viernes, 18 de enero de 2008
Meditación para el tercer día de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Publicamos el comentario a los textos bíblicos escogidos para el tercer día de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el 19 de enero.
El texto forma parte de los materiales distribuidos por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos.
DÍA TERCERO. Orad sin cesar por la conversión de los corazones
Animad a los tímidos y sostened a los débiles (1 Tes 5,14)
Jon 3,1-10. La conversión de Nínive
Sal 51,8-15. Crea en mí un corazón puro
1 Tes 5 (12a) 13b-18. Animad a los tímidos
Mc 11,15-17. Una casa de oración
Comentario
En el origen y en el corazón del ecumenismo, se encuentra una llamada urgente al arrepentimiento y a la conversión. Es necesario sabernos desafiar mutuamente en nuestras comunidades cristianas, como Pablo nos invita en la primera carta a los Tesalonicenses. Si uno u otro siembra división, que se corrija; si algunos tienen miedo a lo que implica una reconciliació n costosa podría implicar, que se animen.
¿Por qué ocultarlo? Si las divisiones entre cristianos permanecen, es también por falta de voluntad de comprometerse con determinación en el diálogo ecuménico e incluso simplemente en la oración por la unidad.
La Biblia nos informa de cómo Dios envió a Jonás para interpelar a Nínive y cómo toda la ciudad se arrepintió. De la misma manera, las comunidades cristianas deben ponerse a la escucha de la Palabra de Dios y arrepentirse. Durante el último siglo, los profetas de la unidad no faltaron para recordar a los cristianos la infidelidad de su desunión y la urgencia de la reconciliació n.
A imagen de la intervención vigorosa de Jesús en el templo, la llamada a la reconciliació n de los cristianos puede seriamente trastornar nuestras certezas. Necesitamos purificarnos también. Debemos saber purificar nuestro corazón de todo lo que le impide ser una auténtica casa de oración, preocupada por la unidad de todas las naciones.
Oración
Señor, tú quieres la verdad en el fondo del ser; en el secreto de nuestro corazón; tú nos enseñas la sabiduría. Haz que nos animemos mutuamente en los caminos de la unidad. Muéstranos las conversiones necesarias para la reconciliació n. Da a cada uno un corazón renovado, un corazón verdaderamente ecuménico; así te lo pedimos. Amén.
Meditación para el segundo día de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Publicamos el comentario a los textos bíblicos escogidos para el segundo día de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el 19 de enero.
El texto forma parte de los materiales distribuidos por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos.
Textos bíblicos, meditaciones y oraciones
para el Octavario
Día segundo Orad siempre, no tengáis confianza más que en Dios
Manteneos en constante acción de gracias (1 Tes 5,18)
1 Re 18,20-40 El Señor es Dios
Sal 23 El Señor es mi pastor
1 Tes 5,(12a)13b-18 Manteneos en constante acción de gracias
Jn 11,17-44 Padre, te doy gracias porque tú me has escuchado
Comentario
La oración se fundamenta en la confianza de que Dios es poderoso y fiel. Solo él abarca todo, presente y futuro. Su palabra es creíble y verídica.
La historia de Elías en 1 Reyes muestra de manera impresionante la unicidad de Dios. Elías amonesta a los apostatas que veneran a Baal que no responde a sus oraciones. Sin embargo cuando Elías ora al Dios de Israel, la respuesta es inmediata y milagrosa. El pueblo toma conciencia y de nuevo vuelve su corazón hacia Dios.
El Salmo 23 es una profunda confesión de confianza. Describe a una persona convencida de que Dios guía sus pasos y que lo tiene cerca de sí mismo en los momentos difíciles de la vida, cuando está presa de la desolación y de la opresión.
Probablemente nos encontramos en circunstancias difíciles, a veces incluso de gran agitación. Probablemente atravesamos por momentos de desesperación y desaliento. A veces, nos parece que Dios se oculta. Pero no está ausente. Manifestará su poder para liberarnos en medio de nuestras luchas existenciales. Esta es la razón por la que le damos gracias en toda circunstancia.
La resurrección de Lázaro es uno de los episodios más espectaculares narrados en el evangelio de Juan. Revela el poder de Cristo capaz de romper los vínculos de la muerte y anticipa la nueva creación. Jesús ora en voz alta en medio del pueblo y da gracias a su Padre por los potentes milagros que realizará. La obra salvadora de Dios se realiza a través de Cristo para que todos crean en él.
El peregrinaje ecuménico nos ayuda mejor a tomar conciencia de las acciones maravillosas de Dios. Comunidades cristianas separadas unas de las otras se encuentran. Descubren su unidad en Cristo y comprenden que todas son parte de una sola y misma Iglesia, y tienen necesidad unos de los otros.
Probablemente hay sombras que vienen a ocultar la perspectiva de la unidad, que se ponga en peligro por algunas frustraciones y tensiones, que nos preguntemos si nosotros, los cristianos, estamos realmente llamados a la unidad. Nuestra oración incesante nos sostiene cuando nos volvemos hacia Dios y tenemos confianza en él. No dudamos que realiza su obra en nosotros y nos conducirá hacia la luz de su victoria. Siempre nuestra reconciliación y nuestra unidad son el principio de su reino.
Oración
Dios de toda la creación, escucha a tus niños en su oración. Ayúdanos a conservar nuestra fe y nuestra confianza en ti. Enséñanos a darte gracias en toda circunstancia, a tener confianza en tu misericordia. Danos la verdad y la sabiduría, para que tu Iglesia nazca a la nueva vida en la comunión. Tú solo eres nuestra esperanza. Amén.
El texto forma parte de los materiales distribuidos por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos.
Textos bíblicos, meditaciones y oraciones
para el Octavario
Día segundo Orad siempre, no tengáis confianza más que en Dios
Manteneos en constante acción de gracias (1 Tes 5,18)
1 Re 18,20-40 El Señor es Dios
Sal 23 El Señor es mi pastor
1 Tes 5,(12a)13b-18 Manteneos en constante acción de gracias
Jn 11,17-44 Padre, te doy gracias porque tú me has escuchado
Comentario
La oración se fundamenta en la confianza de que Dios es poderoso y fiel. Solo él abarca todo, presente y futuro. Su palabra es creíble y verídica.
La historia de Elías en 1 Reyes muestra de manera impresionante la unicidad de Dios. Elías amonesta a los apostatas que veneran a Baal que no responde a sus oraciones. Sin embargo cuando Elías ora al Dios de Israel, la respuesta es inmediata y milagrosa. El pueblo toma conciencia y de nuevo vuelve su corazón hacia Dios.
El Salmo 23 es una profunda confesión de confianza. Describe a una persona convencida de que Dios guía sus pasos y que lo tiene cerca de sí mismo en los momentos difíciles de la vida, cuando está presa de la desolación y de la opresión.
Probablemente nos encontramos en circunstancias difíciles, a veces incluso de gran agitación. Probablemente atravesamos por momentos de desesperación y desaliento. A veces, nos parece que Dios se oculta. Pero no está ausente. Manifestará su poder para liberarnos en medio de nuestras luchas existenciales. Esta es la razón por la que le damos gracias en toda circunstancia.
La resurrección de Lázaro es uno de los episodios más espectaculares narrados en el evangelio de Juan. Revela el poder de Cristo capaz de romper los vínculos de la muerte y anticipa la nueva creación. Jesús ora en voz alta en medio del pueblo y da gracias a su Padre por los potentes milagros que realizará. La obra salvadora de Dios se realiza a través de Cristo para que todos crean en él.
El peregrinaje ecuménico nos ayuda mejor a tomar conciencia de las acciones maravillosas de Dios. Comunidades cristianas separadas unas de las otras se encuentran. Descubren su unidad en Cristo y comprenden que todas son parte de una sola y misma Iglesia, y tienen necesidad unos de los otros.
Probablemente hay sombras que vienen a ocultar la perspectiva de la unidad, que se ponga en peligro por algunas frustraciones y tensiones, que nos preguntemos si nosotros, los cristianos, estamos realmente llamados a la unidad. Nuestra oración incesante nos sostiene cuando nos volvemos hacia Dios y tenemos confianza en él. No dudamos que realiza su obra en nosotros y nos conducirá hacia la luz de su victoria. Siempre nuestra reconciliación y nuestra unidad son el principio de su reino.
Oración
Dios de toda la creación, escucha a tus niños en su oración. Ayúdanos a conservar nuestra fe y nuestra confianza en ti. Enséñanos a darte gracias en toda circunstancia, a tener confianza en tu misericordia. Danos la verdad y la sabiduría, para que tu Iglesia nazca a la nueva vida en la comunión. Tú solo eres nuestra esperanza. Amén.
Usted, ¿qué cree?: Consumismo y la educación sexual de los jóvenes
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Científicos aprueban un milagro atribuido a la intercesión del periodista Lolo / Autora: Miriam Díez i Bosch
Entrevista con el postulador, monseñor Rafael Higueras
ROMA, jueves, 17 enero 2008 (ZENIT.org).- En la mañana del jueves una comisión de cinco médicos, por encargo de la Congregación para las Causas de los Santos, reconoció como «científicamente inexplicable» lo que se considera que es un milagro atribuido a la intercesión del laico Manuel Lozano Garrido, conocido entre sus amigos como Lolo, periodista e inválido.
El dictamen médico constituye un paso decisivo hacia la beatificación. Ahora este caso será analizado por la comisión de teólogos y luego la de cardenales.
Benedicto XVI aprobó el 17 de diciembre la publicación del decreto que reconoce las virtudes heroicas de este español, que vivió buena parte de su vida (1920-1971) en una silla de ruedas y los últimos años quedó ciego y paralítico.
Visiblemente emocionado, el postulador, que vio morir entre sus brazos a este laico de Linares (Jaén), ha concedido esta entrevista a Zenit en la que explica cómo vivió su enfermedad este periodista que había formado parte de la Acción Católica y que creó grupos de oración en monasterios que rezaban --y rezan todavía-- por los comunicadores.
--Lolo ya era un modelo de virtudes. Hoy médicos han considerado científicamente inexplicable lo que muchos consideran un milagro atribuido a su intercesión.
--Don Rafael: Pues sí, hoy hace un mes justo se declararon las virtudes heroicas de Lolo. En esa ocasión, el Papa nos recibió a los postuladores y ese mismo día firmó el decreto de virtudes heroicas de Lolo.
Es praxis de la Iglesia que nunca se estudie un milagro si antes no se ha reconocido la vida y virtudes de la persona. Hoy se ha reunido la consulta médica y ha dado su voto positivo.
Ahora queda por reunir a una comisión los teólogos para que analicen si este científicamente inexplicable ha tenido por invocación a Dios a través de la intercesión de Lolo, y que no hay otras razones además para la inexplicabilidad de la curación. Después los cardenales volverán a estudiarlo. Solo después el Papa puede firmar el «sí» al milagro.
--¿Cuál ha sido el milagro?
--Don Rafael: El milagro, ahora ya se puede decir, es la curación del niño Rogelio de Haro Sagra de fallo multiorgánico por sepsis a Gram negativos (1972). Era un niño de un año y medio en el año 1974 (en el 1971 murió Lolo). Tiene apendicitis, peritonitis, lo operan, se le complica, le tienen que extirpar metro y medio de intestino. Se le complica la situación con vómitos. El abuelo lleva la mortaja para enterrarlo en el pueblo natal. Le ponen el crucifijo de Lolo y a los tres o cuatro días estaba en su casa.
