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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

escucharlavoz@yahoo.es

Oremos todos para que la sabiduría de Jesús Resucitado presida estas páginas y nos bendiga abundamente.

Página web de Escuchar la Voz del Señor

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miércoles, 17 de octubre de 2007

Tu mayor alegría: perdonar / Autor: P. Fernando Pascual LC

Tu mayor alegría consiste en levantar al caído, curar al enfermo, limpiar al pecador, salvar al perdido.

Por eso viniste al mundo: porque había tinieblas, porque dominaba el pecado, porque crecía la muerte.

Buscaste a la oveja perdida, limpiaste el corazón herido, esperaste al hombre endurecido por la culpa, derramaste sobre él tu óleo de misericordia.

Por eso sigues tras mis huellas, cuando camino por valles de muerte, cuando busco “vivir mi vida”, cuando dejo el amor para entrar en las tortuosidades del pecado egoísta y ciego.

No me has dejado nunca, porque me amas demasiado. Aunque sabes toda la malicia que hay en mí. Aunque lloras ante mis perezas y soberbia. Aunque mañana, tal vez, vuelva a dejarte por un miserable plato de lentejas.

Me sorprendes con tu Amor. Eres demasiado bueno, eres “demasiado Padre”. Un hijo sigue siendo hijo a pesar de su pecado. Tú lo sabes, y por eso no me has dejado, ni has permitido que el mal sea la última palabra de mi vida.

Tu mayor alegría consiste en abrazarme cuando vuelvo a casa. Aunque tengas que limpiar tanto barro. Aunque tengas que curar tantas heridas. Aunque a veces casi no quede en mí nada del Amor con el que me abrazaste el día del bautismo.

Sigues a mi puerta, esperando. Hoy quisiera renunciar a esa pasión, a ese odio, a ese vicio que me paraliza, que me aprisiona. Hoy quisiera dejarte entrar en mi vida, dejarte ser el médico de mis dolores y pecados.

Sé que esa será tu mayor alegría: poder invitarme nuevamente, al banquete, en familia. Con un traje limpio y un collar sobre el cuello, con el anillo del hijo que ha vuelto a casa.

Te agradezco tanto amor y tanta espera. Y te pido que tu mayor alegría empiece a ser la mía: que disfrute cuando otros, como yo, piden perdón y acogen tu abrazo cálido, misericordioso, eterno. Que tu alegría sea la de todos, la que celebramos en cada misa, la que acogemos en el sacramento de la penitencia, la que nos presenta tu Evangelio. “Os digo que (...) habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).

jueves, 9 de agosto de 2007

Dejarme encontrar por Cristo / Autor: P. Fernando Pascual LC



Cristo recorre los caminos del mundo. Busca hoy, como lo hizo hace 2000 años, corazones heridos, corazones hambrientos, corazones necesitados, corazones vacíos.

Ofrece amor, regala paz, resucita entregas, provoca santidades. Limpia, sana, dignifica a hombres y mujeres zarandeados por la vida, hundidos en el pecado, abatidos por la tristeza, marginados o rechazados por sociedades llenas de egoísmo y vacías de esperanza.

También a mí me tiende una mano, me persigue con “lazos de amor” (Os 11,4), me libra del poder del maligno, me viste con una túnica blanca, me invita al banquete del Reino.

Necesito dejarme encontrar por Cristo, permitirle entrar en mi vida, dejarle las puertas abiertas para que pueda decirme lo mucho que me ama.

Lo necesito de veras, desde lo más profundo de mi alma. Porque “lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él” (Benedicto XVI, “Sacramentum caritatis” n. 84). Porque Cristo “no sólo es un ser humano fascinante... es mucho más: Dios se hizo hombre en Él y, por tanto, es el único Salvador” (Benedicto XVI, discurso a los jóvenes en Asís, 17 de junio de 2007).

Cristo recorre los caminos del mundo. Hoy puedo abrir los ojos para descubrirle, para sentir su mirada de Amigo bueno. Hoy puedo escuchar su voz serena, profunda, divina, que me repite: “No te condeno... porque he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido...” (cf. Jn 8,11; Lc 19,10).

Hoy me susurra con cariño eterno: “Sí, vengo pronto”. Desde lo más profundo de mi alma le respondo, con la fuerza de los santos de la Iglesia santa: “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).

miércoles, 9 de enero de 2008

Más allá de la tentación / Autor: P. Fernando Pascual LC

Lo propio de la tentación consiste en “tentar”, atraer, sugestionar, absorber, arrastrar. Especialmente cuando la tentación consigue presentarse como algo “bueno”, como una solución para los problemas personales, o como la conquista de caminos fáciles para la felicidad.

Pero la tentación pierde casi toda su fuerza seductora cuando dentro del alma hay una certeza profunda: Dios se interesa por mí, Dios me busca, Dios me acompaña, Dios me salva, Dios me ama.

Entonces la vida empieza a ser vivida de otra manera. Ya no nos fijamos si algo es fácil o difícil, si estamos cansados o felices, si nos faltan muchas cosas o si vivimos holgadamente. Lo que importa, lo que lleva a una madurez profunda y serena, es poder anclar el corazón en la bondad divina.

La vida cristiana no es simplemente una lucha para evitar caídas, para huir de las tentaciones, para mantener un poquito la gracia que recibimos en el bautismo y en los demás sacramentos. No es una vida de trincheras, a la defensiva. Más bien, es una vida de conquista, de lanzamiento, de santo valor para emprender mil obras buenas, para ayudar a un familiar enfermo, para escuchar al abuelo que desea tener alguien a su lado, para sonreír a un niño que necesita cariño en casa y en la escuela.

Cuando nos ponemos en marcha, cuando dejamos que el amor guíe nuestros pasos, la tentación poco a poco se desinfla, como un globo voluminoso pero hueco e indefenso.

Tenemos que descubrir la fuerza de nuestra fe cristiana. El pecado no es nunca capaz de llenar el corazón hecho para lo eterno. Sólo el amor, y un amor pleno, auténtico, es capaz de dar sentido a nuestros pasos, de sacarnos de las tinieblas y de introducirnos en el mundo de la vida.

La tentación, incluso alguna breve caída, quedarán atrás. Sabremos pedir perdón desde las lágrimas, en una confesión bien hecha. Sabremos, sobre todo, descubrir que a quien mucho se le perdona mucho ama (cf. Lc 7,36-50).

Entonces, y sólo entonces, la vida cambia. Vale la pena descubrir la belleza de nuestra vocación cristiana, para empezar a ser, de verdad, hijos en el Hijo, ovejas rescatadas que se dejan llevar, mansamente, sobre los hombros del Pastor bueno...

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Fuente: Catholic.net

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Adviento: camino y pórtico / Autor: Fernando Pascual LC

El Adviento es como un camino. Inicia en un momento del año, avanza por etapas progresivas, se dirige a una meta.

Llega la invitación a ponernos en marcha. ¿Quién invita? ¿Desde dónde iniciamos a caminar? ¿Hacia qué meta hemos de dirigir nuestros pasos?

La invitación llega desde muy lejos. La historia humana comenzó a partir de un acto de amor divino: «Hagamos al hombre». El amor daba inicio a la vida.

Ese acto magnífico se vio turbado por la respuesta del hombre, por un pecado que significó una tragedia cósmica. Dios, a pesar de todo, no interrumpió su Amor apasionado y fiel. Prometió que vendría el Mesías.

La humanidad entera fue invitada a la espera. El Pueblo escogido, el Israel de Dios, recibió nuevos avisos, oteó que el Mesías llegaría en algún momento de la historia. El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor iba a cumplir, pronto, su promesa.

Esa invitación llega ahora a mi vida. También yo espero salir de mi pecado. También yo necesito sentir el Amor divino que me acompaña en la hora de la prueba. También yo escucho una voz profunda que me pide dejar el egoísmo para dedicarme a servir a mis hermanos.

¿Desde dónde comienzo este camino? Quizá desde la tibieza de un cristianismo apagado y pobre. Quizá desde odios profundos hacia quien me hizo daño. Quizá desde pasiones innobles que me llevan a caer continuamente en el pecado. Quizá desde la tristeza por ver tan poco amor y tantas promesas fracasadas.

La voz vuelve a llamar. En el desierto del mundo, en la soledad de la multitud urbana, en el silencio de la noche invadida por los ruidos, en las risas de una fiesta sin sentido... La voz pide, suplica, espera que dé un primer paso, que abra el Evangelio, que escuche la voz de Juan el Bautista, que abandone injusticias y perezas, que mira hacia delante.

El Salvador llega. Juan lo anuncia. La voz que suena en el desierto llega hasta nosotros: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15-16).

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Fuente: Conoze.com

martes, 13 de noviembre de 2007

¿Placer o trabajo? Mejor: trabajar con placer / Autor: Fernando Pascual, LC.

Hay dos modos contrapuestos de vivir: uno es perseguir en todo momento y circunstancia lo que me gusta. Otro, buscar siempre lo bueno, lo justo, lo honesto, lo que me hace un hombre lleno de frutos.

Buscar el placer me lleva a estar atento al instante, a lo que ahora puede agradarme más. Pero vivir así comporta muchos peligros. Me apetecen unas frutas que veo en la tienda. ¿Las tomo sin pagar? Quizá me lleven a la cárcel. Me gustaría tomar el tercer vaso de cerveza. Pero luego, ¡qué dolor de cabeza! En la mañana las sábanas me gritan que no me levante. Pero resulta terrible la cara del jefe de trabajo que me regañará otra vez por llegar tarde...

No puedo vivir como los animales, al son del placer que más me atraiga en cada instante. Quedarme con lo que me gusta implica vivir para lo pasajero. Todo pasa demasiado rápido, y yo empiezo a pasar sin nada entre las manos...

Lo que importa es lo que dura, lo que hace al mundo un poco mejor y más feliz. Amar al esposo o a la esposa, hablar con los hijos en la cena, visitar al padre enfermo, encontrarme con los amigos. En el fondo, causa más placer el trabajo llevado con orden, con energía, con algún sacrificio, que no ese continuo pajarear entre las ramas sin llegar a concluir nada que valga la pena.

