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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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Oremos todos para que la sabiduría de Jesús Resucitado presida estas páginas y nos bendiga abundamente.

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sábado, 27 de octubre de 2007

"El paquete de galletas" / Autor: Alfonso Aguiló


Aquella tarde, cuando ella llegó a la estación, le informaron de que el tren en que viajaba se retrasaría casi media hora. La elegante señora, bastante contrariada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua. Se dirigió hacia el andén central, justo donde debía llegar su tren, y se sentó en un banco, dispuesta para la espera.

Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico. De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si no se hubiese dado cuenta. Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.

Entre enfados y sonrisas

Como respuesta, el chico tomó otra galleta e hizo algo parecido, esbozando incluso una ligera sonrisa. Aquello terminó de alterarla. Tomó otra galleta y, de modo aún más ostensible, se la comió manteniendo de nuevo la mirada a aquel muchacho tan atrevido. El diálogo de miradas y pensamientos continuó entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho parecía estar cada vez más divertido.

Finalmente, cuando ya sólo quedaba la última galleta, ella pensó: «No podrá ser tan descarado». El chico alargó la mano, tomó la galleta, la partió en dos y ofreció la mitad a la señora. «¡Gracias!», dijo la mujer, intentando a duras penas contener su enfado.

Entonces el tren anunció su llegada. La señora se levantó y subió hasta su asiento. Antes de arrancar, desde la ventanilla todavía podía ver al muchacho en el andén y pensó: «¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este país con una juventud así!». Sintió entonces que tenía sed, por las galletas y quizá por la ansiedad que aquella situación le había producido. Abrió el bolso para sacar la botella de agua y se quedó petrificada cuando encontró dentro del bolso su paquete de galletas intacto.

Los juicios demasiado rápidos

No es infrecuente que nos suceda esto. Hacemos juicios rotundos, implacables, incuestionables..., pero con un pequeño detalle: están fundamentados sobre un dato que hemos supuesto pero que luego resulta equivocado.

Muchas personas tienden a hacer ese tipo de juicios de modo habitual. Presuponen con gran facilidad la mala acción o la mala intención ajena, construyen enseguida una explicación de lo que creen que sucede o ha sucedido, y deducen una rápida conclusión que luego les cuesta mucho variar. Son personas que suelen manifestar un exceso de seguridad, una especial predilección por las evidencias que no son tales, y una gran velocidad de juicio, sobre todo cuando se trata de malinterpretar lo que hacen los demás. Es un fenómeno que suele ir asociado al victimismo, pues quien se ha acostumbrado a pensar mal de los demás suele ceder pronto a la comodidad del papel de víctima, que, aunque sea triste y amargo, ofrece la seguridad de las explicaciones maquinativas y de las conclusiones irreductibles.

Si con demasiada frecuencia las cosas nos parecen evidentes e intolerables, debiéramos tener el valor de preguntarnos de vez en cuando si realmente nuestras ideas son tan claras y tan comprobadas como pensamos, si otorgamos a los demás al menos el beneficio de la duda y, por último, si nosotros mismos resistiríamos unos juicios tan demoledores como nosotros hacemos de los demás.

martes, 5 de agosto de 2008

"Servir a los demás" , un testimonio histórico real / Autor: Alfonso Aguiló

(interrogantes.net) Una noche de tormenta, hace ya bastantes años, un matrimonio mayor entró en la recepción de un pequeño hotel en Filadelfia. Se aproximaron al mostrador y preguntaron: "¿Puede darnos una habitación?".

El empleado, un hombre atento y de movimientos rápidos, les dijo: "Lo siento de verdad, pero hoy se celebran tres convenciones simultáneas en la ciudad. Todas nuestras habitaciones y las de los demás hoteles cercanos están ocupadas.” El matrimonio manifestó discretamente su agobio, pues era difícil que a esa hora y con ese tiempo tan horroroso pudieran encontrar dónde pasar la noche. El empleado entonces les dijo: "Miren..., no puedo dejarles marchar sin más con este aguacero. Si ustedes aceptan la incomodidad, puedo ofrecerles mi propia habitación. Yo me arreglaré con el sillón de la oficina, pues tengo que estar toda la noche pendiente de lo que pase.”

El matrimonio rechazó el ofrecimiento, pues les parecía abusar de la cortesía de aquel hombre. Pero el empleado insistió con cordialidad y finalmente ocuparon su habitación. A la mañana siguiente, al pagar la estancia, aquel hombre dijo al empleado: "Usted es el tipo de gerente que yo tendría en mi propio hotel. Quizás algún día construya uno para devolverle el favor que hoy nos ha hecho". Él tomó la frase como un cumplido y se despidieron amistosamente.

"Siempre tiene su retorno..."

Pasados dos años, recibió una carta de aquel hombre, donde le recordaba la anécdota y le enviaba un billete de ida y vuelta a New York, con la petición expresa de que por favor acudiese. Con cierta curiosidad, aceptó el ofrecimiento. Después de un breve recorrido, el hombre mayor le condujo hasta la esquina de la Quinta Avenida y la calle 34, señaló un imponente edificio con fachada de piedra rojiza y le dijo: "Este es el hotel que estoy construyendo para usted". El empleado le miró con asombro: "¿Es una broma, verdad?". "Puedo asegurarle que no", le contestó. Así fue como William Waldorf Astor (en la fotografía de la derecha)construyó el Waldorf Astoria (en la fotografía superior izquierda) original y contrató a su primer gerente, de nombre George C. Boldt.

Es evidente que Boldt no podía imaginar que su vida estaba cambiando para siempre cuando tuvo el detalle al atender cortesmente al viejo Waldorf Astor en aquella noche tormentosa en Filadelfia. Pero lo sucedido es una muestra de cómo servir a los demás es algo que siempre tiene un buen retorno, sobre todo cuando uno no lo busca ni lo espera.

Pero contemplando a los demás

La amistad, el amor, la felicidad y el servicio a los demás, son realidades muy vinculadas. Nadie puede asegurarnos la felicidad, pero lo que a cada uno corresponde es procurar merecerla. La felicidad es como el premio de la virtud. Por eso decía Platón que “si el semblante de la virtud pudiera verse, enamoraría a todos”.

Mejorar en nuestra propia virtud —y ser por tanto personas más sinceras, leales, generosas, pacientes o trabajadoras—, no debe ser un empeño narcisista, ni una búsqueda ansiosa de la propia excelencia que acaba en una obstinación egoísta y ridícula. La mejora personal no se alcanza cuando se considera un fin en sí misma, sino cuando nos apremia la necesidad de tratar bien a las personas. (En la fotografía de la izquierda George C. Boldt. , el protagonista, quien dejó su cama al matrimonio Waldorf )

Habituarse a pensar en los demás y a prestarles ayuda, sin servilismos, es una buena forma de superar ese sentimentalismo bobalicón que inicialmente exhala generosidad pero luego se echa atrás, siempre con muy razonados motivos, cuando llega el momento diario de la verdad. A medida que las personas adquirimos la madurez y la libertad necesarias para superar los imperativos del egoísmo, se abre paso ese criterio de servicio que llena la vida de interés y de alegría espontáneas. Templar el propio yo, con sus deseos y sus miserias, purifica el espíritu de muchos pequeños motivos de tristeza que nacen del excesivo apego y preocupación por uno mismo.

martes, 8 de enero de 2008

Repertorio emocional / Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Para establecer una relación positiva con los demás, y poder así decirse las cosas de forma fluida y sin acritud, es preciso cultivar toda una serie de capacidades destinadas a combatir la negatividad y a establecer una relación no defensiva con los demás.

El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes:

Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.

Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.

Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.

Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: "perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir".

Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.

No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un "me ha molestado que llegues tarde y no me hayas avisado", que soltar un "eres un desconsiderado y un egoísta".

Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.

Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.

Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.

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Fuente: conoze.com

jueves, 6 de diciembre de 2007

"Suficiencia o gratitud" / Autor: Alfonso Aguiló

A finales del siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nüremberg, vivía una familia numerosa. Para poder poner pan en la mesa para tantos, el padre trabaja de la mañana a la noche en un pequeño taller de orfebrería. A pesar de las modestas condiciones en que viven, dos de los hijos demuestran desde muy pronto tener grandes dotes para el arte. Ambos quieren desarrollar ese talento, pero saben bien que su padre jamás podrá enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia. Después de muchas noches de conversaciones calladas entre los dos, llegan a un acuerdo. Lanzarán al aire una moneda. El que pierda trabajará en las minas para pagar los estudios del que gane. Al terminar los estudios, se cambiarán las tornas y el otro sufragará los gastos del que ha quedado en casa.