No es un milagro momentáneo, es un milagro «quadmon», es decir, la terapia aplicada no es suficiente para obrar el fruto. Hoy es un gran mocetón y un árbitro de tenis y ha testimoniado.
--«Lolo sacramento del dolor», qué bonito: ¿quién lo dijo?
--Don Rafael : Es una frase preciosa del hermano Roger de Taizé. En una visita que hizo recién concluido el Concilio Vaticano II, Concilio que Lolo siguió día a día. El fundador de la comunidad ecuménica le visitó y cuando vio su figura esquelética, sin ningún movimiento, ciego y que sin embargo, era de esa productividad en escritos y productividad apostólica, no tuvo más remedio que decir que era «un sacramento del dolor».
--¿Qué hubiera dicho Lolo ante la mentalidad pro-eutanasia?
--Padre Rafael: Lolo era un enamorado de la vida, tan enamorado que hablaba de cualquier cosa, de lo que pasaba en la calle y jugando los niños; de lo que pasaba en la ciudad por la situación minera de Linares...
Lolo era un defensor de la vida. Él sabía que en cualquier momento podía morir, pero que siempre tenía que estar haciendo lo que en sus manos estuviera para servir en el dolor, durara lo que le durara.
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Meditación para el primer día de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Publicamos el comentario a los textos bíblicos escogidos para el primer día de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el 18 de enero.
El texto forma parte de los materiales distribuidos por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos.
Textos bíblicos, meditaciones y oraciones
para el Octavario
Día primero Orad siempre
No ceséis de orar (1 Tes 5,17)
Is 55,6-9 Buscad al Señor mientras se le encuentra
Sal 34 Llamé al Señor y él me respondió
1 Tes 5,13b-18 No ceséis de orar
Lc 18,1-8 Orar constantemente y sin desfallecer
Comentario
Pablo ha escrito: "Estad siempre alegres. No ceséis de orar. Manteneos en constante acción de gracias, porque esto es lo que Dios quiere de vosotros como cristianos". Su carta va dirigida a una comunidad de fieles ansiosos ante la muerte. Muchos hermanos y hermanas, buenos y creyentes, se "durmieron" antes de que el Señor vuelva de nuevo para unirlos a todos en su resurrección. ¿Que será de estos fieles difuntos? ¿Cuál será la suerte de los vivos? Pablo los reconforta diciendo que los muertos resucitarán con los vivos y los invita "a orar sin cesar". ¿Pero qué significa orar sin cesar? Las lecturas de hoy ofrecen algunos elementos como respuesta a esta cuestión. Toda nuestra vida debe ser una búsqueda de Dios, en la convicción que si buscamos, encontraremos.
En pleno exilio, cuando todo parece inútil y sin esperanza, el profeta Isaías proclama: "Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca". Incluso en el exilio, el Señor está cerca de su pueblo y le exhorta a dirigirse a él en la oración, y a seguir sus órdenes para que pueda conocer su misericordia y su perdón. En el centro del salmo 34 encontramos esta convicción profética que el Señor responderá a la llamada de los que lo invocan, uniendo la alabanza a la llamada a la oración continua.
En el evangelio de Lucas, Jesús dice la parábola de la viuda que pide justicia por un juez que no tiene temor de Dios ni respeto a los hombres. Este relato es una manera de recordar la necesidad de una oración constante, "orar siempre y sin desfallecer", y la certeza que la oración concederá: "¿Y Dios no haría justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?".
Como cristianos en búsqueda de la unidad, meditamos sobre estas lecturas para encontrar "la voluntad de Dios" respecto a nosotros "en Cristo Jesús". Es Cristo aquel que vive en nosotros. La llamada de orar sin cesar se convierte en parte integral de su intercesión eterna ante el Padre: "Que todos sean uno... para que el mundo crea... ". La unidad que buscamos es la unidad "tal como Cristo la quiere" y la celebración del "octavario" de oración por la unidad de los cristianos es el reflejo del concepto bíblico de plenitud, es decir, la esperanza que un día habrá respuesta a nuestra oración.
La unidad es un don que Dios hace a la Iglesia. Es también la vocación de los cristianos destinados a vivir de este don. La oración por la unidad es la fuente de donde brota cualquier esfuerzo humano dedicado para manifestar la unidad plena y visible. Numerosos son los frutos producidos hace un siglo de octavarios de oración por la unidad. Con todo, numerosas también son las barreras que dividen aún los cristianos y sus Iglesias. Con el fin de no desalentarnos, debemos ser constantes en la oración y buscar al Señor y su voluntad en todo lo que emprendemos y en todo lo que somos.
Oración
Señor de la unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te pedimos sin cesar para que todos seamos uno como tú eres uno. Padre, oye nuestra llamada cuando te buscamos. Cristo, condúcenos a la unidad que deseas para nosotros. Espíritu Santo, procura que no nos desalentemos nunca. Amén.
El texto forma parte de los materiales distribuidos por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos.
Textos bíblicos, meditaciones y oraciones
para el Octavario
Día primero Orad siempre
No ceséis de orar (1 Tes 5,17)
Is 55,6-9 Buscad al Señor mientras se le encuentra
Sal 34 Llamé al Señor y él me respondió
1 Tes 5,13b-18 No ceséis de orar
Lc 18,1-8 Orar constantemente y sin desfallecer
Comentario
Pablo ha escrito: "Estad siempre alegres. No ceséis de orar. Manteneos en constante acción de gracias, porque esto es lo que Dios quiere de vosotros como cristianos". Su carta va dirigida a una comunidad de fieles ansiosos ante la muerte. Muchos hermanos y hermanas, buenos y creyentes, se "durmieron" antes de que el Señor vuelva de nuevo para unirlos a todos en su resurrección. ¿Que será de estos fieles difuntos? ¿Cuál será la suerte de los vivos? Pablo los reconforta diciendo que los muertos resucitarán con los vivos y los invita "a orar sin cesar". ¿Pero qué significa orar sin cesar? Las lecturas de hoy ofrecen algunos elementos como respuesta a esta cuestión. Toda nuestra vida debe ser una búsqueda de Dios, en la convicción que si buscamos, encontraremos.
En pleno exilio, cuando todo parece inútil y sin esperanza, el profeta Isaías proclama: "Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca". Incluso en el exilio, el Señor está cerca de su pueblo y le exhorta a dirigirse a él en la oración, y a seguir sus órdenes para que pueda conocer su misericordia y su perdón. En el centro del salmo 34 encontramos esta convicción profética que el Señor responderá a la llamada de los que lo invocan, uniendo la alabanza a la llamada a la oración continua.
En el evangelio de Lucas, Jesús dice la parábola de la viuda que pide justicia por un juez que no tiene temor de Dios ni respeto a los hombres. Este relato es una manera de recordar la necesidad de una oración constante, "orar siempre y sin desfallecer", y la certeza que la oración concederá: "¿Y Dios no haría justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?".
Como cristianos en búsqueda de la unidad, meditamos sobre estas lecturas para encontrar "la voluntad de Dios" respecto a nosotros "en Cristo Jesús". Es Cristo aquel que vive en nosotros. La llamada de orar sin cesar se convierte en parte integral de su intercesión eterna ante el Padre: "Que todos sean uno... para que el mundo crea... ". La unidad que buscamos es la unidad "tal como Cristo la quiere" y la celebración del "octavario" de oración por la unidad de los cristianos es el reflejo del concepto bíblico de plenitud, es decir, la esperanza que un día habrá respuesta a nuestra oración.
La unidad es un don que Dios hace a la Iglesia. Es también la vocación de los cristianos destinados a vivir de este don. La oración por la unidad es la fuente de donde brota cualquier esfuerzo humano dedicado para manifestar la unidad plena y visible. Numerosos son los frutos producidos hace un siglo de octavarios de oración por la unidad. Con todo, numerosas también son las barreras que dividen aún los cristianos y sus Iglesias. Con el fin de no desalentarnos, debemos ser constantes en la oración y buscar al Señor y su voluntad en todo lo que emprendemos y en todo lo que somos.
Oración
Señor de la unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te pedimos sin cesar para que todos seamos uno como tú eres uno. Padre, oye nuestra llamada cuando te buscamos. Cristo, condúcenos a la unidad que deseas para nosotros. Espíritu Santo, procura que no nos desalentemos nunca. Amén.
jueves, 17 de enero de 2008
miércoles, 16 de enero de 2008
San Antonio Abad / Autor: José Martí Ballester
El 17 de enero es la fiesta de San Antón Abad fundador de la vida monástica que tanto atrajo a los jóvenes de la época
Nació el año 251, en una aldea del sur de Menfis, del Alto Egipto, de familia cristiana, pero iletrada, como lo fue él. A los veinte años heredó una gran fortuna a la muerte de sus padres y tuvo que cuidarse de una hermana, menor que él. Un día, en la iglesia, oyó leer al diácono, las palabras del evangelio: “Ve, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos” (Mt. 19,21) y, lo que no aceptó aquel joven a quien Jesús las dirigió, las puso en práctica Antonio, reservándose lo necesario para vivir. Lo que nos confirma que las palabras de Cristo no quedan estériles, aunque el primer destinatario invitado se vaya triste por no querer seguirlas. Bien decía, con espíritu de fe, el padre Segundo Llorente, jesuita: Salgo a sembrar vocaciones en Alaska, aunque se que allí no germinarán, pero con seguridad de fe, se que darán fruto en otro lugar del mundo. En Antonio fructificaron al ciento por uno. Poco después volvió a oír: “No os preocupéis por el mañana” (Mt 6,34), y terminó de vender lo que aún poseía. colocó a su hermana en una especie de monasterio femenino, y se retiró a vivir en un paraje, cercano a su pueblo, para vivir al estilo de otro anciano eremita. San Antón, como se le llama en España, ha sido y es santo de devoción extendida, que hoy perdura en los pueblos. Durante la Edad Media su culto se difundió por Oriente y Occidente. San Atanasio, escribió su vida de autenticidad indudable, con la que hoy contamos para nuestra información. Encontró San Pablo, primer ermitaño a San Atanasio escribiendo y no le quiso molestar diciendo: “Sinamus Sanctum pro Sancto laborare”, “dejemos trabajar a un santo por otro santo” San Atanasio describe sus tentaciones famosas. El demonio le atacó primero con imaginaciones obscenas, y se le apareció él mismo en forma de mujer seductora y de negro amenazador. La oración, la mortificación y la vigilancia exquisita de los sentidos dieron al Santo la victoria. Conseguida ésta, se retiró todavía más al interior del desierto, donde un amigo le llevaba pan de vez en cuando. El demonio tornó de nuevo al ataque, ahora con gran aparato de ruidos, recurriendo también a su presencia visible y una vez le dio una paliza tan enorme, que su amigo lo encontró sin sentido. Al recobrarse, clamó al Señor: "¡Dios mío!, ¿dónde has estado este tiempo?" El Señor le contestó: "Siempre junto a ti"
VIDA PENITENTE
Desde el año 272 hasta el 285, observó una vida penitente y retirada, aunque no del todo solitaria, en las proximidades de la ciudad y aun dentro de ella. Sin embargo, en ese año San Antonio inaugura la vida completa de soledad, cruzando el Nilo y refugiándose, no en las cercanías de Koman, sino en lo alto de un monte, en el que pasó cerca de treinta años, sin ver más que a un hombre que le llevaba pan una vez cada seis meses. Comía seis onzas de pan mojadas en agua y algunos dátiles, una vez al día, al ponerse el sol. y fueron frecuentes las veces en que pasó tres y cuatro dias sin probar bocado y a pesar de su austeridad, se mantenía tan fuerte y saludable que más de un extranjero le reconoció entre sus discípulos por la alegría del rostro.
