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martes, 18 de diciembre de 2007

«Juan el Bautista, "más que un profeta"» / Autor: Raniero Cantalamessa OFM Cap.

Segunda predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 14 diciembre 2007 (Zenit).- Publicamos la segunda predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.

Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); asisten también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre. La primera predicación se publicó el pasado 7 de diciembre.


* * *

P. Raniero Cantalamessa
Adviento 2007 en la Casa Pontificia

Segunda Predicación
Juan el Bautista, «más que un profeta»


La vez pasada, partiendo del texto de Hebreos, 1,1-3, intenté trazar la imagen de Jesús según resulta de su comparación con los profetas. Pero entre el tiempo de los profetas y el de Jesús existe una figura especial que hace de gozne entre los primeros y el segundo: Juan el Bautista. Nada mejor, en el Nuevo Testamento, para evidenciar la novedad de Cristo que la comparación con el Bautista.

El tema del cumplimiento, del cambio histórico, emerge nítido de los textos en los que Jesús mismo se expresa sobre su relación con el Precursor. Actualmente los estudiosos reconocen que los dichos que se leen al respecto en los evangelios no son invenciones o adaptaciones apologéticas de la comunidad posteriores a la Pascua, sino que se remontan en la sustancia al Jesús histórico. Algunos de ellos se vuelven, de hecho, inexplicables si se atribuyen a la comunidad cristiana posterior [1] .

Una reflexión sobre Jesús y el Bautista es también la mejor forma de estar en sintonía con la liturgia de Adviento. Las lecturas del Evangelio del segundo y del tercer domingo de Adviento tienen, de hecho, en el centro la figura y el mensaje del Precursor. Hay una progresión en Adviento: en la primera semana la voz sobresaliente es la del profeta Isaías, que anuncia al Mesías de lejos; en la segunda y tercera semana es la del Bautista, quien anuncia al Cristo presente; en la última semana el profeta y el Precursor dejan el sitio a la Madre, quien lo lleva en su seno.

En esta capilla tenemos ante nuestros ojos al Precursor en dos momentos. En el muro lateral le vemos en el acto de bautizar a Jesús, combado hacia él en señal de reconocimiento de su superioridad; en el muro del fondo, en la actitud de la Déesis típica de la iconografía bizantina.

1. El gran cambio

En texto más completo en el que Jesús se expresa sobre su relación con Juan el Bautista es el pasaje del Evangelio que la liturgia nos hará leer el próximo domingo en la Misa. Juan, desde la prisión, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,2-6; Lc 7,19-23).

La predicación del Maestro de Nazaret, a quien él mismo había bautizado y presentado a Israel, parece a Juan que va en una dirección distinta de la flamante que él se esperaba. Más que el juicio inminente de Dios, Él predica la misericordia presente, ofrecida a todos, justos y pecadores.

Lo más significativo de todo el texto es el elogio que Jesús hace del Bautista, tras haber respondido a su pregunta: «¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta [...]. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si queréis admitirlo, él es ese Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 11,11-15).

Una cosa se ve clara de estas palabras: entre la misión de Juan el Bautista y la de Jesús ha ocurrido algo decisivo, tal que constituye una divisoria entre dos épocas. El centro de gravedad de la historia se ha desplazado: lo más importante ya no está en un futuro más o menos inminente, sino que está «aquí y ahora», en el reino que está ya operante en la persona de Cristo. Entre las dos predicaciones ha sucedido un salto de calidad: el más pequeño del nuevo orden es superior al mayor del orden precedente.

Este tema del cumplimiento y del cambio de época encuentra confirmación en muchos otros contextos del Evangelio. Basta recordar algunas palabras de Jesús como: «¡Aquí hay algo más que Jonás! [...]. ¡Aquí hay algo más que Salomón!» (Mt 12, 41-42). «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver o que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Todas las llamadas «parábolas del Reino» --como la del tesoro escondido y la de la perla preciosa-- expresan, de manera cada vez distinta y nueva, la misma idea de fondo: con Jesús ha sonado la hora decisiva de la historia; ante Él se impone la decisión de la que depende la salvación.

Fue ésta la constatación que impulsó a los discípulos de Bultmann a separarse del maestro. Bultmann situaba a Jesús en el judaísmo, haciendo de Él una premisa del cristianismo, no un cristiano todavía; sin embargo el gran cambio lo atribuía a la fe de la comunidad post-pascual. Bornkamm y Conzelmann se dieron cuenta de la imposibilidad de esta tesis: «el cambio histórico» ocurre ya en la predicación de Jesús. Juan pertenece a las «premisas» y a la preparación, pero con Jesús estamos ya en el tiempo del cumplimiento.

En su libro «Jesús de Nazaret», el Santo Padre confirma esta conquista de la exégesis más seria y actualizada. Escribe: «Para que se llegara a ese choque radical, para que se recurriera a ese gesto extremo -la entrega a los romanos--, tenía que haber ocurrido o haberse dicho algo dramático. El elemento importante y estremecedor se sitúa precisamente al inicio; la Iglesia naciente tuvo que reconocerlo lentamente en toda su grandeza, aferrarlo poco a poco, acompañando y penetrando el recuerdo con la reflexión [...]. El elemento grande, nuevo y excitante proviene precisamente de Jesús; en la fe y en la vida de la comunidad es desplegado, pero no creado. Es más, la comunidad ni siquiera se habría formado ni habría sobrevivido si no hubiera estado precedida por una realidad extraordinaria» [2].

En la teología de Lucas es evidente que Jesús ocupa «el centro del tiempo». Con su venida Él dividió la historia en dos partes, creando un «antes» y un «después» absolutos. Hoy se está convirtiendo en práctica común, especialmente en la prensa laica, abandonar el modo tradicional de fechar los acontecimientos «antes de Cristo» o «después de Cristo» (ante Christum natum y post Christum natum) a favor de la fórmula más neutral «antes de la era común» y «de la era común». Es una opción motivada por el deseo de no irritar la sensibilidad de pueblos de otras religiones que utilizan la cronología cristiana. En tal sentido hay que respetarla, pero para los cristianos permanece indiscutible el papel «discriminante» de la venida de Cristo para la historia religiosa de la humanidad.

2. Él os bautizará en Espíritu Santo

Ahora, como siempre, partamos de la certeza exegética y teológica evidenciada para llegar al hoy de nuestra vida.

La comparación entre el Bautista y Jesús se cristaliza en el Nuevo Testamento en la comparación entre el bautismo de agua y el bautismo de Espíritu. «Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; Mt 3,11; Lc 3,16). «Yo no le conocía -dice el Bautista en el Evangelio de Juan--, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautizará con Espíritu Santo"» (Jn 1,33). Y Pedro, en la casa de Cornelio: «Me acordé de aquellas palabras que dijo el Señor: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo"» (Hch 11,16).

¿Qué quiere decir que Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo? La expresión no sólo sirve para distinguir el bautismo de Jesús del de Juan; sirve para distinguir toda la persona y obra de Cristo respecto a la del Precursor. En otras palabras, en toda su obra Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo. Bautizar aquí tiene un significado metafórico; quiere decir inundar, envolver por todas partes, como hace el agua con los cuerpos sumergidos en ella.

Jesús «bautiza en Espíritu Santo» en el sentido de que recibe y da el Espíritu «sin medida» (Jn 3, 34), «efunde» su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo. «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5), dice Jesús a los apóstoles refiriéndose evidentemente a Pentecostés, que tendría lugar en breve plazo.

La expresión «bautizar en el Espíritu» define por lo tanto la obra esencial del Mesías, que ya en los profetas del Antiguo Testamento aparece orientada a regenerar a la humanidad mediante una gran y universal efusión del Espíritu de Dios (Jl 3,1 ss.). Aplicando todo ello a la vida y al tiempo de la Iglesia debemos concluir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en el sacramento del bautismo, sino, de manera distinta, también en otros momentos: en la Eucaristía, en la escucha de la Palabra y, en general, en todos los medios de gracia.

Santo Tomás de Aquino escribe: «Existe una misión invisible del Espíritu cada vez que se realiza un progreso en la virtud o un aumento de gracia...; cuando alguno pasa a una nueva actividad o a un nuevo estado de gracia» [3]. La propia liturgia de la Iglesia lo inculca. Todas sus oraciones y sus himnos al Espíritu Santo comienzan con el grito: «¡Ven!»: «Ven, Espíritu Creador», «Ven, Espíritu Santo». Con todo, quien así reza ya ha recibió una vez el Espíritu. Quiere decir que el Espíritu es algo que hemos recibido y que debemos recibir siempre de nuevo.

3. El bautismo en el Espíritu

En este contexto hay que aludir al llamado «bautismo en el Espíritu» que desde hace un siglo se ha convertido en experiencia viva para millones de creyentes de casi todas las denominaciones cristianas. Se trata de un rito hecho de gestos de gran sencillez, acompañados de disposiciones de arrepentimiento y de fe en la promesa de Cristo: «El Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida».

