Vengo de la capilla de las apariciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María. Contraje la tuberculosis, y, desahuciado de los médicos, fui a la Capilla a pedir al Sagrado Corazón la gracia de una santa muerte. Nada más me arrodillé, sentí un estremecimiento en todo mi cuerpo. Me sentí curado de repente. Vi que el Sagrado Corazón quería algo de mí. Y he trazado mi plan.

El Papa San Pío X aparentaba escuchar distraído, sin prestar mucha atención a lo que le decía el joven sacerdote, que parecía un poco soñador.

- Santo Padre, vengo a pedir su autorización y su bendición para la empresa que quiero iniciar.

- ¿De qué se trata, pues?

- Quiero lanzarme por todo el mundo predicando una cruzada de amor. Quiero conquistar hogar por hogar para el Sagrado Corazón de Jesús.

Entronizar su imagen en todos los hogares, para que delante de ella se consagren a Él, para que ante ella le recen y le desagravien, para que Jesucristo sea el Rey de la familia. ¿Me lo permite, Santo Padre?

San Pío X era bastante bromista, y seguía cortando las hojas del libro, en aparente distracción. Ahora, sin decir palabra, mueve la cabeza con signo negativo. El Padre Mateo se extraña, y empieza a acongojarse:

- Santo Padre, pero si se trata de... ¿No me lo permite?

- ¡No, hijo mío, no!, sigue ahora el Papa, dirigiéndole una mirada escrutadora y cariñosa, y pronunciando lentamente cada palabra: ¡No te lo permito! Te lo mando, ¿entiendes?... Tienes mandato del Papa, no permiso. ¡Vete, con mi bendición!

A partir de este momento, empezaba la campaña de la Entronización del Corazón de Jesús en los hogares. Fue una llamarada que prendió en todo el mundo. Desde entonces, la imagen o el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús ha presidido la vida de innumerables hogares cristianos. Jesucristo, el Rey de Amor, desde su imagen bendita ha acogido súplicas innumerables, ha enjugado torrentes de lágrimas y ha estimulado heroísmos sin cuento.

¿Habrá pasado a la historia esta práctica tan bella? Sobre todo, y aunque prescindamos de la imagen del Sagrado Corazón, ¿dejará de ser Jesucristo el Rey de cada familia?...

Hoy la familia constituye la preocupación mayor de la Iglesia y de toda la sociedad en general.

Porque vemos cómo el matrimonio se tambalea, muchas veces apenas contraído.

El divorcio está a las puertas de muchas parejas todavía jóvenes.

Los hijos no encuentran en la casa el ambiente en que desarrollarse sanamente, lo mismo en el orden físico que en el intelectual y el moral.

Partimos siempre del presupuesto de que la familia es la célula primera de la sociedad. Si esa célula se deteriora viene el temido cáncer, del que de dicen que no es otra cosa sino una célula del cuerpo mal desarrollada.

Esto que pasa en el orden físico, y de ahí tantas muertes producidas por el cáncer, pasa igual en el orden social. El día en que hayamos encontrado el remedio contra esa célula que ya nace mal o ha empezado a deformarse, ese día habremos acabado con la mayor plaga moral que está asolando al mundo.

Todos queremos poner remedio a las situaciones dolorosas de la familia.

Y todos nos empeñamos cada uno con nuestro esfuerzo y con nuestra mucha voluntad en hacer que cada casa llegue a ser un pedacito de cielo.

¿Podemos soñar, desde un principio, en algún medio para evitar los males que se han echado encima de las familias?
¿Podemos soñar en un medio para atraer sobre los hogares todos los bienes?..

¡Pues, claro que sí! Nosotros no nos cansaremos de repetirlo en nuestros mensajes sobre la familia. Este medio es Jesucristo.

Empecemos por meter a Jesucristo en el hogar.
Que Cristo se sienta invitado a él como en la boda de Caná.

Que se meta en la casa con la libertad con que entraba en la de los amigos de Betania.
Que viva en ella como en propia casa, igual que en la suya de Nazaret... Pronto en ese hogar se notará la presencia del divino Huésped y Rey de sus moradores. En el seno de esa familia habrá paz, habrá amor, habrá alegría, habrá honestidad, habrá trabajo, habrá ahorro, habrá esperanza, habrá resignación en la prueba, habrá prosperidad de toda clase.

Jesucristo, Rey universal, ¿no es Rey especialmente de la Familia?... Acogido amorosamente en el hogar, con Él entrarán en la casa todos los bienes....

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Fuente: Catholic.net

miércoles, 10 de octubre de 2007

¡No tengas miedo! / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano


A los que nos toca vivir esta hora grandiosa de la Historia, nos resultará siempre actual aquel grito que nos lanzó el Papa Juan Pablo II al inaugurar su pontificado:
- ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Jesucristo! Y se dirigía a todos: -No le tengáis miedo y abridle las puertas.

Vosotros, que tenéis ya la dicha inestimable de creer. Vosotros, que vais buscando todavía a Dios. Y también vosotros, que camináis atormentados por la duda. ¡No tengáis miedo!...

¡Qué le vamos a tener miedo, por favor! Si en Jesucristo está nuestra salvación... Precisamente es lo que más queremos. Hacer una realidad lo que nos pedía un antiguo escritor de la Iglesia:

Que Cristo se meta en tu respirar y en toda tu vida; entonces sabrás lo que es el fruto del verdadero descanso.

Si hoy el mundo quiere respirar otros aires, nosotros no queremos respirar más que a Jesucristo, en quien tenemos nuestra paz y el descanso de nuestras almas.

¿Quién es Jesucristo?... Muchas veces nos hacemos y nos vamos a repetir esta pregunta. Pero nadie nos lo ha respondido como el apóstol San Pablo, cuando escribe:
- En Cristo tenemos la redención, el perdón de los pecados. ¡Jesucristo es nuestro Salvador!
- Él es imagen del Dios invisible, primogénito de Dios, existente antes que cualquier criatura. ¡Jesucristo es Dios! ¡Dios verdadero! ¿Más grande que Jesucristo, que es Dios? Nada ni nadie...
- Todas las cosas han sido creadas por él y en vistas a él. ¡Jesucristo es el Creador, y el centro de todo lo que existe, porque todo converge en Él, y en Él se resume todo!
- Él es el Cabeza de la Iglesia, el primero en haber resucitado de entre los muertos.

