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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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lunes, 22 de octubre de 2007

La Constitución dogmática “LUMEN GENTIUM” / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM


INTRODUCCIÓN.

En la Constitución Lumen Gentuim, la Iglesia se ha propuesto declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. En este breve informe, se abordará este documento magisterial desde una visión global, entregando algunos elementos de su estructura que nos ayuden para que el acercamiento a él, sea lo más sencillo posible y a su vez se compartirán algunos comentarios a algunos números que nos hablan del concepto de Santidad que nos aporta este concilio.

Siento que antes de acercarnos al documento propiamente y antes de seguir en la lectura de este comentario, es muy necesario realizar una mirada retrospectiva en la historia de nuestra Iglesia. Situarnos en todo el ambiente que rodeó la realización del Concilio Vaticano II, los conceptos que hasta ese momento se manejaban en nuestro lenguaje, en nuestra enseñanza y en nuestra vida de cristianos. Sin hacer este recorrido previo por la historia, no se podrán reconocer los aportes del este Concilio en el pensamiento de la Iglesia, ya que será muy probable, que para las generaciones post-conciliares, este documento, y otros más, no signifiquen aportes sustanciales a nuestras vidas y conocimientos.

Como un breve anticipo, y con esto fundamento el enfoque de esta reflexión, lo que me llamó la atención del documento en cuestión, fue el gran cambio de visión en el concepto y la vivencia de la Santidad, vista ahora, no como algo distante, inalcanzable, sino como algo mucho más cercano, que lo vivimos en nuestra práctica del amor cotidiano, como se acercó a la realidad algo que parecía tan ajeno a ella.

Reconociendo de antemano lo complejo y árido que puede llegar a ser la lectura de la L.G., creo poder hacer un pequeño aporte para que esta lectura pueda hacerse un poco más accesible y cercana.

BREVE RESEÑA Y ESTRUCTURA DEL DOCUMENTO.

El Concilio Vaticano II se desarrolló entre los años 1962 y 1965 y el documento de la Lumen Gentium se elaboró entre la primera y la tercera sesión. Juan XXIII, al convocar al Concilio pidió propuestas de temas. Uno de ellas fue un documento sobre la Iglesia.

La forma de trabajo era reunirse cada año desde el 08 de septiembre al 08 de diciembre. Una comisión presentaba los documentos que eran estudiados por los padres conciliares.

Luego de varias propuestas, el día 24 de noviembre de 1964, este documento magisterial (L.G.) fue aprobado casi por unanimidad.

Para obtener una visión general de este documento, podemos decir que, a lo largo de sus 8 primeros capítulos se pretende dar respuesta a la Naturaleza y la Finalidad de la Iglesia. Luego, se le adhieren dos decretos más, uno sobre el Ecumenismo y otro sobre las Iglesias Orientales, los cuales le dan la integridad necesaria para ser “Luz para los Pueblos”.

ALGUNOS CONCEPTOS IMPORTANTES.

De una forma muy global intentaré dar una definición de algunos términos que están presentes en la L.G. que me llamaron la atención, y que algunos a simple vista, no están explícitamente graficados en él.

Misterio. (Manifestación progresiva)

.En el contexto bíblico, la palabra Misterio se entiende como el plan salvador de Dios, preparado desde toda la eternidad, el cual se resume en Cristo encarnado que en su Cuerpo y en su Cruz reúne todo, manifestando el amor de Dios y la reconciliación de toda la humanidad.

Eclesiológicamente le podemos llamar a la Iglesia Misterio, porque es el lugar donde se manifiesta, se revela a la humanidad el plan de salvación de Dios. Lo característico de este misterio, no es lo oculto, sino lo propio de una verdad que revela progresivamente, con el paso del tiempo y de las experiencias, es algo que solo podemos entender retrospectivamente. Este misterio quiere acentuarnos que el plan salvador de Dios no es inmediato, no lo podemos comprender rápidamente, reconocemos su paso por nuestras vidas, pero no son más que eso, pasos, marcas, que nos invitan a estar atentos a una nueva manifestación. La L.G. describe a la Iglesia-Misterio, como la concretación del plan de Salvación.