Es una renovación y una reactivación, no sólo del bautismo y de la confirmación, sino de todos los eventos de gracia del propio estado: ordenación sacerdotal, profesión religiosa, matrimonio. El interesado se prepara a ello --además de hacerlo con una buena confesión-- a través de encuentros de catequesis en los que se pone de nuevo en contacto vivo y gozoso con las principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos del Espíritu Santo. Todo en un clima caracterizado de profunda comunión fraterna.

A veces, en cambio, ocurre espontáneamente, fuera de todo esquema; es como si se fuera «sorprendido» por el Espíritu. Un hombre dio este testimonio: «Estaba en el avión leyendo el último capítulo de un libro sobre el Espíritu Santo. En cierto momento fue como si el Espíritu Santo saliera de las páginas del libro y entrara en mi cuerpo. Como arroyos, empezaron a brotar lágrimas de mis ojos. Comencé a orar. Estaba vencido por una fuerza muy por encima de mí» [4].

El efecto más común de esta gracia es que el Espíritu Santo, de ser un objeto de fe intelectual, más o menos abstracto, se convierte en un hecho de experiencia. Karl Rahner escribió: «No podemos contestar que el hombre tenga aquí [en la tierra. Ndr] experiencias de gracia que le dan un sentido de liberación, le abren horizontes completamente nuevos, se imprimen profundamente en él, le transforman, plasmando, hasta por largo tiempo, su actitud cristiana más íntima. Nada impide llamar a tales experiencias bautismo del Espíritu» [5].

A través de lo que se denomina, precisamente, «bautismo del Espíritu», se tiene experiencia de la unción del Espíritu Santo en la oración, de su poder en el ministerio pastoral, de su consolación en la prueba, de su guía en las elecciones. Antes aún que en la manifestación de los carismas, es así como se le percibe: como Espíritu que transforma interiormente, da el gusto de la alabanza de Dios, abre la mente a la compresión de las Escrituras, enseña a proclamar Jesús «Señor» y da el valor de asumir tareas nuevas y difíciles, en el servicio de Dios y del prójimo.

Este año se celebra el cuadragésimo aniversario del retiro a partir del cual empezó, en 1967, la Renovación carismática en la Iglesia católica, que se estima que llegó en pocos años a no menos de ochenta millones de católicos. He aquí como describía los efectos del bautismo del Espíritu sobre sí misma y sobre el grupo una de las personas que estaban presentes en aquel primer retiro:

«Nuestra fe se ha hecho más viva; nuestro creer se ha convertido en una especie de conocimiento. De repente, lo sobrenatural se ha hecho más real que lo natural. En una palabra, Jesús es un ser vivo para nosotros... La oración y los sacramentos han llegado a ser realmente nuestro pan de cada día, dejando de ser unas genéricas "prácticas piadosas". Un amor por las Escrituras que nunca me hubiera imaginado, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza de dar testimonio más allá de toda expectativa: todo esto ha llegado a formar parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo del Espíritu no nos ha proporcionado una especial emoción externa, pero nuestra vida se ha llenado de serenidad, confianza, alegría y paz... Hemos cantado el Veni creator Spiritus antes de cada reunión, tomando en serio lo que decíamos, y no nos hemos visto defraudados... También hemos sido inundados de carismas, y todo esto nos sitúa en una perfecta atmósfera ecuménica» [6].

Todos vemos con claridad que éstas son precisamente las cosas que más necesita hoy la Iglesia para anunciar el Evangelio a un mundo reacio a la fe y a lo sobrenatural. No es que todos estén llamados a experimentar la gracia de un nuevo Pentecostés de esta forma. Pero todos estamos llamados a no permanecer fuera de esta «corriente de gracia» que atraviesa la Iglesia del post Concilio. Juan XXIII habló, en su tiempo, de un «nuevo Pentecostés»; Pablo VI fue más allá y habló de un «perenne Pentecostés», de un Pentecostés continuo. Vale la pena volver a oír las palabras que pronunció en una audiencia general:

«Nos hemos preguntado más de una vez... cuál es la necesidad, primera y última, que advertimos para esta nuestra bendita y amada Iglesia. Tenemos que decirlo casi temblando y suplicando, ya que, como sabéis, se trata de su misterio y de su vida: el Espíritu, el Espíritu Santo, el animador y santificador de la Iglesia, su respiración divina, el viento que sopla en sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y fuerza, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas y cantos, su paz y su gozo, su prenda y preludio de vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés: necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada... La Iglesia necesita recuperar el anhelo, el gusto y la certeza de su verdad» [7].

El filósofo Heidegger concluía su análisis de la sociedad con la voz de alarma: «Sólo un dios nos puede salvar». Este Dios que nos puede salvar, y que nos salvará, los cristianos lo conocemos: ¡es el Espíritu Santo! Actualmente se extiende la moda de la llamada aromaterapia. Consiste en la utilización de aceites esenciales que emanan perfume para mantener la salud o como terapia de algunos trastornos. Internet está lleno de reclamos de aromaterapia. No se contenta prometiendo con ellos bienestar físico como la cura del estrés; existen también «perfumes del alma», por ejemplo el perfume para obtener «la paz interior».

Los médicos invitan a desconfiar de esta práctica, que no está científicamente comprobada y, más aún, tiene en algunos casos contraindicaciones. Pero lo que quiero decir es que existe una aromaterapia segura, infalible, que carece de contraindicaciones: la que está hecha con el aroma especial, ¡con el «sagrado crisma del alma» que es el Espíritu Santo! San Ignacio de Antioquia escribió: «El Señor ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron) para exhalar sobre la Iglesia la incorruptibilidad» [8]. Sólo si recibimos este «aroma» podremos ser, a nuestra vez, «el buen olor de Cristo» en el mundo (2 Co 2, 15).

El Espíritu Santo es especialista sobre todo en las enfermedades del matrimonio y de la familia, que son los grandes enfermos de hoy. El matrimonio consiste en darse el uno al otro, es el sacramento de hacerse don. El Espíritu Santo es el don hecho persona; es la donación del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Donde llega Él renace la capacidad de hacerse don y con ella la alegría y la belleza de los esposos de vivir juntos. El amor de Dios que Él «derrama en nuestros corazones» reaviva toda expresión de amor, y en primer lugar el amor conyugal. El Espíritu Santo puede hacer verdaderamente de la familia «la principal agencia de paz», como la define el Santo Padre en el Mensaje para la próxima Jornada Mundial de la Paz.

Son numerosos los ejemplos de matrimonios muertos que han resucitado a una vida nueva por la acción del Espíritu. He recogido justo en estos días el conmovedor testimonio de una pareja que tengo intención de dar a conocer en la cita de mi programa de televisión sobre el Evangelio por la fiesta del Bautismo de Jesús...

El Espíritu reaviva, naturalmente, también la vida de los consagrados, que consiste en hacer de la propia vida un don y una oblación «de suave aroma» a Dios por los hermanos (Ef 5,2).

4. La nueva profecía de Juan el Bautista

Volviendo a Juan el Bautista, él nos puede iluminar sobre cómo llevar a cabo nuestra tarea profética en el mundo de hoy. Jesús define a Juan el Bautista como «más que un profeta», pero ¿dónde está la profecía en su caso? Los profetas anunciaban una salvación futura; pero el Precursor no es alguien que anuncia una salvación futura; él indica a uno que está presente. Entonces, ¿en qué sentido se puede llamar profeta? Isaías, Jeremías, Ezequiel ayudaban al pueblo a superar la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a superar la barrera, aún más gruesa, de las apariencias contrarias, del escándalo, de la banalidad y la pobreza con que la hora fatídica se manifiesta.

Es fácil creer en algo grandioso, divino, cuando se plantea en un futuro indefinido: «en aquellos días», «en los últimos días», en un marco cósmico, con los cielos destilando dulzura y la tierra abriéndose para que germine el Salvador. Es más difícil cuando se debe decir: «¡Helo aquí! ¡Está aquí! ¡Es Él!».

Con las palabras: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!» (Jn 1,26), Juan el Bautista inauguró la nueva profecía, la del tiempo de la Iglesia, que no consiste en anunciar una salvación futura y lejana, sino en revelar la presencia escondida de Cristo en el mundo. En arrancar el velo de los ojos de la gente, sacudirle la indiferencia, repitiendo con Isaías: «Existe algo nuevo: ya está en marcha; ¿no lo reconocéis?» (Is 43,19).

Es verdad que han pasado veinte siglos y que sabemos, sobre Jesús, mucho más que Juan. Pero el escándalo no ha desaparecido. En tiempos de Juan el escándalo derivaba del cuerpo físico de Jesús, de su carne tan similar a la nuestra, excepto en el pecado. También hoy es su cuerpo, su carne, la que crea dificultades y escandaliza: su cuerpo místico, tan parecido al resto de la humanidad, sin excluir, lamentablemente, ni siquiera el pecado.

«El testimonio de Jesús -se lee en el Apocalipsis-- es el espíritu de profecía» (Ap 19,10), esto es, para dar testimonio de Jesús se requiere espíritu de profecía. ¿Existe este espíritu de profecía en la Iglesia? ¿Se cultiva? ¿Se alienta? ¿O se cree, tácitamente, que se puede prescindir de él, apuntando más hacia medios y recursos humanos?

