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miércoles, 3 de octubre de 2007

Sensibilidad ante los sentimientos ajenos / Autor: Alfonso Aguiló

Falta de intuición ante los sentimientos

Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.

A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo están logrando herirle.
• O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto.
• O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente.
• O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.

—¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería?

No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.

Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.

Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo.

Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.

Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.

—Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.

Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.

Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos..., en fin, para casi todo.


Desde la primera infancia

La capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros, por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en gran parte, a la educación.

—¿Y cómo se aprende?

Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su conducta supone para otras personas.

Hacerle caer en la cuenta de las repercusiones que sus palabras o sus hechos tienen en los sentimientos de los demás.

Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho.

• Sano y cordial inconformismo

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas. Por eso, tantas veces, hasta las personas intelectualmente más brillantes pueden llegar a fracasar estrepitosamente en su relación con los demás, y resultar arrogantes, insensibles, o incluso odiosas.

Hay toda una serie de habilidades sociales que nos permiten relacionarnos con los demás, motivarles, inspirarles simpatía, transmitirles una idea, manifestarles cariño, tranquilizarles, etc. A su vez, la carencia de esas habilidades puede llevarnos con facilidad a inspirarles antipatía, desalentarles, despertar en ellos una actitud defensiva, ponerles en contra de lo que hacemos o decimos, inquietarles, enfadarles, etc.

Se trata de un aprendizaje emocional que, como hemos dicho, comienza desde una edad muy temprana. Puede consistir en que el niño aprenda a:
• contener las emociones (por ejemplo, para dominar su desilusión ante un regalo bienintencionado, pero que ha defraudado sus expectativas),
• o bien a estimularlas (por ejemplo, procurando poner y manifestar interés en una cortés conversación de compromiso que de por sí no le resulta interesante).

—Pero, en cierta manera, eso es esconder los verdaderos sentimientos y sustituirlos por otros que no se tienen, y que por tanto son falsos, o al menos artificiales.

No se trata de eso.

Lo que debe buscarse no es el falseamiento de los sentimientos, sino el automodelado
del propio estilo emocional.

Si una persona advierte, por ejemplo, que está siendo dominada por sentimientos de envidia, o de egoísmo, o de resentimiento, lo que debe hacer es procurar contener esos sentimientos negativos, al tiempo que procura estimular los sentimientos positivos correspondientes. De esa manera, con el tiempo logrará que éstos acaben imponiéndose sobre aquéllos, y así irá transformando positivamente su propia vida emocional.

—Pero muchos sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino adecuados o inadecuados a la situación en que estamos.

Sí, y por esa razón en muchas ocasiones es preciso esforzarse en compartimentar las emociones, es decir, procurar no seguir bajo su influencia cuando las circunstancias han cambiado y exigen en nosotros otra actitud.

Por ejemplo, podemos tener una situación en el trabajo que nos lleva a emplear nuestra autoridad de una manera que probablemente luego no es nada adecuada al llegar a casa. O quizá hemos tenido una conversación algo tensa, o una reunión difícil, y salimos algo alterados, con o sin razón, pero... quizá esa actitud, o ese tono de voz, o esa cara, son rigurosamente inoportunos e inadecuados para la reunión o la conversación siguientes.

Por eso, la dificultad de trato de muchas personas no está en que les falte afabilidad o cordialidad, sino en que no saben compartimentar. Al permitir que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males. Ese tipo de personas sufre con facilidad muchas decepciones, porque se ven arrastradas por sus estados de desánimo, crispación o euforia. Son un poco simples, se lee en ellos como en un libro abierto, y son por eso muy vulnerables: el que sepa captar sus cambios de humor jugará con ellos como con una marioneta, con sólo saber tocar los puntos oportunos en el momento oportuno.

—Es cierto que muchas veces experimentamos sentimientos que no nos parecen adecuados..., pero estar todo el día pendientes de corregirlos, produce una tensión interior..., ¿eso es bueno?

Es que no debe ser una tensión crispada, ni agobiante. Debe ser un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad, que no nos agota ni nos angustia sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida.

—¿Y cuándo puede uno sentirse ya satisfecho de cómo es su estilo sentimental? Porque esto es una historia sin fin...

Soy partidario de un sano, cordial y prudente inconformismo, pues quienes son demasiado conformistas con lo que ya son, hipotecan mucho su felicidad.

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