DISCÍPULOS Y MONASTERIOS
En efecto, le llovían muchas solicitudes, que le obligaron el año 305 a fundar varios monasterios, casi todos constituidos por celdas independientes, que visitaba de vez en cuando, lo que le ocasionó escrúpulos de conciencia por romper la soledad. Para visitarlos tenía que atravesar, y lo hacía tranquilamente, un río, infestado de cocodrilos: Podemos imaginarnos cuál sería la formación ascética y mortificada que daría a sus monjes. Sin embargo, insistía en que la perfección no consiste en la penitencia, sino en el amor. Les recalcaba el pensamiento de la muerte, haciéndoles imaginar que no terminarían el día o la noche. Santa Teresa escribe que parece que algunas monjas parece que han venido al convento para no morirse. Hoy se puede decir que la gente cree que no hay más vida que ésta, en consecuencia hay que disfrutarla y procurar no morirse nunca, tal es la valoración que hacen de sus propios cuerpos. Antonio educaba a sus discípulos en el mayor desprecio al demonio. "Es un ser -les decía- que teme la oración, el ayuno y las buenas obras. No es capaz ni siquiera de detenerme cuando hablo mal de él. En el año 311 Antonio se presentó en la ciudad de Alejandría. Maximiano había recrudecido su persecución, y el Santo, con su túnica de pieles blancas, bajó a consolar a los posibles mártires. En cuanto renació la paz, volvió él a su monasterio, de donde salió para fundar otro monasterio, cerca del Nilo, aunque él siguió viviendo en su montaña. Allí continuó alternando el trabajo manual con la oración, hasta que el arrianismo le sacó otra vez de su Tebaida y le llevó a Alejandría, donde sus sermones y milagros convirtieron a muchos.
SAN JÉRONIMO Y DIDIMO EL CIEGO
Cuenta San Jerónimo que durante su estancia se encontró con el famoso filósofo cristiano Didimo el Ciego, al que consoló diciendo que debía apreciar más la luz de Dios y de su amor que la de los ojos, que nos es común hasta con los gusanos. Lo mismo San Jerónimo que San Atanasio nos refieren sus disputas con los filósofos paganos, a algunos respondió que no necesitaba de libros en su retiro, contemplando el de la naturaleza, frase que Juan Pablo II repetía en sus cortas vacaciones entre montañas. A algunos, que intentaban reírse de su falta de letras, les preguntó qué era más interesante, si los libros o el buen sentido que los inspiraba. "El buen sentido", le dijeron. "Pues ése lo tengo yo.
San Jerónimo cita varias cartas del Santo dirigidas a sus monjes. En ellas les recomienda como necesario para cada escalón de la santidad el conocimiento de sí mismo. San Atanasio nos ha conservado la que contestó a Constantino el Grande y sus dos hijos recomendándoles que no se olvidaran del juicio. "No os maraville --decía a sus monjes-- que el emperador haya escrito a un hombre como yo. Maravillaos de que Dios nos haya hablado por medio de su Hijo: Cuando los suyos se asombraron del número de vocaciones religiosas, él les anunció con lágrimas en los ojos que llegaría el día en que los monjes habitarían en buenos edificios en las ciudades, comerían en abastecidas mesas, y no se diferenciarían de los seglares más que en el vestido. Hoy ni siquiera en eso.
COMO JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO
Si refiriéndose a Juan Bautista Jesús hizo el elogio mayor que brotó de sus labios, hoy, tomándolo del evangelio, la Iglesia puede decir lo mismo de Antonio. Aquel egipcio analfabeto y tosco con sus cien años de historia casi en su totalidad pasados en soledad y silencio, es uno de los hombres de Dios que más han influido en la construcción del Reino de Dios. Pedro está a la cabeza de los papas y obispos, Pablo al frente de doctores y misioneros, Esteban el primero de los mártires, Antonio el fundador de doctores de la santidad. Tras él monjes, frailes, religiosos todos le siguen como a pastor y padre. He aquí su obra que ni él mismo pudo nunca medir y agradecer debidamente a Dios. La vida humana como una búsqueda absoluta de santidad, la vida humana resuelta según este único afán y propósito, ese fue su invento, su hallazgo genial, su sistematizació n del evangelio para ofrecer un género de vida original y extraño. pero tan profundo y definitivo que todos los demás fundadores han aplicado su invención a cada tiempo. Su vida pues, obtiene todo el valor de una voz que se alza en el desierto, invitando desde allí a los elegidos del Señor, a seguir su senda.
Otros escribirán tratados, otros recorrerán el mundo, otros derramarán su sangre, Antonio sobre aquellos arenales junto a Menfis encenderá una hoguera para orientar a los generosos tras las huellas del Señor. Empezó tomando a la letra aquello de “ve y vende todo lo que tienes...” Tenía dieciocho años, no sabía leer ni escribir, no era más que un pobre ignorante, que entendió a Dios. Lo vendió todo y siguió a Cristo buscándole en la soledad. Primero junto a su casa, después escondido en un sepulcro, al fin la inmensa soledad de los desiertos. Allí se puso a hablar con Dios. Y surgió la fecundidad, tenía que surgir, porque aquel hombre diminuto, como semilla sobre la tierra, llevaba la vida y la verdad. A él acudían de todos lados los buscadores de Dios. Arreciaba la última persecución; justo el año en que Diocleciano subía a emperador de Roma.
EL FUNDADOR DE LA VIDA RELIGIOSA
Antonio bajaba al desierto. Las ciudades se despoblaban y rebosaban las grutas y las ermitas. Surgió una nueva sociedad de hombres que seguían una forma de vida, aparentemente vieja, pero auténticamente original, la comunidad cristiana depurada, el programa del evangelio hecho carne. Aquellos primeros monjes vivían cantando al Señor y meditando, trabajando con sencillez y mortificando la carne, peleando con demonios y elevando a profesión la más bella caridad. Cantaban. En aquellos desiertos se empezó a sistematizar el canto de los salmos según las horas del día y a leer la escritura distribuida en lecciones. Se estrenaba el oficio divino, y la meditación del evangelio a determinadas horas. La vida era durísima. Pan, agua y sal constituían la comida diaria; algunas verduras cocidas en agua la comida de invitados. Al ponerse el sol era la hora del refrigerio único, el pan se guardaba en agua más de seis meses, ¿aquello era comer? Se inventó la interrupción del sueño levantándose a cantar, se instituyó el cilicio perpetuo sobre la carne, se hizo de las pieles de animales el primer hábito y se descubrió que había un modo de trabajar elemental y sencillo, que consistía no en producir, como hoy decimos, sino en alabar al Señor tejiendo mimbres para esteras y cestas que se daban a los pobres. Y todo en fraternidad en que aprendieron por fin los hombres el arte de ser humildes y de ser sinceros, en fraternidad y sumisión al superior que era abad, es decir padre. Y todo batallando perpetuamente con demonios de toda especie, que convertían el desierto y después los monasterios y los conventos en auténticas palestras. Había nacido la vida religiosa. Sólo faltaba su proyección social. Antonio se la dio y acudía a Alejandría cuando el obispo le llamaba. Unas veces para exhortar al martirio -eran los tiempos de Maximiano-, otras para discutir con los filósofos paganos, o para increpar a los primeros arrianos y otros herejes, también para escribir a Constantino, el primer emperador cristiano, y siempre para volverse a su “palacio” con aquellos príncipes del amor. que iban con el tiempo a extender su invento por Oriente y Occidente. Heráclides, Isidro, Pablo, Basilio, Gregorio, Casiano. Antonio era iletrado, pero sapientísimo. Ya lo había dicho Jesús: “Te alabo. Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y se las has revelado a los pequeños”. Antonio era pequeño, por ello supo tanto, que su palabra todavía late en los escritos de los autores sobre la santidad.
MAESTRO DE SANTIDAD
Fue San Atanasio, su más glorioso biógrafo, quien nos dejó ordenada la límpida corriente de su doctrina de abad, aquel pan de cielo que él partía con cientos de hijos, allá cuando el sol se ponía en lontananza y aullaban los chacales del desierto. Los temas elementales de aquella soberana pedagogía se reducían a tres; modo fuerte de luchar contra los demonios, un modo sencillísimo de hacer el servicio de Dios y una sólida interpretació n de esta vida como espera y palenque. Su arte de pelear, su estrategia divina es extensa y escasa en normas, reglas y consejos. Afirma que los demonios combaten a los monjes, cosa que no hacen con los mundanos. La oración y el ayuno de que habló el Señor son las armas invencibles, pero él añade por su cuenta otras dos ingenuas, encantadoras, infantiles, Antonio escupe al demonio cuando éste se le presenta, Le ahuyenta con la señal de la cruz. Podemos creer que a él se debe desde entonces la costumbre de hacer la señal de la cruz y creer en su eficacia. Buen invento que sólo pudo hacer un niño o un ángel. Antonio inculca sin cesar a los monjes que ellos son los siervos del Señor. Su vida monacal es su servicio, servicio pues el canto de los salmos a hora prima y a hora tercia, servicio, la penitencia y la abstinencia, servicio la lección y el trabajo humilde de los cestos. Servicio y espera de la vida eterna. Aquí es donde Antonio trasciende y explica lo que a nosotros se nos hace tan inexplicable: aquella manera de vivir. Antonio no cesa de inculcar que la vida es breve y la eternidad es sin fin, que las cosas de abajo son pequeñas si se las compara con las de arriba y que la hora del paso, de la cita con Dios, de la hermosa muerte, es incierta, lo que obliga a estar siempre en espera, en tensión siempre. Apenas nada más encontramos en aquellas exhortaciones paternas de Antonio a los suyos.
LA ALEGRIA DEL ESPIRITU
Su austeridad extrema puede inducirnos a creer en la doctrina y ejemplo de un hombre pesimista que nos vino a amargar la existencia. Sin embargo no es así. Una mina deliciosa de optimismo encontramos en la doctrina de Antonio. El gran penitente habla poco de pecados y mucho de la bondad de nuestra alma. “Su integridad principal, nos dice, no ha sido manchada nunca por nada.” Dios no hace nada mal hecho, somos buenos y nuestro deber está en guardar el alma buena que el Creador nos dio. Es tal el optimismo de este santo tan duro, que al llegar a mencionar a sus enemigos más terribles, los demonios, contra los que nunca cesó de luchar, insiste en que ellos no son malos por naturaleza sino por su voluntad. ¿Habría leído Juan Jacobo Rouseau estas animosas palabras del santo que no se fue a la Arcadia sino al desierto a hacer penitencia? Antonio pide y enseña sin cesar, que es menester conservar la santa “laetitia”, esa divina alegría sin la cual la virtud y dureza de sus hombres no será ni buen servicio al Dios que nos hizo buenos, ni buena espera de un cielo, que por ser también bueno, hay que saber esperarlo alegremente. Frente a la angustia de los tiempos modernos, que son los tiempos blandos, ¡cómo conforta encontrar en Antonio la armonía y alianza de las dos posiciones contrarias a lo nuestro, la dureza y la alegría!