Juan el Bautista nos enseña que para ser profetas no se necesita una gran doctrina o elocuencia. Él no es un gran teólogo; tiene una cristología bastante pobre y rudimentaria. No conoce todavía los títulos más elevados de Jesús: Hijo de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del hombre. Pero ¡cómo logra hacer oír la grandeza y unicidad de Cristo! Usa imágenes sencillísimas, de campesino: «No soy digno de desatar las correas de sus sandalias». El mundo y la humanidad aparecen, por sus palabras, dentro de un tamiz que Él, el Mesías, sostiene y agita con sus manos. Ante Él se decida quién permanece y quién cae, quién es grano bueno y quién paja que se lleva el viento.

En 1992 se celebró un retiro sacerdotal en Monterrey, México, con ocasión de los 500 años de la primera evangelización de América Latina. Estaban presentes 1.700 sacerdotes y unos sesenta obispos. Durante la homilía de la Misa conclusiva hablé de la necesidad urgente que la Iglesia tiene de profecía. Después de la comunión se oró por un nuevo Pentecostés en pequeños grupos distribuidos por la gran basílica. Me había quedado en el presbiterio. En cierto momento un joven sacerdote se acercó en silencio, se me arrodilló delante y con una mirada que jamás olvidaré dijo: «Bendígame, padre; ¡quiero ser profeta de Dios!». Me estremecí porque veía que evidentemente le movía la gracia.

Con humildad podríamos hacer nuestro el deseo de aquel sacerdote: «Quiero ser un profeta para Dios». Pequeño, desconocido de todos, no importa; pero uno que, como decía Pablo VI, tenga «fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada».

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[1] Cf. J. D.G. Dunn, Christianity in the Making, I. Jesus remembered, Grand Rapids. Mich. 2003, parte III, cap. 12, trad. ital. Gli albori del Cristianesimo, I, 2, Paideia, Brescia 2006, pp. 485-496.

[2] Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, Rizzoli 2007, p. 372.

[3] S. Tommaso d'Aquino, Somma teologica, I,q.43, a. 6, ad 2.; cf. F. Sullivan, in Dict.Spir. 12, 1045.

[4] En "New Covenant"(Ann Arbor, Michigan), junio 1984, p.12.

[5] K. Rahner, Erfahrung des Geistes. Meditation auf Pfingsten, Herder, Friburgo i. Br. 1977.

[6] Testimonio de P. Gallagher Mansfield, As by a New Pentecost, Steubenville 1992, pp. 25 s.

[7] Discurso en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972 (Insegnamenti di Paolo VI, Tipografia Poliglotta Vaticana, X, pp. 1210s.).

[8] S. Ignazio d'Antiochia, Agli Efesini 17.

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Traducción del original italiano por Marta Lago

jueves, 13 de diciembre de 2007

Dios ha «desposado» nuestra humanidad / Autor: Benedicto XVI

Intervención en la oración mariana del Angelus

CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 16 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI este domingo al introducir la oración mariana del Ángelus ante varios miles de fieles y peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro en el Vaticano.

* * *

¡Queridos hermanos y hermanas!

«Gaudete in Domino semper - Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4). Con estas palabras de san Pablo se abre la Santa Misa del III domingo de Adviento, que por ello se llama domingo «gaudete». El Apóstol exhorta a los cristianos a alegrarse porque la venida del Señor, esto es, su retorno glorioso, es seguro y no tardará. La Iglesia hace propia esta invitación, mientras se prepara a celebrar la Navidad y su mirada se dirige cada vez más hacia Belén. En efecto, aguardamos con esperanza cierta la segunda venida de Cristo porque hemos conocido la primera. El misterio de Belén nos revela al Dios-con-nosotros, al Dios cercano a nosotros, no sencillamente en sentido espacial y temporal; Él está cerca de nosotros porque ha «desposado», por así decirlo, nuestra humanidad; ha tomado sobre sí nuestra condición, eligiendo ser en todo como nosotros, menos en el pecado, para hacer que nos convirtamos como Él. La alegría cristiana brota por lo tanto de esta certeza: Dios está próximo, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece también en la prueba, en el sufrimiento mismo, y permanece no superficialmente, sino en lo profundo de la persona que se entrega a Dios y confía en Él.

Algunos se preguntan: ¿pero todavía hoy es posible esta alegría? ¡La respuesta la dan, con sus vidas, hombres y mujeres de toda edad y condición social, felices de consagrar su existencia a los demás! ¿Acaso no fue la beata Madre Teresa de Calcuta, en nuestro tiempo, un testimonio inolvidable de la verdadera alegría evangélica? Vivía a diario en contacto con la miseria, la degradación humana, la muerte. Su alma conoció la prueba de la noche oscura de la fe; sin embargo, dio a todos la sonrisa de Dios. Leemos en un escrito suyo: «Esperamos con impaciencia el paraíso, donde está Dios, pero tenemos en nuestro poder estar en el paraíso ya desde aquí y desde este momento. Ser felices con Dios significa: amar como Él, ayudar como Él, dar como Él, servir como Él» (La gioia di darsi agli altri, Ed. Paoline, 1987, p. 143). Sí, la alegría entra en el corazón de quien se pone al servicio de los pequeños y de los pobres. En quien ama así, Dios hace morada, y el alma está en la alegría. Si en cambio se hace de la felicidad un ídolo, se yerra de camino y es verdaderamente difícil encontrar la alegría de la que habla Jesús. Es ésta, lamentablemente, la propuesta de las culturas que sitúan la felicidad individual en el lugar de Dios, mentalidades que tienen su efecto emblemático en la búsqueda del placer a toda costa, en la difusión del consumo de drogas como huída, como refugio en paraísos artificiales, que se revelan después completamente ilusorios.

Queridos hermanos y hermanas: también en Navidad se puede equivocar el camino, cambiar la verdadera fiesta con la que no abre el corazón a la alegría de Cristo. Que la Virgen María ayude a todos los cristianos, y a los hombres que buscan a Dios, a llegar a Belén para encontrar al Niño que ha nacido por nosotros, por la salvación y la felicidad de todos los hombres.

[Al término del rezo del Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español dijo:]

Saludo con afecto a los fieles de lengua española. Queridos hermanos: Siguiendo la invitación de la liturgia de este domingo de Adviento, os aliento a vivir con alegría la cercanía del Señor, que viene a nuestro encuentro, para que, llenos de esperanza y confianza en su amor, prosigáis vuestra preparación espiritual para la Navidad meditando la Palabra divina, e intensificando la oración y las obras de caridad. ¡Feliz domingo!

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Traducción del original italiano realizada por Marta Lago.

viernes, 7 de diciembre de 2007

«Jesús de Nazaret, ¿"uno de los profetas"?» / Autor: Raniero Cantalamessa, OFM Cap.


Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap /
Adviento 2007 en la Casa Pontificia


CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 7 diciembre 2007 ( ZENIT.org ).- Publicamos la primera predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia. Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); asisten también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.

* * *


1. La «tercera investigación»

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (Hb 1, 1-3).

Este impulso de la Carta a los Hebreos constituye una síntesis grandiosa de toda la historia de la salvación. Está formada por la sucesión de dos tiempos: el tiempo en que Dios hablaba por medio de los profetas y el tiempo en que Dios habla por medio de su Hijo; el tiempo en que hablaba «por persona intermedia» y el tiempo en que habla «en persona». El Hijo, en efecto, es «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia», esto es, como se dirá más tarde, de la misma sustancia del Padre.

Existe continuidad y salto de calidad a la vez. Es el mismo Dios quien habla, la misma revelación; la novedad es que ahora el Revelador se hace revelación; revelación y revelador coinciden. La fórmula de introducción de los oráculos es la mejor demostración de ello: ya no «Dice el Señor», sino «Yo os digo».

A la luz de esta poderosa palabra de Dios que es Hebreos 1,1-3, busquemos, en esta predicación de Adviento, hacer un discernimiento de las opiniones que circulan actualmente sobre Jesús, fuera y dentro de la Iglesia, a fin de poder, en Navidad, unir sin reservas nuestra voz a la de la liturgia que proclama su fe en el Hijo de Dios venido a este mundo. Somos continuamente reconducidos al diálogo de Cesarea de Filipo: ¿para mí Jesús es «uno de los profetas» o es el «Hijo del Dios vivo»? (v. Mt 16,14-16).

En el campo de los estudios históricos sobre Jesús, se está viviendo la llamada «tercera investigación». Se denomina así para distinguirla tanto de la «antigua investigación» histórica de inspiración racionalista y liberal que dominó desde finales del siglo XVIII todo el siglo XIX, como de la llamada «nueva investigación histórica» que empezó hacia mediados del siglo pasado en reacción a la tesis de Bultmann que había proclamado el Jesús histórico inalcanzable y sobre todo irrelevante para la fe cristiana.