Había pasado su oportunidad

Lanzan al aire la moneda un domingo al salir de la iglesia. El que gana se va a estudiar a Nüremberg y desde el primer momento es toda una revelación en la Academia. Los grabados de Albretch Dürer, sus tallas y sus óleos enseguida llegan a ser mejores que los de muchos de sus profesores, y al graduarse, sus obras ya han comenzado a cotizarse considerablemente. Cuando regresa a su aldea, la familia se reúne en una memorable velada. Al final, Albretch propone un brindis por su hermano, que tanto se ha sacrificado para hacer posibles sus estudios. Sus palabras finales son: «Y ahora, hermano mío, eres tú quien debe marchar a Nüremberg». Pero su hermano tiene el rostro empapado en lágrimas y mueve de un lado a otro la cabeza.

Finalmente, se seca las lágrimas, mira por un momento a cada uno, se dirige a su hermano y le dice sin acritud: «No, Albretch, no puedo ir a Nüremberg. Ya es tarde. Mira lo que cuatro años de trabajo en las minas han hecho a mis manos. Cada hueso se me ha roto alguna vez, y la artritis de mi mano derecha ha avanzado tanto que ya no podría trabajar con la precisión y la destreza que exigen en la Academia. No quería que lo supieras hasta ahora, pero para mí ya es tarde».

Han pasado más de quinientos años desde ese día. Hoy los grabados, óleos, acuarelas, tallas y demás obras de Albretch Dürer pueden ser contemplados en museos de todo el mundo. Pero una de ellas, titulada “Manos que oran”, parece reproducir las manos maltratadas de su hermano, con las palmas unidas y los dedos apuntando al cielo, en homenaje a su sacrificio.

Agradecer oportunidades

Este emotivo relato viene a recordarnos que muchos de nuestros logros, de los que quizá nos sentimos personalmente muy satisfechos, y que atribuimos casi en exclusiva a nuestros propios méritos, han sido posibles porque se nos han dado oportunidades que otros nunca han tenido. Ser conscientes de esto es fundamental para dar globalmente a nuestra vida un sesgo de gratitud y no de suficiencia. Quizá no todos hemos pasado por un hecho así, y por tanto no lo tenemos tan claro en nuestra mente, pero todos podemos entender fácilmente que hemos contado con muchas oportunidades que a otros no se les han presentado, y no nos sería sencillo explicar por qué las merecemos más que ellos.

Todo esto son evidencias en las que conviene profundizar. Si lo hacemos, seguramente comprenderemos que debemos compartir más todo lo que tenemos, en vez de considerarlo como algo que no debemos a nadie. Todos deberíamos tener bien claro que, si somos afortunados en algo, que siempre lo somos, nuestro deber es hacerlo rendir en servicio de los demás. Sólo así hacemos verdadera justicia con ellos.

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Fuente: www.interrogantes.net

lunes, 5 de noviembre de 2007

"Decidir en conciencia" / Autor: Alfonso Aguiló

Jean Bernard es un sacerdote luxemburgués de treinta y cinco años, cautivo en el campo de concentración de Dachau. Lleva diez meses en el “Pfarrerblock”, un pabellón en el que están prisioneros 2771 sacerdotes y religiosos de toda Europa.

Un día de febrero de 1942, Jean Bernard es liberado y devuelto a su Luxemburgo natal. No se le dan explicaciones hasta que ya está allí. En realidad, aquello son sólo nueve días de libertad para que visite a su Obispo y le convenza para que haga una declaración de apoyo a Hitler, con objeto de intentar romper así la total resistencia del clero católico local. A cambio, las autoridades alemanas le ofrecen respetar su vida, la de su familia y la de los demás clérigos prisioneros. Si huye, o si el objetivo no se logra, los veinte sacerdotes luxemburgueses de Dachau serán ejecutados.

Un terrible compromiso

El terrible dilema moral planteado a este sacerdote, todavía joven pero con un notable prestigio en su tierra, es un hecho totalmente real y que él mismo describió en unos recuerdos que, a modo de diario, publicó al terminar la Segunda Guerra Mundial. El libro, titulado "Pfarrerblock 25487", en referencia a su número de recluso, está escrito con sobriedad, sin ningún patetismo, con una cierta distancia respecto a su propio sufrimiento. Habla de manera rigurosa y precisa, como si estuviera describiendo un paisaje, sin pretender convertirlo en literatura.

Esta dolorosa y lacerante vivencia de Jean Bernard protagoniza la película “El Noveno día”, del director alemán Volker Schlöndorff. El momento central del drama de aquel hombre es cuando le dicen que es libre, porque entonces se da cuenta de que es él quien tiene que decidir entre la vida y la muerte. Hasta entonces eran los jefes del campo de concentración los que decidían si vivía o moría, y de repente esa decisión se encuentra en sus propias manos.

Entre múltiples presiones

Antes sufría las brutalidades de Dachau, pero ahora sufre otra tortura mayor, pues han dejado en sus manos la vida del resto de sacerdotes detenidos. Como prisionero, bastaba con que obedeciese las órdenes de sus vigilantes, pero ahora, su libertad es una pesada losa sobre su conciencia. Un oficial de la Gestapo le presiona con su plan maquiavélico, y los encuentros entre ambos se convierten en un auténtico duelo dialéctico entre dos mundos dispares e irreconciliables.

Bernard sabe que no debe ceder a aquel chantaje, pero sufre enormemente al pensar en las consecuencias. Lo sufre con un heroísmo en soledad, porque va quedándose cada vez más solo ante su conciencia. Recibe presiones del oficial de la Gestapo, de un antiguo teólogo que le enreda con razones ideológicas, del vicario del obispo que pretende salvar a los condenados mediante la postura pro-nazi, y la de su propia familia que le aconseja la huída al extranjero o la simple claudicación, incapaz de comprender el martirio moral que está sufriendo. Cualquiera de las salidas que se le plantean, supone una tragedia. La película es un homenaje a todos esos héroes desconocidos que se enfrentaron a terribles situaciones de conciencia. Sale a relucir, por ejemplo, cómo una pastoral del obispo de Utrecht contra Hitler propició la deportación y muerte de 40.000 católicos holandeses, hecho que explica el prudente silencio por el que tuvo que optar Pío XII en algunas ocasiones, aunque algunos lo hayan considerado después como muestra de debilidad o de apoyo al régimen.

La propia conciencia

El sacerdote aparece con sus imperfecciones y sus dudas, con silencios que pueden ser entendidos como ambigüedad, pero también con la entereza y honestidad de quien actúa en conciencia. Él, como miles de personas, de entonces o de ahora, se comportó de modo heroico para decidirse por la mejor de las opciones posibles. Jean Bernard plantó cara al miedo y a la muerte, y volvió a Dachau. En el Pfarrerblock murieron más de mil quinientos sacerdotes católicos.

Las decisiones importantes tomadas en conciencia no suelen ser fáciles. Todos somos tentados por la salida cómoda. Todos tememos las consecuencias desagradables de actuar con honestidad. A todos nos asusta la coacción de quienes procuran forzarnos a una decisión a su interés. Son dilemas y decisiones que todos afrontamos casi siempre en soledad, ante el tribunal de nuestra propia conciencia. Y todos sentimos también, como Jean Bernard, el peso de la propia cobardía, de la propia debilidad, del dolor de las consecuencias no queridas de nuestro obrar bien. Pero sabemos también que la honestidad de nuestra conciencia debe estar por encima de todo eso, por mucho que cueste.

lunes, 3 de diciembre de 2007

La noche oscura / Autor: Alfonso Aguiló

La noche oscura
La verdad padece,
pero no perece.

Santa Teresa de Ávila

La Madre Teresa de Calcuta nació en 1910 en una pequeña ciudad albanesa llamada Skopje. "No había cumplido aún doce años cuando sentí el deseo de ser misionera", contó más tarde ella misma. "Seguir mi vocación fue un sacrificio que Cristo nos pidió a mi familia y a mí, pues éramos una familia muy unida y muy feliz.

"Durante cerca de veinte años, en tanto permanecí en las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto, mi misión fue la de enseñar en el Colegio St. Mary's, frecuentado en su mayoría por chicas de clase media. Era el único colegio católico de Secundaria que había por entonces en Calcuta. La enseñanza me gustaba mucho. Enseñar es algo que, hecho por Dios, constituye una hermosa forma de apostolado. Entre las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto, yo era la monja más feliz del mundo."