SU MUERTE
A los ciento cinco años, conociendo su fin próximo, repartió su herencia, enviando una túnica de piel de cordero a San Atanasio, como símbolo de la unidad de su fe con el campeón de la Santísima Trinidad, y otra al obispo Serapión. La historia de los símbolos con que es representado San Antón es muy variada. Suele representársele con un báculo en forma de cruz, por su dignidad abacial. o como recuerdo del signo que tanto usó para rechazar al demonio, o con la campanilla, un cerdito o un libro, y algunas vez con unas llamas. El simbolismo del libro se refiere al de la naturaleza que decía leer, o a las reglas de los monjes, aunque no escribió ninguna. El cerdito ha dado lugar a una evolución curiosa. Al principio, representaba al demonio y las tentaciones impuras con las que le acometió, pero en el siglo XII se consideró al cerdo animal relacionado con el Santo, por los cerdos que se vendían para dar limosnas a los pobres. Se les ponía un cascabel en la nariz y se los alimentaba gratuitamente por las casas donde se metían, y así se llegó a la protección sobre los animales. A San Antonio Abad se le cita en el canon de las liturgias bizantina, copta y armenia. Antonio tenía noventa años, ya era hora para esperar al Señor. Huyendo de la fama se había retirado con los dos predilectos, Amato y Macario, a lo más profundo del desierto. Allí va a morir a los ciento cinco años y despidiéndose de sus discípulos expiró dulcemente, el 17 de enero del año 356, dejando en testamento que le entierren donde nadie pueda saberlo, “ya me verán, dijo sonriendo, el día en que mi cuerpo resucite para siempre”.
Nació el año 251, en una aldea del sur de Menfis, del Alto Egipto, de familia cristiana, pero iletrada, como lo fue él. A los veinte años heredó una gran fortuna a la muerte de sus padres y tuvo que cuidarse de una hermana, menor que él. Un día, en la iglesia, oyó leer al diácono, las palabras del evangelio: “Ve, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos” (Mt. 19,21) y, lo que no aceptó aquel joven a quien Jesús las dirigió, las puso en práctica Antonio, reservándose lo necesario para vivir. Lo que nos confirma que las palabras de Cristo no quedan estériles, aunque el primer destinatario invitado se vaya triste por no querer seguirlas. Bien decía, con espíritu de fe, el padre Segundo Llorente, jesuita: Salgo a sembrar vocaciones en Alaska, aunque se que allí no germinarán, pero con seguridad de fe, se que darán fruto en otro lugar del mundo. En Antonio fructificaron al ciento por uno. Poco después volvió a oír: “No os preocupéis por el mañana” (Mt 6,34), y terminó de vender lo que aún poseía. colocó a su hermana en una especie de monasterio femenino, y se retiró a vivir en un paraje, cercano a su pueblo, para vivir al estilo de otro anciano eremita. San Antón, como se le llama en España, ha sido y es santo de devoción extendida, que hoy perdura en los pueblos. Durante la Edad Media su culto se difundió por Oriente y Occidente. San Atanasio, escribió su vida de autenticidad indudable, con la que hoy contamos para nuestra información. Encontró San Pablo, primer ermitaño a San Atanasio escribiendo y no le quiso molestar diciendo: “Sinamus Sanctum pro Sancto laborare”, “dejemos trabajar a un santo por otro santo” San Atanasio describe sus tentaciones famosas. El demonio le atacó primero con imaginaciones obscenas, y se le apareció él mismo en forma de mujer seductora y de negro amenazador. La oración, la mortificación y la vigilancia exquisita de los sentidos dieron al Santo la victoria. Conseguida ésta, se retiró todavía más al interior del desierto, donde un amigo le llevaba pan de vez en cuando. El demonio tornó de nuevo al ataque, ahora con gran aparato de ruidos, recurriendo también a su presencia visible y una vez le dio una paliza tan enorme, que su amigo lo encontró sin sentido. Al recobrarse, clamó al Señor: "¡Dios mío!, ¿dónde has estado este tiempo?" El Señor le contestó: "Siempre junto a ti"
VIDA PENITENTE
Desde el año 272 hasta el 285, observó una vida penitente y retirada, aunque no del todo solitaria, en las proximidades de la ciudad y aun dentro de ella. Sin embargo, en ese año San Antonio inaugura la vida completa de soledad, cruzando el Nilo y refugiándose, no en las cercanías de Koman, sino en lo alto de un monte, en el que pasó cerca de treinta años, sin ver más que a un hombre que le llevaba pan una vez cada seis meses. Comía seis onzas de pan mojadas en agua y algunos dátiles, una vez al día, al ponerse el sol. y fueron frecuentes las veces en que pasó tres y cuatro dias sin probar bocado y a pesar de su austeridad, se mantenía tan fuerte y saludable que más de un extranjero le reconoció entre sus discípulos por la alegría del rostro.
DISCÍPULOS Y MONASTERIOS
En efecto, le llovían muchas solicitudes, que le obligaron el año 305 a fundar varios monasterios, casi todos constituidos por celdas independientes, que visitaba de vez en cuando, lo que le ocasionó escrúpulos de conciencia por romper la soledad. Para visitarlos tenía que atravesar, y lo hacía tranquilamente, un río, infestado de cocodrilos: Podemos imaginarnos cuál sería la formación ascética y mortificada que daría a sus monjes. Sin embargo, insistía en que la perfección no consiste en la penitencia, sino en el amor. Les recalcaba el pensamiento de la muerte, haciéndoles imaginar que no terminarían el día o la noche. Santa Teresa escribe que parece que algunas monjas parece que han venido al convento para no morirse. Hoy se puede decir que la gente cree que no hay más vida que ésta, en consecuencia hay que disfrutarla y procurar no morirse nunca, tal es la valoración que hacen de sus propios cuerpos. Antonio educaba a sus discípulos en el mayor desprecio al demonio. "Es un ser -les decía- que teme la oración, el ayuno y las buenas obras. No es capaz ni siquiera de detenerme cuando hablo mal de él. En el año 311 Antonio se presentó en la ciudad de Alejandría. Maximiano había recrudecido su persecución, y el Santo, con su túnica de pieles blancas, bajó a consolar a los posibles mártires. En cuanto renació la paz, volvió él a su monasterio, de donde salió para fundar otro monasterio, cerca del Nilo, aunque él siguió viviendo en su montaña. Allí continuó alternando el trabajo manual con la oración, hasta que el arrianismo le sacó otra vez de su Tebaida y le llevó a Alejandría, donde sus sermones y milagros convirtieron a muchos.
SAN JÉRONIMO Y DIDIMO EL CIEGO
Cuenta San Jerónimo que durante su estancia se encontró con el famoso filósofo cristiano Didimo el Ciego, al que consoló diciendo que debía apreciar más la luz de Dios y de su amor que la de los ojos, que nos es común hasta con los gusanos. Lo mismo San Jerónimo que San Atanasio nos refieren sus disputas con los filósofos paganos, a algunos respondió que no necesitaba de libros en su retiro, contemplando el de la naturaleza, frase que Juan Pablo II repetía en sus cortas vacaciones entre montañas. A algunos, que intentaban reírse de su falta de letras, les preguntó qué era más interesante, si los libros o el buen sentido que los inspiraba. "El buen sentido", le dijeron. "Pues ése lo tengo yo.
San Jerónimo cita varias cartas del Santo dirigidas a sus monjes. En ellas les recomienda como necesario para cada escalón de la santidad el conocimiento de sí mismo. San Atanasio nos ha conservado la que contestó a Constantino el Grande y sus dos hijos recomendándoles que no se olvidaran del juicio. "No os maraville --decía a sus monjes-- que el emperador haya escrito a un hombre como yo. Maravillaos de que Dios nos haya hablado por medio de su Hijo: Cuando los suyos se asombraron del número de vocaciones religiosas, él les anunció con lágrimas en los ojos que llegaría el día en que los monjes habitarían en buenos edificios en las ciudades, comerían en abastecidas mesas, y no se diferenciarían de los seglares más que en el vestido. Hoy ni siquiera en eso.
COMO JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO
Si refiriéndose a Juan Bautista Jesús hizo el elogio mayor que brotó de sus labios, hoy, tomándolo del evangelio, la Iglesia puede decir lo mismo de Antonio. Aquel egipcio analfabeto y tosco con sus cien años de historia casi en su totalidad pasados en soledad y silencio, es uno de los hombres de Dios que más han influido en la construcción del Reino de Dios. Pedro está a la cabeza de los papas y obispos, Pablo al frente de doctores y misioneros, Esteban el primero de los mártires, Antonio el fundador de doctores de la santidad. Tras él monjes, frailes, religiosos todos le siguen como a pastor y padre. He aquí su obra que ni él mismo pudo nunca medir y agradecer debidamente a Dios. La vida humana como una búsqueda absoluta de santidad, la vida humana resuelta según este único afán y propósito, ese fue su invento, su hallazgo genial, su sistematizació n del evangelio para ofrecer un género de vida original y extraño. pero tan profundo y definitivo que todos los demás fundadores han aplicado su invención a cada tiempo. Su vida pues, obtiene todo el valor de una voz que se alza en el desierto, invitando desde allí a los elegidos del Señor, a seguir su senda.
Otros escribirán tratados, otros recorrerán el mundo, otros derramarán su sangre, Antonio sobre aquellos arenales junto a Menfis encenderá una hoguera para orientar a los generosos tras las huellas del Señor. Empezó tomando a la letra aquello de “ve y vende todo lo que tienes...” Tenía dieciocho años, no sabía leer ni escribir, no era más que un pobre ignorante, que entendió a Dios. Lo vendió todo y siguió a Cristo buscándole en la soledad. Primero junto a su casa, después escondido en un sepulcro, al fin la inmensa soledad de los desiertos. Allí se puso a hablar con Dios. Y surgió la fecundidad, tenía que surgir, porque aquel hombre diminuto, como semilla sobre la tierra, llevaba la vida y la verdad. A él acudían de todos lados los buscadores de Dios. Arreciaba la última persecución; justo el año en que Diocleciano subía a emperador de Roma.
EL FUNDADOR DE LA VIDA RELIGIOSA
Antonio bajaba al desierto. Las ciudades se despoblaban y rebosaban las grutas y las ermitas. Surgió una nueva sociedad de hombres que seguían una forma de vida, aparentemente vieja, pero auténticamente original, la comunidad cristiana depurada, el programa del evangelio hecho carne. Aquellos primeros monjes vivían cantando al Señor y meditando, trabajando con sencillez y mortificando la carne, peleando con demonios y elevando a profesión la más bella caridad. Cantaban. En aquellos desiertos se empezó a sistematizar el canto de los salmos según las horas del día y a leer la escritura distribuida en lecciones. Se estrenaba el oficio divino, y la meditación del evangelio a determinadas horas. La vida era durísima. Pan, agua y sal constituían la comida diaria; algunas verduras cocidas en agua la comida de invitados. Al ponerse el sol era la hora del refrigerio único, el pan se guardaba en agua más de seis meses, ¿aquello era comer? Se inventó la interrupción del sueño levantándose a cantar, se instituyó el cilicio perpetuo sobre la carne, se hizo de las pieles de animales el primer hábito y se descubrió que había un modo de trabajar elemental y sencillo, que consistía no en producir, como hoy decimos, sino en alabar al Señor tejiendo mimbres para esteras y cestas que se daban a los pobres. Y todo en fraternidad en que aprendieron por fin los hombres el arte de ser humildes y de ser sinceros, en fraternidad y sumisión al superior que era abad, es decir padre. Y todo batallando perpetuamente con demonios de toda especie, que convertían el desierto y después los monasterios y los conventos en auténticas palestras. Había nacido la vida religiosa. Sólo faltaba su proyección social. Antonio se la dio y acudía a Alejandría cuando el obispo le llamaba. Unas veces para exhortar al martirio -eran los tiempos de Maximiano-, otras para discutir con los filósofos paganos, o para increpar a los primeros arrianos y otros herejes, también para escribir a Constantino, el primer emperador cristiano, y siempre para volverse a su “palacio” con aquellos príncipes del amor. que iban con el tiempo a extender su invento por Oriente y Occidente. Heráclides, Isidro, Pablo, Basilio, Gregorio, Casiano. Antonio era iletrado, pero sapientísimo. Ya lo había dicho Jesús: “Te alabo. Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y se las has revelado a los pequeños”. Antonio era pequeño, por ello supo tanto, que su palabra todavía late en los escritos de los autores sobre la santidad.