¿En qué se diferencia la «tercera investigación» de las precedentes? Ante todo en la convicción de que podemos saber del Jesús de la historia gracias a las fuentes, mucho más de cuanto en el pasado se admitía. Pero sobre todo la tercera investigación se diferencia en los criterios para alcanzar la verdad histórica sobre Jesús. Si antes se pensaba que el criterio fundamental de certificación de la verdad de un hecho o de un dicho de Jesús era que hubiera estado en contraste con cuanto se hacía o se pensaba en el mundo judaico contemporáneo a Él, ahora se ve, al contrario, en la compatibilidad de un dato evangélico con el judaísmo del tiempo. Si antes el sello de autenticidad de un dicho o de un hecho era su novedad e «inexplicabilidad» respecto al ambiente, ahora es, al contrario, su explicabilidad a la luz de nuestros conocimientos del judaísmo y de la situación social de la Galilea del tiempo.

Son evidentes algunas ventajas de esta nueva aproximación. Se reencuentra la continuidad de la revelación. Jesús se sitúa en el interior del mundo judaico, en la línea de los profetas bíblicos. Hace sonreír la idea de que hubo un tiempo en que se creía poder explicar todo el cristianismo con el recurso a influencias helenísticas.

El problema es que se ha llevado tan allá esta conquista que se ha convertido en pérdida. En muchos representantes de esta tercera investigación, Jesús acaba por diluirse completamente en el mundo judaico, sin distinguirse ya más que en algún detalle y por alguna interpretación particular de la Torá. Uno de los profetas judíos, o como gusta decir, de los «carismáticos itinerantes». Significativo el título de un ensayo famoso, el de J. D. Crossmann: «El Jesús histórico. La vida de un campesino judío del Mediterráneo».

Sin llegar a estos excesos, también el autor más conocido y, en cierto sentido, iniciador de la tercera investigación, E. P. Sanders, se encuentra en esta línea [1]. Encontrada de nuevo la continuidad, se ha perdido la novedad. La divulgación, también entre nosotros, en Italia, ha hecho el resto, difundiendo la imagen de un Jesús judío entre judíos, que no hizo casi nada nuevo, pero del que se sigue diciendo (no se sabe cómo) que «cambió el mundo».

Se continúa reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado haberse construido cada vez una imagen de Jesús según la moda o los gustos del momento, y no se percibe que se prosigue en la misma línea. Esta insistencia en el Jesús judío entre judíos, de hecho, depende al menos en parte del deseo de reparar los errores históricos cometidos contra este pueblo y de favorecer el diálogo entre judíos y cristianos. Un óptimo objetivo que se persigue, como veremos enseguida, con un medio (por el modo en que se utiliza) equivocado. Se trata en efecto de una tendencia sólo aparentemente filo-judaica. En realidad se termina por cargar al mundo judaico con una responsabilidad más: la de no haber reconocido a uno de ellos, uno cuya doctrina era perfectamente compatible con cuanto el mismo creía.

2. El rabino Neusner y Benedicto XVI

Quien ha evidenciado lo iluso de esta aproximación con la finalidad de un verdadero diálogo entre judaísmo y cristianismo ha sido precisamente un judío, el rabino americano Jacob Neusner. Quien haya leído el libro del Papa Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret sabe ya mucho sobre el pensamiento de este rabino, con quien dialoga en uno de los capítulos más apasionantes del libro. Lo reevoco en sus puntos principales.

El conocidísimo estudioso judío escribió un libro titulado «Un rabino habla con Jesús». En él imagina ser un contemporáneo de Cristo que un día se suma a la multitud que le sigue y escucha el sermón de la montaña. Explica por qué, aún fascinado por la doctrina y por la persona del Galileo, al final comprende, a su pesar, que no puede hacerse discípulo suyo y decide permanecer como discípulo de Moisés y seguidor de la Torá.

Todos los motivos de su decisión al final se reducen a uno solo: para aceptar lo que este hombre dice ha que reconocerle la misma autoridad de Dios. Él no se limita a «cumplirla», sino que sustituye la Torá. Impresionante el intercambio de ideas que el rabino, desde el encuentro con Jesús, tiene con su maestro en la sinagoga:

Maestro: «¿Ha descuidado algo [de la Torá] tu Jesús?»
Rabino Neusner: «Nada»
Maestro: «¿Entonces ha añadido algo?»
Rabino Neusner: «Sí, a sí mismo»

Interesante coincidencia: es la misma respuesta que san Ireneo daba en el siglo II a quienes se preguntaban qué había traído Cristo de nuevo, al venir al mundo. «Ha traído --escribía-toda novedad, trayéndose a sí mismo»: «omnem novitatem attulit semetipsum afferens» [2].

Neusner ha sacado a la luz la imposibilidad de hacer de Jesús un judío «normal» de su tiempo, o uno que se aparta de aquél sólo en puntos de importancia secundaria. Tuvo también otro grandísimo mérito: mostrar la inanidad de todo intento de separar al Jesús de la historia del Cristo de la fe. Hace ver cómo la crítica puede quitar del Jesús de la historia todos los títulos: negar que se haya (o que le hayan) atribuido, en su vida terrena, el título de Mesías, de Señor, de Hijo de Dios. Después de que se le haya quitado todo lo que se quiera, lo que permanece en los evangelios es más que suficiente para demostrar que no se consideraba un simple hombre. Igual que basta con un fragmento de cabello, una gota de sudor o de sangre para reconstruir el ADN completo de una persona, también basta con un dicho, tomado casi por casualidad, del evangelio para demostrar la conciencia que Jesús tenía de actuar con la misma autoridad de Dios.

Neusner, como buen judío, sabe qué quiere decir: «El Hijo del hombre es señor también del sábado», porque el sábado es la «institución» divina por excelencia. Sabe qué implica decir: «Si quieres ser perfecto ven y sígueme»: quiere decir sustituir el antiguo paradigma de santidad, que consiste en la imitación de Dios («Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo»), con el nuevo paradigma que consiste en la imitación de Cristo. Sabe que sólo Dios puede suspender la aplicación del cuarto mandamiento como hace Jesús cuando pide a uno que renuncie a sepultar a su padre. Comentando estos dichos de Jesús, Neusner exclama: «Es el Cristo de la fe el que habla aquí» [3].

En su libro el Papa responde ampliamente y, para un creyente, de forma convincente e iluminadora, a la dificultad del rabino Neusner. Su respuesta me hace pensar en la que Jesús mismo dio a los que envió donde Juan el Bautista a preguntarle: «¿Eres tú quien debe venir o debemos esperar a otro?». Jesús, en otras palabras, no sólo reivindicó para sí una autoridad divina, sino que también dio señales y garantías de ello: los milagros, su propia enseñanza (que no se agota en el sermón de la montaña), el cumplimiento de las profecías, sobre todo aquella pronunciada por Moisés de un profeta semejante o superior a él; después su muerte, su resurrección y la comunidad nacida de Él que realiza la universalidad de la salvación anunciada por los profetas.

3. «Exhortaos mutuamente»

Sería necesario, en este punto, observar algo: el problema de la relación entre Jesús y los profetas no se plantea sólo en el contexto del diálogo entre cristianismo y judaísmo, sino también dentro de la propia teología cristiana, donde no han faltado intentos de explicar la personalidad de Cristo con el recurso a la categoría de profeta. Estoy convencido de la radical insuficiencia de una cristología que pretenda aislar el título de profeta y refundar sobre él todo el edificio de la cristología.

Además, este intento no es en absoluto nuevo. Lo propuso en la antigüedad Pablo de Samosata, Fotino y otros en términos a veces casi idénticos. Entonces, en una cultura de orientación metafísica, se hablaba del mayor profeta; actualmente, en una cultura de orientación histórica, se habla de profeta escatológico. ¿Pero es tan distinto escatológico de supremo? ¿Puede uno ser el mayor profeta sin ser también el profeta definitivo, y puede el profeta definitivo no ser asimismo el mayor de los profetas?

Una cristología que no va más allá de la categoría de Jesús como «profeta escatológico» constituye, sí, como está en las intenciones de quien la propone, una actualización del dato antiguo, pero no del dato definido por los concilios, sino del dato condenado por los concilios.

Sobre este problema no insisto, que lo traté en años pasados en esta misma sede [4]. Más bien desearía pasar inmediatamente a alguna aplicación práctica de las reflexiones hechas hasta ahora que nos ayude a hacer del Adviento un tiempo de conversión y de despertar espiritual.

La conclusión que la Carta a los Hebreos saca de la superioridad de Cristo sobre los profetas y sobre Moisés no es una conclusión triunfalista, sino parenética; no insiste en la superioridad del cristianismo, sino en la mayor responsabilidad de los cristianos ante Dios. Dice:

«Por tanto, es preciso que prestemos mayor atención a lo que hemos oído, para que no nos extraviemos. Pues si la palabra promulgada por medio de ángeles obtuvo tal firmeza que toda trasgresión y desobediencia recibió justo castigo, ¿cómo saldremos absueltos nosotros si descuidamos tan gran salvación?» (Hb 2, 1-3). «Antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este "hoy", para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado» (Hb 3, 13).