La llamada dentro de la llamada

El momento crucial para su vida se produjo de improviso: "Ocurrió el 10 de septiembre de 1946, durante el viaje en tren que me llevaba al convento de Darjeeling para hacer los ejercicios espirituales. Mientras rezaba en silencio a nuestro Señor, advertí una "llamada dentro de la llamada". El mensaje era muy claro: debía dejar el convento de Loreto y entregarme al servicio de los pobres, viviendo entre ellos." Dios le pedía que saliese de la comodidad de su congregación para ir en busca de los más pobres de entre los pobres.

Recibió el permiso desde la Santa Sede y empezó por llevar a los moribundos de las calles a un hogar donde pudieran morir en paz y dignidad. También abrió un orfanato. Gradualmente, otras mujeres se le unieron. En 1950, recibió la aprobación oficial para fundar una congregación de religiosas, las Misioneras de la Caridad, que se dedicarían a servir a los más pobres entre los pobres. Hoy, son casi cuatro mil, repartidas en quinientas casas establecidas en cerca de cien países.

Todos los pontífices han expresado una especial admiración hacia esta valiente misionera. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1979. Y aunque no faltaron las calumnias, algunas especialmente malintencionadas e insidiosas, lo cierto es que cuando la Madre Teresa falleció, en 1997, todo el mundo se volcó en su despedida. Su proceso de beatificación ha sido el más rápido de la historia reciente de la Iglesia, lo que testimonia su fama mundial de santidad.

La experiencia de la "noche oscura"

Sin embargo, un dato de especial interés es que una santidad tan deslumbrante no estuvo exenta de crisis interiores. Dios quiso que pasara, como sucedió también a Santa Teresa de Ávila o a San Juan de la Cruz, por la dolorosa experiencia de la "noche oscura del alma". En 1956, confiaba al Arzobispo de Calcuta: "Quiero ser apóstol de la alegría". Pero, por una misteriosa disposición de la Providencia, tenía que llevar a cabo ese apostolado de la alegría en medio de una ausencia de Dios que le resultaba insoportable: "En ocasiones la agonía de la ausencia de Dios es tan grande, y es a la vez tan profundo el vivo deseo del Ausente, que la única oración que aún consigo recitar es "Sagrado Corazón de Jesús, confío en ti. Saciaré tu sed de almas.""

Todavía cuatro años más tarde, aquella prueba le atormentaba, pero ella seguía buscando a Dios obstinadamente, confiadamente, segura de que obtendría respuesta: "He comenzado a amar la oscuridad. Porque ahora creo que es una parte, una pequeñísima parte, de la oscuridad y del dolor que Jesús conoció en la tierra". Pasó largas etapas sin notar el amor de Dios en el corazón, sin escuchar sus respuestas. Las miles de personas que ella atendía, sentían consuelo, amor y acogida, mientras que ella continuaba en la oscuridad. Pero siguió adelante.

Seguir adelante en la oscuridad

— Pues menos mal que superó esa noche oscura, pues, de lo contrario, la humanidad se habría visto privada de una aportación extraordinaria.

Sin duda es así. Y es una referencia interesante a la hora de pensar en la perseverancia en los momentos de oscuridad o de tribulación. Muchas veces, el secreto de la fecundidad de los santos está simplemente en que son capaces de perseverar en esos momentos difíciles, en los que otros se rinden. Y la dificultad, muchas veces, no está tanto en resistir ataques, sino en superar esos momentos de oscuridad o de penumbra por los que todos pasamos en algún momento.

También los Reyes Magos de Oriente tuvieron sus momentos oscuridad, según cuentan los Evangelios. Cuando llegaron a Jerusalén, habían abandonado sus tierras y sus reinos, guiados solamente por el signo confuso de una estrella. Habían asumido la aventura de lanzarse a buscar lo desconocido, arrastrados por algo que tampoco era una llamada llena de evidencias. Y probablemente tuvieron que soportar alguna que otra incomprensión por lanzarse a hacer semejante viaje solo por haber visto una estrella. Y al acercarse a la gran ciudad, se encuentran con que la ciudad dormía. Y ven que los mismos sacerdotes a quienes los Magos consultaron, que sabían que el Salvador podía ya haber nacido a poquísimos kilómetros de allí, ni se han molestado en ir a comprobarlo. Incluso después de conocer la historia de la estrella, se limitaron a encaminar hacia Belén a los Magos, pero ellos siguieron durmiendo.

Preguntar a quién sabe

A pesar de todo, los Magos tuvieron la humildad de preguntar, mantuvieron su apuesta y su fe sin escandalizarse por la actitud de esos sacerdotes, llegaron hasta Belén y cumplieron su misión. Y traigo aquí este ejemplo, pensando en que quizá algunas personas que buscan el camino de su vocación pasan a veces por esto mismo. Han descubierto, tal vez entre oscuridades, el resplandor de una estrella. Han comenzado a caminar hacia ella, renunciando probablemente a la tierra firme de muchas certezas fáciles de este mundo. Han soportado los comentarios, simples o ingeniosos, de quienes consideran su entrega a Dios como algo disparatado. Y han tenido que sufrir, por último, el desconcierto de encontrar a su llegada, dentro de la Iglesia, algunos ejemplos que no resultan muy edificantes, de ciudad dormida, de desconfianza y de recelo, quizá precisamente en aquellos de quienes debían esperar ánimo y apoyo.

La tentación de los Magos es quizá una de las más difíciles de vencer en nuestro tiempo. Pero no por eso debemos dejar de seguir nuestra estrella, como ellos hicieron. Y eso aunque a veces nos sintamos rodeados del frío del ambiente, y aunque tengamos que dejar atrás la ciudad de Jerusalén y a sus dormidos habitantes.

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Fuente:Interrogantes.net

viernes, 7 de diciembre de 2007

¿No es una lucha extenuante durante toda la vida? / Autor: Alfonso Aguiló

Algunos luchan un día, y son buenos;
otros luchan un año, y son mejores;
unos pocos luchan toda la vida:
esos son imprescindibles.

Bertolt Brecht

— Ser generoso en ese diálogo con Dios supone una lucha constante durante toda la vida. ¿No es un poco extenuante ese planteamiento?

Todas las personas tienen que luchar y esforzarse por ser cada día mejores. Quienes lo hacen, alcanzan mucha más satisfacción y felicidad en sus vidas. En cambio, quienes se abandonan y eluden la lucha personal por mejorar, acaban teniendo que luchar más todavía por defender sus apegos y miserias, a pesar de que muchas veces son bajezas que les avergüenzan. En ese sentido, podría decirse que luchar es un descanso, pues, al menos a largo plazo, la virtud alivia y el vicio en cambio no satisface, sino que es como una droga, que crea adicción, que cada vez exige más y da menos. Hay que contar con el esfuerzo, con la lucha, con la cruz del Señor. El que no cuenta con la cruz, se la encuentra de todos modos, y entonces, además, encuentra en la cruz la desesperación. En cambio, cuando contamos con ella, aunque puedan venir momentos difíciles, estamos mucho más felices y seguros.

Satisface más el esfuerzo

Quiero con esto decir que no debe tenerse una imagen negativa de la lucha ascética o de la entrega a Dios. Estar en buena forma física supone un esfuerzo, pero esa misma buena forma hace que cada vez esos esfuerzos sean menores. Y de manera semejante podría decirse que cuidar el espíritu hace que cada vez nos cueste menos el camino de la virtud.

— Pero a veces vienen momentos malos en que no es así.

Es cierto. Igual que podemos estar en buena forma física pero, en determinado momento, pasar por una etapa peor, o por una enfermedad, o una lesión. Pero eso no quita lo anterior.

La vida tiene momentos de euforia y otros de abatimiento (a veces, dentro de un mismo día), y hemos de saber sobreponernos a los efectos negativos de esos ciclos del estado de ánimo. Esos malos momentos pueden provenir de que Dios ha permitido una etapa de sequedad interior, sin culpa nuestra, por motivos que Él bien sabrá (purificarnos, mejorar nuestra rectitud de intención, hacernos partícipes de su cruz); o pueden provenir de nuestro descuido personal, porque estamos eludiendo el esfuerzo necesario por mejorar.

La virtud se demuestra en la tentación

A esto último se refería Santa Teresa, al rememorar una larga etapa de desasosiego interior, provocado precisamente por eludir lo que Dios le pedía: "Pasaba una vida trabajosísima... Por una parte me llamaba Dios; por otra yo seguía lo mundano. Dábanme gran contento las cosas de Dios; teníanme atada las mundanas. Paréceme que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigos uno de otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos mundanos. (...) Pasé en este mar tempestuoso casi veinte años... Sé decir que es una de las vidas más penosas que me parece se puede imaginar: porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento con lo mundano. Cuando estaba en los contentos mundanos, en acordarme de lo que debía a Dios, era con pena; cuando estaba con Dios, las afecciones mundanas me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años."