¡Jesucristo es y será siempre el primero en todo!
- Por medio de Él, y por su sangre derramada en la cruz, Dios ha reconciliado consigo todas las cosas del cielo y de la tierra.
¡Jesucristo es nuestra paz, ya no somos enemigos de Dios, sino sus hijos y los herederos de su gloria!

Hoy el mundo se debate en medio de muchas tragedias, que nos hacen sangrar el corazón a todos, porque todos tenemos corazón al ver las angustias que aplastan a tantos hermanos nuestros. Y no se arreglará nada con las armas, sino con el amor a Jesucristo.

Una Religiosa valiente y un guerrillero nos dieron una lección que vale por miles de discursos en las Naciones Unidas. La Hermana Religiosa se mete a hablar con los bandoleros de Colombia, allá por los años sesenta. A uno le habló de Cristo, de la Virgen, del pecado... Y al final, el bandolero:
- Hermana, yo le doy la pistola y usted me da su Crucifijo.
Hacen el intercambio. La monjita valiente no utilizó nunca la pistola para matar, y el bandolero dejó de matar y daba miles de besos al Crucifijo... ¡Qué gesto tan significativo! ¡Qué realidad!...

Si el mundo empieza a escuchar la voz de Jesucristo que llama; si el mundo empieza a amar a Jesucristo y ama como Jesucristo, que reparte amor; si el mundo empieza a hacer caso a Jesucristo, que nos enseña...,
entonces el mundo se salvará, el mundo tendrá paz, el mundo será más feliz...

Hoy constatamos a cada momento que allí donde entra Jesucristo entra con Él la felicidad. Hogares a lo mejor antes deshechos, apenas han permitido a Jesucristo meterse en ellos, se han convertido en mansiones de paz. Personas que vivían sin ideal, apenas conocido Jesucristo y decididas a hacer algo por El, se tornan verdaderos apóstoles, que recuerdan tanto a aquel convertido frente a las puertas de Damasco.

Y es que Jesucristo es un verdadero revolucionario de almas. Es imposible aceptarlo y no sentir una transformación total. Desaparece la vejez del pecado y aparece la novedad de la vida de Dios. Realiza Jesucristo lo que promete en el Apocalipsis: -Mirad que hago nuevas todas las cosas.

Jesucristo nos sigue enseñando y guiando por los Pastores de la Iglesia, especialmente por su Vicario el Papa, y estaremos siempre atentos a la Doctrina de los Apóstoles, como aquella comunidad de Jerusalén, la de nuestros primeros hermanos en la fe.

¡Jesucristo, Señor! Nosotros creemos en ti. Y te escuchamos. Y te amamos. Y queremos seguir adelante con paso alegre, mientras nos dirigimos gozosos a tu encuentro....

sábado, 22 de diciembre de 2007

Nacimiento de Cristo es mi nacimiento /Autor: Pedro García, misionero Claretiano

El nacimiento de Jesucristo en Belén, es nuestro propio nacimiento a la vida celestial.

El chiquitín ha venido en medio de la noche callada. En un silencio total. En una soledad absoluta. Sólo su joven Madre y el bueno de José, a la luz de una lámpara de aceite, contemplan la carita celestial del recién nacido. En medio de tanta pobreza y humildad, están gozando como no ha disfrutado hasta ahora nadie en el mundo. -

¡Mi niño!, grita María mientras le estampa enajenada su primer beso... -¡Qué lindo, qué bello!, exclama extasiado José. Entre tanto --vamos a hablar así--, Dios no se aguanta más. Tiene prisa por anunciar a todos el nacimiento de su Hijo hecho hombre, y manda a sus ángeles que lo pregonen bien. Se avanza un ángel y desvela a los pastores, mientras les grita con alborozo:
- ¡Os anuncio una gran alegría! ¡Os ha nacido en Belén un salvador!
Se rasgan entonces los cielos, aparece todo un ejército de la milicia celestial, que van cantando por el firmamento estrellado:
- ¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres amados de Dios!...

A este Jesús, le felicitamos de corazón: -¡Cumpleaños feliz! ¡Por muchos años! ¡Por años y por siglos eternos!...

Hasta aquí, todos de acuerdo, ¿no es así?
Pero, ¿es verdad que nos podemos felicitar también nosotros, y que nos felicitamos de hecho nuestro propio cumpleaños?... Dos antiguos Doctores de la Iglesia, y de los más grandes, como son Ambrosio y León Magno, lo expresaron de la manera más elocuente y precisa.

San Ambrosio exclama en su Liturgia de Navidad:
-¡Hoy celebramos el nacimiento de nuestra salvación! ¡Hoy hemos nacido todos los salvados!... Tiende su mirada más allá de la Iglesia, y felicita al mundo entero: -Hoy en Cristo, oh Dios, haces renacer a todo el mundo.

Y el Papa San León Magno, con su elegancia de siempre, dice también:
- ¿Sólo el nacimiento del Redentor? ¡También nuestro propio nacimiento! El nacimiento de Cristo es el nacimiento de todo el pueblo cristiano. Cada uno de los cristianos nace en este nacimiento de hoy.

Tiene razón la Iglesia al cantar en uno de los prefacios de Navidad: -De una humanidad vieja nace un pueblo nuevo y joven...
Porque el Hijo de Dios, al hacerse hombre, nos hace a todos los hombres hijos de Dios. El nacimiento de Jesucristo en Belén, es nuestro propio nacimiento a la vida celestial. Es nuestro cumpleaños también. ¡La enhorabuena a todos!...

Una felicitación de la que no es excluido nadie, desde el momento que todos somos llamados a la salvación. Ese mismo Papa de la antigüedad y Doctor de la Iglesia, San León Magno, felicita a todos con un párrafo que es célebre:
- ¡Felicitaciones, carísimos, porque ha nacido el Salvador! No cabe la tristeza cuando nace la vida. Si eres santo, ¡alégrate!, porque tienes encima tu premio. Si eres pecador, ¡alégrate!, porque se te ofrece el perdón. Si eres un pagano todavía, ¡alégrate!, porque eres llamado a la vida de Dios.