Y en el capítulo 10 añade: «Si alguno viola la ley de Moisés, es "condenado a muerte" sin compasión, "por la declaración de dos o tres testigos". ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios, y tuvo como profana "la sangre de la alianza" que le santificó, y ultrajó al Espíritu de la gracia?» (Hb 10, 28-29).

La palabra con la que, recogiendo la invitación del autor, deseamos exhortarnos mutuamente es la que la liturgia nos ha hecho escuchar el pasado domingo y que da el tono a toda la primera semana de Adviento: «¡Velad!». Es interesante observar algo. Cuando se retoma en la catequesis apostólica después de Pascua, esta palabra de Jesús se encuentra casi siempre dramatizada: no velad, sino despertad, ¡espabilaos del sueño! Del estado de vigilia se pasa al acto de despertarse.

Existe en la base la constatación de que en esta vida estamos crónicamente expuestos a recaer en el sueño, o sea, en un estado de suspensión de las facultades, de adormecimiento y de inercia espiritual. Las cosas materiales tienen un efecto narcotizante en el alma. Por eso Jesús recomienda: «¡Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida!» (Lc 21, 34).

Puede servirnos de útil examen de conciencia volver a escuchar la descripción que san Agustín hace de este estado de duermevela en las Confesiones: «El fardo del mundo me oprimía como en un deleitoso sueño; y los pensamientos que de Ti me venían eran como esos intentos por despertar que a veces tenemos y que son vencidos por la pesadez del sueño [...]. Así tenía yo por cierto que es mejor entregarme a tu amor que ceder a mis apetitos; pero si tu amor me atraía no llegaba a vencerme, y el apetito, porque me agradaba, me tenía vencido. No tenía respuesta que darte cuando me decías: "¡Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo!" (Ef 5,14). Y mientras tú me rodeabas con la verdad por todas partes y de ella estaba totalmente convencido, no tenía para responderte sino lentas palabras llenas de sueño: "Si, ya voy, ahora voy; pero, ¡aguárdame un poquito!". Y mientras tanto pasaba el tiempo» [5] .

Sabemos cómo el santo salió al final de este estado. Se encontraba en un jardín en Milán, lacerado por esta lucha entre la carne y el espíritu; oyó las palabras de un canto: «Tolle, lege, tolle, lege». Las tomó como una invitación divina; tenía consigo el libro de las cartas de Pablo; lo abrió decidido a tomar como palabra de Dios para él el primer pasaje sobre el que cayera. Y fue sobre el texto que hemos escuchado el domingo pasado, en la segunda lectura de la Misa:

«Ya es ya hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada; el día se avecina; despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestios más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 11-14). Una luz de serenidad atravesó el cuerpo y el alma de Agustín y comprendió que, con la ayuda de Dios, podía vivir casto.

4. «Dame castidad y continencia»

El caso de Agustín me lleva a introducir en mi reflexión una nota de actualidad. La semana pasada se emitió en «Rai Uno» un espectáculo del cómico Roberto Benigni que registró una audiencia elevadísima. Se trató, en momentos, de una lección de altísima comunicación religiosa, además de artística y literaria, de la que tanto tendríamos que aprender los predicadores: capacidad de dar voz al sentido de lo eterno del hombre, la maravilla frente al misterio, al arte, a la belleza y al simple hecho de existir.

Lamentablemente, sobre un punto, tal vez no premeditado, el cómico lanzó un mensaje que podría ser muy peligroso para los jóvenes y que hay que rectificar. Para apoyar su invitación a no tener miedo de las pasiones, a experimentar el vértigo del amor también en su aspecto carnal, citó la frase de Agustín que dice: «Dame la castidad y la continencia, pero no ahora» [6] . Como si antes hubiera que probar de todo y después, quien sabe si ya ancianos, cuando no cuesta esfuerzo, practicar la castidad.

No dijo el cómico hasta qué punto Agustín se tuvo que arrepentir después de haber hecho, siendo joven, aquella plegaria, y cuántas lágrimas le costó arrancarse la esclavitud a la que se había entregado. No recordó la oración con la que el santo sustituyó la otra, una vez reconquistada la libertad: «Tú me mandas que sea casto; pues bien: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras» [7].

No creo que los jóvenes de hoy necesiten ánimos para «lanzarse», para «experimentar», para romper límites (todo les empuja directamente en esta dirección con los trágicos resultados que conocemos). Tienen necesidad de que se les den motivaciones válidas, no ciertamente a temer su cuerpo y el amor, sino a tener miedo de destruir uno y otro.

En el canto del Infierno que el cómico comentó admirablemente, Dante brinda una de estas motivaciones profundas, sobre la que, sin embargo, se ha pasado de largo. El mal es someter la razón al instinto, en lugar del instinto a la razón. «Supe que a un tal tormento / sentenciados eran los pecadores carnales / que la razón al deseo sometieron». El deseo tiene su función si es regulado por la razón; en caso contrario se convierte en el enemigo, no en el aliado, del amor, llevando a los crímenes más brutales de los que las crónicas recientes nos han dado ejemplos.

Pero vayamos más directamente a nuestra reflexión. La vida espiritual no se reduce ciertamente sólo a la castidad y a la pureza; sin embargo es verdad que sin ellas todo esfuerzo en otras direcciones resulta imposible. Se trata, verdaderamente, como la llama Pablo en el texto citado, un «arma de la luz»: una condición para que la luz de Cristo se difunda alrededor de nosotros y a través de nosotros.

Hoy se tiende a contraponer entre sí los pecados contra la pureza y los pecados contra el prójimo, y se tiende a considerar verdadero pecado sólo aquél contra el prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo dado en el pasado a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, con anterioridad, los pecados de la carne hasta crear, a veces, auténticas neurosis, en perjuicio de la atención a los deberes hacia el prójimo y también en perjuicio de la misma virtud de la pureza que era, de tal manera, empobrecida y reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no.

Pero ahora se ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la pureza en beneficio (frecuentemente sólo verbal) de una atención al prójimo. Es iluso creer que se puede armonizar un auténtico servicio a los hermanos --que requiere siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad-- y una vida personal desordenada, toda orientada a complacerse a uno mismo y a las propias pasiones. Se acaba, inevitablemente, por instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir «sí» a los hermanos quien no sabe decir «no» a uno mismo.

Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de impureza, en la mentalidad de la gente, y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no hace mal a nadie, no viola los derechos ni las libertades de los demás, a menos --se dice-- que se trate de violencia carnal. Pero aparte del hecho de que viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto al prójimo. No es verdad que el pecado de impureza se quede en quien lo comete.

En el «Talmud» judaico se lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño que cada pecado, incluso personal, acarrea a los demás: «Algunas personas se encontraban a bordo de una barca. Una de ellas tomó un taladro y empezó a hacer un agujero. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: - ¿Qué heces? - Él respondió: - ¿Qué os importa? ¿Acaso no es bajo mi asiento donde estoy perforando? - Pero ellos replicaron: - ¡Sí, pero el agua entrará y nos anegará a todos!». ¿No es lo que está ocurriendo en nuestra sociedad? También la Iglesia sabe algo del mal que se puede ocasionar a todo el Cuerpo con los errores personales cometidos en este terreno.

Uno de los acontecimientos espirituales de mayor relevancia de estos últimos meses ha sido la publicación de los «escritos personales» de la Madre Teresa de Calcuta. El título elegido para el libro que los reúne es la palabra que Cristo le dirigió en el momento de llamarla a su nueva misión: «Come, be my light»; Ven, sé mi luz en el mundo. Es una palabra que Jesús dirige a cada uno de nosotros y que, con la ayuda de la Virgen Santísima y la intercesión de la beata de Calcuta, queremos recibir con amor y procurar poner en práctica este Adviento.

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[1] E.P. Sanders, Jesus and Judaism, London 1985, trad. italiana Gesù e il giudaismo, Marietti 1992.
[2] S. Ireneo, Adv. Haer. IV,34,1
[3] J. Neusner, op. cit. 84.
[4] V. Meditaciones de Adviento de 1989 recogidas en el libro Gesú Cristo, il Santo di Dio, cap. VII, Edizioni San Paolo 1999.
[5] S. Agustín, Confesiones, VIII, 5,12.
[6] S. Agustín, Confesiones, VIII, 6,17.
[7] Ib. X, 29:

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Traducción del original italiano por Marta Lago

La dimensión de la pastoral sanitaria, vista desde el dicasterio para la Salud / Autora: Marta Lago

Entrevista con su secretario, monseñor Redrado Marchite, O.H.

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 11 diciembre 2007 (ZENIT.org).- A dos meses exactos de la Jornada Mundial del Enfermo, el secretario del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud indica en la figura del obispo la clave para potenciar una pastoral sanitaria que responda a las necesidades personales y sociales de hoy.

Para ello se cuenta con el apoyo y la actividad de este dicasterio, cuya dimensión y alcance traza, en esta entrevista, el obispo José Luis Redrado Marchite, O.H.

--¿Cuál es la misión del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud?