Podemos incluso trabajar con placer. El descanso vale el doble si hemos conquistado una meta difícil. De vez en cuando dejaremos de lado un placer pobre y fugaz para alcanzar, en lo más profundo del corazón, esa dicha del deber cumplido, de la fidelidad al amor de quien lo merece todo de nosotros, aunque nos pueda costar al inicio un poquito de trabajo, dejar un capricho, ver menos televisión. Lo que ganemos vale mucho más, nos hace más felices y hace felices a quienes nos ven crecer como hombres y como buenos ciudadanos, esos que construyen la sociedad más justa que queremos dejar a nuestros hijos y nietos.

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Fuente: GAMA - Virtudes y valores

miércoles, 25 de junio de 2008

Donde comen siete, comen ocho / Autor: Fernando Pascual, L.C.

Ocurrió en Argentina, el año 2004. La señora Matilde (nombre ficticio) vivía con su esposo y cinco hijos, el mayor de 22 años y la menor de 11. Suena el teléfono. Una amiga con cuatro hijos y uno adoptado le pregunta si conoce a alguien que pueda encargarse de una niña de 4 años. Su madre la maltrata continuamente. En una crisis muy fuerte había golpeado a la pequeña, y ahora los jueces buscaban una nueva familia para la niña.

La señora Matilde podía ponerse a buscar alguna familia con menos hijos, llamar por teléfono, encontrar una solución. Pero también la niña podía quedarse allí, en su casa, donde ya comían siete... Así lo explica ella misma, después de que han pasado 4 años: “A partir de ese momento ya no pude quedarme en paz. Sentía que no podía mirar para otro lado, así que lo hablé con toda la familia, primero con mi esposo, después juntos lo hablamos con cada uno de los chicos, y al día siguiente me fui al tribunal de menores a averiguar cómo estaban las cosas”.

En enero de 2005 la familia ajustaba los espacios para acoger a una niña con 4 años y 9 meses. La pequeña llegaba inquieta, confundida, casi sin instrucción. Con paciencia y cariño, empezó a aprender cosas nuevas, a sentirse segura. Sobre todo, descubrió que era amada. No todo fue fácil. Hubo momentos duros, difíciles.

La señora Matilde y su familia, gracias a Dios, recibieron ayuda de otras personas, especialmente de los sacerdotes de la parroquia, para salir adelante. El milagro se hizo realidad. La niña adoptada, ahora con 8 años, sigue en un hogar que siente como suyo, que le enseñó lo maravilloso que es la vida cuando hay amor y generosidad. Donde comen siete, comen ocho... y quizá más. Ese es el “problema” del amor: carece de límites. Y entonces uno descubre, misteriosamente, que cuando más da más tiene...

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Fuente: Buenas-noticias

viernes, 4 de enero de 2008

Desde el pozo, hacia el cielo / Autor: P. Fernando Pascual L.C.

No ocurre sólo en las películas. Unos soldados cansados, un capitán extenuado, tristeza, rabia y desesperanza... De repente, una música, un chiste, un discurso inspirado, y todos recobran energías: vuelve cada uno a su puesto de batalla, con la ilusión de hacer su parte, de cumplir su misión...

No ocurre sólo en las películas. También en la vida real muchos de nosotros hemos vivido situaciones parecidas.

En grupo o en soledad, como familia o entre los amigos, en una actividad ocasional o en el trabajo... hay momentos en los que parece que todo se hunde, que no hay esperanza, que la vida ha perdido su sentido.

Son momentos que no quisiéramos repetir. Todo iba bien, todo caminaba sobre ruedas. De repente, pasa algo, grande o pequeño, imprevisto o preanunciado. El panorama, de improviso, ha dado un vuelco. ¿La causa? Un error humano o un terremoto, un choque o un resbalón, un virus gripal o un virus electrónico, una llamada por teléfono o un aviso de las cuentas del banco, una negativa de un contrato o una nota de despido.

Son momentos en los que todo parece oscuro. Días, meses, años, tirados, de repente, por la borda. Parece que no hay esperanza, que no hay salida, que no quedan motivos para seguir la lucha...

Pero hay otros momentos en los que algo, alguien, irrumpe en nuestras almas. Será una música que nos evoca nuestra infancia, o la llamada por teléfono de un amigo que tiende la mano, o la sonrisa sincera de quien antes nos miraba con desprecio, o simplemente el recuerdo de un consejo repetido tantas veces por la abuela: en la vida encontrarás gente buena y gente mala...

Será, tal vez, un instante. Suficiente como para que todo el panorama cambie, de golpe. Como si se corriesen las cortinas y un viento fuerte alejase tinieblas que oprimían el alma.

Algo, alguien, ha permitido que, desde el pozo de un fracaso, levantemos los ojos hacia lo alto. Arriba sigue, sereno, limpio, luminoso, el cielo. Sobre todo, “arriba” y “dentro”, susurra Dios que no nos deja, que está siempre a nuestro lado, que quiere que dejemos de buscar seguridades vanas para abrirnos, con esperanza, al Reino. Un Reino que poseen los pobres, los justos, los limpios, los misericordiosos, los que se hacen como niños. Un Reino que también es para mí, pobre creatura hundida en un pozo de fracasos pero abierta a la esperanza.

Entonces somos capaces de mirar adentro, a los corazones, para descubrir que tengo, a mí lado, más manos que ayudan que manos que arrojan piedras.

No ocurre sólo en las películas. Quizá hoy puede ser el día decisivo para cambiar mi vida. Quizá hoy asumiré con valor el pasado, con sus lastres y sus derrotas, para tomar nuevamente el arado ante el surco de mi existencia, para servir a mis hermanos, para ofrecer este pobre tiempo en la vocación más hermosa que Dios ofrece al ser humano: dejarse amar y amar sin límites...

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Fuente: Catholic.net

miércoles, 16 de abril de 2008

El Papa cumple hoy 81 años / Autor: P Fernando Pascual LC

Se dice rápido: el Papa cumple 81 años.

Quedan atrás años de aventuras, de ilusiones, de tristezas, de esperanzas. Los recuerdos se agolpan en la mente, las felicitaciones hacen presentes a corazones amigos, las ausencias dejan un sello de nostalgia.

Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) nació un 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn. Cuando era niño, pudo tocar el drama de un pueblo sometido a la ideología atea y racista de Adolf Hitler, uno de los más trágicos representantes de la “cultura de la muerte”.

Desde joven, en medio del profundo avance del mal que invadía Alemania y otros países, pudo percibir el Amor de Jesucristo. Sintió que Dios le llamaba, acogió una invitación superior a servir a sus hermanos en la Iglesia. Dijo que sí, fue aceptado en un seminario. En 1951, con 24 años, recibió la ordenación sacerdotal, mientras su Patria salía poco a poco de sus ruinas, y en Europa millones de seres humanos vivían sometidos a dictaduras despiadadas.

Ratzinger inició pronto una intensa vida de estudios. Llegó a ser profesor, trabajó en el Concilio Vaticano II como experto, dio conferencias, escribió libros.

En 1977, casi por sorpresa, el Papa Pablo VI lo invitó a dar un nuevo paso: ser obispo de Munich, y luego cardenal. Los libros y las clases quedaron en suspenso: el sacerdote profesor se convertía en pastor de un gran número de hermanos.

Cuando el alma está disponible, Dios no deja de pedir nuevos senderos. En 1981, Juan Pablo II quiso que el cardenal Ratzinger viniese a Roma, ayudase al Papa en un puesto difícil y hermoso: la Congregación para la doctrina de la fe. El cardenal dijo nuevamente “sí”. El sí dado al Papa era continuación de un sí más profundo e íntimo a Jesucristo.

El tiempo pasó lento, en años y años de decisiones a veces sufridas, con casos difíciles. El cardenal Ratzinger, amado por muchos, criticado por otros, esperaba la llegada de la paz, soñaba con un retiro sereno para volver a las conferencias y a los libros.

Dios, nuevamente, intervino. “Otro te ceñirá y te llevará donde no quieras”. El 19 de abril de 2005 el cónclave había escogido como Papa a Joseph Ratzinger...

Este 16 de abril será, ciertamente, un cumpleaños intenso, ahora en su visita a Estados Unidos. El Papa sentirá, en sus espaldas, el peso del tiempo y la Mano de quien le dijo “sígueme” hace muchos, muchos años, en una Alemania herida por una ideología despiadada, que necesitaba entonces, como ahora y siempre, un poco de amor y de consuelo.

El Papa cumple 81 años. Los católicos elevamos por él una oración sentida, cordial, fraterna. Cristo, desde el cielo, no deja de guiar sus pasos y de iluminar su palabra. Algún día el Maestro dirá a su servidor: “entra en el gozo de tu Señor”. Mientras ese día llegue, un anciano Papa, de ojos vivos, seguirá con las manos sobre el timón, como Pedro, y echará las redes en el inquieto océano humano.

El milagro de la pesca lo realizará, nuevamente, Cristo. Muchos corazones descubrirán, gracias a la ayuda del Papa, que la vida tiene un sentido, que el Amor es la vocación más bella de la vida humana, que un Padre nos tiene preparados un hogar, para siempre, en los cielos.

¡Muchas felicidades, Santo Padre!

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domingo, 25 de noviembre de 2007

¿Qué ha traído Jesús al mundo? / Autor: P. Fernando Pascual LC

Cada generación se siente invitada a ponerse ante Jesús de Nazaret para preguntarse: tú, ¿quién eres?

Después de 2000 años, también nosotros sentimos la necesidad de resolver la pregunta sobre Jesucristo, sobre su Persona, sobre su Misión, sobre su Obra.

El Papa Benedicto XVI concreta aún más la pregunta para nuestro tiempo, para nuestro mundo sumergido en guerras, pobreza, injusticias, miedos. “¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?” (Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret”, p. 69).

La respuesta surge desde una experiencia profunda, desde la oración que descubre en Jesucristo al Salvador del mundo. “La respuesta es muy sencilla: a Dios. [Jesús] ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos...” (“Jesús de Nazaret”, pp. 69-70).

Ante Cristo toda la historia humana adquiere su sentido más profundo, más pleno. Los reinos humanos, los imperios poderosos, los que triunfan en el dinero o en el poder, pasan y se esfuman, uno tras otro. En silencio, con una presencia humilde, con una fuerza pacífica, la gloria de Dios sigue entre nosotros, supera la contingencia del tiempo, ofrece esa salvación auténtica que cada hombre desea con ansiedad inextinguible.