— Pero, aunque te decidas a ser más generoso, vendrán esos días malos en los que costará mucho ser leal a la palabra dada a Dios.

En nuestra vida tendremos muchas ocasiones de no ser leales, pero en esas ocasiones es precisamente donde se prueba nuestro amor a Dios. La lealtad, la fidelidad de una persona, se demuestra sobre todo ante las situaciones difíciles, cuando lo bueno se presenta rodeado de inconvenientes y lo malo nos atrae mucho. La honradez se demuestra, por ejemplo, cuando a uno le intentan sobornar y necesita mucho ese dinero, la fidelidad conyugal cuando se presenta una solicitación, y la valentía cuando los demás están asustados. La virtud se reconoce cuando es capaz de obrar en la adversidad.

Lealtad en la oscuridad

— Eso suena un poco a tener que fastidiarse porque has dado antes tu palabra.

Puede verse así, como si fuera una simple obligación consecuencia de un contrato, pero eso es vaciar de contenido un compromiso de amor. Porque el compromiso vocacional es un compromiso de amor (igual que el matrimonio no es un simple contrato, aunque haya un contrato). Ser llamado por Dios es una gran suerte. Es estar entre ese grupo de discípulos que seguían más de cerca al Señor, porque Él llamaba a la santidad a todos, pero a esos de un modo especial.

Y aunque pueda haber momentos en que la fidelidad se sostenga por un simple sentimiento de lealtad a la palabra dada, eso no quita mérito –al contrario– ni eficacia a esa fidelidad. Sabemos por ejemplo, que Santa Teresa, una gran santa, pasó muchos años en los que decía que le parecía como si Dios no existiese, y sin embargo ha sido guía y modelo para infinidad de personas, porque fue leal a Dios. Y la Madre Teresa de Calcuta, como ya hemos comentado, pasó también por largos años de oscuridad interior, y su fidelidad en la oscuridad ha llenado de luz a millones de almas.

El conocido engaño

— Entonces, ¿qué recomiendas para los altibajos de ánimo, para los momentos de bajón?

En los períodos bajos, cuando nuestro mundo interior está frío y gris, cualquier pequeña tentación tiende a ocupar toda la mente y adquiere un peso desproporcionado. Entonces, es fácil engañarse pensando que nuestro entusiasmo de los inicios de la conversión o de la vocación tendrían que haberse mantenido siempre. O nos creemos que la aridez actual será una situación igualmente permanente y nos amargará la existencia. Si esa idea se fija en la mente, dejamos el campo abierto a la desesperanza, o a un voluntarismo que se empeña en recobrar los viejos sentimientos de entusiasmo por pura fuerza de voluntad, cosa siempre agotadora. O llegamos al convencimiento de que los primeros entusiasmos habían sido un ingenuo acceso juvenil que el tiempo está poniendo en su sitio, y que en realidad todo ha sido una "fase" de la vida que ya ha pasado.

Hay que contar con el dolor

— Pero es que algo de eso puede ser cierto.

Indudablemente. Pero si aplicas ese planteamiento a cualquier meta o logro que una persona se haya planteado, y lo haces cuando está pasando por un momento bajo, no hay meta de largo alcance que pueda lograrse, pues siempre hay momentos malos, y la perseverancia y la fidelidad dependen precisamente de la capacidad de superarlos. "Para construir la propia vida –explicaba Benedicto XVI–, nuestro futuro exige también la paciencia y el sufrimiento. La Cruz no puede faltar en la vida de los jóvenes, y dar a entender esto no es fácil. El montañero sabe que para hacer una buena experiencia de escalada tendrá que afrontar sacrificios y entrenarse, así también el joven tiene que entender que en la escalada al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior."

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Fuente: Interrogantes.net

sábado, 24 de noviembre de 2007

A contraola / Autor: Alfonso Aguiló

Vivir con los grandes hombres en sus biografías
y ser inspirados por su ejemplo
es vivir con cuanto hay de mejor en la humanidad.

Samuel Smiles

John Henry Newman sintió desde muy joven una pasión por Dios y por las cosas del espíritu, que le llevaron a ordenarse sacerdote en 1825 en el seno de la Iglesia anglicana. Desempeñó durante catorce años su labor como vicario de la Iglesia de Santa María, junto a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de los mejores intelectuales ingleses de la época.

Al tratar de hacer su propia interpretación de los 39 artículos de la doctrina anglicana, comenzó a descubrir la verdad en la Iglesia católica, ganándose las críticas de la comunidad universitaria de Oxford y de la misma Iglesia de Inglaterra. Tras retirarse en el silencio de la oración y el estudio durante tres años, en 1845 abrazó el catolicismo, en cuyo seno fue ordenado sacerdote.

El doloroso acceso a la verdad

Por aquella época, en que las antiguas certidumbres se tambaleaban, los creyentes se encontraban con la amenaza del racionalismo, por una parte, y del fideísmo por otra. El racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno. En un mundo así, Newman estableció una síntesis memorable entre fe y razón.

Pero todo ese proceso supuso para él una etapa de mucho sufrimiento. La lucha por la verdad siempre es difícil. Y Newman tuvo que padecer todas las contradicciones que suelen acompañar a quienes emprenden con seriedad la búsqueda de la verdad. El apasionado amor al anglicanismo de sus primeros años y su casi instintiva repugnancia hacia los planteamientos de la doctrina católica, le costaron un verdadero despellejamiento cuando, a través, sobre todo, de la lectura de los antiguos padres de la Iglesia, fue descubriendo que la verdad estaba en la Iglesia Católica y que, al tiempo, no todos sus miembros más destacados la servían con rectitud y brillantez.

Entre brillos y sombras

— Pienso que ese sentimiento es bastante habitual en el proceso de conversión de una persona, e incluso en el de la vocación.

Ciertamente. Es frecuente que, al plantearse la incorporación a la Iglesia, o al considerar la incorporación a un seminario diocesano concreto, o la entrega a Dios en una determinada institución católica, a esa persona le vengan a la mente algunas imágenes que no le resultan gratas. Newman sentía un rechazo natural por todo lo católico, pues había sido educado en ese sentimiento. Tuvo que pasar por todo un proceso de purificación, en el que fue descubriendo cuánto había de leyenda y de desconocimiento en esas impresiones suyas. Pero también tuvo que aprender a deslindar lo que era sustancial en la Iglesia de lo que eran los defectos de quienes pertenecían a ella, incluso de quienes la gobernaban. Comprendió que los defectos de quienes servían a la Iglesia no debían ocultarle el verdadero rostro de ella.

— ¿No ves inconveniente entonces en entregarse a Dios en un entorno en el que no todo nos resulta grato o convincente?

Me parece que es natural que haya siempre algunas sombras. Cuando una persona se enamora y piensa en el noviazgo, o en casarse, es natural que haya detalles de la persona amada que no le gusten. Y si no los ve, es porque está cegada por el enamoramiento, pues siempre los hay. Pero enamorarse, y casarse, supone entregarse globalmente a esa persona en su conjunto, con todo lo que nos gusta más y con todo lo que nos gusta menos.

Es natural, por otra parte, que nos propongamos ayudar a esa persona a superar esos defectos que observamos, pero contamos con que siempre tendrá defectos, como los tenemos nosotros, y sabemos que sería un egoísmo impresentable enamorarse solo de las cualidades positivas de una persona y rechazarla en lo demás, o escandalizarse de que no sea perfecta.

Buscando mayor mejora

— ¿No ves problema entonces en iniciar el camino de una vocación con el propósito de hacer cambiar esa institución?

Si por cambiar se entiende mejorarla, no solo no veo problema, sino que es nuestra natural obligación. Lo que no se debe querer cambiar es un espíritu o un carisma fundacional, que se puede tomar o no tomar, pero que no sería lícito ni leal querer alterar.

Newman encontró dentro de la Iglesia Católica mucha santidad y también bastante conservadurismo, algunas tradiciones espurias que encubrían una cierta pereza mental, una excesiva resistencia al cambio. Pero desde el principio supo reconocer que la verdad, aunque a veces tan mal servida por algunos, estaba allí. Entró en la Iglesia Católica entre penumbras, como quien entra en la noche, sabiendo que la luz está allí pero viéndola solo en destellos. Newman fue un modelo de fe, un crítico obediente, un rebelde sumiso, un avanzado prudente, un hombre del mañana que soportaba pacientemente el lento ritmo del cambio.