--Monseñor Redrado: Éste es un dicasterio que precisamente entiende de pastoral; no es un «Ministerio de la Salud» al estilo de los gobiernos. Hay que comprenderlo bien. El apellido fuerte es «pastoral de la salud» con todo lo que implica «pastoral»: evangelización, acción de la Iglesia en el sector sanitario respecto a los enfermos y a los sanos, empezando por aquellos que cuidan a los enfermos. La misión del dicasterio también se extiende a la prevención, un aspecto dirigido a todas las personas para que cuiden bien de la salud como tal.

Por pastoral sanitaria entendemos el «paso de Jesús» en medio de los enfermos y ayudarles a que encuentren sentido a la enfermedad.

--Esto implica un contacto estrecho, directo, personal con el que sufre...

--Monseñor Redrado: Se trata de hacer llegar un mensaje de valores cristianos a estos hombres y mujeres que están enfermos, hacerles despertar a un sentido nuevo de la vida, que descubran que la vida de Jesús tuvo sentido cuando evangelizaba, pero también cuando estuvo en la cruz por cuanto que emanó desde ahí: un gran amor que salvó a todos, un gran sufrimiento, pero éste preñado de amor. Que la Iglesia en su evangelización, en su pastoral, pueda llegar a hacer constante esta realidad y hacer vivirla es lo máximo.

Por eso hay una llamada a los servicios de pastoral en los hospitales, y claramente también a los que tienen la denominación de católicos, que no se pueden limitar a curar los cuerpos, sino a las personas; el paso por un hospital católico debe ser, sobre todo, un paso que renueve la vida, que les diga algo a los enfermos, que les haga encontrarse con el Señor. Por eso nuestro dicasterio está intentando formar hombres y mujeres que puedan estar más cerca del enfermo con este gran mensaje, descubriendo que la enfermedad no es inútil, sino que puede llevar a un camino como el de Emaús, a descubrir que es el Señor que camina junto a nosotros.

--¿Cómo traduce esta labor evangelizadora su dicasterio?

--Monseñor Redrado: Tiene funciones institutivas; fundamental es animar, informar y formar, y estar al tanto de lo que sucede en la salud y en la enfermedad en el mundo para ver de qué forma se puede integrar la pastoral.

Se anima con conferencias internacionales, con reuniones de grupos, cursos, cursillos, programas de radio, de televisión, con la publicación de libros, con nuestra revista «Dolentium Hominum» --que se envía en cuatro idiomas a todo el mundo-- en la que se vierten criterios sobre la salud y la enfermedad, el sentido cristiano y cómo se debe realizar este ministerio.

Se enmarca en nuestra finalidad haber celebrado veintidós grandes conferencias internacionales. Son numerosísimos los profesionales que han venido a escuchar y a intervenir en esas convocatorias: una media de seiscientas personas por conferencia, y hubo otras dos con nueve mil inscripciones. El abanico de posibilidades, pues, es amplísimo.

En cuestión de animación también se han realizado viajes internacionales desde el Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud: más de ciento cincuenta para tomar el pulso a la salud en las distintas naciones y ver cómo están animando las Conferencias Episcopales este sector en sus respectivas regiones.

--La última Conferencia Internacional, celebrada el pasado noviembre, dio protagonismo al enfermo anciano...

--Monseñor Redrado: Es la tercera Conferencia que dedicamos al anciano, si bien cada una ha tenido un corte diverso. Ésta se ha centrado más en las enfermedades características del anciano: pierde vigor, audición, sentido cognoscitivo, puede entrar en un período de depresión --siempre en la vida, pero en esta edad más todavía-- y muchos otros sufrimientos que en esta etapa de la vida hay que cuidar.

Teniendo en cuenta que la sociedad ha alcanzado un nivel cuantitativo de años elevado --al menos en las sociedades desarrolladas se llega de 75 a 80 años de edad--, hay que luchar por dar calidad de vida controlando o previniendo este tipo de padecimientos. La finalidad de esta Conferencia Internacional ha sido analizar cómo afrontar esta realidad actual en la sociedad. Y es que, como Pontificio Consejo, estamos abiertos e insertos fuertemente en la sociedad; tenemos una misión enormemente social: la salud y la enfermedad son de alcance universal. El Papa accedió inmediatamente a que celebráramos esta convocatoria sobre el tema citado. Las sociedades, que envejecen, tienen que estar atentas a muchos de estos aspectos.

Por ejemplo, la familia está llamada en primera persona a atender al enfermo anciano, que no le complica, sino que le implica; y el enfermo, a esta edad, tiene que estar muy bien acogido, ser muy amado. De lo contrario otra enfermedad como la depresión --subrayo-- entra por la puerta rápidamente. Son temas que se han debatido a nivel internacional, igual que el aspecto psicológico del anciano enfermo --quien toca con la mano que la vida se termina, que ve desaparecer a sus contemporáneos--.

La cuestión religiosa también es muy importante. Puede haber quien la haya descuidado, pero si uno quiere ponerse en paz con Dios o quiere acercarse a la fe, desde la vejez también se puede encontrar esa Mirada superior y misericordiosa que convierte. Y otro punto crucial analizado es la cuestión bioética, porque una sociedad materialista puede estar viendo al anciano como un «estorbo» que no produce y encima consume.

--¿Qué se necesita para redescubrir el valor de los ancianos?

--Monseñor Redrado: Precisamente cambiar de valores. Naturalmente una sociedad materialista es la que produce. Sin embargo lo que tiene que hacer es percibir más el «ser» que el «hacer». Cuando se tiene juventud y salud hay que responder también con el «hacer». Pero el «hacer» del anciano es diferente. Pensemos en los ancianos del Antiguo Testamento: Abrahán, que es un padre de la fe que da alegría, entusiasmo; Ana, una mujer de gran devoción que espera al Salvador; Simeón, que abraza al Salvador...

--¿También cada persona debe aprender a valorar la propia ancianidad?

--Monseñor Redrado: Como tantas cosas importantes en la vida, no podemos vivirlas sin una preparación anterior. Por mi parte estoy haciendo mucha reflexión para que, si el Señor me da algunos años más, vivirlos con serenidad, con entusiasmo, en paz; vivirlos no como una persona inútil, sino útil; cuando me jubile, tiempo que quiero disfrutar enormemente, tengo muchas cosas que hacer si el Señor me da fuerza mental y física...

--El horizonte de actuación de su dicasterio es amplísimo. ¿Qué prioridad tiene en este momento?

--Monseñor Redrado: Las personas que tienen que actuar pastoralmente, y en primer lugar los obispos; lo decimos fuertemente, porque es el obispo en su diócesis sucesor de los apóstoles; es a quien se ha dado el poder de la misión de evangelizar, de santificar y de gobernar. A Jesús siempre lo encontramos con los enfermos; a los apóstoles también.

Insistimos desde el principio en que cada Conferencia Episcopal tuviera un obispo responsable de la Pastoral de la Salud., que alentara en cada país grupos de animación de pastoral de la salud en las diócesis; y esto se ha multiplicado enormemente.

--¿Qué momentos sirven de referencia para llevar a cabo esta animación?

--Monseñor Redrado: Tenemos tres fechas privilegiadas, en la Iglesia, en el campo de la salud: la Carta Apostólica «Salvifici doloris» [sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano] de Juan Pablo II, que deberíamos leer de rodillas, es del 11 de febrero de 1984. Un año después exactamente, la institución de este dicasterio. Y en 1992 la institución de la Jornada Mundial del Enfermo. Tres fechas clave, por lo tanto, para animar la pastoral sanitaria.

La Jornada Mundial del Enfermo, desde 1993, se ha ido celebrando en una nación distinta, la última en Seúl (Corea del Sur). Pero desde ésta, el Papa ha indicado que la Jornada Mundial se celebre de la siguiente manera: solemnemente, cada tres años; anualmente, el 11 de febrero a nivel local en la Iglesia. La celebración solemne trienal permite ajustarnos también a la Jornada Mundial de la Juventud --todos los años en la Iglesia local, cada tres años solemnemente--, igual que el Encuentro Mundial de la Familia --el último fue en la ciudad española de Valencia--. Así que nos prepararemos y exhortaremos a las Iglesias locales, porque la Jornada del Enfermo ha sido y es una gran bendición en la pastoral sanitaria, ha despertado enormemente su labor y descubre el mundo de los enfermos.

--¿Qué otros objetivos perfila en este momento el dicasterio para la Pastoral de la Salud?

--Monseñor Redrado: Continúa siendo muy importante la presencia de la Iglesia junto a los enfermos de Sida, y al lado de cuantos están en fase terminal. No querría encontrarme al final de la vida con alguien que no sabe acompañar. Es necesario el acompañamiento de personas que entiendan ese momento final y decisivo, porque en él puede cambiar la vida de muchos enfermos.