Desde que Jesús ha traído a Dios, todo es distinto. “Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor” (“Jesús de Nazaret”, p. 70).

¿Qué ha traído Jesús al mundo? La pregunta puede hacerse en primera persona: ¿qué ha traído Jesús para mí, para mi familia, para mis amigos, para la ciudad y la nación en las que vivo? La respuesta también se hace en singular: me ha traído la vista, me ha traído la esperanza, me ha traído el perdón, me ha traído la salvación, me ha traído el Amor, me ha traído a Dios...

En la marcha diaria hacia lo eterno, Jesús nos acompaña, nos guía, nos levanta, nos cuida. Como el apóstol santo Tomás, abrimos el corazón lleno de alegría para decir, ante tanto Amor, unas palabras de fe humilde y total: “Señor mío y Dios mío”...

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Fuente: Catholic.net

martes, 1 de enero de 2008

Año nuevo, vida vieja / Autor: Fernando Pascual, LC

Para algunos el inicio de un nuevo año, de un nuevo número que caracterice el final de todas las fechas y documentos, puede significar que todo empieza, que se hizo “borrón y cuenta nueva”.

En realidad, no existe tal borrón. Iniciamos el nuevo año con las deudas pendientes, con la gripe crónica, con los problemas familiares, con la psicología que nos oprime... Una serie de parámetros permanecen ahí, impertérritos, y nos recuerdan, con nuestro nombre y apellido inmutables, que algo (o mucho) continúa, que recogemos el pasado y con él iniciamos la navegación incierta, y normalmente llena de esperanzas, del año nuevo.

En momentos especiales como estos, conviene no tirarlo todo por la ventana. Pero tampoco es oportuno sentirnos atrapados por el pasado, condicionados por lo que ha ocurrido. Mucha literatura psicológica nos ha ido “condicionando” hasta el punto de creer que muchos de nuestros actos, incluso aquellos que creíamos más libres, más creativos, no serían sino consecuencia de la acción que el “inconsciente” sigue ejerciendo sobre nosotros, como un dueño y señor misterioso y tremendo de nuestro destino, por más que no nos demos cuenta de su poderío.

Esta tentación del determinismo psicológico es mucho más vieja de lo que creemos. Basta con leer algunas tragedias griegas, escritas hace más de 2400 años, para comprender que también otros pueblos y culturas han creído en fuerzas ciegas que guían fatalmente los destinos humanos. El caso paradigmático de Edipo, destinado a matar a su padre para casarse con su madre, podría hacernos pensar que incluso quien desea huir de las cadenas de la “predestinación”, no puede sino caer en ellas. No es extraño que el padre del psicoanálisis, Freud, haya usado nombres de personajes griegos, como el del mismo Edipo o el de Electra, para ilustrar sus doctrinas psicoanalíticas.

Frente a los que creen tener un folio en blanco cada año, y a los que creen que ya está todo escrito y fijado en nuestra psicología (o en el horóscopo, que viene a ser lo mismo), hemos de contraponer una visión más serena y equilibrada del ser humano, una visión que deje su lugar a la historia sin negarle su puesto a la fantasía y creatividad.

El pasado, sí, nos condiciona, pero no nos esclaviza. Como decía Viktor Frankl, un agudo crítico de Freud, los determinismos y condicionamientos no sólo no eliminan la libertad, sino que son como la gravedad que nos permite caminar (libremente) por la vida. Una visión realista debe hacernos comprender que hay que asumir con responsabilidad lo que somos y tenemos, las carencias y las cualidades, los fracasos y los éxitos anteriores, los cariños y los rencores, para, desde ahí, sin cerrar los ojos, preguntarnos con sencillez: ¿a dónde quiero llegar en este año que empieza? ¿Qué deberes he heredado del pasado? ¿Qué expectativas me rodean y orientan mis respuestas para el futuro?

Un año nuevo inicia en pañales. Lo cogemos con el temor de quien toma entre sus manos a un recién nacido. Pero lo cogemos desde las canas, las arrugas y las cicatrices que nos han dejado los muchos o pocos años que hemos transcurrido en este planeta. Quizá cuando empiece el próximo año nuevo, y volvamos los ojos a lo que fue el anterior, podamos respirar, con orgullo, al ver que algo ha mejorado, que el amor ha crecido, que la justicia ha sido más completa, que los rencores han empezado a ceder el paso a la generosidad del perdón. Quizá, Dios no lo quiera, tengamos que ocultar el rostro ante un año perdido por cobardías y perezas que ahogaron nuestros mejores propósitos.

Cuando el calendario tiene números bajos en el mes de enero (el mes primero, el mes más tierno), podemos trazar planes atrevidos, hacer propuestas de superación y de conquista. Lo haremos desde lo que somos y tenemos, para ir más lejos: para crecer en la virtud y las riquezas del espíritu, para hacer un poco más felices a quienes viven a nuestro lado.

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Fuente: GAMA - Virtudes y valores

lunes, 29 de octubre de 2007

Explícame quién es Dios! / Autor: P. Fernando Pascual LC

En la ciudad de Barcelona dos esposos se acercan a un sacerdote y le preguntan si sabía inglés. Ante la respuesta afirmativa, piden un favor especial: que explique a su hijo de 9 años quién es Dios.

El mismo hijo había formulado varias veces esa pregunta a sus padres. Pero como ellos eran ateos, no se sentían capaces de ofrecer una respuesta. El niño no sabía prácticamente nada sobre Dios, pues no había recibido ninguna educación religiosa en casa o en la escuela. Quizá habría escuchado en algún lugar algo sobre ese ser misterioso que algunos llaman “Dios”. Un día empezó a buscar a alguien que le pudiese decir algo más sobre este “tema”.

Esta anécdota nos pone ante dos realidades. La primera es que hay familias en las que la religión brilla por su ausencia. Algunas de esas familias han aceptado un ateísmo teórico y práctico. Organizan su vida según lo que resulta “normal” y racionalizable: obtener dinero con un trabajo honesto, acoger a los hijos, tener momentos de descanso y de vacaciones, quizá realizar alguna actividad de tipo filantrópico. Los hijos son educados en un completo vacío religioso, pues Dios no tiene ningún espacio en esos hogares: se vive como si no existiese, como si fuese totalmente ajeno a la existencia humana.

Otras familias se caracterizan por poseer un “barniz” de algunos principios religiosos. Creen en la existencia de Dios, incluso quizá pertenecen a la Iglesia católica o a alguna confesión cristiana. Pero, en la práctica, la vida se desarrolla alrededor de preocupaciones y de proyectos que son comunes a quienes no creen en Dios. Los hijos reciben algunas ideas cristianas, pero no ven casi nunca orar a sus padres, ni tienen momentos para leer la Biblia o hablar de religión con ellos.

La segunda realidad es ese deseo de conocer a Dios que nace, espontáneo o provocado, en los niños y en no pocos adultos. Algunos han vivido en el ateísmo más radical, teórico o práctico, pero un día se preguntan si sea posible que exista un Dios. Y, si Dios existe, quieren saber cómo es, qué hace, si se puede tratar con Él y si interviene en la vida de los hombres y mujeres del planeta.

La pregunta de un niño de 10 años podría suscitarnos una extraña sensación interior de desasosiego. ¿Qué hubiese ocurrido si me hubiese preguntado a mí? ¿Cómo le respondería?

No es fácil hablar de Dios a quien nada sabe de quien nos ama con locura, como un Padre, como una Madre. Cada vez será más frecuente tener que responder a este tipo de preguntas. La mejor respuesta la darán quienes tratan con Dios como lo que es: un Ser superior y cercano, nuestro Creador y nuestro mejor Amigo, nuestro Redentor. Quienes han descifrado lo que es su amor de Padre y lo que ha hecho al enviarnos a su Hijo. Quienes tienen un corazón de niños, manso y humilde, puro y pacífico, y se dan con alegría al servicio de los que viven a su lado. Quienes han dejado su egoísmo y han aprendido que en el Reino de los cielos es mejor dar que recibir, servir que ser servido, humillarse que enaltecerse, morirse en el surco, como la espiga, que conservar los dones de Dios escondidos bajo la almohada. Quienes, en definitiva, aman mucho porque se les ha perdonado mucho...

jueves, 29 de noviembre de 2007

La espera / Autor: P. Fernando Pascual LC

«Salvados por la esperanza» («Spe salvi»), la nueva encíclica de Benedicto XVI, se publicará el 30 de noviembre.

La segunda encíclica de este pontificado continúa meditando en la segunda de las virtudes teologales, después de haber reflexionado sobre el amor en «Deus caritas est» (firmada el 25 de diciembre de 2005)

Benedicto XVI reflexiona en la carta de san Pablo a los Romanos 8, 24, en la que dice: Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?.


Meditemos hoy sobre esta virtud de la Esperanza para prepararnos a esta Encíclica del Papa:


En una esquina, junto al bar, a la entrada de un cine, en la estación: en muchos lugares hombres y mujeres esperan.

Esperan. ¿Qué esperan? Cada uno espera a alguien. Al novio, una chica enamorada. A la novia, un chico que necesita algo de esperanza. Al hijo, el padre que lo vio partir un día hacia una guerra inesperada. Al padre, ese hijo que lo quiere otra vez en casa, después de años sin poderse abrazar.

Esperan. ¿Cuándo llegará? El tiempo pasa, los minutos se hacen eternos. Los ojos giran y giran para descubrir si aquel bulto, a lo lejos, es ese ser querido, la persona esperada, la alegría que anhela el corazón.

Unos esperan y otros son esperados. Quien camina al lugar de la cita sólo desea una cosa: que le estén esperando. Es triste llegar al cine y no encontrarse con el amigo, o regresar al pueblo y no ver a nadie en la estación. Causa un dolor inmenso descubrir que quien debía esperarnos ya no se encuentra en el mundo de los vivos...

Esperar y ser esperado. Podemos preguntarnos ahora: ¿espera Dios? ¿Le esperamos? Más allá de las nubes y más acá de las flores, donde el horizonte se viste de colores y donde los niños juegan a canicas, donde una anciana busca sus gafas oxidadas y donde un nieto deja su “nintendo” para ayudar a preparar la cena.