Resultan incómodos siempre

— Siempre se ha dicho que los grandes hombres han sido un poco adelantados a su tiempo.

Sí. Lo describe muy bien Pilar Urbano, al hilo de su biografía de San Josemaría Escrivá, otro hombre adelantado a su tiempo. "Los grandes hombres –género muy distinto del de las meras "celebridades"– ofrecen una interesante dificultad al biógrafo y al historiador: por una parte, son contemporáneos de la mentalidad, de los usos y de los sucesos de su propia época; por otra, son hombres anticipativos, animados por una clarividencia del futuro. Van por delante de su tiempo vital, a contracorriente de las modas de pensamiento, a contrapelo de las masas gregarias, a contraola de las inercias de su generación. Avanzan afrontando el viento de cara. Derriban fronteras. Destripan tópicos. Hacen saltar por los aires el cartón-piedra de rancios prejuicios. Roturan caminos sin trillar... Ese ir más deprisa, con las manecillas del reloj adelantadas, y mirando más allá, les hace ser extemporáneos entre los de su propio siglo.

"Ante los problemas, ellos proponen soluciones audaces, imaginativas, atípicas. Saben ver en lo invisible. Por eso se atreven con lo imposible. Son, por anticipados, proféticos. Y, por desinstalados, rebeldes. A causa de todo ello, mientras atraviesan su tiempo, suelen ser mal comprendidos. Llevan en soledad el peso del liderazgo. Sus seguidores les van muy a la zaga. La opinión pública, o no les atiende, o no les entiende. Los que viven en la cómoda griseidad de lo vulgar y corriente se sienten perturbados, molestados, por esos trallazos de inquietud... En fin, si llegan a un conocimiento popular, se les negará el reconocimiento de su excelencia. Y si alguna fama les visita en vida, será la mala fama o esa fama de bolsillo que se llama "ser noticia".

Los célebres y los grandes

"Los personajes célebres, los famosos de cada temporada, pueden llevar una vida confortable y muelle. Los grandes hombres, no. Un hombre grande jamás se arrellana, jamás se instala, jamás se conforma, jamás se solaza en la autocomplacencia de la tarea realizada. Su actitud permanente es la de levantarse exultante, para recorrer el camino con prisa..."

— ¿Y te parece que toda esa incomprensión del ambiente es un riesgo para la perseverancia en la vocación?

La entrega a Dios siempre se enfrenta a una cierta incomprensión, siempre está enemistada con la mediocridad, siempre va un poco a contraola de su entorno. Los santos siempre han sido un poco incómodos para quienes estaban a su alrededor. Cuando el Santo Cura de Ars llegó a aquel pueblo, sus habitantes lo menospreciaban, porque se fijaban en la tosquedad de su porte, en lo burdo de su sotana de mal paño, de su calzado campesino, de sus pobres dotes oratorias. Solo con el paso de los años descubrirían el tesoro que tenían. Y eso fue posible porque él no se arredró. Se consideró siempre responsable de los feligreses que tenía encomendados y fue capaz de perseverar aunque pasó por todas las dificultades imaginables. "Dadme, Señor –clamaba a Dios– la conversión de mi parroquia. Consiento en sufrir cuanto queráis durante toda mi vida. Si es preciso, durante cien años dame los dolores más vivos, con tal que se conviertan." Fue esa perseverancia suya la que hizo brotar tanta fecundidad. Y esa perseverancia no estaba garantizada, ni podía estarlo, cuando decidió hacerse sacerdote. Porque la perseverancia se conquista día a día.

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Fuente: Interrogantes.net

miércoles, 3 de octubre de 2007

Sensibilidad ante los sentimientos ajenos / Autor: Alfonso Aguiló

Falta de intuición ante los sentimientos

Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.

A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo están logrando herirle.
• O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto.
• O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente.
• O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.

—¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería?

No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.

Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.

Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo.

Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.

Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.

—Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.

Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.

Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos..., en fin, para casi todo.


Desde la primera infancia

La capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros, por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en gran parte, a la educación.

—¿Y cómo se aprende?

Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su conducta supone para otras personas.

Hacerle caer en la cuenta de las repercusiones que sus palabras o sus hechos tienen en los sentimientos de los demás.

Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho.

• Sano y cordial inconformismo

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas. Por eso, tantas veces, hasta las personas intelectualmente más brillantes pueden llegar a fracasar estrepitosamente en su relación con los demás, y resultar arrogantes, insensibles, o incluso odiosas.

Hay toda una serie de habilidades sociales que nos permiten relacionarnos con los demás, motivarles, inspirarles simpatía, transmitirles una idea, manifestarles cariño, tranquilizarles, etc. A su vez, la carencia de esas habilidades puede llevarnos con facilidad a inspirarles antipatía, desalentarles, despertar en ellos una actitud defensiva, ponerles en contra de lo que hacemos o decimos, inquietarles, enfadarles, etc.

Se trata de un aprendizaje emocional que, como hemos dicho, comienza desde una edad muy temprana. Puede consistir en que el niño aprenda a:
• contener las emociones (por ejemplo, para dominar su desilusión ante un regalo bienintencionado, pero que ha defraudado sus expectativas),
• o bien a estimularlas (por ejemplo, procurando poner y manifestar interés en una cortés conversación de compromiso que de por sí no le resulta interesante).

—Pero, en cierta manera, eso es esconder los verdaderos sentimientos y sustituirlos por otros que no se tienen, y que por tanto son falsos, o al menos artificiales.

No se trata de eso.

Lo que debe buscarse no es el falseamiento de los sentimientos, sino el automodelado
del propio estilo emocional.

Si una persona advierte, por ejemplo, que está siendo dominada por sentimientos de envidia, o de egoísmo, o de resentimiento, lo que debe hacer es procurar contener esos sentimientos negativos, al tiempo que procura estimular los sentimientos positivos correspondientes. De esa manera, con el tiempo logrará que éstos acaben imponiéndose sobre aquéllos, y así irá transformando positivamente su propia vida emocional.

—Pero muchos sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino adecuados o inadecuados a la situación en que estamos.

Sí, y por esa razón en muchas ocasiones es preciso esforzarse en compartimentar las emociones, es decir, procurar no seguir bajo su influencia cuando las circunstancias han cambiado y exigen en nosotros otra actitud.

Por ejemplo, podemos tener una situación en el trabajo que nos lleva a emplear nuestra autoridad de una manera que probablemente luego no es nada adecuada al llegar a casa. O quizá hemos tenido una conversación algo tensa, o una reunión difícil, y salimos algo alterados, con o sin razón, pero... quizá esa actitud, o ese tono de voz, o esa cara, son rigurosamente inoportunos e inadecuados para la reunión o la conversación siguientes.

Por eso, la dificultad de trato de muchas personas no está en que les falte afabilidad o cordialidad, sino en que no saben compartimentar. Al permitir que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males. Ese tipo de personas sufre con facilidad muchas decepciones, porque se ven arrastradas por sus estados de desánimo, crispación o euforia. Son un poco simples, se lee en ellos como en un libro abierto, y son por eso muy vulnerables: el que sepa captar sus cambios de humor jugará con ellos como con una marioneta, con sólo saber tocar los puntos oportunos en el momento oportuno.

—Es cierto que muchas veces experimentamos sentimientos que no nos parecen adecuados..., pero estar todo el día pendientes de corregirlos, produce una tensión interior..., ¿eso es bueno?

Es que no debe ser una tensión crispada, ni agobiante. Debe ser un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad, que no nos agota ni nos angustia sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida.

—¿Y cuándo puede uno sentirse ya satisfecho de cómo es su estilo sentimental? Porque esto es una historia sin fin...

Soy partidario de un sano, cordial y prudente inconformismo, pues quienes son demasiado conformistas con lo que ya son, hipotecan mucho su felicidad.

jueves, 13 de diciembre de 2007

El hijo pródigo / Autor: Alfonso Aguiló

No nos hacemos libres por negarnos a aceptar
nada superior a nosotros, sino por aceptar lo que
está realmente por encima de nosotros.
Goethe


Cuando el hijo pródigo pide a su padre la parte de herencia que le corresponde –explica Henri J. M. Nouwen–, no hay detrás de eso un simple deseo de un hombre joven por ver mundo. Hay un corte drástico con la forma de vivir y de pensar en que había sido educado, una rebelión desafiante, una huida hacia lugares lejanos en busca de amor. Esa huida representa la gran tragedia de la vida de quienes de alguna forma se vuelven sordos, o nos volvemos sordos, a la voz de Dios que nos llama, y abandonamos el único lugar donde podemos oír esa voz, para marcharnos esperando desesperadamente encontrar en algún otro lugar lo que no somos capaces de encontrar en casa.se

— ¿Y por qué dejan, o dejamos, ese lugar?