Una familia cristiana de Viena, a mitades del siglo dieciocho, celebró la Navidad de una manera singular. Aquel matrimonio tan bello recibía cada hijo como el mayor regalo de Dios. Apenas la esposa sentía los primeros síntomas, el esposo sacaba del armario los cirios de los niños anteriores y quedaban prendidos durante todo el rato que se prolongaba la función augusta del alumbramiento. Los cirios correspondían a los ángeles custodios de los hijos, que velaban este momento solemne. Cuando había llegado el bebé, se apagaban los cirios y se guardaban hasta que viniese otro vástago al hogar. En esta Navidad se prendieron nueve cirios. El primero se había hecho bastante corto, pues había alumbrado la estancia muchas veces anteriormente. El más alto, el prendido ahora por primera vez, correspondía a Clemente, el niño que venía entre las alegrías navideñas, bautizado a las pocas horas, y conocido hoy en la Iglesia como San Clemente María Hofbauer...

Este niño, que iba a ser un gran santo, es el símbolo de una realidad que se repite tantas veces en las familias cristianas. Con nuestra venida al mundo en el seno de la Iglesia, al recibir el Bautismo, repetimos todos el hecho de Belén. Cristo nace en un nuevo cristiano. Jesús y nosotros celebramos nuestro cumpleaños en el mismo día...

¡Felicidades a todos! ¡Felicidades!
Y que repitamos este cumpleaños, el de Jesús y nuestro, por muchas Navidades más....

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Fuente: Catholic.net

lunes, 17 de diciembre de 2007

La misión de la Iglesia: evangelizar / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano

Si leemos el encantador Evangelio de Marcos, nos encontramos como mandato final de Jesucristo con estas palabras:

Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.

Un mandamiento que entraña una grave obligación, porque la salvación la ha condicionado Dios a la fe y al bautismo, ya que sigue diciendo Jesús:

El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará.

Por lo mismo, la Iglesia se encuentra ante un deber ineludible: evangelizar. La predicación del Evangelio, la Fe y el Bautismo están de tal manera entrelazados que no se pueden separar. Sin predicación, no hay fe; sin fe no hay bautismo; sin bautismo no hay salvación.

¿Qué debe hacer entonces la Iglesia, qué debe hacer cada comunidad cristiana, qué debe hacer cada bautizado? Ser instrumentos fieles en la mano de Jesucristo para llevar a todos el misterio de la salvación, continuando la misión que el mismo Jesucristo trajo al mundo recibida del Padre, y para la cual lo llenó el Espíritu Santo:

El Espíritu del Señor me ha ungido para anunciar a los pobres la gran noticia: ¡ha llegado la salvación!

La primera beneficiada por el cumplimiento de esta misión será la misma Iglesia, lo será cada comunidad cristiana, lo será cada apóstol. Pues su mismo trabajo y su empeño por evangelizar los irá renovando en la fe que recibieron en el Bautismo.

Cuanto más evangelicen, más se robustecerá su propia fe. Dar la fe con entusiasmo creciente es la mejor manera de agradecer a Dios el don de la fe y el mejor medio para conservar y acrecentar la propia fe.

Ahora, más que mirarnos cada uno en particular y mirar a toda la Iglesia, nos centramos en la comunidad cristiana a la que pertenecemos: la parroquia, la asociación, el movimiento en el cual nos hemos comprometido... En esta pequeña comunidad se centra para cada uno la Iglesia universal, y en esa comunidad desarrolla cada uno de nosotros la labor que le toca como miembro de la Iglesia.

¿Qué vemos, qué observamos alrededor de nuestra propia comunidad? ¿Qué desafíos nos presenta?

Ante todo, nos damos cuenta de que son muchos los que desconocen prácticamente a Jesucristo. ¿Podemos quedarnos indiferentes, y no llevarles el conocimiento del Señor Jesús?

No hay comunidad cristiana, no hay cristiano alguno, que esté libre de la obligación de hacer conocer a Cristo en todo el mundo. ¿Y cuál es la parte del mundo, sino la que está a mi alrededor, la que me toca a mí como campo de mi trabajo, como parcela en la que yo debo sembrar el Evangelio?

Cuando miramos así a la Iglesia como un campo inmenso que abarca todo el mundo, pero dividida en multitud de parcelas que no rompen la unidad, sino que todas se conjuntan en la misma y única Iglesia, entonces entendemos eso de cuidar cada uno de nuestro metro cuadrado, es decir, de esta parte de la Iglesia que me toca a mí, la que está a mi alrededor, y de la cual yo voy a responder. Es entonces cuando se siente la urgencia del apostolado, y nadie tiene el mal gusto de quedarse con los brazos cruzados mientras hay tanto que hacer por Jesucristo y por el Reino de Dios.

Los medios que la Iglesia pone a mi disposición para evangelizar son muy antiguos y resultan siempre nuevos:

La catequesis, por la cual enseño a los demás las verdades de la fe que no conocen. ¿Estudio yo a Cristo y la doctrina de la fe, para poder comunicarlo a los demás que lo necesitan?

La liturgia, el culto de la Iglesia, que con la Palabra, los Sacramentos y los demás signos, es una lección continua de la fe cristiana. ¿Participo activamente y hago participar a los demás en los actos del culto, sabiendo que con ellos evangelizo de una manera muy poderosa?

La oración, con la cual se llega a todas partes y va mucho más allá que nuestra actividad externa. Jesús, contemplando la mucha cosecha que había por delante, fue lo primero que nos encargó:

La mies es mucha, rogad al Señor de la mies que mande operarios a su campo.

¿Tomamos la oración en la comunidad como la actividad primera de nuestro apostolado?

El testimonio, es imprescindible. Hoy al mundo lo convencen los testigos, no los maestros. Si los de fuera nos ven consecuentes con nuestra fe, serán arrastrados hacia Jesucristo y su Iglesia.

En medio de nuestras limitaciones, ¿somos católicos convencidos, con vida testimoniante?

Todo esto lo desarrollamos en el ámbito de nuestra comunidad particular parroquia, asociación o movimiento, pero nuestra mirada debe ir mucho más lejos: hemos de vivir el espíritu misionero de la Iglesia de tal modo que no haya obra de la Iglesia universal que no nos afecte, que no nos toque de cerca y que no sienta nuestra colaboración en la medida de nuestras posibilidades. El mandato último de Jesús no puso límites geográficos a nuestro apostolado, pues nos dijo:

Id por todo el mundo.., a todas la gente, a todos los pueblos de la tierra.