Dios nos espera detrás de cada pensamiento, de una lágrima, de un diploma o de un choque en carretera. Dios nos espera también cuando pecamos, cuando probamos un poco el gusto de una libertad mal usada, lejos de sus brazos y lejos, a veces, de los brazos de quienes nos aman de veras. Dios nos espera cuando permite una enfermedad o esos ratos largos, eternos, de insomnio en una noche de verano.

Nosotros, ¿esperamos a Dios? ¿Lo buscamos en la oficina, en la fábrica, en los campos que se visten de amapolas, en los jilgueros que cantan la mañana?

Esperar a Dios. No hay que ir lejos para ir a su encuentro, aunque a veces no nos resulte fácil abrir el corazón a ese cariño que nos hace desear su abrazo, porque nos abruman los mil problemas de la vida, porque nos distraen pequeños juegos o programas informáticos.

Esperar a Dios y ser esperados por Dios. El encuentro definitivo llegará, para alguno, este día.

Una estrella se apaga y otra se enciende, mientras la luna acaricia, con suave luz, una tierra que llora a los que parten, mientras los ángeles del cielo inician la fiesta del banquete. Un hijo entra en casa y es abrazado por un Padre que lo esperaba con amor eterno...

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Fuente: Catholic.net

sábado, 1 de septiembre de 2007

La vida en urgencias / Autor: P. Fernando Pascual LC


A veces vemos el mundo desde la tranquila seguridad de una vida que avanza sobre ruedas. No hay problemas, no hay dificultades especiales. Tal vez oímos que algún familiar está enfermo, que un amigo tuvo un accidente con la moto, o que el abuelo de mi amigo acaba de fallecer. Pero la música, el ruido, las prisas, nos hacen pasar rápido delante de hospitales y de cementerios, y nos hundimos en lo cotidiano. Hay que vivir, otros se encargarán de los enfermos...

Todo se ve de otra manera si nos toca tener que esperar una o dos horas en la zona de urgencias de algún hospital de ciudad. Llegan con cierta frecuencia las ambulancias. Los enfermeros hacen bajar a un señor anciano, a una señora de media edad, a un joven que se ha caído de una escalera, a un niño que se torció la mano de un balonazo. Llega tal vez un herido de carretera, con la ropa teñida de sangre.

En los pasillos de algunos hospitales todo está a la vista: sanos y enfermos se mezclan y se entrecruzan en una confusión más o menos organizada. Una anciana tal vez grita palabras incomprensibles. Un joven murmura una y otra vez sus quejas de dolor. Una adolescente llora, en una camilla, mientras sus padres y amigos intentan consolarla.

Los médicos y las enfermeras entran y salen con prisa. Llevan una carpeta, apuntan datos, vuelven a mirar al enfermo que ya tiene una botella de suero, y murmuran a otro colega dos o tres palabras que no entendemos. Los familiares permanecen de pie, esperan alguna respuesta, no tienen claro qué está pasando. Luego, un enfermero coge una camilla con un paciente más grave y lo introduce en una zona reservada. Los de fuera no saben qué ocurre, y tienen que esperar minutos, tal vez horas, alguna noticia sobre ese familiar o amigo que quizá se encuentra a las puertas de la muerte.

Es un misterio la enfermedad y el dolor. Todo ocurre demasiado rápido. Una luz en la carretera, el freno que no responde, los cristales del parabrisas que saltan por los aires, luego ruidos, confusión, un enfermero que corta la ropa de quien se queja sin entender bien qué es lo que pasa... Otras veces basta con haber comido algo que estaba fermentado: los dolores se hacen insoportables, empiezan los primeros delirios, y sin que uno pueda dar su opinión es llevado a toda prisa a la sección de urgencias. Hay quien llega allí después de un espléndido día de excursión. Un paso en falso, una piedra suelta en el camino, y la cabeza deja fluir la sangre a toda prisa, mientras los amigos intentan detener, como pueden, la hemorragia.

La vida se ve de un modo nuevo cuando nos toca estar en urgencias. Somos grandes por nuestra capacidad de amar, por nuestros deseos de justicia y de paz, y somos pequeños, pobres, débiles, con este cuerpo frágil que mantiene equilibrios casi imposibles. Todo pende de un hilo, todo puede cambiar en un momento. ¿Qué es lo que queda? ¿Qué es lo que vale?

Son preguntas que podemos hacernos una tarde cualquiera, tal vez sin tener que ir a la zona de urgencias de un hospital. Son preguntas que nos invitan a levantar los ojos, mirar al cielo, y buscar, más allá de las estrellas o del smog que cubre nuestras ciudades, a ese Dios que nos hizo con barro frágil y con un soplo misterioso, eterno, de espíritu...

lunes, 17 de diciembre de 2007

La gota de miel / Autor: P. Fernando Pascual L.C.

Se trata de una frase famosa, atribuida a san Francisco de Sales: “Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”.

La frase expresa una verdad sobre las relaciones humanas: se consigue más con un poco de dulzura que con una dureza despiadada.

Cuando queremos ayudar a alguien a salir de un pecado, a dejar el vicio, a despertar energías interiores de bien, a preocuparse por su familia o por su misma salud, no es suficiente con el reproche o con la continua canción de “te lo he dicho mil veces”. Menos aún con los ataques personales: “Pero, ¿es que eres tonto o qué?” “Es inútil hablar contigo”. “Disimulas a la perfección que tienes buen corazón”. “No te entiendo, la verdad”. “Si no me haces caso es que no me quieres”. “No es la miel para la boca del burro”. Y mil fórmulas parecidas, clásicas o inventadas, para decirle al otro, en pocas palabras, que no tiene buena voluntad, que es un poco o un mucho “malo”.

Habrá casos, es verdad, en los que algunos de esos reproches sean verdaderos, incluso tal vez surtirán efecto. Pero también es verdad que, normalmente, se consigue bastante poco con un bombardeo continuo de insultos o ironías.

En otros muchos casos, hay corazones que dejan de lado su dureza, su pereza o su abandono personal cuando sienten a su lado a alguien que les ama, que se esfuerza por comprenderles, que ofrece una mano de amistad. Con dulzura es posible entrar en lugares secretos, asomarse a una historia triste, descubrir un drama en la infancia o una frustración amorosa o profesional que se arrastra por años y años.

Entonces, poco a poco, el familiar, el amigo sincero, paciente, respetuoso, puede lanzar cabos y dejar mensajes que llegan al corazón de quien sentirá más fácil salir de su sopor con un poco de miel, de confianza, de aprecio, que con litros y litros de vinagre, reproches y amenazas.

De este modo, los padres podrán adentrarse en el corazón del hijo adolescente que ha aflojado en sus estudios y que no quiere que nadie “se meta” en su vida. El esposo o la esposa ayudarán a la otra parte que da señales de dejadez personal y de cansancio en su entrega matrimonial. El maestro encontrará nuevas maneras para ganarse el aprecio (algo más fuerte que el respeto) de ese alumno rebelde que no estudia ni deja estudiar a sus vecinos. El policía sabrá llamar la atención a ese automovilista imprudente no como quien dice “te cogí”, sino como alguien que sabe que todos cometemos errores y que podemos ayudarnos amistosamente a ser más civilizados y formales.

Basta simplemente muy poco: una gota de miel. En el fondo, basta tener un corazón atento, enamorado, dispuesto a dar la mano, a tender puentes, a levantar heridos, a animar a débiles. Un corazón que no se cansa, porque quiere rescatar al amado, quiere ayudarle a vivir mejor, a ser bueno; a dejar de ser alguien que parece malo para convertirse en alguien que sea, realmente, un hijo, un padre o un esposo más trabajador, más sencillo, más alegre, más enamorado.

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Fuente: Catholic.net

Corona de Adviento: Con un poco de prudencia / Autor: P. Fernando Pascual, L.C.

“Detente, no tengas prisas”. “¿Tienes de verdad claro lo que vas a hacer?”. “Piénsalo bien, no sea que al final tengas que arrepentirte”. “Lo importante madura lentamente”. “No sigas el consejo de lo fácil. Escucha la sabiduría de las canas”.

Estos y otros consejos parecidos nos llegan una y otra vez para invitarnos a vivir una virtud que resulta central para toda vida humana: la prudencia.

¿En qué consiste la prudencia? El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1806) ofrece la siguiente definición:

“La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo”.

Con esta simple definición encontramos dos aspectos centrales de la prudencia. Uno se refiere al bien verdadero. Otro a la elección de los medios.

Nuestra vida se desarrolla en una serie continua de elecciones. Un vestido o un trabajo, una escuela o un tipo de cerradura, una comida o un paseo: a todas horas, en todos los lugares, hemos de decidir.

Las decisiones siempre miran a un objetivo: lo bueno, lo correcto. Los problemas surgen cuando “parece bueno” lo que no lo es. El paraguas más brillante resulta estar lleno de agujeros. El coche que parecía nuevo tiene serios problemas en los amortiguadores porque ya había sido usado. La tarde espléndida empleada en un paseo para oxigenar los pulmones se ha convertido en el inicio de una gripe insidiosa por culpa de un vientecillo engañoso.

Vemos así que casi todo lo que escogemos “parece ser bueno”, cuando no lo era. Otras veces, eso “bueno” nos daña de mil maneras insospechadas: o porque nos hace egoístas, o porque nos lleva a ser avaros, o porque destruye las relaciones familiares, o porque nos impide amar a Dios sobre todas las cosas, o porque nos encierra en un mundo pequeño que no deja espacio al compromiso por la justicia y por la paz.

Ante tanto error y tanto daño, la virtud de la prudencia nos lleva a reflexionar con más calma, a sopesar los pros y los contras de cada decisión, y a considerar seriamente si lo que simplemente “parece” bueno lo sea en realidad. Nos permite, en otras palabras, buscar aquel bien realizable que mejor corresponda a los deseos más profundos de nuestro corazón. De este modo, nos será más fácil acertar a la hora de escoger lo que sea realmente bueno, y lo escogeremos siempre en un horizonte de magnanimidad que nos abra al amor a Dios y al prójimo.