Porque hay muchas otras voces, fuertes, llenas de promesas seductoras, que nos ofrecen éxito, reconocimiento, liberación. Además, cuanto más nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos capaces somos de oír su voz que nos llama, y cuanto menos oímos esa voz, más nos enredamos en las manipulaciones y juegos de poder del mundo y más alejados nos sentimos de esa voz.

El hijo pródigo que somos cada uno

Nosotros somos el hijo pródigo cada vez que buscamos amor donde no puede hallarse, cada vez que tomamos lo que Dios nos ha dado –nuestra vida, nuestro talento– y lo utilizamos para nuestro egoísmo, para reafirmarnos, para imponernos con un fondo de arrogancia, como le pasaba al hijo pródigo, que malgastó todo lo que le había dado su padre y dilapidó su fortuna en caprichos y en despilfarros hechos para impresionar, en vez de hacer rendir esos talentos en servicio de los demás.

— ¿Y por qué su padre permite que actúe de modo tan irresponsable?

Su padre no podía obligarle a que se quedara en casa. No podía forzar su amor. Tenía que dejarle marchar en libertad, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría en los dos. Fue precisamente el amor lo que impidió que retuviera a su hijo a toda costa, lo que hizo dejarle que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla. Así actúa Dios con nosotros, siguiendo ese misterio de amor y libertad por el que somos libres de abandonar el hogar de Dios, pero Él siempre nos espera con los brazos abiertos.

Desde lo profundo de su derrota

El hijo pródigo, que dejó su casa lleno de orgullo y de dinero, decidido a vivir su propia vida lejos de su padre, vuelve ahora sin nada. Ni dinero, ni salud, ni reputación. Lo ha despilfarrado todo. Solo trae vaciedad, humillación y derrota. Y solo se hizo consciente de lo perdido que estaba cuando nadie a su alrededor demostró interés alguno por él. Le habían hecho caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero cuando ya no le quedaba nada, dejó de existir para ellos. Entonces sintió toda la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que se puede sentir. Estaba realmente perdido, y fue precisamente eso lo que le hizo volver en sí. De repente, vio con claridad que el camino que había elegido le llevaba a la autodestrucción.

— ¿Piensas entonces que hay que pasar por una cierta privación para valorar lo que se tiene, también en lo espiritual?

No es necesario en absoluto, pero muchas veces es lo que hace despertar a algunas personas. El hijo pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo profundo de su ser. Cuando se encontró deseando que le dieran la comida de los cerdos, se dio cuenta entonces de que tenía una dignidad y de que debía procurar recuperarla. La confianza en el amor de su padre, aunque borrosa, le dio la fuerza para reclamar su condición de hijo, aunque esa reclamación no estuviera basada en mérito alguno.

Su regreso está lleno de ambigüedades. Hay arrepentimiento, pero un arrepentimiento interesado. Es un acercamiento a Dios en el que nos sentimos culpables, pero en el que nos cuesta recibir el perdón de Dios.

Los hermanos mayores y la envidia

Luego, a su llegada, hay un hecho que ensombrece la alegría de la vuelta a casa del hijo perdido durante años. En medio de aquella escena de alborozo y de perdón, hay una mirada sombría y distante, la del hijo mayor que no estaba en casa cuando el padre abraza a su hijo y le muestra su misericordia, y que, cuando llega y ve la fiesta de bienvenida en honor a su hermano, se enfada y no quiere entrar.

— ¿Qué piensas que ocurría en el interior de aquel hombre?

Estaba tan perdido como su hermano. No solo se había perdido el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debe hacer, pero interiormente, estaba también lejos de su padre. Trabajaba mucho todos los días, y cumplía con sus obligaciones, pero cada vez era más desgraciado y menos libre.

También es algo que puede suceder a quienes, como el hermano mayor, han permanecido aparentemente cerca de Dios, pero en realidad su corazón está tan frío como el del hermano menor. Es una tentación, la del hijo mayor, muy propia de quienes quieren cumplir con las expectativas de otros, y desean que se les considere cumplidores y ejemplares, pero que también experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia esos hermanos pequeños que abandonan el hogar y viven en el despilfarro y la lujuria. Ellos siempre han actuado con corrección, y les asalta la idea de que lo hacen porque no han tenido el coraje de ser tan irresponsables como los otros. Les resulta extraño admitirlo, pero en el fondo tienen envidia del hijo desobediente, cuando le ven disfrutar haciendo cosas que ellos reprueban. La vida de entrega a Dios les agrada, pero a veces la ven como una carga que les oprime. La obediencia y el deber se han convertido en una carga, y el servicio en una esclavitud.

El esfuerzo será necesario siempre

Hay muchos hijos e hijas mayores que están un poco perdidos a pesar de seguir en casa. El extravío del hijo menor es visible y claro, pero se comprende e incluso se simpatiza fácilmente con él. Sin embargo, el extravío del hijo mayor es más difícil de identificar. Al fin y al cabo, parecía hacerlo todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona severa y egoísta que estaba escondida y que con los años se había hecho más envidiosa y arrogante.

— ¿Quieres decir con esto que quien se queda más cerca de Dios tiene más riesgo de caer en esa soberbia?

Quiero decir que todos tenemos que esforzarnos por ser mejores, y que el riesgo de perderse nos afecta siempre a todos. Todos estamos expuestos al peligro de acomodarnos y enfriarnos. Ninguno debemos considerarnos exentos de la tentación por el hecho de habernos entregado a Dios. Igual que el hijo menor se perdió por no escuchar la voz de su padre y marcharse, el hijo mayor se perdió igualmente por no escuchar esa misma voz, aunque estaba más cerca. Porque, en determinado momento de la vida, una persona entregada a Dios puede sentirse como el hijo mayor, que había trabajado mucho en la granja de su padre, pero en vez de estar agradecido por todo lo que había recibido, se siente invadido por los celos de ese irresponsable hermano menor. Y su único remedio es reconocer que esos sentimientos proceden de la soberbia y el egoísmo.

Escuchar y seguir en toda circunstancia la voz de Dios

— ¿Y crees que el hijo menor que vuelve es más querido por Dios que el hermano mayor?

Pienso que el padre quiere igual a los dos, pero expresa ese amor de acuerdo con sus trayectorias personales. Conoce bien a ambos, y comprende sus cualidades y sus defectos. A cada uno le habla con afecto y con claridad, sin enredarse en compararlos tontamente, y a los dos les invita a participar de la alegría de estar allí.

— Entonces, si ninguno de los dos fue fiel, no queda claro qué opción es la mejor.

La opción mejor es ser fiel a la voz de Dios. Esta escena del Evangelio narra dos formas de ser infiel, y, sobre todo, la posibilidad de volver cuando se ha desoído esa voz.

El hijo menor desoyó la llamada de Dios al principio. Si seguimos con aquella comparación, no cogió esa llamada telefónica que Dios le hacía, a pesar de resonar muchas veces, o la cogió pero enseguida cortó. El hijo mayor respondió que sí al principio, pero se fue acostumbrando a oír esa voz y no actuar en consecuencia, y al final quedó tan ajeno a esa voz como su hermano pequeño. El efecto es parecido, uno por cortar y otro por malacostumbrarse o distraerse. Son distintas formas de no ser fiel, y no se trata de diseccionarlas para ver cuál es mejor o peor, sino de aprender a detectar el daño que nos produce alejarnos de la voz de Dios.

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Fuente: Interrogantes.net

domingo, 27 de enero de 2008

Una incomprensión inicial / Autor: Alfonso Aguiló

El que tiene la verdad en el corazón
no debe temer jamás que a su lengua
le falte fuerza de persuasión.

John Ruskin


— Entiendo que muchas veces es natural que haya una inicial resistencia por parte de los padres. El hijo debe convencerlos con la madurez de su comportamiento y con la perseverancia en su determinación.

Es verdad que también los padres necesitan a veces un poco tiempo para asimilar la vocación de sus hijos. Pero la madurez y la rectitud en el comportamiento debe estar presente por parte de todos.