Este mandato de Jesús a toda la Iglesia, a cada comunidad cristiana, a cada creyente en particular a mí, en concreto es enardecedor y es exigente. Nos entusiasma, porque todos hemos soñado alguna vez en ser misioneros, en ser apóstoles. Y aunque nos pida mucho, ¿medimos nuestra grandeza al tener la misma misión que el Señor: llevar la fe, llevar la salvación al mundo entero?

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Fuente: Catholic.net

jueves, 11 de octubre de 2007

El agua que Tú das no se agota nunca / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano


Podríamos comenzar hoy con la visita a una espléndida iglesia de Viena. Nos vamos a detener ante el grandioso cuadro de un artista que quiso hacernos ver lo que es la Gracia de Dios derramada en toda la Iglesia.

Arriba del cuadro está en su trono de gloria la Santísima Trinidad, fuente de la Gracia, que por Jesucristo va a caer sobre toda la Humanidad redimida.

La primera que la recibe y queda llena a rebosar es María, y junto a Ella San José, el Santo más favorecido de Dios.

Siguen hacia abajo San Juan Bautista y los Niños Inocentes, tan distinguidos en el Evangelio.

Después, la corona espléndida de los Apóstoles, a los que rodean una multitud de mártires, vírgenes, santos y santas de todas las edades y estados de vida.

Los predestinados de antes de la venida de Jesucristo aparecen ofreciendo el incienso del sacrificio al Eterno Padre, el Dios a quien adoraron.

Este cuadro es el eco de aquella visión del Apocalipsis, que nos describe a Dios en su trono y ante Él una multitud inmensa que nadie puede contar, de santos y santas llegados de todos los pueblos, lenguas y naciones, cantando felices el aleluya eterno de la salvación.

Este es el cuadro. La imaginación del artista, como la nuestra, no llega a más. Pero todos sabemos que la realidad supera a todo lo que nosotros podemos pensar.

La fuente de la vida es Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El Hijo de Dios se hace hombre, abre el chorro y de la Gracia, que estalla a borbotones y se difunde en todos los elegidos.

Es ésta la inundación que vio el profeta Ezequiel, cuando contempló la Jerusalén restaurada rodeada de torrentes incontenibles, y que convertían la sequedad clásica de la ciudad y de sus contornos en frondosos bosques y jardines exuberantes.

Dios no excluye a nadie del beneficio de esta agua divina, y hace gritar a Isaías:
- Los que tenéis sed, venid, y bebed gratis cuanta agua queráis.

Hace alusión el profeta a la costumbre de sus tiempos en Palestina. Hoy nosotros compramos más bien una coca-cola fresca u otra soda embotellada. En aquel entonces había vendedores ambulantes que llevaban por las calles agua potable, algo cara a veces por lo mucho que escaseaba, y la ofrecían a precio bien elevado. Viene Dios ahora y la ofrece de balde.

Jesús repetirá la invitación, y dirá:
- El que tenga sed, que venga a mí, y beba.
La primera que queda saciada y en una abundancia inimaginable es María, saludada por el Angel como la llena de Gracia.

E igual que María, todos los santos habidos y por haber, hasta nosotros, portadores de esa vida divina que llamamos la Gracia Santificante.

Cuando se haya consumado en el Cielo, estaremos metidos en el mar inmenso de la Gloria de Dios, término de toda la obra de la salvación y consumación feliz de la vida de la Gracia.

Nuestro mundo tiene mucha necesidad de estas visiones bíblicas, representadas con acierto por el arte para hacernos comprender, o barruntar al menos, lo que es el don de Dios. Jesús se lo expresó a la Samaritana con la misma comparación del agua:
- Si supieras tú quién es el que te dice dame de beber, serías tú quien le pedirías a él, y él te daría agua viva.
¡Si supiera el mundo de hoy quien es ese Jesucristo! Él se sigue ofreciendo para apagar la sed que atormenta a todos los hombres.

¿Amor?... Jesucristo es el mayor amador, que da su Espíritu e incendia la tierra.
¿Justicia?... Jesucristo, con su precepto de caridad hace imposibles las desigualdades entre hermanos.
¿Vida de Dios?... Jesucristo quiere convertirnos en surtidores de agua que salta hasta la vida eterna.

Las Naciones Unidas han elaborado estudios muy serios sobre la situación del agua en el mundo, y ven que para los próximos siglos se echa encima un problema muy grave, a no ser que se tomen medidas urgentes y de mucha envergadura. Es muy de alabar esta solicitud de esos hombres tan preocupados por el bien de la Humanidad.

Pero a nosotros, cristianos, nos preocupa, y muy seriamente también, el problema de la otra agua, la de la Gracia de Dios, que escasea en tantos pueblos donde se mete la incredulidad o en los que se prescinde de la Ley de Dios. ¿Llegan a darse cuenta de la sed que padecen?...
¡Señor Jesucristo!

En tu Corazón tienes remansada toda la Gracia de Dios, merecida por ti en la Cruz.
Danos sed, ya que tenemos donde saciarla, porque esa agua que Tú das no se agota nunca.

Queremos beber, y, al beber, queremos tener cada vez una sed más ardiente, que Tú sabes apagar cuando nos acercamos a ti, cuando aplicamos los labios a la llaga de tu costado, cuando nos abrevamos en la mera fuente de la Eucaristía.

viernes, 25 de abril de 2008

María, remedio de remedios / Autor:Pedro García, misionero claretiano

Nos gusta mucho mirar los males que padece nuestro mundo, la sociedad que nos rodea. Y no es porque seamos pesimistas, o porque tengamos manías autodestructivas o masoquistas, como se dice, ¡no!... Si mi-ramos nosotros el mal, es porque queremos oponerle el bien.

Tenemos el optimismo debido, sabiendo que los males se pueden remediar cuando nosotros les aplicamos los medios oportunos.
Es lo que hacemos en nuestros mensajes siempre que sacamos a relucir algunos males: es porque sabemos que aplicamos a la enfermedad la medicina apropiada.

Hoy, por ejemplo, me gustaría tender de nuevo una mirada al mundo nuestro. El que ha perdido el sentido del pecado, el de las guerras, el de la droga, el del sexo desbordado, el del tráfico de la mujer y de los menores para la prostitución, el del materialismo, el de la rebeldía juvenil, el del infanticidio con el aborto despiadado, el del paganismo galopante... ¿De veras que no tiene remedio tanto mal?...