En segundo lugar, la prudencia nos ayuda a descubrir y escoger los medios rectos para alcanzar nuestras metas. Porque no basta con que el fin sea bueno para que ya automáticamente cualquier medio sea correcto y eficaz.

¿Quiero curar a un enfermo? Puedo darle, por mi cuenta, y sin ningún consejo, un coctel de medicinas. A las pocas horas el pobre enfermo estará, seguramente, más cercano a la muerte que a la vida... “Pero mi intención era buena”. “Sí, pero no pensaste con prudencia que lo mejor en estos casos es acudir al médico...”

Por eso, antes de tomar una opción, necesitamos pensar no sólo si es bueno lo que queremos hacer, sino también si los medios y caminos escogidos para nuestro objetivo son correctos.

Nunca está de más recordar que necesitamos una buena dosis de prudencia en las mil decisiones de la vida. Especialmente en las decisiones que deciden nuestro futuro temporal y nuestro futuro eterno.

La Escritura, por eso, nos dice: “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14,15). En un salmo se nos presenta la actitud profunda de quien contempla en todo momento la Ley del Señor para adquirir un corazón sensato y prudente:

“Más sabio me haces que mis enemigos por tu mandamiento,
que por siempre es mío.
Tengo más prudencia que todos mis maestros,
porque mi meditación son tus dictámenes.
Poseo más cordura que los viejos,
porque guardo tus ordenanzas.
Retraigo mis pasos de toda mala senda
para guardar tu palabra.
De tus juicios no me aparto,
porque me instruyes tú” (Sal 119,98-102).

Así tenemos que vivir: en una meditación continua de la ley del Señor. Que nos hará ser prudentes al permitirnos descubrir el verdadero bien para nuestra vida. Que nos llevará a buscar, en un diálogo continuo con el Espíritu Santo, la luz en cada una de las mil decisiones con las que escribimos nuestra historia y la de tantos corazones que dependen de nosotros.

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Fuente: GAMA-Virtudes y valores

miércoles, 11 de julio de 2007

La mentira: un mal para todos / Autor: P. Fernando Pascual, LC

Fuente: Gama - Virtudes y valores
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La sociedad existe sólo cuando está edificada sobre principios irrenunciables. Uno de ellos es el de la confianza mutua.

Vivimos con otros, en casa o en la calle, en el trabajo o en el autobús, en un parque o en un equipo de deporte, porque existe entre nosotros confianza mutua. Porque pensamos que hay respeto, honestidad, acogida. Porque creemos que el familiar o el amigo no nos engañan, son sinceros.

Pero la confianza y toda la vida social quedan gravemente heridas por culpa de la mentira. Porque la mentira implica engaño, traición, injusticia. Porque la mentira nace cuando uno quiere “usar” la buena fe de otros para satisfacer un pequeño gusto egoísta o para alcanzar una enorme “ganancia” a costa de los demás.

En el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2482) es recogida la famosa definición de san Agustín sobre la mentira: “La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (san Agustín, De mendacio 4, 5).

Un poco más adelante, el Catecismo (n. 2484) explica que la mentira puede ser pecado venial o pecado mortal; es pecado mortal cuando a través de la mentira se dañan gravemente las virtudes de la caridad y de la justicia.

Además, el Catecismo explica que la mentira perjudica enormemente a la sociedad, precisamente por dañar la confianza entre los hombres: “La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales” (n. 2486).

Estamos de acuerdo: la mentira provoca daños enormes, hiere profundamente la confianza entre los hombres. Pero... ¿cómo vencerla? ¿Cómo eliminar esa tentación continua que nos lleva a engañar, a manipular las palabras para conseguir una “victoria” (más dinero, un ascenso laboral), para desahogar la sed de venganza, para herir por la espalda a nuestro prójimo?

Hay que mirar dentro, en el corazón, para descubrir cuál es la raíz de la mentira: el amor desordenado a uno mismo que lleva al desprecio de Dios y del hermano. La mentira inicia en el interior, en la ambición corrosiva, en el rencor siempre encendido, en la envidia, en la sed de venganza. Otras veces, la mentira nace desde un falso sentido de conservación: para ocultar un pecado, para evitar un castigo, para no desdibujar la buena imagen que otros tengan de nosotros.

Al mentir, en definitiva, decimos sí al egoísmo y no al amor. Es decir, nos hacemos un daño inmensamente más grande que el pequeño (pequeñísimo, porque siempre es miserable) beneficio que uno pueda conseguir con la mentira.

Queda, además, el otro aspecto de la mentira: el daño que otros reciben. Cuando un esposo se siente engañado, cuando un padre ve cómo el hijo aumenta cada día la dosis de mentiras, cuando un compañero de trabajo nota que la confianza depositada en el “amigo” se ha esfumado como bruma ante el sol... nace en los corazones una pena profunda: alguien que creíamos bueno nos ha engañado, nos ha mentido, nos ha traicionado.

Frente a ese daño, hay que reaccionar. El mentiroso necesita ponerse ante Dios, de rodillas, humildemente, para reconocer con plena sinceridad el pecado cometido. Luego, pedirá fuerzas, y reparará: suplicará perdón a Dios y a quienes ha engañado, promoverá el bien del prójimo herido, incluso se comprometerá para no permitir que nadie, en su presencia, promueva mentiras, injurias o calumnias contra otras personas.

La víctima también necesita reaccionar. Ante quien nos ha mentido una, dos, cien veces, surge un sentimiento casi instintivo de autoprotección, en ocasiones incluso de rabia o de desprecio. Ante esas reacciones, que nos parecen “naturales”, un cristiano sabe que debe perdonar, que debe vencer el mal con el bien, que debe rescatar al mentiroso con su mano tendida, con su caridad auténtica.

Por eso a veces nuestro silencio, nuestra cercanía, nuestro perdón, incluso nuestro afecto (que no debe ser interpretado como complicidad, sino como deseo sincero de recuperar la confianza) pueden ser el inicio de la curación. Quien ha mentido, precisamente por el daño tan grande que ha cometido contra Dios, contra sí mismo, contra los demás, necesita encontrar que el amor es más fuerte que el mal, que la confianza en quien ha sido engañado vuelve a aparecer como señal de una bondad capaz de superar cualquier pecado.

Dios quiere ayudarnos a arrancar de nuestra vida el gran daño sembrado por miles de mentiras que circulan en el mundo humano. Quiere, sobre todo, que empecemos a vivir como hombres sinceros, honestos, enamorados. Capaces de mirar a nuestro hermano con el mismo cariño con el que le mira Dios, con el mismo deseo de vivir unidos, bajo la Verdad de Cristo, en el camino que construye un mundo más bueno y más enamorado.

sábado, 15 de septiembre de 2007

¿Desgracias incomprensibles? / Autor: P. Fernando Pascual LC


¿Desgracias incomprensibles?
El hermano Jacinto sentía una pena profunda en su alma. Otra vez las noticias hablaban de un desastre. Cientos, quizá miles de muertos. Como si fuese una extraña ley de la fatalidad que todo tipo de mal ocurriese precisamente en los países más pobres, en los lugares que ya sufrían por miles de miserias e injusticias.

Su oración era casi un grito de angustia. “¿Por qué, Señor? ¿Qué ocurre para que sean los pobres los primeros en morir? ¿No tienen ya en sus corazones tantas lágrimas? ¿No son víctimas de un mundo de injusticias y pecados? ¿No merecen, al menos ellos, un poco de Tu Bondad divina, de la atención que diste a los pobres y a los enfermos cuando caminaste por tierras de Palestina?”

El padre abad había percibido la inquietud de aquel monje lleno de juventud, irruente y enamorado. No era la primera vez que la noticia de una desgracia natural había alterado el corazón del hermano Jacinto. Era viva la memoria del tsunami, del huracán, del terremoto, de los atentados terroristas contra familias y contra niños...

El hermano Jacinto mantuvo la mirada triste durante todo el día. Llegada la noche, el padre abad se dejó encontrar. Preguntas, rabia, lágrimas. El desahogo fue profundo, y el padre escuchaba a su inquieto y buen discípulo.

Al final, cuando las estrellas se hacían más intensas, cuando una lechuza lanzaba su canto sugestivo en medio de la noche, el padre abad pensó que era el momento de ofrecer una pequeña y humilde semilla a un corazón atribulado. No resultaba fácil decir aquello. Pero confió en la luz del Espíritu Santo. Miró la silueta de un Cristo crucificado que dominaba el jardín del convento, y empezó a hablar.

“Hermano Jacinto. Creo que a todos nos impresiona vivir en un mundo lleno de injusticias, de miserias, de pecados, de pobreza, de muertes violentas, de terremotos y disparos. Nos cuesta, sobre todo, ver morir a niños inocentes, ver llorar a las madres por sus hijos, ver la angustia de socorristas con pocos medios y con esperanzas mortecinas.

Pero hay un modo distinto y más profundo de ver las cosas. Desde Dios, a la luz del cielo, descubrimos que la muerte no es desgracia, no es condena, no es fracaso. Es simplemente, como decía un laico profundo y sencillo que vivió hace unos años en Italia, un paso, la entrada en una paz envidiable y profunda.

Ese laico, Renzo Buricchi, hablaba así a un amigo pocas horas de morir: «Marcello, lo que te digo a ti debes decirlo a todos: ¡morir es algo maravilloso! Se entra de repente dentro de una luz que no tiene igual, y sientes una paz y una alegría que no puede compararse con ninguna sensación».

Las personas por las que lloras acaban de dar el paso. Antes vivían en medio de dolores y de angustias. Ahora pertenecen al mundo de Dios. Allí no hay lágrimas, ni tinieblas, ni injusticias, ni angustias. Quienes acogieron la mano maravillosa del Dios amigo gozan en estos momentos de algo muy grande, algo que nada ni nadie podrá arrebatarles.

Es cierto que la prensa, la radio, la televisión, nos muestran cuerpos mutilados, ennegrecidos, despedazados. Pero lo más importante de cada una de esas personas, sus almas, es indestructible. Han empezado a vivir en una dimensión distinta. Han pasado a una nueva etapa de su existir humano.