MAESTRO DE SANTIDAD
Fue San Atanasio, su más glorioso biógrafo, quien nos dejó ordenada la límpida corriente de su doctrina de abad, aquel pan de cielo que él partía con cientos de hijos, allá cuando el sol se ponía en lontananza y aullaban los chacales del desierto. Los temas elementales de aquella soberana pedagogía se reducían a tres; modo fuerte de luchar contra los demonios, un modo sencillísimo de hacer el servicio de Dios y una sólida interpretació n de esta vida como espera y palenque. Su arte de pelear, su estrategia divina es extensa y escasa en normas, reglas y consejos. Afirma que los demonios combaten a los monjes, cosa que no hacen con los mundanos. La oración y el ayuno de que habló el Señor son las armas invencibles, pero él añade por su cuenta otras dos ingenuas, encantadoras, infantiles, Antonio escupe al demonio cuando éste se le presenta, Le ahuyenta con la señal de la cruz. Podemos creer que a él se debe desde entonces la costumbre de hacer la señal de la cruz y creer en su eficacia. Buen invento que sólo pudo hacer un niño o un ángel. Antonio inculca sin cesar a los monjes que ellos son los siervos del Señor. Su vida monacal es su servicio, servicio pues el canto de los salmos a hora prima y a hora tercia, servicio, la penitencia y la abstinencia, servicio la lección y el trabajo humilde de los cestos. Servicio y espera de la vida eterna. Aquí es donde Antonio trasciende y explica lo que a nosotros se nos hace tan inexplicable: aquella manera de vivir. Antonio no cesa de inculcar que la vida es breve y la eternidad es sin fin, que las cosas de abajo son pequeñas si se las compara con las de arriba y que la hora del paso, de la cita con Dios, de la hermosa muerte, es incierta, lo que obliga a estar siempre en espera, en tensión siempre. Apenas nada más encontramos en aquellas exhortaciones paternas de Antonio a los suyos.
LA ALEGRIA DEL ESPIRITU
Su austeridad extrema puede inducirnos a creer en la doctrina y ejemplo de un hombre pesimista que nos vino a amargar la existencia. Sin embargo no es así. Una mina deliciosa de optimismo encontramos en la doctrina de Antonio. El gran penitente habla poco de pecados y mucho de la bondad de nuestra alma. “Su integridad principal, nos dice, no ha sido manchada nunca por nada.” Dios no hace nada mal hecho, somos buenos y nuestro deber está en guardar el alma buena que el Creador nos dio. Es tal el optimismo de este santo tan duro, que al llegar a mencionar a sus enemigos más terribles, los demonios, contra los que nunca cesó de luchar, insiste en que ellos no son malos por naturaleza sino por su voluntad. ¿Habría leído Juan Jacobo Rouseau estas animosas palabras del santo que no se fue a la Arcadia sino al desierto a hacer penitencia? Antonio pide y enseña sin cesar, que es menester conservar la santa “laetitia”, esa divina alegría sin la cual la virtud y dureza de sus hombres no será ni buen servicio al Dios que nos hizo buenos, ni buena espera de un cielo, que por ser también bueno, hay que saber esperarlo alegremente. Frente a la angustia de los tiempos modernos, que son los tiempos blandos, ¡cómo conforta encontrar en Antonio la armonía y alianza de las dos posiciones contrarias a lo nuestro, la dureza y la alegría!
SU MUERTE
A los ciento cinco años, conociendo su fin próximo, repartió su herencia, enviando una túnica de piel de cordero a San Atanasio, como símbolo de la unidad de su fe con el campeón de la Santísima Trinidad, y otra al obispo Serapión. La historia de los símbolos con que es representado San Antón es muy variada. Suele representársele con un báculo en forma de cruz, por su dignidad abacial. o como recuerdo del signo que tanto usó para rechazar al demonio, o con la campanilla, un cerdito o un libro, y algunas vez con unas llamas. El simbolismo del libro se refiere al de la naturaleza que decía leer, o a las reglas de los monjes, aunque no escribió ninguna. El cerdito ha dado lugar a una evolución curiosa. Al principio, representaba al demonio y las tentaciones impuras con las que le acometió, pero en el siglo XII se consideró al cerdo animal relacionado con el Santo, por los cerdos que se vendían para dar limosnas a los pobres. Se les ponía un cascabel en la nariz y se los alimentaba gratuitamente por las casas donde se metían, y así se llegó a la protección sobre los animales. A San Antonio Abad se le cita en el canon de las liturgias bizantina, copta y armenia. Antonio tenía noventa años, ya era hora para esperar al Señor. Huyendo de la fama se había retirado con los dos predilectos, Amato y Macario, a lo más profundo del desierto. Allí va a morir a los ciento cinco años y despidiéndose de sus discípulos expiró dulcemente, el 17 de enero del año 356, dejando en testamento que le entierren donde nadie pueda saberlo, “ya me verán, dijo sonriendo, el día en que mi cuerpo resucite para siempre”.
La «Nueva Era» sin máscaras / Autor: Eleuterio Fernández Guzmán
La «Nueva Era» sin máscaras El que esto escribe ha tenido la oportunidad, no sé yo si decir la suerte, de ver un anuncio que no por ser curioso deja de preocupar. En el mismo se anunciaba una colección de libros de la denominada Nueva Era. Nada más y nada menos.
Sabemos (al menos algunas personas avisadas de la situación) que la denominada Nueva Era es, en primer lugar, un movimiento presuntamente espiritual y, en segundo lugar, un intento de sustituir, bajo la denominada Era de Acuario, al cristianismo.
Y eso es así, por muy increíble que pueda parecer.
Mucho se ha escrito sobre esa especie de masa invisible pero tangible (por los ámbitos sociales a los que afecta) y también la Iglesia Católica ha dicho lo que le correspondía sobre tal preocupante situación.
Así, el documento «Jesucristo. Portador del agua de la vida» subtitulado «Una reflexión cristiana sobre la 'Nueva Era'» refiere, abundantemente a lo que, en realidad «representa una especie de compendio de posturas que la Iglesia ha identificado como heterodoxas»[1]. Esta situación es, muy propiamente, la que abunda hoy día, donde el principio moral por excelencia es el «todo vale» y donde lo que podría parecer aceptación de cualquier postura religiosa no es, sino, un grave empobrecimiento de la Verdad.
Pero, en realidad, ¿Qué es la Nueva Era?
Hay, seguramente, mucha confusión con lo que, en realidad, es esto. «No es un movimiento en el sentido en que normalmente se emplea el término 'Nuevo Movimiento Religioso', ni es lo que normalmente se da a entender con los términos 'culto' o 'secta'»[2]. Y todo esto lleva, seguramente, a una confusión notable a cualquier persona que quiera, siquiera, conocer a lo que se enfrenta su fe.
Sobre la persona humana, la Nueva Era niega la existencia de un Dios trascendente y establece, por así decirlo, que aquella tiene una especie de «yo auto-creador»[3] que le permite, independientemente del Creador, llegar a ser todo lo que su potencia como persona, pueda porque, en realidad, «somos co-creadores y creamos nuestra propia realidad»[4]. ¿No es esto, precisamente, lo que el Maligno propuso al hombre cuando, aún, habitaba el Paraíso?
Ya hemos dicho, arriba, que la Nueva Era no cree en un Dios trascendente. Se apoya, sobre todo, en las religiones procedentes de oriente y, claro, en todas las que sean anteriores al nacimiento de Cristo pues, por decirlo así, establece una especie de puente que uniría dos orillas de un gran mar de supuesta espiritualidad: la época anterior al cristianismo y el ahora mismo, una vez superada la llamada «edad cristiana».
Y es que, como, en su día, dijo el ahora Pontífice, «Dios no es una persona que está frente al mundo, sino la energía espiritual que invade el Todo»[5] y, por eso, «si no existe la verdad común, vigente precisamente porque es verdadera, el cristianismo es sólo algo importado de fuera, un imperialismo espiritual que se debe sacudir con no menos fuerza que el político»[6]
Una vez fijado el espacio básico de actuación de la Nueva Era, es conveniente, casi como si se tratara de un verdadero servicio público, traer, aquí, un ejemplo bien definido sobre lo que ese movimiento entiende sobre Dios.
El padre Jordi Rivero[7], facilita esta necesidad con algo que es, en sí mismo, símbolo y paradigma de la Nueva Era. Es un, a modo, de expresión de fe.
«Esta es mi idea de Dios:
Dios hombre, mujer.
Dios con la capacidad de entender y perdonar toda desviación humana.
Dios es animal, vegetal, mineral. Dios interconectado con toda la vida que palpita en el planeta.
Dios juego, Dios canto y alabanza. Dios festivo y risueño.
Dios con tendencia a ver la vida con la tranquilidad e inocencia de los niños.
Dios presente o ausente en las acciones humanas.
Dios equilibrio, estrella y universo.
Creo en un Dios sin sexo, ni edad, ni condición social o raza.
Creo en un Dios más allá de toda iglesia porque su amor es poco abarcable por los hombres actuales.
Creo en el Dios pintor, escultor, poeta, capaz de crear todas las maravillas del entorno.
Creo en un Dios comprensivo, que ama hasta el punto de dejarnos errar a lo largo de la vida.
Creo en un Dios que sonríe ante conceptos como cielo, infierno y purgatorio.
No creo en un Dios limitado a un solo espacio-tiempo.
Creo en un Dios sol, dios luna, Dios pacha mama, demeter, gea...etc.
Creo en un Dios sentimental, sensible y sabio como lo fue Jesús... uno de sus tantos enviados.
Creo que cada ser vivo en el planeta tiene en su alma una chispa divina, trocitos del gran padre-madre... dados por amor».
Y esto, confrontado con nuestro Credo, como eje principal de la fe cristiana, y con el resto de creencias propias del que confía en el Dios verdadero y único, Padre de Jesucristo, debería dejar las cosas bastante clarificadas para cualquiera que no sepa, exactamente, de qué tratamos aquí.
Pero, por si no fuera, eso, ya, suficiente, hemos de recurrir, porque es conveniente siempre, a las fuentes de nuestra fe que, como suele suceder, son fuentes de agua viva a donde podemos acudir cuando se nos haya quedado un poco seca el alma.
Así, Juan Pablo II entendió, perfectamente, la necesidad de reacción. En el Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante, en 1990, dijo lo siguiente: «La misma vigilancia que ponéis cuando están en juego vuestros asuntos materiales, con el fin de no ser víctimas de los engaños de quienes quieren aprovecharse de vosotros, debe guiaros para no caer en la red de las asechanzas de quien atenta contra vuestra fe.
Y, para decir esto no se apoya en un pensamiento que hubiera discurrido por él mismo sino que, lógicamente, tenía, y tiene, su origen evangélico tal decir. Es el evangelista Marcos[8] el que recoge el siguiente aviso de Jesús: "Mirad que no os engañe nadie -nos advierte el Señor-. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo ´yo soy´, y engañarán a muchos ... Si alguno os dice: ´Mirad, el Cristo aquí´. ´Miradlo allí´, no le creáis. Pues surgirán falsos profetas", porque, al fin y al cabo, hemos de guardarnos de los "Que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis"[9].