Digo esto, porque se me ocurre una anécdota muy interesante:

A mitades del siglo diecinueve, el Papa Pío IX estaba muy preocupado por los males que aquejaban al mundo. Le obsesionaba, sobre todo, el avance del Racionalismo que amenazaba gravemente el por-venir de la Iglesia. El Papa meditaba, exponía sus temores, consultaba. Y un Cardenal, famoso en la Roma de entonces por el montón de lenguas que hablaba, le decía repetidamente al Papa:

- Santidad, defina el dogma de la Inmaculada Concepción.

El insigne Cardenal sabía lo que se decía. Venía a decirle al Papa:

- Proponga al mundo, Santo Padre, un ideal muy alto de santidad, de belleza y de pureza.

El Papa le hizo caso y definió el dogma de la Inmaculada.

El Cielo, con las apariciones de Lourdes cuatro años después, vino a ratificar el gesto del Vicario de Jesucristo.

El Racionalismo encontró una roca de contención en su avance. Y la piedad cristiana se acrecentó enormemente con la devoción a la Virgen Inmaculada.

Ahora nos podemos preguntar nosotros. - ¿Nos encontramos hoy mejor o peor que en los tiempos del Papa Pío IX? ¿Tenemos o no tenemos derecho a estar preocupados? ¿Nos importa o no nos importa que muchos deserten de su fe; que se acomoden a un mundo cada vez más secularizado; que acepten prácticas totalmente paganas; que se rebelen contra la Iglesia y su Autoridad; en una palabra, que se vayan alejando cada vez más de Dios?...
Nos preocupa esto, y mucho, a los que nos llamamos cristianos y católicos, porque sabemos el riesgo que muchas almas corren de perderse.
Pero, al mismo tiempo, ¿no sabremos oponernos eficazmente para detener el mal y promover el bien?... ¿No podremos hoy volver también los ojos a la Inmaculada Virgen María?...

Si vivimos nosotros el amor, la invocación, la imitación de la Virgen, y si lo hacemos vivir a los demás, promoviendo su devoción, ¿no pondríamos el remedio de los remedios a muchos de los males que nos rodean?
La salvación nos vendrá siempre de Dios por Jesucristo. Pero, es que Jesucristo y Dios han tenido la elegancia con su Madre de confiarle a Ella los problemas más grandes de la Iglesia.

Además, nos la han propuesto como el modelo y el ejemplar de lo que Dios quiere de nosotros. ¿Qué ocurriría entonces, si amamos a la Virgen y la hacemos amar?...
¿Mirar a la Inmaculada, triunfadora del demonio en el primer instante de su Concepción, y dejarle al Maligno que avance por el mundo, destruyendo el Reino de Dios?... Imposible.

¿Mirar a María, ideal de pureza sin mancha alguna, y seguir sus hijos como víctimas vencidas de la impureza?... Imposible.

¿Mirar a María, la Mujer elevada a la máxima altura de Dios, honor y orgullo de la Humanidad, y no respetar, defender, promover y amar a la mujer como lo hacemos con María?... Imposible.

¿Mirar a María e invocarla, para que ayude hoy a la Iglesia, como la ayudó en los momentos difíciles de otros tiempos, y que Ella nos abandone a nuestra pobre suerte?... Imposible.

Todas esas cosas son imposibles porque María tiene un Corazón de Madre. Y es imposible que la Madre permanezca indiferente a los males de sus hijos.

Ciertamente que habremos de contar siempre con la malicia humana, guiada por el enemigo que desde el paraíso nos persigue a muerte para evitar nuestra salvación, llevado del odio que le tiene a Dios y la envidia con que nos mira a los redimidos. Dios previno esta lucha entre el dragón y la Mujer, pero la victoria definitiva se la asignó a la Mujer y no al dragón. María, Mujer delicada y Madre tierna, se presenta al mismo tiempo en la Biblia como una guerrera invencible en las batallas de Dios.

¡Virgen María! El mal del mundo es muy grande. Pero el bien que encierras en tu Corazón Inmaculado es mucho mayor. La Iglesia, Pueblo y Familia de Dios, te invoca confiada. ¿Quién va a poder más, el enemigo o Tú?....
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Fuente: Catholic.net

domingo, 18 de noviembre de 2007

María, remedio de remedios / Autor: Pedro García, misionero claretiano

Nos gusta mucho mirar los males que padece nuestro mundo, la sociedad que nos rodea. Y no es porque seamos pesimistas, o porque tengamos manías autodestructivas o masoquistas, como se dice, ¡no!... Si mi-ramos nosotros el mal, es porque queremos oponerle el bien.

Tenemos el optimismo debido, sabiendo que los males se pueden remediar cuando nosotros les aplicamos los medios oportunos.
Es lo que hacemos en nuestros mensajes siempre que sacamos a relucir algunos males: es porque sabemos que aplicamos a la enfermedad la medicina apropiada.

Hoy, por ejemplo, me gustaría tender de nuevo una mirada al mundo nuestro. El que ha perdido el sentido del pecado, el de las guerras, el de la droga, el del sexo desbordado, el del tráfico de la mujer y de los menores para la prostitución, el del materialismo, el de la rebeldía juvenil, el del infanticidio con el aborto despiadado, el del paganismo galopante... ¿De veras que no tiene remedio tanto mal?...


Digo esto, porque se me ocurre una anécdota muy interesante:

A mitades del siglo diecinueve, el Papa Pío IX estaba muy preocupado por los males que aquejaban al mundo. Le obsesionaba, sobre todo, el avance del Racionalismo que amenazaba gravemente el por-venir de la Iglesia. El Papa meditaba, exponía sus temores, consultaba. Y un Cardenal, famoso en la Roma de entonces por el montón de lenguas que hablaba, le decía repetidamente al Papa:

- Santidad, defina el dogma de la Inmaculada Concepción.

El insigne Cardenal sabía lo que se decía. Venía a decirle al Papa:

- Proponga al mundo, Santo Padre, un ideal muy alto de santidad, de belleza y de pureza.

El Papa le hizo caso y definió el dogma de la Inmaculada.


El Cielo, con las apariciones de Lourdes cuatro años después, vino a ratificar el gesto del Vicario de Jesucristo.

El Racionalismo encontró una roca de contención en su avance. Y la piedad cristiana se acrecentó enormemente con la devoción a la Virgen Inmaculada.