En esa nueva etapa ellos nos esperan a ti y a mí. No quieren vernos tristes, no quieren que la angustia atenace esa capacidad que tenemos de amar y de acompañar a los vivos que no conocen la maravilla de la muerte, que sufren porque creen haber perdido a alguien que, en cambio, goza ya de la dicha de los cielos.

Hermano Jacinto, si vivimos de verdad como cristianos, si tenemos una fe profunda en Cristo muerto y resucitado, veremos cada acontecimiento con ojos nuevos. Lo que antes creíamos ser desgracia llega a convertirse en una bendición, en un momento de dicha indescriptible. La verdadera desgracia, el fracaso más profundo de una vida, consiste en no haber sabido amar, no haber sabido acoger el amor continuo que el Padre de los cielos ofrece a cada uno de sus hijos y de sus creaturas.

Hoy podemos, tú y yo, rezar para que las miradas de los corazones lleguen más lejos. La vida nace desde el Amor y avanza hacia el Amor. El Amor escribe la última página de la historia. Todo lo que no es Amor es pérdida. Si tenemos que llorar y lamentarnos, es precisamente por esos que se consideran satisfechos en sus riquezas y no son capaces de pensar en sus hermanos.

Te invito a venir conmigo, unos momentos, a la capilla. Junto a Cristo están ahora cientos de almas de corazones buenos. Otros tendrán que pasar un tiempo en el purgatorio, en espera de una purificación completa. Otros... no sé, tú y yo quisiéramos un infierno vacío, pero cada uno escoge lo que ama. Nadie será obligado a ingresar en el cielo, a amar a Dios eternamente”.

Dos sombras oran, en silencio, en la capilla del monasterio. Junto al abad, con su mirada llena de paz, su respiración serena, sus manos arrugadas, está el hermano Jacinto. Empieza a comprender aquello que tantas veces había leído en el Evangelio: “Os digo a vosotros, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más. Os mostraré a quién debéis temer: temed a Aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar a la gehenna; sí, os repito: temed a ése. ¿No se venden cinco pajarillos por dos ases? Pues bien, ni uno de ellos está olvidado ante Dios. Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis; valéis más que muchos pajarillos” (Lc 12,4-7).

lunes, 5 de noviembre de 2007

El momento presente / Autor: P. Fernando Pascual LC

El P. Jean Pierre de Caussade (1675-1751) explicó con profundidad y sencillez cómo Dios nos habla a través de dos caminos. El primero es la Sagrada Escritura. El segundo es el momento presente.

Los dos caminos nos llevan a Dios si usamos la “llave maestra” para leerlos de modo correcto: la fe, la esperanza, el amor.

Sin fe, la letra mata y el momento presente queda envuelto en una nube impenetrable. La Sagrada Escritura no desvela sus secretos al erudito más competente o al pensador más profundo cuando es leída sin fe. La vida ordinaria, los hechos de cada día, no permiten descubrir el Amor de Dios si nos falta esa fe con la que todo se abre a dimensiones insospechadamente bellas.

Por eso el P. de Caussade enseñaba a confiar plenamente en la Providencia, a vivir el momento presente de modo profundo, a descubrir en lo cotidiano la grandeza del Amor divino.

“El momento presente es, pues, como un desierto, donde el alma sencilla sólo ve a Dios, y de Él goza, sin ocuparse de nada más que de lo que Él quiera de ella: todo lo demás queda a un lado, olvidado, abandonado a la Providencia” (P. de Caussade, “El Abandono en la Divina Providencia”, cap. II).

El mundo de Dios queda así a disposición de todos, porque el lenguaje divino es sumamente cercano, cotidiano. No hace falta recurrir a métodos especiales, ni a charlas de grandes profesores, ni a días de retiro en un monasterio. Basta con vivir bien lo ordinario para incrementar el amor a Dios y las virtudes cristianas.

Lo “extraordinario” puede ayudar, es algo muy bueno. Nadie lo duda. Pero se logra mucho más a través de la escucha continua de Dios en el presente más humilde, más sencillo, más repetitivo.

En esta clave, es posible descubrir la voluntad de Dios en cada momento presente: en el teléfono que suena, en la puerta que chirría, en la tos que nos empieza a inquietar, en la gotera del piso de arriba, en las palabras amables de un amigo, en la mirada inquisitorial del jefe de trabajo. Como también en el presente que gime en el viento, que hace acrobacias en la golondrina, que llora en el familiar enfermo, que me abraza cuando llego a casa, que me despierta desde la visita de un mosquito.

La santidad, entonces, está al alcance de todos: no es una conquista de pocos “iniciados”, no es un sueño remoto alcanzable sólo por algunos “seres superiores”. Para el P. de Caussade, la acción divina llega a todos. Lo que hace falta es abrir bien el alma para dejarse guiar por el Maestro interior a través de las mil peripecias, sencillas y normales, de cada día.

“La acción divina es más extensa y presente que los diversos elementos. Entra en vosotros por todos vuestros sentidos, siempre que usáis de ellos según la voluntad de Dios, pues hay que cerrarlos y resistir a todo lo que le sea contrario. No hay átomo que, al penetraros, no haga penetrar con Él esta acción divina hasta la médula de vuestros huesos. Los humores vitales que llenan vuestras venas corren por el movimiento que Él les imprime. Todas las diferencias de fuerza o debilidad, de euforia vital o de desfallecimiento, la vida y la muerte, no son sino instrumentos divinos que están obrando. Y así, hasta los mismos estados corporales son todos obras de gracia. Todos vuestros sentimientos y pensamientos, vengan de aquí o allá, todo procede de esta mano invisible” (“El Abandono en la Divina Providencia”, cap. IX).

¿Tan sencillo, tan fácil? Parece que preferimos seguir caminos más tortuosos, hacer sacrificios especiales, buscar métodos y lecturas refinadas. Mientras, dejamos de lado un camino ofrecido a todos, porque a todos ama Dios, y a todos invita a escuchar y aceptar Su Voluntad a través del momento presente. Lo “único” que hay que hacer es decirle a Dios, con mucha confianza, “fiat, hágase”.

Sigue el P. de Caussade:

“El momento presente es siempre como un embajador que manifiesta la voluntad de Dios, y el corazón fiel le responde siempre: fiat. Así el alma en todas las alternativas se encuentra en su centro y lugar. Sin detenerse jamás, va viento en popa, y todos los caminos y maneras la impulsan igualmente hacia adelante, hacia lo ancho e infinito: todo es para ella, sin diferencia alguna, medio e instrumento de santidad, en tanto considere siempre que eso que se presenta es lo único necesario [Lc 10,42]” (“El Abandono en la Divina Providencia”, cap. IX).

Por eso el alma deja de lado cualquier preferencia para acoger, simplemente, las indicaciones con las que cada día le habla el Señor.

“No busca ya el alma con preferencia la oración o el silencio, el retiro o la conversación, la lectura o la escritura, ni la reflexión o el cesar de discurrir; no le preocupa el alejamiento o la búsqueda de libros espirituales, o elegir entre abundancia o escasez, enfermedad o salud, vida o muerte. Simplemente, lo que ella busca en todo momento es la voluntad de Dios; lo único que pretende es el despojamiento, el desasimiento, la renuncia a todo lo creado, sea real o solamente afectiva, no ser nunca nada por sí y para sí, ser siempre en la voluntad de Dios, para agradarle en todo, haciendo de la fidelidad al momento presente su única alegría, como si no hubiera otra cosa en el mundo digna de su atención” (“El Abandono en la Divina Providencia”, cap. IX).

Existe, según la atrevida fórmula usada por el P. de Caussade, un “sacramento del momento presente”. Como todo sacramento, su eficacia en cada uno de nosotros depende de la fe con la que lo acojamos, del amor con el que lo vivamos.

Desde ese “sacramento” seguimos en camino, como tantos santos sencillos y grandiosos, que vivieron lo ordinario de modo extraordinario, que supieron descubrir cómo Dios viste a los lirios del campo, da de comer a los pajarillos, y ama intensamente a cada uno de sus hijos...

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Fuente: Catholic.net

martes, 4 de diciembre de 2007

¿Cambian los dogmas de la Iglesia? / Autor: Fernando Pascual, LC

Existe un método bastante definido con que algunos atacan la doctrina de la Iglesia católica. Recogen citas de Papas y concilios para demostrar, según ellos, que la Iglesia ha cambiado planteamientos y dogmas a lo largo de la historia. A partir de lo anterior concluyen que no existirían verdades absolutas, y que lo que hoy defienden el Papa y los obispos, mañana puede cambiar.

Así, por ejemplo, nos dicen que en el siglo XIII el Papa Bonifacio VIII declaraba que era necesario, para conseguir la salvación, pertenecer a la Iglesia, lo cual implicaba estar bajo el Romano Pontífice. Luego recogen textos anteriores o posteriores que tocan la misma idea. Terminan con alusiones a lo que se afirma en el Vaticano II sobre el tema, y nos dicen que ya no siguen en pie las viejas afirmaciones de Bonifacio VIII.

Los ejemplos se podrían multiplicar. Algunos aplican un método parecido para interpretar la Patrística, o incluso la misma Escritura.

En el fondo de esta táctica se esconden varios presupuestos, a veces conscientes, otras veces medio ocultos. El primero consiste en pensar que los documentos de la Iglesia dependen del contexto en el que se elaboraron. No contendrían, según esta perspectiva, ni verdades ni formulaciones absolutas. Por lo mismo, no serían norma de la fe para tiempos como los que ahora viven los católicos.

Este presupuesto se basa en creer que el conocimiento humano es algo profundamente determinado por el espíritu de cada época histórica. Por ejemplo, en el siglo I nadie podía creer en la existencia de los protones y de los neutrones, como en el siglo XXI nos resultaría absurdo negar que existan partículas subatómicas. Quizá dentro de varios siglos la gente se reirá de nuestros escasos y confusos conocimientos sobre la materia, porque el contexto habrá cambiado y tendrán otra manera de tratar las cuestiones de la química.

Es verdad que las ciencias dependen mucho del instrumental usado en cada época y de otros elementos socioculturales. Pero, ¿es correcto aplicar este tipo de planteamientos a la hora de interpretar la doctrina católica? En otras palabras, ¿enseña la Iglesia lo que enseña de un modo variable según las épocas históricas?