Así que otro reto que se presenta a la pastoral de la salud, y que nuestro dicasterio está empeñado en sacar a delante, es la formación de los que acompañan a los enfermos: sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos preparados para estar en los servicios pastorales de los hospitales o que desde la parroquia atiendan a los enfermos, porque no es fácil. Se necesita una formación básica y también especializada. Para eso están naciendo centros de especialización en pastoral de la salud. Y también se requiere un voluntariado acorde con esta realidad, porque no se puede ir a atender el mundo de los enfermos simplemente con buenas intenciones; se trata de un ámbito complejo que requiere preparación.

Otro desafío clave es la programación de los servicios pastorales, pues no deben existir sólo para responder a necesidades del momento. El equipo de pastoral de la salud de un hospital tiene que estar integrado en todo el hacer del centro. Y no se trata sólo de llegar a los enfermos, sino a todo el personal sanitario, insisto. Y también es fundamental saber situarse, que no es fácil en un mundo tan complejo como es el hospital, en una medicina que cada vez está más tecnificada, y saber alimentar otros valores, como es la humanización, y prestar atención a la bioética. Todo reclama formación. Se ha hecho mucho, pero todavía queda mucho por hacer.

Testimonio de Sylvie Menard: Víctima del cáncer, una oncóloga modifica su postura pro eutanasia / Autora: Marta Lago

MILÁN, lunes, 10 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Lo que verdaderamente quieren los enfermos de cáncer es la lucha contra el dolor, no la lucha pro eutanasia, confirma una oncóloga parisina con un tumor incurable.

Casada y madre de un hijo, Sylvie Menard, de sesenta años, dirige el Departamento de Oncología Experimental del Instituto de Tumores de Milán (Italia), donde trabaja desde 1969.

«Anteriormente partidaria de la eutanasia, la doctora Menard ha declarado en un reciente congreso en Milán que, desde que se descubrió enferma, su perspectiva sobre estos temas ha cambiado», publicó el 28 de noviembre el diario italiano «Avvenire».

El 26 de abril de 2005 «la mujer que había sido hasta entonces había muerto. El examen mostraba un tumor en la médula, un tumor incurable. Me miré en el espejo de casa: "imposible", me decía; me encuentro muy bien. Logré dormir sólo cuando me convencí de que se trataba de un error», cuenta la especialista.

Las páginas del diario recogen amplias citas del testimonio de la doctora Menard en la evolución de su enfermedad y de su postura ante la vida. Sigue en terapia. Padece un cáncer para el que no existe aún curación. Trabaja y lleva una vida normal. Se describe como laica no creyente.

«Conocí la imposibilidad, de golpe, de trazar cualquier proyecto. Era como tener delante un muro --reconoce la oncóloga--. El futuro sencillamente ya no existía» y «descubrí que existe todavía una palabra tabú, la palabra cáncer», pues «hay quien te teme, como si fuera contagioso».

Vaciló en someterse a terapia, consciente de que no habría curación. «Quería permanecer todavía entre los sanos», dice. Se sucedían las noches difíciles, pues, como alerta, «cuando tienes un cáncer lo que cuenta son las noches». Finalmente eligió la terapia.

«Algo en mí reaccionó. Aún sin meta de curación, prolongar la vida algunos años, de improviso, se convirtió en mí en algo fundamental; quería vivir hasta el final»,
relata.

«Cambió la conciencia de la vida misma. Cuando estás sano, piensas que eres inmortal. Cuando en cambio tu final ya no es virtual, la perspectiva se da la vuelta», expresa.

«También yo, antes, hablaba de "dignidad de la vida", una dignidad que me parecía mellada en ciertas condiciones de enfermedad. Como sano se piensa que pasar por que te laven o te den de comer es intolerable, "indigno". Cuando llega la enfermedad, se acepta hasta vivir en un pulmón de acero. Lo que se quiere es vivir. No hay nada de indigno en una vida totalmente dependiente de los demás. Es indigno más bien quien no logra ver en ello la dignidad», subraya.

En su itinerario por la quimioterapia, la doctora Menard reflexiona sobre el debate de la eutanasia y sobre el caso de Eluana, la joven italiana en estado vegetativo cuyo padre quiere dejar morir.

«¿Pero sabemos que esa joven no tiene ningún cable que desconectar? --advierte la oncóloga--. ¿Que la hipótesis es la de dejarla morir de hambre y sed? ¿Sabemos que "estado vegetativo permanente" no quiere decir que no exista ninguna actividad cerebral? En un reciente trabajo científico se ha demostrado que si se pone ante los ojos de uno de estos enfermos una fotografía de personas queridas, y se hace una resonancia magnética, se ve la puesta en marcha de una actividad cerebral. ¿Cómo se puede decidir suspender la alimentación?».

En síntesis, para la doctora Menard «el favor de muchos por la eutanasia se explica con un tipo de exorcismo inconsciente, un deseo de alejar de sí la posibilidad de la enfermedad y del dolor»; pero «cuando te encuentras ahí, cambias de idea».

Insiste en que la verdadera petición de los enfermos es la de no sufrir: «Debe hacerse todo lo posible contra el dolor», pide.

«La verdadera batalla, dice, es contra el dolor. No [una batalla] por una muerte que, en la experiencia amplísima del Instituto de los Tumores, los "verdaderos" enfermos no piden. Reclaman, en cambio, no ser abandonados», escribe «Avvenire».

Y cita de nuevo a la doctora Menard, quien admite: «Temo que la eutanasia pueda ser la lógica que avance si de muchos enfermos, cuando mueren, se dice sólo: "por fin"».

martes, 4 de diciembre de 2007

«Emergencia Belén»: urge ayuda para niños, ancianos y enfermos / Autora: Marta Lago

S.O.S. de la Custodia Franciscana de Tierra Santa

(ZENIT.org).- La parroquia franciscana de Belén -a través de la Custodia de Tierra Santa (CTS)- hace un llamamiento global de ayuda por la minoría cristiana local, dada la permanente situación de emergencia social que padecen por el prolongado conflicto regional.

«EMERGENCIA BELÉN - Tu contribución de Navidad en apoyo a los cristianos de Belén» es el nombre de la campaña que ha dado a conocer la Custodia en su web.

El mayor desafío «ante el que nos encontramos ahora [en Tierra Santa] es el de no limitarnos a sufrir las difíciles situaciones en las que vivimos, sino lograr introducirnos en ellas con una actitud activa y crítica», escribe el padre Pierbattista Pizzaballa ofm., custodio de Tierra Santa.

El grito de socorro se lanza a través de la Asociación Tierra Santa (ATS), una ONG (Organización no Gubernamental sin fin de lucro) cuyo objetivo es sostener las obras e iniciativas de la Custodia de Tierra Santa -provincia franciscana de la Orden de los Frailes Menores (franciscanos)--, desde hace casi ocho siglos en los Santos Lugares.

Bajo la presidencia del custodio de Tierra Santa, la citada asociación promueve proyectos en el campo socio-educativo y socio-asistencial, además de intervenciones de recuperación y valoración de santuarios y áreas arqueológicas

Niños maltratados, ancianos abandonados y enfermos necesitados son la prioridad de la petición de ayuda que hace la ATS con ocasión de la próxima Navidad, en coordinación con la parroquia latina de Santa Catalina de Alejandría en Belén, que garantiza arraigo en el territorio y una dilatada experiencia en la realización de iniciativas educativas y sociales.

«Pedimos vuestra ayuda para sostener a las "piedras vivas" en Tierra Santa -escriben los promotores--, precisamente donde Dios se hizo Niño».

Belén sufre prácticamente la imposibilidad de cruzar a diario los límites establecidos; son muchos los que han perdido su trabajo o tienen fuertes dificultades para desarrollar su actividad laboral.

Además, la afluencia turística que aporta recursos a las pequeñas actividades de carácter familiar comerciales y artesanales se detiene en Belén sólo en una rápida visita, insuficiente para que se recupere la economía local.

Actualmente -se lee en la web de la CTS-- escasean recursos de primera necesidad, como educación, alimentos, medicinas y servicios hospitalarios.

De ahí la apremiante ayuda requerida para la parroquia franciscana de Belén en la acción de socorro de la minoría cristiana.

El primer proyecto en que se emplearán los donativos se denomina «Niños y chavales en dificultad». Sostendrá algunas necesidades primarias y las redes escolares de estos pequeños, que no sólo afrontan situaciones económicas durísimas -con el riesgo de abandono de las aulas, en busca de medios de subsistencia--, sino hogares rotos. Asimismo se ofrecerán doscientas becas de estudio -cuidadosamente atribuidas-- para el próximo año.

El párroco y los directores de las escuelas de Tierra Santa, masculinas y femeninas, supervisan la ejecución del proyecto.

La «Acogida de ancianos» centra el segundo proyecto, a fin de ofrecer a aquellos una vida digna. Se realiza con la Sociedad Antoniana de Caridad de Belén, la cual funciona como casa de reposo de ancianas --actualmente son treinta y cinco--, la mayor parte sin capacidad para cubrir sus gastos. Se preve además crear un espacio para acoger de día a ancianos y darles un ámbito de convivencia y de asistencia. En la nueva estructura se ofrecerán comidas calientes y actividades de esparcimiento. Se desea crear, lo antes posible, una zona con camas para ofrecer, en situaciones urgentes, una asistencia completa.