Ahora nos podemos preguntar nosotros. - ¿Nos encontramos hoy mejor o peor que en los tiempos del Papa Pío IX? ¿Tenemos o no tenemos derecho a estar preocupados? ¿Nos importa o no nos importa que muchos deserten de su fe; que se acomoden a un mundo cada vez más secularizado; que acepten prácticas totalmente paganas; que se rebelen contra la Iglesia y su Autoridad; en una palabra, que se vayan alejando cada vez más de Dios?...
Nos preocupa esto, y mucho, a los que nos llamamos cristianos y católicos, porque sabemos el riesgo que muchas almas corren de perderse.

Pero, al mismo tiempo, ¿no sabremos oponernos eficazmente para detener el mal y promover el bien?... ¿No podremos hoy volver también los ojos a la Inmaculada Virgen María?...

Si vivimos nosotros el amor, la invocación, la imitación de la Virgen, y si lo hacemos vivir a los demás, promoviendo su devoción, ¿no pondríamos el remedio de los remedios a muchos de los males que nos rodean?
La salvación nos vendrá siempre de Dios por Jesucristo. Pero, es que Jesucristo y Dios han tenido la elegancia con su Madre de confiarle a Ella los problemas más grandes de la Iglesia.

Además, nos la han propuesto como el modelo y el ejemplar de lo que Dios quiere de nosotros. ¿Qué ocurriría entonces, si amamos a la Virgen y la hacemos amar?...

¿Mirar a la Inmaculada, triunfadora del demonio en el primer instante de su Concepción, y dejarle al Maligno que avance por el mundo, destruyendo el Reino de Dios?... Imposible.

¿Mirar a María, ideal de pureza sin mancha alguna, y seguir sus hijos como víctimas vencidas de la impureza?... Imposible.

¿Mirar a María, la Mujer elevada a la máxima altura de Dios, honor y orgullo de la Humanidad, y no respetar, defender, promover y amar a la mujer como lo hacemos con María?... Imposible.

¿Mirar a María e invocarla, para que ayude hoy a la Iglesia, como la ayudó en los momentos difíciles de otros tiempos, y que Ella nos abandone a nuestra pobre suerte?... Imposible.

Todas esas cosas son imposibles porque María tiene un Corazón de Madre. Y es imposible que la Madre permanezca indiferente a los males de sus hijos.

Ciertamente que habremos de contar siempre con la malicia humana, guiada por el enemigo que desde el paraíso nos persigue a muerte para evitar nuestra salvación, llevado del odio que le tiene a Dios y la envidia con que nos mira a los redimidos. Dios previno esta lucha entre el dragón y la Mujer, pero la victoria definitiva se la asignó a la Mujer y no al dragón. María, Mujer delicada y Madre tierna, se presenta al mismo tiempo en la Biblia como una guerrera invencible en las batallas de Dios.

¡Virgen María! El mal del mundo es muy grande. Pero el bien que encierras en tu Corazón Inmaculado es mucho mayor. La Iglesia, Pueblo y Familia de Dios, te invoca confiada. ¿Quién va a poder más, el enemigo o Tú?....

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Fuente: Catholic.net

martes, 25 de septiembre de 2007

Conocer, amar e imitar a Jesucristo / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano

Pocas horas antes de morir, y en un arrebato sublime, dijo Jesús a Dios su Padre:

- ¡Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo! En Jesucristo tenemos, pues, la vida eterna si le conocemos a fondo, si nos damos a Él con toda el alma, si nos apasionamos por su Persona adorable, si Jesucristo llena nuestra mente y nuestro corazón las veinticuatro horas del día.

Porque no se trata de conocer simplemente, como conocemos la naturaleza del agua, cuando decimos que es un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno; o cuando decimos que conocemos a una persona porque la hemos visto alguna vez y sabemos que se llama Quimet o Marialina... No se trata de eso, sino del conocimiento en el sentido de la Biblia: un conocimiento profundo, que lleva a darse con todo el amor a la persona querida.

Nos damos cuenta de que Jesucristo nos ama, y entonces nosotros le amamos también hasta la locura si es preciso. El amor nuestro a Jesús empieza siempre por el amor de Jesucristo a nosotros. Al sabernos amados, empezamos a amar. Nos pasa a todos como a esa muchacha encantadora de corazón virginal. No ha amado hasta ahora más que a compañeras tan inocentes como ella. Pero apenas ha descubierto en la mirada y en una palabra de aquel chico que él la quiere, de repente se convierte en una amante y una enamorada llena de pasión.

Una de esas santas jóvenes modernas, como Isabel de la Trinidad, nos dio una lección inolvidable. La muchachita se pasa ante el Sagrario ratos y más ratos, quieta, sin hablar nada, con la mirada fija en un punto, como queriendo atravesar el metal. Una señora que la ve siempre así, le suelta: - Pero, váyase. ¿Qué hace aquí tantos ratos sin hacer nada? Y la jovencita, que hoy está ya en los altares, responde con acento conmovedor: - ¡Ay, señora! ¡Es que nos queremos tanto!... Una contestación como ésta de la Beata Isabel deja asombrado al sicólogo más agudo y le llena de envidia al teólogo más sabio...

El conocimiento de Jesús nos lleva al amor a Jesús; pero el amor, a su vez, nos lleva al conocimiento cada vez más hondo de Jesucristo. Nos debe pasar como a las mamás. Una mamá, por ignorante y sencillita que sea, conoce a su hijo con una profundidad que nos deja pasmados. El amor es quien le ha llevado a ese conocimiento tan único que solamente las madres tienen y entienden. En este caso, no podemos ni imaginar a alguien que haya conocido a Jesús como María. El conocimiento y el amor de María a Jesús llegó a unas profundidades indecibles.

Así nosotros con Jesús: si le conocemos, le amaremos; pero si le amamos, le conoceremos cada vez más profundamente y más íntimamente. No tendrá nadie que decirnos cuáles son los pensamientos de Jesús, pues nos los sabremos de memoria. Nadie tendrá que explicarnos cómo siente y ama Jesús, pues tendremos los mismos sentimientos que Él, como nos pide San Pablo. Ninguno habrá de darnos lecciones sobre la vida, gestos, gustos y querer de Jesús, porque estaremos compenetrados completamente con todo lo suyo.