Por eso ahora, en España, la Nueva Era ha quedado desenmascarada por voluntad propia. La labor de cada uno de los que nos consideramos cristianos y católicos es ahondar en su conocimiento para revelar su verdadero sentido, maligno, y hacer ver a aquellas personas que no son capaces de apreciar la importancia negativa que tiene tal movimiento dogmático para sus vidas.
En realidad, nos va la vida en ello. Aunque, por ahora, sólo sea la espiritual.
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Notas
[1] "Jesucristo. Portador del agua de la vida", 1.4.
[2] Ídem nota anterior, introducción apartado 2 "La espiritualidad de la Nueva Era. Visión general".
[3] Ídem nota anterior, 2.3.4.1.
[4] Ídem nota anterior.
[5] Josep Ratzinger, "Situación actual de la Fe y la Teología", en www.mercaba.org/TEOLOGIA/Articulos/teo-003.htm.
[6] Ídem documento anterior.
[7] En http://www.corazones.org/apologetica/grupos/nueva_era.htm puede leerse el resto de la información.
[8] Mc 13, 6. 21-22.
[9] Mt 7, 15-16.
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Fuente: Conoze.com
Sabemos (al menos algunas personas avisadas de la situación) que la denominada Nueva Era es, en primer lugar, un movimiento presuntamente espiritual y, en segundo lugar, un intento de sustituir, bajo la denominada Era de Acuario, al cristianismo.
Y eso es así, por muy increíble que pueda parecer.
Mucho se ha escrito sobre esa especie de masa invisible pero tangible (por los ámbitos sociales a los que afecta) y también la Iglesia Católica ha dicho lo que le correspondía sobre tal preocupante situación.
Así, el documento «Jesucristo. Portador del agua de la vida» subtitulado «Una reflexión cristiana sobre la 'Nueva Era'» refiere, abundantemente a lo que, en realidad «representa una especie de compendio de posturas que la Iglesia ha identificado como heterodoxas»[1]. Esta situación es, muy propiamente, la que abunda hoy día, donde el principio moral por excelencia es el «todo vale» y donde lo que podría parecer aceptación de cualquier postura religiosa no es, sino, un grave empobrecimiento de la Verdad.
Pero, en realidad, ¿Qué es la Nueva Era?
Hay, seguramente, mucha confusión con lo que, en realidad, es esto. «No es un movimiento en el sentido en que normalmente se emplea el término 'Nuevo Movimiento Religioso', ni es lo que normalmente se da a entender con los términos 'culto' o 'secta'»[2]. Y todo esto lleva, seguramente, a una confusión notable a cualquier persona que quiera, siquiera, conocer a lo que se enfrenta su fe.
Sobre la persona humana, la Nueva Era niega la existencia de un Dios trascendente y establece, por así decirlo, que aquella tiene una especie de «yo auto-creador»[3] que le permite, independientemente del Creador, llegar a ser todo lo que su potencia como persona, pueda porque, en realidad, «somos co-creadores y creamos nuestra propia realidad»[4]. ¿No es esto, precisamente, lo que el Maligno propuso al hombre cuando, aún, habitaba el Paraíso?
Ya hemos dicho, arriba, que la Nueva Era no cree en un Dios trascendente. Se apoya, sobre todo, en las religiones procedentes de oriente y, claro, en todas las que sean anteriores al nacimiento de Cristo pues, por decirlo así, establece una especie de puente que uniría dos orillas de un gran mar de supuesta espiritualidad: la época anterior al cristianismo y el ahora mismo, una vez superada la llamada «edad cristiana».
Y es que, como, en su día, dijo el ahora Pontífice, «Dios no es una persona que está frente al mundo, sino la energía espiritual que invade el Todo»[5] y, por eso, «si no existe la verdad común, vigente precisamente porque es verdadera, el cristianismo es sólo algo importado de fuera, un imperialismo espiritual que se debe sacudir con no menos fuerza que el político»[6]
Una vez fijado el espacio básico de actuación de la Nueva Era, es conveniente, casi como si se tratara de un verdadero servicio público, traer, aquí, un ejemplo bien definido sobre lo que ese movimiento entiende sobre Dios.
El padre Jordi Rivero[7], facilita esta necesidad con algo que es, en sí mismo, símbolo y paradigma de la Nueva Era. Es un, a modo, de expresión de fe.
«Esta es mi idea de Dios:
Dios hombre, mujer.
Dios con la capacidad de entender y perdonar toda desviación humana.
Dios es animal, vegetal, mineral. Dios interconectado con toda la vida que palpita en el planeta.
Dios juego, Dios canto y alabanza. Dios festivo y risueño.
Dios con tendencia a ver la vida con la tranquilidad e inocencia de los niños.
Dios presente o ausente en las acciones humanas.
Dios equilibrio, estrella y universo.
Creo en un Dios sin sexo, ni edad, ni condición social o raza.
Creo en un Dios más allá de toda iglesia porque su amor es poco abarcable por los hombres actuales.
Creo en el Dios pintor, escultor, poeta, capaz de crear todas las maravillas del entorno.
Creo en un Dios comprensivo, que ama hasta el punto de dejarnos errar a lo largo de la vida.
Creo en un Dios que sonríe ante conceptos como cielo, infierno y purgatorio.
No creo en un Dios limitado a un solo espacio-tiempo.
Creo en un Dios sol, dios luna, Dios pacha mama, demeter, gea...etc.
Creo en un Dios sentimental, sensible y sabio como lo fue Jesús... uno de sus tantos enviados.
Creo que cada ser vivo en el planeta tiene en su alma una chispa divina, trocitos del gran padre-madre... dados por amor».
Y esto, confrontado con nuestro Credo, como eje principal de la fe cristiana, y con el resto de creencias propias del que confía en el Dios verdadero y único, Padre de Jesucristo, debería dejar las cosas bastante clarificadas para cualquiera que no sepa, exactamente, de qué tratamos aquí.
Pero, por si no fuera, eso, ya, suficiente, hemos de recurrir, porque es conveniente siempre, a las fuentes de nuestra fe que, como suele suceder, son fuentes de agua viva a donde podemos acudir cuando se nos haya quedado un poco seca el alma.
Así, Juan Pablo II entendió, perfectamente, la necesidad de reacción. En el Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante, en 1990, dijo lo siguiente: «La misma vigilancia que ponéis cuando están en juego vuestros asuntos materiales, con el fin de no ser víctimas de los engaños de quienes quieren aprovecharse de vosotros, debe guiaros para no caer en la red de las asechanzas de quien atenta contra vuestra fe.
Y, para decir esto no se apoya en un pensamiento que hubiera discurrido por él mismo sino que, lógicamente, tenía, y tiene, su origen evangélico tal decir. Es el evangelista Marcos[8] el que recoge el siguiente aviso de Jesús: "Mirad que no os engañe nadie -nos advierte el Señor-. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo ´yo soy´, y engañarán a muchos ... Si alguno os dice: ´Mirad, el Cristo aquí´. ´Miradlo allí´, no le creáis. Pues surgirán falsos profetas", porque, al fin y al cabo, hemos de guardarnos de los "Que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis"[9].
Por eso ahora, en España, la Nueva Era ha quedado desenmascarada por voluntad propia. La labor de cada uno de los que nos consideramos cristianos y católicos es ahondar en su conocimiento para revelar su verdadero sentido, maligno, y hacer ver a aquellas personas que no son capaces de apreciar la importancia negativa que tiene tal movimiento dogmático para sus vidas.
En realidad, nos va la vida en ello. Aunque, por ahora, sólo sea la espiritual.
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Notas
[1] "Jesucristo. Portador del agua de la vida", 1.4.
[2] Ídem nota anterior, introducción apartado 2 "La espiritualidad de la Nueva Era. Visión general".
[3] Ídem nota anterior, 2.3.4.1.
[4] Ídem nota anterior.
[5] Josep Ratzinger, "Situación actual de la Fe y la Teología", en www.mercaba.org/TEOLOGIA/Articulos/teo-003.htm.
[6] Ídem documento anterior.
[7] En http://www.corazones.org/apologetica/grupos/nueva_era.htm puede leerse el resto de la información.
[8] Mc 13, 6. 21-22.
[9] Mt 7, 15-16.
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Fuente: Conoze.com
Testimonio / Paul Claudel: Bajo la mano de Dios
Compartimos la conversión de Paul Claudel, Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.
"El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se forja respecto a lo exterior mediante choques" (Art poétique). Estas palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad. Son palabras de uno de los grandes poetas de este siglo, son pues pórtico y también desarrollo de algo intensamente vivido.
Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó encaminándole por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio pie.
Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.
Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. El ambiente en que se desarrolla su vida le marcará con fuerza en su infancia y adolescencia. Siempre recordará sus primeros años con cierta amargura: un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética. Paul Claudel se hace en la soledad; ésta le marcará para toda su vida.
También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente de Francia en su época: profundamente impregnado por la exaltación del materialismo y por la fe en la ciencia. Las lecturas de Renan, Zola... y especialmente su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte de su abuelo, crean en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.
En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de horizontes, el joven Claudel se ahoga, y su inquietud hace que no se resigne a morir interiormente. Busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas en la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare, Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud: "Siempre recordaré esa mañana de junio de 1886 en que compré el cuaderno de La Vogue que contenía el principio de Las iluminaciones. Fue realmente una iluminación para mí. Finalmente salía de ese mundo horrible de Taine, de Renan y de los demás Moloch del siglo XIX, de esa cárcel, de esa espantosa mecánica totalmente gobernada por leyes perfectamente inflexibles y, para colmo de horrores, conocibles y enseñables. (Los autómatas me han producido siempre una especie de horror histérico). ¡Se me revelaba lo sobrenatural!" (J. Rivière et P. Claudel: Correspondance (1907-1914). 142).
Fue el encuentro con un espíritu hermano del suyo, pero que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal que hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y desesperación continuó siendo el mismo.
Y ese mismo año, el acontecimiento clave en su vida: es la Navidad de 1886. Él mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido: "Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos Tos libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!
Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: "El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.
Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?" ("Mi conversion". 10-13.).
Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: "Asistía a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos".
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.
No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".
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Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades
Las citas son de Claudel visto por sí mismo, de Paul-André Lesort.
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Fuente: www.interrogantes.net
"El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se forja respecto a lo exterior mediante choques" (Art poétique). Estas palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad. Son palabras de uno de los grandes poetas de este siglo, son pues pórtico y también desarrollo de algo intensamente vivido.
Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó encaminándole por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio pie.
Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.
Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. El ambiente en que se desarrolla su vida le marcará con fuerza en su infancia y adolescencia. Siempre recordará sus primeros años con cierta amargura: un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética. Paul Claudel se hace en la soledad; ésta le marcará para toda su vida.
También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente de Francia en su época: profundamente impregnado por la exaltación del materialismo y por la fe en la ciencia. Las lecturas de Renan, Zola... y especialmente su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte de su abuelo, crean en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.
En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de horizontes, el joven Claudel se ahoga, y su inquietud hace que no se resigne a morir interiormente. Busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas en la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare, Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud: "Siempre recordaré esa mañana de junio de 1886 en que compré el cuaderno de La Vogue que contenía el principio de Las iluminaciones. Fue realmente una iluminación para mí. Finalmente salía de ese mundo horrible de Taine, de Renan y de los demás Moloch del siglo XIX, de esa cárcel, de esa espantosa mecánica totalmente gobernada por leyes perfectamente inflexibles y, para colmo de horrores, conocibles y enseñables. (Los autómatas me han producido siempre una especie de horror histérico). ¡Se me revelaba lo sobrenatural!" (J. Rivière et P. Claudel: Correspondance (1907-1914). 142).