De admitir lo anterior, caeríamos en una situación absurda: todas las formulaciones de todos los tiempos serían válidas sólo para su época y no para otras épocas. De este modo, tendríamos tantos dogmas como épocas históricas, y los de ayer no valdrían para hoy, y los de hoy no valdrían para mañana. Por lo tanto, sería absurdo contraponer a Bonifacio VIII con el Concilio Vaticano II: cada uno diría «su» verdad según «su» tiempo, y así no habría ninguna contradicción... ni ninguna «verdad».

Sabemos, sin embargo, que muchas verdades (si son verdades) no dependen de los contextos culturales en los que son formuladas. Verdades sobre todo del ámbito filosófico, pero también verdades de otros campos del saber. Vemos incluso que verdades científicas del pasado siguen en pie en el presente, y lo estarán en el futuro, dentro de los límites propios de la metodología empírica.

Respecto de las verdades cristianas, la situación es diversa. Porque tales verdades no se obtienen con instrumentos débiles y con razonamientos falibles, sino desde la asistencia del Espíritu Santo. Según la promesa de Cristo, el Espíritu Santo guía y acompaña a la Iglesia a la hora de acoger, conservar y explicar la Revelación de Dios. Si una afirmación es verdad, lo es en el siglo I como lo será en el siglo XXV (si la tierra llega a esas fechas).

Otra cosa distinta es el modo de formular las verdades o el nivel de comprensión de las mismas, que puede mejorar su precisión a lo largo del tiempo. Hay que recordar, además, que cada época histórica ha tenido sus modalidades comunicativas. El lenguaje de un documento papal del siglo XIII es muy distinto al lenguaje usado en las encíclicas de los papas del siglo XX. Pero la existencia de diferentes modos de comunicación, de estilos variados, no quita el que puedan darse «traducciones» de un estilo a otro, y que en todos los tiempos se formulen las mismas verdades con distintos términos.

Otras veces el cambio de una formulación no afecta sólo a las palabras, sino a contextos y problemas históricos diferentes. Cuando los Papas del siglo XIX condenaron el modo de concebir la democracia por parte del liberalismo de aquel tiempo, lo hicieron por motivos que en cierto modo han dejado de darse en el siglo XX. Es por eso que en los últimos 60 años la democracia (entendida en un nuevo contexto sociocultural) ha sido fácilmente aceptada por el magisterio católico.

Existe, además, un segundo presupuesto quizá más sutil y más peligroso. Hay quienes ven a la Iglesia como un grupo humano, organizado alrededor de ideas religiosas más o menos interesantes, con grupos de presión que buscan imponer sus ideas, y nada más.

Concebir así a la Iglesia es reducirla a una invención social como las muchas que se han dado en la historia, en la que todo lo que se enseña y se hace dependería simplemente del ingenio de las personas que son (o al menos declaran ser) católicas. Desde luego, algunos piensan que ellos tienen ideas mejores que los demás. Por eso piden, por ejemplo, que sean admitidas las mujeres al sacerdocio, o que el aborto deje de ser declarado pecado, o que el uso de anticonceptivos sea presentado por el Papa como algo totalmente lícito, o que los sacerdotes puedan casarse cuando lo deseen, o que se vuelva cuanto antes al uso obligatorio de las misas según el rito tridentino...

La lista podría alargarse según los gustos y las tendencias de cada uno. Los grupos de presión buscan, entonces, que el Papa y los obispos enseñen aquello que «ellos» ven como más conforme a su modo de pensar. Por lo mismo, organizan conferencias, recogidas de firmas, entrevistas en los medios de comunicación a teólogos disidentes (ultraconservadores o ultraprogresistas, mucho más presentes los segundos que los primeros) para promover sus ideas e imponerlas como aceptables para los demás católicos.

Es obvio que este modo de pensar deja prácticamente de lado el carácter sobrenatural de la Iglesia, la certeza de que Cristo prometió asistirla hasta el final de los tiempos, la iluminación del Espíritu Santo en los corazones de los Papas, los obispos y los fieles.

La Iglesia, sin embargo, sabe que ha recibido algo que no procede de los hombres, sino de Dios. Podrán cambiar, como vimos, algunos modos de expresarse. Pero las verdades de fe, los dogmas católicos, valen para ayer, para hoy, para los siglos futuros.

Hay que dejar posturas incorrectas y arbitrarias ante la Iglesia. Cabe siempre, para quien tiene dificultades en aceptar alguna doctrina de nuestra fe, la posibilidad de dialogar honestamente para encontrar luz.

Si uno no llega a comprender que Dios ha revelado una verdad católica, y que tal verdad es custodiada y explicada por el magisterio, podrá dejar la Iglesia y vivir según sus convicciones personales. Pero no es correcto querer que la Iglesia se niegue a sí misma para acomodarse a los modos de pensar de grupos más o menos organizados que ya no piensan ni sienten según la doctrina católica. Una doctrina que encontramos expuesta de modo bellísimo en tantos documentos del magisterio de todos los siglos; de modo especial, a través del Concilio Vaticano II, del Catecismo de la Iglesia Católica, de las encíclicas de los Papas Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Amar a Cristo, descubrir que fundó la Iglesia y que puso en ella, como Cabeza, a Pedro, nos permitirá acoger la belleza de su doctrina de caridad, de misericordia, de esperanza. Podremos así acoger la doctrina católica con la paz de quien sabe que pertenece al Pueblo de Dios, al Cuerpo místico de Cristo, al sueño de Amor del Padre que envió a su Hijo para salvar a los hombres de buena voluntad.

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Fuente: Conoze.com

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Iglesia y fecundación artificial / Autor: Fernando Pascual LC

Muchos matrimonios sufren por el drama de la esterilidad. Desean desde lo más profundo de sus corazones la llegada del hijo, pero el maravilloso don de una nueva vida no aparece en el horizonte del hogar.

Frente a este drama, algunos esposos se preguntan si sería correcto recurrir a técnicas de reproducción artificial. Sobre el tema, la Iglesia preparó un documento, publicado con fecha 22 de febrero de 1987, que lleva la firma del entonces Cardenal Joseph Ratzinger (hoy Papa Benedicto XVI) y cuenta con la aprobación de quien era entonces el Papa, Juan Pablo II. Este documento lleva como título «Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y de la dignidad de la procreación». El título breve en latín es Donum vitae.

Vamos a presentarlo brevemente y a responder a algunas objeciones que suelen formularse contra la doctrina expresada en este documento.

1. Estructura del documento

El documento inicia con una premisa. A ella sigue una introducción general, dividida en 5 puntos, con los criterios básicos a tener en cuenta en estos temas y los motivos por los cuales la Iglesia puede dar un juicio ético sobre las nuevas técnicas de fecundación o reproducción artificial.

Siguen luego tres apartados. El primer apartado, «El respeto de los embriones humanos», se estructura en forma de 6 preguntas y respuestas sobre algunas de las técnicas que experimentan o manipulan embriones humanos. Se tocan, entre otros, el tema del diagnóstico prenatal y de la investigación y experimentación sobre embriones.

El segundo apartado, organizado en forma de 7 preguntas y respuestas y un punto conclusivo, analiza las nuevas técnicas de procreación humana para dar un juicio sobre las mismas. El análisis se fija sobre todo en la inseminación artificial, la fecundación in vitro y la maternidad sustitutiva (o de alquiler).

El tercer apartado, que no sigue el esquema de preguntas y respuestas, ofrece una reflexión sobre la relación que existe entre la moral (la ética) y la ley civil.

2. Algunos datos técnicos

Vamos a presentar ahora, desde la Donum vitae, cuáles son las principales técnicas de reproducción artificial.

a. Inseminación artificial (IA, en inglés AI)

Es un método de fecundación que extrae y capacita la dotación espermática para luego introducirla artificialmente en el útero femenino.

b. Fecundación «in vitro» (FIV, en inglés IVF)

Método de fecundación que busca la unión entre uno o varios óvulos y los espermatozoides fuera del organismo femenino, para después introducir en el útero materno uno o varios embriones obtenidos en el laboratorio («in vitro»).

c. Tipos de inseminaciones y de fecundaciones artificiales

Homóloga: se realiza a partir de los óvulos y los espermatozoides de la misma pareja que quiere tener hijos. En este caso, los padres son verdaderos padres biológicos de los hijos así concebidos.

Heteróloga: usa óvulos o espermatozoides que proceden de una persona (un donante) ajena al matrimonio que desea tener hijos. En general, se busca que los donadores permanezcan en el anonimato, pero no por eso dejan de ser los verdaderos padres biológicos de los hijos concebidos gracias a sus gametos.

3. Resumen de la doctrina católica sobre estas técnicas

Según la Donum vitae, son lícitas aquellas ayudas médicas que permitan a los esposos, desde el acto conyugal realizado como fruto del amor y abierto a la vida, superar algunos obstáculos que impiden la procreación y puedan así concebir un hijo.

En este sentido, cualquier técnica que persiga la procreación fuera del contexto matrimonial, o que no respete la naturaleza propia del acto conyugal, es intrínsecamente mala.

Por lo mismo, la Iglesia declara la inmoralidad de cualquier técnica heteróloga, pues implica recurrir a alguien ajeno a los esposos, realizando así una especie de «adulterio» en el que el hijo no lo es plenamente de uno (o de los dos) de los padres, que no es padre biológico del mismo.

Igualmente el documento hace ver cómo toda forma de fecundación artificial («in vitro») es contraria al respeto del modo correcto de unir procreación y amor conyugal, pues los embriones así concebidos son más producto de la técnica que resultado del amor expresado a través de la relación sexual entre los esposos.

En cuanto a la inseminación artificial, ésta es inmoral si se realiza a través de la obtención del esperma masculino fuera del acto conyugal entre los esposos (con el recurso a la masturbación). A la vez, el documento explica que existe un posible uso correcto de la inseminación artificial, cuando «el medio técnico no sustituya al acto conyugal, sino que sea una facilitación y una ayuda para que aquél alcance su finalidad natural»; es decir, cuando se toma el esperma masculino no a través de la masturbación, sino inmediatamente después de un acto sexual que respete la estrecha relación que existe entre los significados unitivo y procreativo del mismo.