Se podrá preguntar: ¿Y cómo llegar a este conocimiento y a este amor de Jesucristo? Digamos ante todo que es gracia de Dios. Pero una gracia que Dios no niega a nadie que la busca y la quiere. Una gracia que Dios Padre la concede con una complacencia única. Querer conocer y amar a Jesús es atraerse el amor del Padre de una manera irresistible, como nos dice Jesús: - Quien me ama será amado de mi Padre.
Ante todo, pues, pedir a Dios este conocimiento de Jesús. Después, estudiarlo, sobre todo en el Evangelio. Quien lee el Evangelio hasta aprendérselo de memoria, llega a compenetrarse del pensamiento y de los sentimientos más íntimos de Jesucristo. Pero, más que todo, lo que interesa es la contemplación. Ratos y ratos en oración, sobre todo ante el mismo Jesús presente con nosotros en la Eucaristía, es el medio máximo para conocerlo de manera vivencial --existencial, como decimos hoy-- que se traduce en amor y en ansias incontenibles de hacer algo por Él, en la oración, en la caridad o en el apostolado.

Cuando así pensamos y así hablamos de Jesucristo, por fuerza tenemos presente su Resurrección. Sin ella, Jesucristo sería un personaje de la Historia que no nos diría nada. Pero ahora, ¡Jesús vive!, y está con nosotros, y nos acompaña, y podemos hablar con Él familiarmente como los mejores amigos. La fe en la Resurrección nos resulta fundamental. Por ella Jesús, no sólo está allá arriba en las alturas a la diestra de Dios. Está con nosotros, haciéndose presente en todo nuestro caminar... ¡Jesucristo, Señor! Nosotros, por gracia tuya, te conocemos y te amamos. Te amamos y nos damos a Ti. Nos damos a Ti y queremos hacer algo por Ti y por el Reino. ¡Y qué dicha al saber que así tenemos ya la vida eterna!...

domingo, 25 de noviembre de 2007

Dios, siempre actual / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano

Una de las cosas que más nos deben importar en nuestra vida es que Dios sea siempre en nosotros Alguien y actual, vamos a hablar así. Que siempre sea de interés. Que nos preocupe siempre. Que nunca lo releguemos al olvido. Que Dios lo llene todo: nuestra oración, nuestro trabajo, nuestro amor, nuestro gozar, nuestras penas y nuestras preocupaciones. Que en todo, absolutamente en todo, esté presente Dios, porque Dios es para nosotros es interés sumo.

Se cuenta de un gran escritor católico que presentó un artículo sobre Dios a una revista francesa para su publicación. Lo lee el director, y dice visiblemente contrariado:

Hubiéramos preferido un artículo de actualidad.

O sea, que Dios era un ser algo pasado de moda, algo que había que arrinconar, algo que ya no interesaba. Afortunadamente, nosotros somos unas personas que decimos todo lo contrario:

¿Dios?... ¡Bienvenido sea su recuerdo! Que no se oscurezca nunca de la mente, ni se escape del corazón...

Esos que así se desinteresan de Dios no reflexionan sobre el mal que se echan encima. Nada más abrir la magna carta de San Pablo a los fieles de Roma, se encuentran con unas palabras que podrían hacerles temblar, y que podemos expresar de este modo:

¿No se dan cuenta de que ni los mismos paganos van a tener excusa en el tribunal de Dios? ¿Es que no ven a Dios en todas sus obras? ¿Tan ciegos están? ¿No saben leer el nombre de Dios en las estrellas, ni adivinarlo en una flor, ni encontrarlo en la sonrisa de una madre feliz, ni descubrirlo en el propio corazón, ni percibirlo en el grito de la conciencia?...

Al revés de esos que se cierran para no descubrir a Dios, vemos cómo los pensadores más grandes han sido creyentes. Los sabios, ordinariamente, son los primeros convencidos de que hay un Dios, y lo respetan, lo veneran, y esperan en Él.

Y nosotros, con muchas o pocas luces en nuestra inteligencia, pero con una fe inmensa recibida de Dios, cultivada por nosotros con esmero, gozamos cuando oímos y leemos algo de Dios, porque así avanzamos en el conocimiento de un Dios inmenso, incomprensible, pero que se esconde entero en nuestro corazón.

A los niños de la catequesis les enseñábamos un canto muy de niños: No hay reloj sin relojero, ni mundo sin Creador. Era un canto para niños, pero lo interesante es que un gran filósofo tenía bastante con este pensar de los niños, y se extasiaba ante un reloj precisamente, mientras se iba diciendo durante mucho rato:
El relojero es anterior al reloj, esto es evidente. Sin un relojero, no existiría el reloj. Y se decía a sí mismo entonces: Por lo mismo, el que ha hecho el mundo es anterior al mundo. Entonces, Dios es eterno.

Este sabio, de la obra del hombre, como es un reloj, ascendía con gran naturalidad a la obra de Dios y a Dios mismo.

Otro de los sabios más grandes, observador del firmamento, y el que determinó la ley de la gravitación universal, se descubría reverente la cabeza cuando oía el nombre de Dios.

La obra de Dios le hacía llegar al mismo Autor del Universo.

Un investigador moderno de la vida de los animales, y cuyos libros son una delicia, decía después de tanto estudio:

Yo no puedo decir que creo en Dios. Yo no puedo creer, porque yo veo a Dios.

Este observador de la Naturaleza, en los animalitos más pequeños encontraba la existencia de Dios de tal modo que casi se le hacía evidente.

Y es que toda la creación no es más que una moneda de oro en la que Dios el Creador acuñó su imagen, para que lo reconozca cualquiera que sepa leer y tenga ganas de interpretarla.

¿Ha pasado de moda esta manera de presentar la prueba de la fe? No; ni mucho menos. Por desgracia, hay todavía ateos en el mundo, y conviene ayudarles a abrir los ojos.

Pero no es esto precisamente lo que ahora nos interesa a nosotros. Nosotros, creyentes, lamentamos otra cosa, como es el disfrutar de la creación y no ayudarnos a tener a Dios mucho más presente en nuestra vida.

Hoy no vivimos estables en un rincón de nuestra tierra, sin más horizonte que unos kilómetros a nuestro alrededor. Hoy nos movemos mucho. Cada día descubrimos nuevos rincones cargados de belleza. La televisión nos ofrece programas estupendos sobre las maravillas del mundo. ¿Somos capaces de elevarnos a Dios aprovechando todos esos medios?