Fue el encuentro con un espíritu hermano del suyo, pero que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal que hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y desesperación continuó siendo el mismo.
Y ese mismo año, el acontecimiento clave en su vida: es la Navidad de 1886. Él mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido: "Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos Tos libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!
Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: "El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.
Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?" ("Mi conversion". 10-13.).
Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: "Asistía a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos".
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.
No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".
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Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades
Las citas son de Claudel visto por sí mismo, de Paul-André Lesort.
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Fuente: www.interrogantes.net
Haced lo que Él os diga / Autor: P. Jesús Higueras
Al tercer día hubo una boda en Caná, un pueblo de Galilea. La madre de Jesús estaba allí, y Jesús y sus discípulos también habían sido invitados a la boda. En esto se acabó el vino, y la madre de Jesús le dijo:
–Ya no tienen vino.
Jesús le contestó:
–Mujer, ¿por qué me lo dices a mí? Mi hora aún no ha llegado.
Dijo ella a los que estaban sirviendo:
–Haced lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra, para el agua que usan los judíos en sus ceremonias de purificación. En cada tinaja cabían entre cincuenta y setenta litros.
Jesús dijo a los sirvientes:
–Llenad de agua estas tinajas.
Las llenaron hasta arriba, y les dijo:
–Ahora sacad un poco y llevádselo al encargado de la fiesta.
Así lo hicieron, y el encargado de la fiesta probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde había salido. Solo lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Así que el encargado llamó al novio y le dijo:
–Todo el mundo sirve primero el mejor vino, y cuando los invitados ya han bebido bastante, sirve el vino corriente. Pero tú has guardado el mejor hasta ahora.
Jn 2, 1-10
A todos se nos gastan las “pilas”. Es algo que muchas veces hemos comprobado en nuestra vida, cuando después de un tiempo largo de esfuerzo y de lucha, las cosas parece que empiezan a perder sentido y nos cansamos. Esa ilusión inicial con que comenzamos la tarea, si no se tiene cuidado, se puede ir convirtiendo en rutina, e incluso en hastío y desesperanza.
Algo parecido les pasó a los novios de Caná, cuando dieron sin medida lo que tenían y se les gastó el vino. Se dieron cuenta que habían calculado mal y sólo les quedaba agua, pura y simple agua. Pero supieron a quien recurrir, a quien pedir consejo, porque entre sus invitados había una mujer discreta y sensata, que inmediatamente les llenó de sosiego: María.
¡Que grande es María, siendo tan pequeña y silenciosa! Ella sí que sabe hacer intervenir en nuestras vidas el poder y la fuerza de un Dios que muchas veces se esconde, y parece como si quisiera pasar desapercibido. Se le ha llegado a llamar la Omnipotencia suplicante, porque todo lo que María pide es escuchado y amado por Dios. Y el método de María es muy fácil, y a la vez difícil: “Haced lo que Él os diga”. Porque ella sabe, que aquél que es capaz de escuchar en su interior la voz de su hijo Jesús, e intentar ponerla por obra, siempre saldrá adelante.
Esto es especialmente importante cuando en nuestra vida se nos gastan las “pilas”. Perdemos las fuerzas, la esperanza, la ilusión, y parece que la monotonía y la rutina es la dueña de nuestro tiempo. Es el momento de recurrir a María y ella nos enseñará a poner ante su hijo esas carencias nuestras, esos fracasos, esas desilusiones, e incluso esos errores que nos pueden torturar y hacer daño. Sólo Jesucristo es capaz de transformar nuestra agua en un vino nuevo, capaz de volver a darnos alegría e ilusión por las cosas. Simplemente hace falta que seas capaz de poner ante Él tu vida, y desear sinceramente hacer lo que te diga. A veces te pedirá sosiego y que des tiempo al tiempo, otras veces Él mismo te cogerá de las manos, y te levantará de tu postración, diciéndote: “Ánimo, te ofrezco un futuro nuevo, un vino nuevo para tu vida. Te queda mucha belleza por ver y por hacer para los demás, me tienes contigo, basta con que seas consciente de ello y pidas fe”. Porque la fe en la fuerza y el poder de Dios es esencial. Solo cuando nos convenzamos que el Señor es el verdadero motor de nuestra vida, que Él siempre da primero lo que luego nos pide, entonces acometeremos las cosas importantes de nuestra vida.
Hay que cargar las pilas. Lo importante es saber donde, porque mucha gente hoy en día, recurre a la evasión, al olvido temporal e incluso a las pastillas, para querer recobrar unas fuerzas que se han gastado en el camino, y todo ello no está mal. Pero hay una fuente siempre abierta, la fuente de la Vida, que al acercarte a ella y probarla, transformará tu agua en vino. Esa fuente es Cristo, y está en su Palabra, en la oración, y especialmente en la Eucaristía. No tengas miedo de acudir a la fuente con toda la frecuencia que necesites, aunque para ello tengas que gastar un poco de tu tiempo, y elegir entre el Señor y otras actividades. Haz la prueba de orar, de escuchar y leer despacio su Palabra, y sobre todo de recibir con frecuencia la Comunión o el Sacramento de la Reconciliación. Pero no te olvides, quien mejor te guiará, es la mano sencilla y cálida de María.
–Ya no tienen vino.
Jesús le contestó:
–Mujer, ¿por qué me lo dices a mí? Mi hora aún no ha llegado.
Dijo ella a los que estaban sirviendo:
–Haced lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra, para el agua que usan los judíos en sus ceremonias de purificación. En cada tinaja cabían entre cincuenta y setenta litros.
Jesús dijo a los sirvientes:
–Llenad de agua estas tinajas.
Las llenaron hasta arriba, y les dijo:
–Ahora sacad un poco y llevádselo al encargado de la fiesta.
Así lo hicieron, y el encargado de la fiesta probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde había salido. Solo lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Así que el encargado llamó al novio y le dijo:
–Todo el mundo sirve primero el mejor vino, y cuando los invitados ya han bebido bastante, sirve el vino corriente. Pero tú has guardado el mejor hasta ahora.
Jn 2, 1-10
A todos se nos gastan las “pilas”. Es algo que muchas veces hemos comprobado en nuestra vida, cuando después de un tiempo largo de esfuerzo y de lucha, las cosas parece que empiezan a perder sentido y nos cansamos. Esa ilusión inicial con que comenzamos la tarea, si no se tiene cuidado, se puede ir convirtiendo en rutina, e incluso en hastío y desesperanza.
Algo parecido les pasó a los novios de Caná, cuando dieron sin medida lo que tenían y se les gastó el vino. Se dieron cuenta que habían calculado mal y sólo les quedaba agua, pura y simple agua. Pero supieron a quien recurrir, a quien pedir consejo, porque entre sus invitados había una mujer discreta y sensata, que inmediatamente les llenó de sosiego: María.
¡Que grande es María, siendo tan pequeña y silenciosa! Ella sí que sabe hacer intervenir en nuestras vidas el poder y la fuerza de un Dios que muchas veces se esconde, y parece como si quisiera pasar desapercibido. Se le ha llegado a llamar la Omnipotencia suplicante, porque todo lo que María pide es escuchado y amado por Dios. Y el método de María es muy fácil, y a la vez difícil: “Haced lo que Él os diga”. Porque ella sabe, que aquél que es capaz de escuchar en su interior la voz de su hijo Jesús, e intentar ponerla por obra, siempre saldrá adelante.
Esto es especialmente importante cuando en nuestra vida se nos gastan las “pilas”. Perdemos las fuerzas, la esperanza, la ilusión, y parece que la monotonía y la rutina es la dueña de nuestro tiempo. Es el momento de recurrir a María y ella nos enseñará a poner ante su hijo esas carencias nuestras, esos fracasos, esas desilusiones, e incluso esos errores que nos pueden torturar y hacer daño. Sólo Jesucristo es capaz de transformar nuestra agua en un vino nuevo, capaz de volver a darnos alegría e ilusión por las cosas. Simplemente hace falta que seas capaz de poner ante Él tu vida, y desear sinceramente hacer lo que te diga. A veces te pedirá sosiego y que des tiempo al tiempo, otras veces Él mismo te cogerá de las manos, y te levantará de tu postración, diciéndote: “Ánimo, te ofrezco un futuro nuevo, un vino nuevo para tu vida. Te queda mucha belleza por ver y por hacer para los demás, me tienes contigo, basta con que seas consciente de ello y pidas fe”. Porque la fe en la fuerza y el poder de Dios es esencial. Solo cuando nos convenzamos que el Señor es el verdadero motor de nuestra vida, que Él siempre da primero lo que luego nos pide, entonces acometeremos las cosas importantes de nuestra vida.
Hay que cargar las pilas. Lo importante es saber donde, porque mucha gente hoy en día, recurre a la evasión, al olvido temporal e incluso a las pastillas, para querer recobrar unas fuerzas que se han gastado en el camino, y todo ello no está mal. Pero hay una fuente siempre abierta, la fuente de la Vida, que al acercarte a ella y probarla, transformará tu agua en vino. Esa fuente es Cristo, y está en su Palabra, en la oración, y especialmente en la Eucaristía. No tengas miedo de acudir a la fuente con toda la frecuencia que necesites, aunque para ello tengas que gastar un poco de tu tiempo, y elegir entre el Señor y otras actividades. Haz la prueba de orar, de escuchar y leer despacio su Palabra, y sobre todo de recibir con frecuencia la Comunión o el Sacramento de la Reconciliación. Pero no te olvides, quien mejor te guiará, es la mano sencilla y cálida de María.
Los últimos días de san Agustín de Hipona / Autor: Benedicto XVI
Intervención en la audiencia general
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles en la que revivió los últimos días de san Agustín de Hipona, continuando con la meditación comenzada la semana anterior.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quisiera hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por este motivo, el 26 de septiembre del año 426 reunió al pueblo en la Basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado par esta tarea. Dijo: «En esta vida, todos somos mortales, pero el último día de esta vida es siempre incierto para cada individuo. De todos modos, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia a la juventud; en la juventud a la edad adulta; en la edad adulta a la edad madura; en la edad madura a la vejez. Uno no está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo por voluntad de Dios llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora ha pasado mi juventud y ya soy viejo» (Carta 213, 1).
En ese momento, Agustín pronunció el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo 23 veces: «¡Gracias sean dadas a Dios!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo Agustín sobre los propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las Sagradas Escrituras (Cf. Carta 213, 6).
De hecho, siguieron cuatro años de extraordinaria actividad intelectual: concluyó obras importantes, emprendió otras no menos comprometedoras, mantuvo debates públicos con los herejes --siempre buscaba el diálogo-- promovió la paz en las provincias africanas insidiadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido, escribió al conde Dario, venido a África para superar las diferencias entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de las que se aprovechaban las tribus de los mauris para sus correrías: «Título de grande de gloria es precisamente el de aplastar la guerra con la palabra, en vez de matar a los hombres con la espada, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que se derrame la sangre» (Carta 229, 2).