La Donum vitae explica la inmoralidad propia de cualquier técnica que implique poner en peligro o dañar la vida de los embriones, experimentar arbitrariamente con ellos, congelarlos o producirlos simplemente como material biológico disponible para la investigación o para nuevos intentos de lograr el embarazo.

4. Algunas objeciones que han sido puestas al documento y algunas posibles respuestas a las mismas

Objeción 1ª: El documento defiende una moral abstracta, de principios, que va contra la mentalidad moral actual. En la moralidad «moderna», según la objeción, el individuo es el que decide qué esta bien y qué está mal, sin depender de reglas o de las indicaciones que reciba de otros.



Respuesta: La moral católica no es abstracta, aunque se basa en principios generales que sirven para iluminar los casos y las situaciones concretas que se dan en las vidas de las personas.

La misma objeción parte de un principio abstracto («el individuo es quien decide lo bueno y lo malo») que es erróneo. En realidad, la ética no consiste simplemente en seguir lo que uno desea, ni en usar cualquier medio (incluso malo) para alcanzar un fin bueno. Más bien la ética verdadera consiste en respetar un orden moral que nos dice cuál es el camino correcto para realizar el bien en la propia vida.

Objeción 2ª: El documento supone una concepción metafísica de la persona humana, pero en el mundo actual la metafísica ya no tiene ningún valor.


Respuesta: El concepto de persona que defienden muchas corrientes modernas (sociologismo, existencialismo, materialismo, individualismo...) no se sostiene por sí mismo, pues carece de fundamento. Muchas de estas doctrinas arrancan de una postura crítica que va contra cualquier fundamentación metafísica. Sin embargo, sin esta fundamentación (tal como la defiende la verdadera filosofía) es muy difícil defender la dignidad de la persona. Y si no conseguimos una buena fundamentación de la dignidad humana, el hombre queda a merced de cualquier manipulación de las ideologías, según criterios arbitrarios que han llevado y pueden volver a llevar a las más disparatadas consecuencias y a injusticias como el racismo, el aborto, el infanticidio, etc.

Objeción 3ª: El documento se opone a la fecundación «in vitro» porque se basa en una visión «anticuada» de lo que es el acto conyugal, y olvida el legítimo deseo de los esposos de tener hijos gracias a los progresos de la técnica.


Respuesta: Este documento tiene presente las dos dimensiones del acto conyugal, unitivo y procreativo. Si ambas dimensiones quedan separadas por recurrir a técnicas de reproducción artificial, la procreación humana es vista más como producción que como consecuencia de un acto de amor visto en su marco correcto: el que permite la donación mutua de los esposos en el acto conyugal abierto a la vida. Hay que defender siempre la institución del matrimonio en su dinamismo natural como el único modo correcto de colaborar en la transmisión de la vida.

Objeción 4ª: La esterilidad es una enfermedad, y la ciencia debe tratarla así, ofreciendo todas las posibilidades que existan para conseguir un hijo. No se puede obligar a una pareja, por unas pretendidas normas morales, a vivir con resignación su enfermedad y a renunciar a sus aspiraciones legítimas. Además, la fecundación «in vitro» está dando excelentes resultados: muchos hijos nacen sanos gracias a las técnicas de reproducción artificial.


Respuesta: El hecho de que haya buenos resultados no significa que el camino que se está siguiendo sea moralmente correcto. También ha habido hospitales y laboratorios que buscaron alcanzar descubrimientos importantes para la medicina a través de experimentos inmorales sobre enfermos u otros tipos de personas.

La esterilidad puede ser tratada en sus causas según el progreso de la ciencia médica. Pero la medicina está llamada a respetar la dignidad de la persona humana, sea la de los esposos, sea la de los posibles hijos. Nunca será correcto un acto técnico que atente contra los principios éticos y contra la dignidad de alguna de las personas implicadas en el proceso procreativo (padres e hijos).

Objeción 5ª: En virtud de sus principios morales la Iglesia pretende imponer límites a la ciencia, cuando la investigación científica es, de por sí, amoral: la ciencia no debe someterse a cánones ajenos a la misma ciencia.


Respuesta: La investigación científica es realizada por seres humanos que están llamados a respetar las normas éticas como los demás hombres. No es nunca correcto el progreso de la ciencia cuando se logra a base de experimentos que no respetan la dignidad de otros seres humanos (aunque sean pequeños como los embriones). Una ciencia sin ética puede convertirse en un monstruo que termine por destruir a miles de seres humanos inocentes, como ya se hace en los laboratorios que usan y destruyen embriones humanos.

Objeción 6ª: No está claro que desde el momento de la formación del zigoto (desde el instante de la fecundación) exista ya un embrión humano. Han de transcurrir algunos días para que se pueda hablar de embrión humano. Los días anteriores tenemos «pre-embriones», sobre los cuales la ciencia tendría el derecho de experimentar libremente.


Respuesta: Más bien la ciencia está de acuerdo en que desde la concepción el zigoto es una unidad que se autoregula y autoconstituye según las características propias de la vida animal; tiene, además, la dotación cromosómica y los elementos citoplasmáticos que regirán su desarrollo biológico futuro. Es cierto que la ciencia no puede determinar en qué momento llegaría el alma espiritual a los nuevos embriones humanos, pero sí puede decir cuándo nos encontramos ante una nueva realidad biológica: a partir de la fecundación. Si hubiera casos de duda sobre la presencia del alma en esos embriones, sigue en pie la obligación de tratarlos con el respeto debido a todo ser humano.

Objeción 7ª: No existe entre los católicos una plena aceptación sobre la doctrina que defiende el documento. Incluso es posible encontrar a sacerdotes que explican a los esposos que sí es correcto recurrir a la reproducción artificial.


Respuesta: no es imposible que entre los católicos haya personas, incluso sacerdotes, que no acepten la doctrina y la moral de la Iglesia. Pero ello no es motivo para apartarnos de lo que enseña el Papa y los obispos que se mantienen unidos entre sí y al Papa. Un católico, incluso un sacerdote, habla como católico sólo cuando lo hace de acuerdo con los principios que debe profesar si quiere estar en comunión de fe y de amor con la Iglesia instituida por Jesucristo. Por lo mismo, puede haber católicos que profesen abiertamente ideas contrarias a su fe, pero ello no es motivo para poner en duda enseñanzas como las contenidas en la Donum vitae o en otros documentos del Magisterio.

Objeción 8ª: La Donum vitae, en la tercera parte, pide a los legisladores que defiendan y salvaguarden los principios propios de la moral «católica» sobre estos temas, cuando en la vida pública, según el principio de laicidad, habría que respetar la pluralidad de ideas y de opciones como norma suprema, y permitir el libre acceso a las técnicas de reproducción artificial a todos los ciudadanos.


Respuesta: Lo propio de la ley es salvaguardar los derechos de las personas. No es imponer una moral particular y «opcional» el defender tales derechos, como pide la Donum vitae al recordar que los estados deben tutelar la vida de los embriones y no permitir técnicas que pongan en peligro tal vida.

Explica el documento en la tercera parte: «El respeto y la protección que se han de garantizar, desde su misma concepción, a quien debe nacer, exige que la ley prevea sanciones penales apropiadas para toda deliberada violación de sus derechos. La ley no podrá tolerar -es más, deberá prohibir explícitamente- que seres humanos, aunque estén en estado embrional, puedan ser tratados como objetos de experimentación, mutilados o destruidos, con el pretexto de que han resultado superfluos o de que son incapaces de desarrollarse normalmente».

Es cierto que vivimos en una sociedad pluralista, pero pluralismo no es sinónimo de tolerar acciones injustas o violentas. Por eso es necesario asumir e «imponer» a todos un mínimo ético para garantizar la convivencia social. Ese mínimo ético también debe llevarnos a prohibir técnicas de reproducción artificial que no respetan ni la dignidad del matrimonio ni la vida de miles de embriones.

5. Después de la Donum vitae

La instrucción Donum vitae fue un documento clarividente, que descubrió las serias amenazas escondidas en las nuevas técnicas de reproducción artificial.

Desde 1987, miles de embriones han sido abandonados, o congelados, o destruidos, o usados en investigaciones científicas. Miles de parejas han invertido dinero y energías con la esperanza de conseguir un hijo a través de la fecundación artificial. Muchas de esas parejas han visto frustradas sus esperanzas, mientras que otras, con mayor o menor conciencia, permitieron la congelación, e incluso la destrucción, de algunos de sus hijos más indefensos, embriones inocentes que se convirtieron en «sobrantes».

En estos años se han desarrollado nuevas variantes de las técnicas. Una de ellas cuenta con una amplia difusión, la ICSI, que consiste en la microinyección, en laboratorio, de un espematozoide en un óvulo. También se ha difundido la práctica del diagnóstico preimplantacional, orientado a seleccionar los embriones sanos (los «mejores») y a marginar o destruir (de modo injusto y discriminatorio) a los considerados defectuosos o no deseados. Algunos gobiernos han permitido que los laboratorios usen y destruyan a cientos de embriones para fomentar nuevas investigaciones sobre las células madre embrionarias. En algunos casos se ha permitido la creación de nuevos embriones para «servir» a la ciencia y luego ser destruidos.

El panorama presenta tintes de drama. Por eso se hace necesario volver a leer un documento profético que ofrece pautas para rescatar la dignidad del matrimonio, de los embriones y de la vocación médica, y para poner límites a técnicas injustas.

Vale la pena hacer presente lo que indicaba la Donum vitae en su introducción: «Los progresos de la técnica hacen posible en la actualidad una procreación sin unión sexual, mediante el encuentro in vitro de células germinales extraídas previamente del varón y de la mujer. Pero lo que es técnicamente posible no es, por esa sola razón, moralmente admisible».

Es urgente, por lo tanto, profundizar en una correcta visión ética sobre el matrimonio y la procreación, de manera que la medicina verdadera siga ayudando y acompañando a las parejas que no pueden tener hijos. A la vez, hay que educar a los jóvenes para que sepan cuidar la propia fecundidad como un tesoro que permite, tras el «sí» del compromiso matrimonial, que un esposo y una esposa puedan convertirse en colaboradores de Dios en la transmisión del don de la vida.

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Fuente: Conoze.com