San Ignacio de Loyola acaba sus Ejercicios Espirituales con una magnífica meditación, llamada Contemplación para alcanzar amor.

Cuando se mira una planta, un gusanillo, el cielo tachonado de estrellas, todas las criaturas y todos los acontecimientos, se debe descubrir a Dios, para subir más hacia Él y crecer intensamente en su amor.

Así lo entendió un gran discípulo de San Ignacio, astrónomo de fama mundial, que escribió para su lápida sepulcral:

De la visión del cielo es corto el camino para llegar a Dios.

Volvemos a lo del principio: ¿Queremos que Dios nos interese a lo largo de todo el día? ¿Queremos que su luz se acreciente más en nuestra mente y que su amor encienda cada vez más nuestro corazón?... ¿Por qué no nos empeñamos en descubrirlo en todo, si en todo lo vamos a encontrar?....

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Fuente: Catholic.net

viernes, 4 de enero de 2008

Sigue la estrella que brilla para ti / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano

Todos hemos oído contar la leyenda del joven escalador, que aquel fin de semana se echó la mochila a la espalda y se fue a caminar, a caminar lejos... Sube a las alturas y descubre horizontes cada vez más vastos, más lejanos, y también más encantadores y maravillosos. ¡Adelante, adelante!, se dice a sí mismo. Llega ya el anochecer, y se encuentra en la cima de una montaña altísima. A sus pies, un abismo inmenso que le detenía los pasos.

¡Bueno! Me quedaré aquí. En esta altura pasaré la noche, y mañana veremos.
Desenrolla su tienda de campaña, y a dormir. De repente, al querer despedirse de las estrellas que van a velar su sueño, contempla en la lejanía una estrella de singular belleza. Nunca había visto una estrella semejante. Le pareció que había explotado una estrella novísima, y se dijo:
¡Esa estrella será mía! ¡Yo no me la pierdo! Voy a clavar allí mis pies, mejor que una bandera, y esa estrella no me la quita nadie. ¡Esa estrella será mía, será mía!...

Pero no podía esperar al día siguiente. El camino de una estrella sólo se puede seguir de noche. Y antes había contemplado el abismo inmenso que tenía a sus pies. ¿Quién lo podía saltar? Era un imposible. ¿Qué camino seguir para vadearlo? No se veía ninguno. Y la estrella seguía allí en el horizonte, donde se juntan casi el cielo y la tierra, llamándole como un desafío:
¡Ven! ¡Acércate hacia aquí! Y después, sube, sube...

Ante el imposible, el muchacho empieza a llorar calladito, como si se avergonzara de sus lágrimas. Cuando, de repente, ve a su lado un niño luminoso, que le pregunta:
¿Por qué lloras?

Porque quiero llegar hasta aquella estrella y no puedo, no puedo pasar este abismo y acercarme allí.

¡Si es muy fácil cruzar este abismo! Si quieres, te llevo yo.

¿Tú? ¿Tú, un niño tan pequeño, me llevas hasta aquella estrella? Pues, ¿quién eres tú?

Aquella estrella es Dios, y yo soy la oración ¿Quieres que te lleve yo en un instante?...

La leyenda hermosa no necesita explicación ninguna, porque es clarísima la lección que de ella se desprende.

Dios, ese Dios en quien pensamos como término de todas nuestras ilusiones, se nos presenta, igual que al joven escalador, como algo grande y deslumbrador, de hermosura singular y término de todas nuestras aspiraciones. ¡Dios tiene que ser mío! Hasta que descanse en Él, no estaré nunca en paz, nos decimos tantas veces. Pero, ¿está Dios tan lejos que no lo podremos alcanzar nunca?

Es cierto que entre Dios y nosotros existe un abismo insondable, porque Dios está sobre todas las cosas. Y, sin embargo, en nuestras manos tenemos el poder para agarrarlo, para asirnos a Él, para meternos en Él, para no soltarlo nunca.

La oración, que en nuestros días es un signo inequívoco de renovación en la Iglesia, es para nosotros algo ya tan familiar, que, gracias a Dios, pronto no vamos a saber prescindir de ella.

La oración, que nos puede salir del corazón y de los labios en cada momento, si nosotros queremos, nos une con nuestro Dios y nos hace vivir en Él más que en nosotros mismos.

La oración es la respiración de la vida cristiana. ¿Quién tiene mejor salud que quien respira bien, con unos pulmones siempre oxigenados, con una sangre siempre pura?

La oración es un consuelo singular en medio de las dificultades. ¿Quién triunfa en la vida como aquel que siempre cuenta con Dios?

La oración es unión con Dios. ¿Quién tiene más segura su salvación, que aquel que no hace más que hablar con Dios, y se sumerge de continuo en la vida divina?

La oración, por otra parte, no es privilegio de algunos nada más. La oración es de todos.

Es del niño, que le habla a Dios con candor de ángel.

Es de la persona adulta, que se siente tanto más pequeñita ante Dios cuanto más crece.

Es de esa persona santa, que no sabe vivir sin su Dios día y noche.

Es de esa persona que siente sobre sí toda la carga insoportable de la culpa, y descubre que Dios, y sólo Dios, es quien la comprende, la sigue amando y la quiere salvar.

La oración no es una ciencia misteriosa que necesite de muchas explicaciones. Lo sería, si Dios no la hubiera hecho tan fácil para nosotros. Y digo para nosotros, los cristianos, que desde nuestro Bautismo llevamos dentro el Espíritu Santo, cuya acción dentro del alma se manifiesta precisamente por la oración.

El Espíritu Santo es quien nos enseña a orar, a dirigirnos a Dios nuestro Padre, a clamar continuamente por el Señor Jesús. San Pablo lo dice con palabras que llegan a emocionar, cuando nos asegura que nosotros no sabríamos ciertamente cómo dirigirnos a Dios, pero el Espíritu Santo ora de continuo en lo más secreto del corazón con gemidos inenarrables...

Llevar una vida de oración es llevar una vida escondida en Dios.

Es hacerse con el Dios creador de las estrellas.

Y dirigir una oración a Dios cuesta menos, mucho menos, que escalar una alta montaña y vadear un abismo muy hondo.
Elevar una oracioncita a Dios no cuesta nada, nada.

Ahora mismo lo podemos hacer, y lo hacemos, cada uno de nosotros.

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Fuente: Catholic.net