Así sucedió, por ejemplo, con San Francisco de Sales. Había decidido entregarse a Dios, pero su padre, Francisco de Boisy, le tenía preparado un magnífico partido a su hijo: una joven llamada Francisca de Veigy, hija del consejero del Duque de Saboya. Al pequeño Francisco le costaba mucho contrariar a su padre, pero un día del año 1593 finalmente le hizo saber sus propósitos y estalló la tormenta: "Pero, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza?", gritaba su padre. "¡Una elección de ese tipo de vida exige más tiempo que el que tú te tomas!", tronaba furioso. Francisco contestaba que había tenido ese deseo desde la niñez. Y así una vez y otra. De vez en cuando, su madre intentaba ayudarle, sin que se notase que estaba de su parte, y sugería tímidamente: "Ay, será mejor permitirle a este hijo que siga la voz de Dios...". Finalmente, el Señor de Sales, después de un tiempo, cedió: "Pues adelante, hijo mío, haz por Dios lo que dices que Él te inspira."

Los padres se pueden tomar con más o menos entusiasmo la llamada


Aunque no todos los padres que ponen dificultades tienen ese carácter ardoroso y rompedor. Los señores Beltrán, una de las mejores familias de Valencia, no querían en absoluto interferir en la vocación de su hijo Luis. Solo querían "orientarla". Estaban acostumbrados a que su hijo les obedeciera en todo, y por eso, se quedaron desconcertados cuando les dijo que tenía unos planes diferentes a los que habían previsto: quería irse de casa y entregarse a Dios como fraile dominico. ¡Qué locura! No tenía salud suficiente, no sabía lo que hacía. Y empezaron su batalla. Aceptaban que se fuera, pero ahora no. Quizá en un futuro. No pasaba nada por esperar. Debía comprenderlo, su postura era razonable. Pero el joven Luis obró con la misma libertad que hubiese pedido en el caso de elegir una mujer que no hubiera agradado a sus padres. Escuchó sus consejos, y luego actuó con la libertad que sus padres decididamente le denegaban. Así que, un buen día del año 1544, en vista de la rotunda negativa paterna, decidió no volver a casa. Tenía dieciocho años. Estalló el escándalo familiar, una pequeña tragedia que se repite con frecuencia, con rasgos parecidos, siglo tras siglo, en algunos hogares en los que un alma decide dejarlo todo por Dios. Ni lo podían ni lo querían entender. Si hubieran vivido en nuestra época, habrían dicho que a su hijo "le habían comido el coco". Afortunadamente, la historia acabó como la gran mayoría de estas pequeñas tragedias familiares: con la aceptación de la vocación por parte de sus padres, que finalmente comprendieron que Dios quería ese camino para su hijo, que acabó siendo un gran santo de la Iglesia, San Luis Beltrán. Aquel hijo suyo, de cuya salud se preocupaban tanto, evangelizó durante bastantes años las regiones selváticas más difíciles, aprendió a hablar en los idiomas de los indígenas y convirtió miles de indios desde Panamá hasta el Golfo de Urabá. Aseguran las crónicas que bautizó a más de quince mil, que hizo numerosos milagros y que sirvió eficazmente y sin desfallecer a la Iglesia. Cuando su padre estaba en el lecho de muerte, sus últimas palabras fueron: "Hijo mío, una de las cosas que en esta vida me han dado más pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas."

El valor de entregar los hijos

San Bernardo de Claraval consolaba en una de sus cartas a los padres de un joven del siglo XII, Godofredo, que había decidido entregarse a Dios en Claraval, y les decía: "Si a vuestro hijo, Dios se lo hace suyo, ¿qué perdéis vosotros en ello y qué pierde él mismo? Si le amáis, habéis de alegraros de que vaya al Padre, y a tal Padre. Cierto, se va a Dios; mas no por eso creáis perderlo; antes bien, por él adquirís muchos otros hijos. Cuantos somos aquí en Claraval, y cuantos somos de Claraval, al recibirle a él como hermano, os tomamos a vosotros como padres. Pero quizá teméis que le perjudique el rigor de nuestra vida. Confiad, consolaos: yo le serviré de padre y le tendré por hijo, hasta que de mis manos lo reciba el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación."

Es un lamento que se repite de siglo en siglo. En el siglo XIX, Bernardette, la vidente de Lourdes, escribió una carta al padre de una amiga suya, M. Mouret, que no entendía la vocación de su hija. Bernardette le pedía que la dejase ir con ella: "Sea generoso con Dios –le decía– que nunca se deja vencer en generosidad. Algún día estará usted contento de haberle dado su hija, a quien no puede dejar en mejores manos que las del Señor. Quizás haría usted grandes sacrificios para confiarla a un hombre al que no conoce y que puede hacerla desgraciada, y, no obstante, ¿quiere negarla al que es el rey del cielo y de la tierra? ¡Oh, no, señor! Tiene usted muy buenos sentimientos para obrar de esa manera. En cambio yo creo que debe dar gracias a Dios por el beneficio que le concede...".

Oposiciones de todos los colores

Por aquella misma época, un joven ecuatoriano llamado Miguel Febres desea ingresar en el noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Le encanta la enseñanza y desea dedicar a ella su vida. Sus padres se oponen frontalmente, pues pertenecen a la alta sociedad y en cambio aquellos religiosos viven muy austeramente y se dedican a la educación de niños pobres. Para disuadirle lo envían a otro instituto, pero allí enferma y tiene que volver a casa. Finalmente, cuando el chico tiene catorce años, en 1868, su madre accede a que sea religioso. Su padre cede inicialmente, pero no deja de presionar para que abandone ese camino y, por ejemplo, no escribe a su hijo ni una sola línea en cinco años. Aquel chico pronto destaca como un profesor muy querido y valorado. Posee una gran cultura, domina cinco idiomas y escribe numerosos textos escolares que pronto se difunden por todo el país. Demuestra una enorme capacidad de querer y de hacerse querer, adquiere una gran confianza con sus alumnos y logra grandes mejoras en las personas. Cuando muere, en 1910, su fama de santidad se extiende por numerosos países de Europa y América. Sin su constancia para superar la oposición familiar inicial, no tendríamos hoy a San Miguel Febres, que la Iglesia propone como modelo de hombre culto, pero sencillo y humilde, totalmente entregado a la obra de la evangelización a través de la enseñanza.

En abril de 1949, pidió la admisión en el Opus Dei un estudiante latinomericano llamado Juan Larrea. Su familia no veía con agrado su decisión, tal vez por desconocimiento de lo que realmente era el Opus Dei, o acaso porque tal decisión desbarataba planes e ilusiones familiares. "Por entonces –contaba el propio Juan Larrea– mi padre era embajador de Ecuador ante la Santa Sede y me dijo que consultase el caso con Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado. Hablé con Mons. Montini, contándole mi historia, y después de larga y cariñosa conversación, Mons. Montini me dijo: tendré una palabra de paz para su padre. Días después recibió a mi padre diciéndole que había hablado con Pío XII y que le había dicho: "Diga Vd. al embajador que en ningún sitio estará mejor su hijo que en el Opus Dei". Veinte años más tarde, siendo yo obispo, visité a Mons. Montini, que era entonces el Papa Pablo VI, y me recordó con amabilidad la audiencia antes descrita".

Pero alegría posterior

Son testimonios diversos que confirman el gozo de tantos padres que inicialmente se opusieron tenazmente a la vocación de sus hijos, pero que, al final, comprendieron su decisión. El gozo de los padres que han sido generosos con la vocación de sus hijos no acabará aquí en la tierra. Los padres de las almas entregadas a Dios los querrán aún más en la otra vida, y contemplarán, con toda su grandeza, el influjo espiritual de la vida de sus hijos en miles y miles de almas.

Podemos imaginar el gozo de Luis Martín, al ver desde el cielo los grandes frutos que ha supuesto la entrega de su hija Santa Teresa de Lisieux. O la alegría de la madre de San Juan Bosco al contemplar el crecimiento de aquel hogar espiritual que nació gracias a su esfuerzo. O la satisfacción de Juan Bautista Sarto al comprobar cómo él, un pobre alguacil, contribuyó sin saberlo a enriquecer la Iglesia contemporánea de un modo profundísimo con la aportación de San Pío X.

También podemos imaginarnos a Teodora Theate, a Monna Lapa, a Juan Luis Beltrán, a Ferrante Gonzaga, a la madre de Juan Crisóstomo, a Pietro Bernardone y a tantos y tantos otros. También ellos gozarán al ver las maravillas que ha hecho Dios por medio de sus hijos. Y darán gracias porque, pese a sus lamentos, sus amenazas y "pruebas", sus hijos no les hicieron demasiado caso. Si hubieran llegado a hacerlo, la Iglesia y la humanidad no contarían ni con Santo Tomás de Aquino, ni con Santa Catalina de Siena, ni con San Luis Beltrán, ni con San Luis Gonzaga, ni con San Juan Crisóstomo, ni con San Francisco de Asís. La Iglesia habría sufrido enormes pérdidas, en el ámbito de la teología, del papado, de la evangelización, de la espiritualidad, de la doctrina.