La «Asistencia médica» es igualmente apremiante, dado que en los territorios palestinos no existe atención pública sanitaria; ello depende sólo de las familias, pero aquellas de la parroquia franciscana de Belén en situación de pobreza son más numerosas que en el pasado, dada la desocupación tras las segunda Intifada.

De acuerdo con la CTS, estas familias se dirigen a la parroquia en busca de ayuda cuando son diagnosticadas de afecciones graves o necesitan tratamientos económicamente inaccesibles. El párroco verifica la seriedad y urgencia de la necesidad, busca ayuda financiera primero en la Custodia, y si es posible en donantes privados sensibilizando a las comunidades locales e internacionales.

La parroquia intenta ayudar a las familias más pobres (se trata de casos de leucemias, infartos, tumores o diálisis) comprando medicinas en farmacias locales y a veces cubriendo los costes hospitalarios en intervenciones en estructuras sanitarias israelíes capaces de cirugía; ésta, frecuentemente y en forma creciente los hospitales del Territorio Palestino no pueden llevarla a cabo. Los fondos que se piden, para este tercer proyecto, se destinarán a la adquisición de fármacos y a tales internamientos hospitalarios por razones quirúrgicas urgentes.

La ATS se compromete con el donante a dar cuentas con precisión de los gastos que se hayan sostenido, además de preparar una valoración completa del proyecto en una política de transparencia para favorecer un sostenimiento eficaz de la parroquia y de sus necesidades.

Se puede solicitar más información escribiendo a: t.saltini@custodia.org

Los datos bancarios para enviar donativos son los siguientes:

Titular de la cuenta: ATS - ASSOCIAZIONE DI TERRA SANTA
Banco: CARIGE
Número de cuenta corriente: 1833 80
Código ABI 6175
Código CAB 5018
Código CIN K
Concepto a especificar: EMERGENZA BETLEMME

Datos para enviar donativos desde otros países fuera de Italia:

Código SWIFT CRGEITGG511
Código IBAN IT25 K061 7505 0180 0000 0183380


La Custodia franciscana de Tierra Santa, en nombre de la Iglesia católica, realiza su misión por la reconciliación y la paz en Israel, Palestina, Jordania, Siria, El Líbano, Egipto y las islas de Chipre y Rodas. En ella trabajan tres centenares de religiosos, a los que ayudan un centenar de religiosas de diversas congregaciones.

Los franciscanos prestan asimismo su servicio en medio centenar de lugares queridos por la Cristiandad, como el Santo Sepulcro en Jerusalén, la Natividad en Belén, o la iglesia de la Anunciación en Nazaret.

Además del ministerio pastoral, son numerosas las obras de carácter social de la Custodia, la cual subraya que la misión de la Iglesia no se dirige sólo a los cristianos, sino también a los que no lo son, como es el caso de musulmanes y judíos.

La presencia franciscana en Belén se remonta a 1347.

jueves, 12 de julio de 2007

Jesús: mí modelo / Autor: P. Domingo Vázquez, C.Ss.R.

He meditado mis rasgos y me he dado cuenta que éstos son muy diferentes a los tuyos. Por eso he levantado la mirada hacia Ti, para que motive mi fe y la lleve a la perfección (Hb 12,2). Yo soy uno de aquellos que no te han visto y, sin embargo, te aman y creen en Ti. Por eso siento ¡una tremenda alegría! (1Pe 1,8), la cual no podría expresar con palabras.

Aquí estoy Señor, dispuesto a seguirte, para ir a anunciarte a otros (Jn 1,40). Dame la fuerza necesaria para poder proclamar tu Buena Noticia a los pobres, como Tú dijiste de Ti mismo (Lc 4, 18).

Aunque no he estado contigo desde el principio, quiero hablar en tu favor. “Lo que he visto y oído” sobre Ti quiero darlo a conocer a los demás (1Jn 1,3).

Dame la oportunidad de tener Tú pensamiento (1 Cor 2, 16). Dame la gracia de sentir con tus sentimientos (Rom 15,3), de actuar con los sentimientos de tu corazón, para amar como Tú amas al Padre (Jn 14,31) y así como nos amas a cada uno de nosotros, hasta el extremo (Jn 13,1).

Nadie más ha tenido mayor amor que Tú. Tú mismo dijiste: “No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y Tu diste la vida por tus amigos, muriendo en una cruz (Fil 2,8). Dame las fuerzas necesarias para entregar mi vida, en el día a día (Lc 9,23), actuando en lo posible, con tu misma disposición, tomando la condición de servidor (Fil 2,7). No haciendo las cosas para recibir alabanzas o por vanagloria, porque esto no me serviría de nada (1 Cor 13,3), sino estimando y tratando a los demás como superiores a mí (Fil 2,3-4).

Enséñame el modo de tratar a los amigos, como Tú trataste a los discípulos, yo quiero tratar a mis amigos con la delicadeza que Tú trataste a los tuyos (Jn 21,14-15), por ejemplo: preparándoles comida en el lago de Tiberíades (Jn 21,9-13) o lavándoles los pies (Jn 13,4.5). Enséñame a amar, para poder poner en práctica tu mandamiento sobre el amor (Jn 15,17), porque si yo no tengo amor, nada soy (cfr. 1 Cor 13). Yo quiero estar afianzado en el amor (Col 2,2).

En el trato con los demás quiero estar lleno de bondad y amor y deseos de servirles siempre (Mc 10,43), siguiendo tu ejemplo, que viniste para servir (Mt 20,28). Quiero ser atento y acogedor con los demás (Rom 15,7; Lc 9,10).

Permíteme un amplio conocimiento sobre la vida humana, para que mis prédicas, mis discursos y mis escritos estén al alcance de los humildes y sencillos, aquellos que Tú tanto amas. Dame esa vida abundante que Tú viniste a traer (Jn 10, 10) y dame la gracia para yo poderla compartir con los demás.

Que yo pueda ser como Tú, que vas sembrando amistad con todos (Jn 15,15), especialmente con tus amigos predilectos (Jn 13,23) o aquella familia de Betania (Lázaro, Marta y María) que Tu querías mucho (Jn 11,5) y llenando de alegría con tu presencia una fiesta familiar (Jn 2, 1-11).

Te pido, Señor Jesús, que me enseñes a mirar con cariño y ternura, como Tú miraste a Pedro cuando lo llamaste (Jn 1,42; Mt 16,18; Mc 1,17) o para levantarlo (Lc 22,61) o la mirada que le diste al joven rico, aquel que no quiso seguirte (Mc 21,10) o como levantaste los ojos para fijarte compasivamente en aquella muchedumbre que venía hacia Ti (Mc 3,34; 5,31; 10,23; 6,34; Mt 14,14; Jn 6,5). También enojado y con ira cuando miras a los insinceros (Mc 3,5) o cuando pronunciaste las maldiciones sobre los ricos, los poderosos y los satisfechos (Lc 6,24-26). Quiero aprender de Ti, siguiendo tu ejemplo, de total entrega de amor al Padre y a los seres humanos, especialmente a los pobres, sintiéndome puesto contigo, cerca de Ti y enviado por Ti (Mc 3,14).

Si, Señor, llamado por ti para estar contigo y para enviarme a predicar con poder. Quiero ser enviado para ir y producir mucho fruto que permanezca, porque “en esto ha sido glorificado mi Padre: en que den fruto y sean mis discípulos” (Jn 15, 16).

Señor, enséñame a orar, como Juan enseñó a sus discípulos (Mc 11, 1), porque estoy conciente como nos enseño nuestro fundador: “Hay que orar, orar más, orar mejor, orar siempre y no cansarse nunca de orar”.

Dame esa gracia, también a mi Congregación, la gracia de tener tu mismo pensamiento y sentimientos, para poder proceder de acuerdo a tu espíritu.

Quiero identificarme contigo, con tu Evangelio, tus bienaventuranzas (Mt 5, 2-12; Lc 6, 20-26), tu servicio a los pobres y necesitados, como lo soñó nuestro fundador, Alfonso María de Ligorio: Vivir la alegría de la pobreza. “Les recomiendo, la alegría de la pobreza –decía San Alfonso-, para que cada uno se contente con lo necesario, como limosna recibida del Creador”.

Ayúdame a tener respeto absoluto a la grandeza del pobre, como nos dijo San Alfonso: “En las misiones procuremos por todos los medios ser corteses con quienes nos acogen. Hablemos con gran respeto y sin herir a nadie, pues a todos hay que tratar con amor y mansedumbre, pero más todavía a la gente popular”.

Te estoy pidiendo mucho, no te me vayas a cansar, esta es la última petición, enséñame a dar gratuitamente aquello que gratuitamente yo he recibido (Mt 10,8).

Amigo lector: si por suerte te gusta este artículo, como lo espero, te pido por favor, me encomiendes a la poderosa intercesión de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, para que ella me ayude a poner en práctica estos mis deseos. Pide para mí esta gracia, que yo te prometo pedirla también para ti y darte mi bendición, sea quien sea que me haga este favor.