Por desgracia quedó decepcionada la esperanza de una pacificación de los territorios africanos: en mayo del año 429 los vándalos, enviados a África como desquite por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por otras ricas provincias africanas. En mayo y en junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30,1), rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad, también se había refugiado Bonifacio, quien, reconciliándose demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de Agustín: «Más que de costumbre, sus lágrimas eran su pan día y noche y, llegado ya al final de su vida, se arrastraba más que los demás en la amargura y en el luto su vejez» (Vida, 28,6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o expulsados; las iglesias sin sacerdotes o ministros, las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido ante las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros eran prisioneros, perdiendo la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, obligados por los enemigos a una esclavitud dolorosa y larga» (ibídem, 28,8).
Si bien era anciano y estaba cansado, Agustín permaneció en primera línea, consolándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Hablaba de la «vejez del mundo» --y era verdaderamente viejo este mundo romano--, hablaba de esta vejez como ya lo había hecho años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez, decía, abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Y lanzaba esta invitación: «no hay que negarse a rejuvenecer con Cristo, que te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (Cf. Sermón 81,8). Por eso el cristiano no debe abatirse en las situaciones difíciles, sino tratar de ayudar al necesitado.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Thiave, Honorato, quien le había pedido si, bajo la presión de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida. «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos tienen necesidad de quedarse, que no sean abandonados por quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salvan juntos o juntos soportan las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Carta 228, 2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ibídem, 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a través de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto resistía la ciudad de Hipona. La casa-monasterio de Agustín había abierto sus puertas para acoger en el episcopado a las personas que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que ya era discípulo suyo, quien pudo de este modo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio --narra-- se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29,3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pueda parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (Cf. ibídem, 31, 2).
Cuanto más se agravaba su situación, más necesidad sentía el obispo de soledad y de oración: «Para no ser disturbado por nadie en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos venían a verle o cuando le llevaban la comida. Su voluntad fue cumplida fielmente y durante todo ese tiempo él aguardaba en oración» (ibídem,31, 3). Dejó de vivir el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente descansó en Dios.
«Con motivo de la inhumación de su cuerpo --informa Posidio-- se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31,5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa hoy. Su primer biógrafo da este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas dedicadas a la continencia y a la obediencia de sus superiores, junto con las bibliotecas que contenían los libros y discursos de él y de otros santos, por los que se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre le encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio al que podemos asociarnos: en sus escritos también nosotros le «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual.
En san Agustín que nos habla --me habla a mí en sus escritos--, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque realmente Cristo es ayer, hoy y para siempre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. De este modo, san Agustín nos anima a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo hablando de San Agustín, me refiero hoy a sus últimos años de vida, cuando designó a su sucesor, Heraclio, como Obispo de Hipona, para consagrar su tiempo al estudio de la Sagrada Escritura. Fueron años de una extraordinaria actividad intelectual, pero en los que realizó también grandes esfuerzos de pacificación ante el acoso de la tribus del sur a las provincias africanas. Como él decía, «la gloria más grande es de vencer a la guerra con la palabra, más que matar a los hombres con la espada». Después, el asedio de Hipona por los Vándalos en el cuatrocientos veintinueve aumentó más aún la pena de Agustín. En su vejez, veía derrumbarse el mundo de la cristiandad en su tierra. No obstante, permaneció firme, confortando a los demás con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Si el mundo envejece, Cristo es siempre joven, afirmaba. Su casa-monasterio se abrió a los hermanos en el episcopado que le pedían hospitalidad. Ya cercano a la muerte, sólo se ocupaba de orar con los salmos penitenciales, porque, confesaba, nadie puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Murió el 28 de agosto del cuatrocientos treinta. Su cuerpo fue trasladado a Cerdeña y, hacia el setecientos veinticinco, a Pavía, donde reposa hoy. Pero nosotros lo reencontramos aún vivo en sus escritos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España, Uruguay y otros países latinoamericanos. Que la vida y escritos de San Agustín sean para todos nosotros luz y aliento en nuestro camino.
Muchas gracias.
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[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina © Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles en la que revivió los últimos días de san Agustín de Hipona, continuando con la meditación comenzada la semana anterior.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quisiera hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por este motivo, el 26 de septiembre del año 426 reunió al pueblo en la Basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado par esta tarea. Dijo: «En esta vida, todos somos mortales, pero el último día de esta vida es siempre incierto para cada individuo. De todos modos, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia a la juventud; en la juventud a la edad adulta; en la edad adulta a la edad madura; en la edad madura a la vejez. Uno no está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo por voluntad de Dios llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora ha pasado mi juventud y ya soy viejo» (Carta 213, 1).
En ese momento, Agustín pronunció el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo 23 veces: «¡Gracias sean dadas a Dios!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo Agustín sobre los propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las Sagradas Escrituras (Cf. Carta 213, 6).
De hecho, siguieron cuatro años de extraordinaria actividad intelectual: concluyó obras importantes, emprendió otras no menos comprometedoras, mantuvo debates públicos con los herejes --siempre buscaba el diálogo-- promovió la paz en las provincias africanas insidiadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido, escribió al conde Dario, venido a África para superar las diferencias entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de las que se aprovechaban las tribus de los mauris para sus correrías: «Título de grande de gloria es precisamente el de aplastar la guerra con la palabra, en vez de matar a los hombres con la espada, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que se derrame la sangre» (Carta 229, 2).
Por desgracia quedó decepcionada la esperanza de una pacificación de los territorios africanos: en mayo del año 429 los vándalos, enviados a África como desquite por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por otras ricas provincias africanas. En mayo y en junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30,1), rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad, también se había refugiado Bonifacio, quien, reconciliándose demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de Agustín: «Más que de costumbre, sus lágrimas eran su pan día y noche y, llegado ya al final de su vida, se arrastraba más que los demás en la amargura y en el luto su vejez» (Vida, 28,6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o expulsados; las iglesias sin sacerdotes o ministros, las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido ante las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros eran prisioneros, perdiendo la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, obligados por los enemigos a una esclavitud dolorosa y larga» (ibídem, 28,8).
Si bien era anciano y estaba cansado, Agustín permaneció en primera línea, consolándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Hablaba de la «vejez del mundo» --y era verdaderamente viejo este mundo romano--, hablaba de esta vejez como ya lo había hecho años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez, decía, abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Y lanzaba esta invitación: «no hay que negarse a rejuvenecer con Cristo, que te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (Cf. Sermón 81,8). Por eso el cristiano no debe abatirse en las situaciones difíciles, sino tratar de ayudar al necesitado.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Thiave, Honorato, quien le había pedido si, bajo la presión de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida. «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos tienen necesidad de quedarse, que no sean abandonados por quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salvan juntos o juntos soportan las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Carta 228, 2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ibídem, 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a través de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto resistía la ciudad de Hipona. La casa-monasterio de Agustín había abierto sus puertas para acoger en el episcopado a las personas que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que ya era discípulo suyo, quien pudo de este modo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio --narra-- se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29,3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pueda parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (Cf. ibídem, 31, 2).
Cuanto más se agravaba su situación, más necesidad sentía el obispo de soledad y de oración: «Para no ser disturbado por nadie en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos venían a verle o cuando le llevaban la comida. Su voluntad fue cumplida fielmente y durante todo ese tiempo él aguardaba en oración» (ibídem,31, 3). Dejó de vivir el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente descansó en Dios.
«Con motivo de la inhumación de su cuerpo --informa Posidio-- se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31,5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa hoy. Su primer biógrafo da este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas dedicadas a la continencia y a la obediencia de sus superiores, junto con las bibliotecas que contenían los libros y discursos de él y de otros santos, por los que se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre le encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio al que podemos asociarnos: en sus escritos también nosotros le «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual.
En san Agustín que nos habla --me habla a mí en sus escritos--, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque realmente Cristo es ayer, hoy y para siempre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. De este modo, san Agustín nos anima a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo hablando de San Agustín, me refiero hoy a sus últimos años de vida, cuando designó a su sucesor, Heraclio, como Obispo de Hipona, para consagrar su tiempo al estudio de la Sagrada Escritura. Fueron años de una extraordinaria actividad intelectual, pero en los que realizó también grandes esfuerzos de pacificación ante el acoso de la tribus del sur a las provincias africanas. Como él decía, «la gloria más grande es de vencer a la guerra con la palabra, más que matar a los hombres con la espada». Después, el asedio de Hipona por los Vándalos en el cuatrocientos veintinueve aumentó más aún la pena de Agustín. En su vejez, veía derrumbarse el mundo de la cristiandad en su tierra. No obstante, permaneció firme, confortando a los demás con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Si el mundo envejece, Cristo es siempre joven, afirmaba. Su casa-monasterio se abrió a los hermanos en el episcopado que le pedían hospitalidad. Ya cercano a la muerte, sólo se ocupaba de orar con los salmos penitenciales, porque, confesaba, nadie puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Murió el 28 de agosto del cuatrocientos treinta. Su cuerpo fue trasladado a Cerdeña y, hacia el setecientos veinticinco, a Pavía, donde reposa hoy. Pero nosotros lo reencontramos aún vivo en sus escritos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España, Uruguay y otros países latinoamericanos. Que la vida y escritos de San Agustín sean para todos nosotros luz y aliento en nuestro camino.
Muchas gracias.
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[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina © Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI llama a rezar por la unidad de los cristianos
Ante la semana de oración que comienza el 18 de enero
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 16 enero 2008 (ZENIT.org).- Benedicto XVI ha exhortado a los dos mil millones de cristianos del mundo a intensificar la oración por la unidad.
Lanzó su llamamiento este miércoles al final de la audiencia general recordando que el viernes, 18 de enero, comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, «que este año tiene un valor particular pues han pasado cien años desde su inicio».
El tema de este año es la invitación de san Pablo a los Tesalonicenses: «No ceséis de orar» (1 Tes 5, 17).
Benedicto XVI «con gusto» retomó esta invitación y la dirigió a toda la Iglesia.
«Sí, es necesario rezar sin cesar, pidiendo con insistencia a Dios el gran don de la unidad entre todos los discípulos del Señor», dijo.
«Que la fuerza inagotable del Espíritu Santo nos estimule a un compromiso sincero en la búsqueda de la unidad para que podamos profesar todos juntos que Jesús es el único Salvador del mundo», concluyó.
MATERIALES
El Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Comisión Fe y Constitución del Consejo Mundial de Iglesias han preparado conjuntamente los materiales para la preparación de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2008. Haz click para acceder a materiales AQUÍ
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 16 enero 2008 (ZENIT.org).- Benedicto XVI ha exhortado a los dos mil millones de cristianos del mundo a intensificar la oración por la unidad.
Lanzó su llamamiento este miércoles al final de la audiencia general recordando que el viernes, 18 de enero, comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, «que este año tiene un valor particular pues han pasado cien años desde su inicio».
El tema de este año es la invitación de san Pablo a los Tesalonicenses: «No ceséis de orar» (1 Tes 5, 17).
Benedicto XVI «con gusto» retomó esta invitación y la dirigió a toda la Iglesia.
«Sí, es necesario rezar sin cesar, pidiendo con insistencia a Dios el gran don de la unidad entre todos los discípulos del Señor», dijo.
«Que la fuerza inagotable del Espíritu Santo nos estimule a un compromiso sincero en la búsqueda de la unidad para que podamos profesar todos juntos que Jesús es el único Salvador del mundo», concluyó.
MATERIALES
El Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Comisión Fe y Constitución del Consejo Mundial de Iglesias han preparado conjuntamente los materiales para la preparación de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2008. Haz click para acceder a materiales AQUÍ
martes, 15 de enero de 2008
lunes, 14 de enero de 2008
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