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miércoles, 5 de diciembre de 2007

María «Un celestial plano inclinado» / Una meditación de Chiara Lubich

María no es fácilmente comprendida por los hombres, aunque es muy amada. En un corazón alejado de Dios es más fácil encontrar la devoción a ella que la devoción a Jesús.

Es amada universalmente. Y el motivo es éste: que María es Madre. En general, a las madres no se las «comprende» —especialmente los hijos pequeños—, sino que se las ama. Y no es raro, sino más bien muy frecuente, que incluso un hombre de ochenta años muera pronunciando en último lugar la palabra «madre».

La madre es más objeto de intuición del corazón que de especulación del entendimiento; es más poesía que filosofía, porque es demasiado real y profunda, y cercana al corazón humano.

Lo mismo sucede con María, la Madre de las madres, a la que la suma de todos los afectos, las bondades y las misericordias de las madres del mundo no son capaces de igualar.

Jesús, en cierto sentido, está frente a nosotros. Sus divinas y espléndidas palabras son demasiado distintas de las nuestras como para confundirse con ellas.

María es pacífica como la naturaleza, pura, serena, tersa, templada, bella; esa naturaleza alejada del trajín del mundo, como en la montaña, en el campo, en el mar, en el cielo azul o estrellado. Y es fuerte, vigorosa, ordenada, continua, inflexible, rica de esperanza, porque en la naturaleza está la vida que aflora perennemente beneficiosa, engalanada con la etérea belleza de las flores, caritativa en la rica abundancia de los frutos. María es demasiado sencilla y está demasiado cerca de nosotros como para ser «contemplada».

Ella es «ensalzada» por corazones puros y enamorados que expresan así lo mejor que hay en ellos. Trae lo divino a la tierra, suavemente, como un celestial plano inclinado que desciende desde la inmensa altura de los Cielos a la infinita pequeñez de las criaturas. Es la Madre de todos y de cada uno, la única que sabe balbucear y sonreír a su niño de tal manera que cualquiera, por pequeño que sea, puede gozar de esas caricias y responder con su amor a ese amor.

No se comprende a María porque está demasiado cerca de nosotros. Destinada por el Padre Eterno a traer a los hombres las gracias, divinas joyas del Hijo, está junto a nosotros y espera, siempre paciente, que advirtamos su mirada y aceptemos su don. Y si alguien, para su dicha, la comprende, ella lo transporta a su Reino de paz, donde Jesús es rey y el Espíritu Santo es el aliento de ese Cielo.

Desde allí, purificados de nuestras escorias e iluminados en nuestra oscuridad, la contemplaremos y gozaremos de ella, como un paraíso añadido, como un paraíso aparte.

Merezcamos desde aquí que nos llame por «su camino», no para continuar siendo pequeños en el espíritu, con un amor que es sólo súplica, imploración, petición e interés, sino para que, conociéndola un poco, podamos glorificarla.

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(María, transparencia de Dios, Ciudad Nueva, Madrid 2003)

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