La vocación de la familia

Gracias a Dios, sus hijos fueron fieles a su vocación, y las palabras de Jesús adolescente en el Templo resonaron en sus oídos con más fuerza que las de sus padres: "¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?". Con esas palabras, Jesús Niño quiso dejar su propio testimonio para dar fortaleza a quienes debían seguirle en el futuro. Y dejó también una referencia para los padres, pues María y José no protestaron, sino que supieron buscar, aun en lo inicialmente incomprensible y doloroso, la voluntad de Dios.

"Este episodio evangélico –comentaba Benedicto XVI– revela la más auténtica y profunda vocación de la familia: la de acompañar a cada uno de sus miembros en el camino del descubrimiento de Dios y del proyecto que Él ha dispuesto para ellos. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres, Él conoció toda la belleza de la fe, del amor por Dios y por su Ley, así como las exigencias de la justicia, que halla pleno cumplimiento en el amor. De ellos aprendió que en primer lugar hay que hacer la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre. La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el prototipo de cada familia cristiana, que está llamada a llevar a cabo la estupenda vocación y misión de ser célula viva no solo de la sociedad, sino de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano."

Pero a veces no entienden

Porque no todas las cosas son siempre fáciles de entender. Dice el Evangelio que María guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón. Y a la Virgen no le faltaba inteligencia, ni buena disposición, ni cercanía a Dios. Pero recibía contestaciones que le resultaban un tanto misteriosas, no fácilmente comprensibles, y que, sin embargo, aceptaba y meditaba en su corazón. "María y José –explicaba Juan Pablo II– le habían buscado con angustia, y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio (...) ¡Qué dolor tan profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces porque no se entiende que un hijo joven siga la llamada de Dios (...); una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para los padres y para los hijos."

Para quienes están en el proceso de discernimiento de su propia vocación, o para sus padres, meditar la vida de la Virgen siempre resultará enriquecedor. Todos obtendremos nueva luz si ponderamos en nuestro corazón esas escenas, contemplando, por ejemplo, el momento del Nacimiento, con su esperanza alegre y su calor humano; o la huída a Egipto, en los momentos duros de la fe o de la vocación; o su vida en Nazaret, para que lo cotidiano de nuestra vida no se tiña de rutina mala. La Virgen es siempre un modelo de la disposición con que debemos escuchar a Dios, de confianza para preguntar lo que no entendemos, de generosidad y de diligencia en la respuesta, de humildad, de perseverancia en las horas malas, de fidelidad a la misión recibida.

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Fuente: Interrogantes.net

jueves, 10 de enero de 2008

Hijos demasiados místicos / Autor: Alfonso Aguiló

El ideal o el proyecto más noble
puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita la menor inteligencia.
Alexander Kuprin


Pietro Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.

Don Pietro se presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle todo el dinero que había gastado en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado devolvió el dinero al airado padre, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre, y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta, que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad. En Roma no querían dar la aprobación porque les parecía demasiado rígida en cuanto a la pobreza, pero al fin lo lograron.

Al poco tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos, las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos más de cuarenta mil.

De la nada a una admirable difusión

— De todas formas, hay que disculpar un poco a su padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.

Sin duda hay que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy diversos, y que el respeto que hoy todo el mundo tiene por la elección de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa elección.

Una resolución firme y pertinaz

Algo parecido sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida por los "caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística". Porque ella, como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que además les venía muy bien emparentar a los Benincasa.

Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio fácil, y la riñó y la gritó como solamente ella sabía hacerlo: "¡Te casarás con quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!". La amenazó: "No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos".

Todo fue inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre, y que, además, no tenía la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su genio y su ingenio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia y les habló con una claridad meridiana: "Dejad todas esas negociaciones sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que buenamente me pidáis. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón."

Fue entonces cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: "Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana."

Admirada por todos

Lapa estaba desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era evidente que era solo una niña. Tenía diecisiete años. Pero Jacobo la miró fijamente, y Lapa supo que estaba perdiendo la batalla. No tuvo más remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: "¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!".

Y luego vino su incansable preocupación por los pobres y sus constantes limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían contra ella.

— ¿Y cómo acabó la historia de Catalina?

Catalina murió joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa, conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el 29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron guerras, presiones y amenazas: un reto de siglos, que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agrupaban a su alrededor para escucharla. Cuando tenía veinticinco años tenía ya una fama reconocida como conciliadora de la paz entre soberanos y sabia consejera de príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones gravísimas, y Catalina supo hacer las cosas con prudencia, inteligencia y eficacia.

Pero al fin comprendió

Lapa iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera hecho caso... Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria eran haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija –la sombra más amada por ella–, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, el resto de aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: "pero si es todavía una niña...".

— Yo creo que hoy día el principal miedo de los padres ante la vocación de sus hijos es el miedo a que fracasen en ese camino.

Es fácil de entender esa inquietud, pero también es fácil de entender que ese riesgo se da igualmente en la elección matrimonial, en el trabajo y en muchas cosas más, y los padres no deben oponerse a la entrega a Dios simplemente porque no tengan seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación. Además, en todas las instituciones de la Iglesia hay unos plazos para confirmar el discernimiento de la vocación, como existe el noviazgo antes del matrimonio.

— También es que a veces ven a sus hijos con muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.

No sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o la alteración del ánimo que a veces son propias de la adolescencia, de la misma manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas claros de falta de vocación. La vocación no es un premio a un concurso de méritos o de virtudes. Dios llama a quien quiere, y entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.

El cálculo de los padres

— Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así que el único problema es que puedan retrasar un poco su entrega.

El problema no es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr la entrega de sus hijos a Dios. Hay estilos de vida que facilitan el encuentro de los hijos con Dios, y otros que lo dificultan. Es lógico que los padres cristianos procuren que sus hijos tengan una cabeza y un corazón cristianos, y que se preocupen de que su hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad. Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.

La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que a veces sufren los padres cristianos ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o por su tibieza al acogerla. El "ten cuidado", el "no te pases de bueno", el egoísmo de querer tener los hijos siempre cerca o de que hagan siempre lo que los padres quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.

Algunos padres buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un orden: los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o incluso hacen lo posible por dificultar esa vocación, y que después se lamentan de cómo evoluciona después el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No deben olvidar que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo egoísta, sino el que determina la voluntad de Dios en conjunción con la libertad de cada hijo.

En un ambiente cristiano

— ¿Y es coherente que unos padres cristianos no deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?

Ante la entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios ese inmenso don. Cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad cristiana, es muy frecuente que Dios les bendiga en sus hijos.

Los buenos padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro de eso, que sus hijos aspiren a la santidad y no se queden en la mediocridad espiritual. En ese sentido, desean que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981: "Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad."

— ¿Y si desean solo que sus hijos retrasen ese paso?

Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros padres se lamentan de que sus hijos ya mayores se resisten a dejar el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso es siempre una muestra de madurez.

Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo que importa es que ese sueño coincida con lo que Dios quiere. El gran proyecto es que sean santos y se ganen la felicidad eterna del Cielo. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega generosa de sus hijos. A veces, esa entrega supondrá la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. Y eso no es un simple imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y a veces puede ser mayor mérito de los padres, que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, para entregarlo con alegría.

La separación física

— Pero es natural que les cueste la separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue a Dios.

Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo, buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que les exige un distanciamiento físico (facilitándoles que estudien en otra ciudad, o que vayan al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.

Sería ingenuo pensar que si esos hijos no se hubieran entregado a Dios estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente, el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de su edad, cuando se niegan por motivos egoístas, o por simple deseo de independencia, a participar en algunos planes familiares. Cuando pasan los años, y viendo las cosas con cierta perspectiva, suele comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a veces haya supuesto una separación física inicial mayor: les quieren más, porque Dios no separa, sino que une.

Es verdad que, con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar paterno. Es natural que a los padres les cueste ese paso, y sería extraño que esa separación no costara a todos, y a veces mucho. También aquí se manifiesta el verdadero espíritu cristiano de toda una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto el testimonio de su propia vida: "Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de manera que lo puse por obra."

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Fuente: interrogantes.net