Sacramento. (Signo, instrumento, medio eficaz)

La Iglesia es en Cristo como un Sacramental. La Iglesia en Cristo ilumina y en Cristo es Sacramento. Señala y concreta la unión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí.

Para entender esto, debemos tener en cuenta lo siguiente: El Primer Sacramento en la Iglesia es Cristo, pero para que Cristo se manifieste, necesita de la Iglesia, por ende, la Iglesia es un medio necesario, no es un fin. El único fin es manifestar el reino de Cristo.

Decir que la Iglesia es como un Sacramento, es reconocer que la Iglesia es signo o instrumento de comunión entre Dios y los hombres.

Comunión. (Participación de algo en común.)La Iglesia es Sacramento de comunión. Es el espacio donde nos sentimos congregados bajo un mismo Espíritu, reconociendo nuestras diferencias. Es una unión especial en donde cada uno aporta desde su propia realidad y experiencia, así como la imagen de la Vid y los sarmientos, todos estamos unidos por un mismo tronco (Cristo), pero somos distintas ramas (nosotros). Es Unidad, no Uniformidad.

El documento nos aporta las siguientes ideas: Comunión de los fieles: entiende como algo fundamental en la Iglesia la igualdad de todos por medio del Bautismo, por él nos integramos todos a la misma Iglesia y dentro de ella compartimos todos la misma unión en Cristo.

Comunión de las Iglesias: se acentúa la aceptación y la comunión con otras Iglesias particulares (cristianas) por la unión Universal (que no es unión Plena).

Comunión de la Jerarquía: por el ministerio cetrino nos mantenemos todos los miembros de la Iglesia en Unidad. Es el reconocer que necesitamos de alguien concreto que nos guíe, oriente y pastoree.

Comunión Abierta: es la invitación a dialogar y relacionarnos con el mundo, desde el amor y la solidaridad. Es aceptar la invitación de ser signos del reino para todo el mundo, no es para un grupo selecto.

SANTIDAD SEGÚN LA L.G.
.
El capítulo quinto del documento, hace un análisis exclusivo al tema de la santidad y sus diversos, el cual me parece personalmente interesante destacar. Comienza este capítulo, entregándonos a groso modo la idea de que todos estamos llamados a ser Santos. Ser Santos como Cristo fue Santo, no significa solamente ser devoto, religioso, piadoso o rigorista, es mucho más que simples actos externos. Es una actitud de vida. Es una llamado que Dios nos hace (vocación) y es con nuestra vida concreta y cotidiana que nosotros le respondemos. En este mismo número el documento pone las bases de la existencia de la Santidad en la Iglesia Católica, que aunque el concepto católico no aparece explícitamente en este número, lo podemos interpretar debido a la explicación de la santidad en su sentido Universal, tanto dentro de la jerarquía de la Iglesia, como en el mundo de los fieles, ya que en ellos el Espíritu Santo se manifiesta depositando semillas y recogiendo frutos de caridad

Posteriormente el documento nos quiere aclarar más detalladamente y con una explicación muy lógica el origen y el por qué de esta invitación a ser Santos. Nos pone nuevamente como referente a Cristo, el Maestro y Modelo de Perfección. Es decir, nosotros debemos seguir a Cristo en sus enseñanzas y en sus obras, debemos no solamente hacer lo que Cristo hizo, sino también, como lo Él lo hizo. El por qué de esta invitación, se radica en el Bautismo, es en este Sacramento que compartimos la Naturaleza de Divina, y es por esto que debemos cuidar y potenciar este gran regalo a lo largo de nuestra vida.

Es desde este número 40 como se fundamenta el número siguiente, que nos habla de los diversos estados de vida en que se puede ejercitar esta vocación a la Santidad. En este número se va describiendo gráficamente, como los obispos, los presbíteros, los diáconos, los clérigos, los cónyuges, los solteros, los enfermos y pobres, pueden alcanzar a vivir la Santidad desde sus diversas realidades. Me llama profundamente la atención como se integra y se describe la vivencia de la santidad para los laicos. Creo que este ha sido uno de los grandes pasos que se ha dado en el pensamiento de nuestra Iglesia, por ende, ha sido uno de los grandes aportes de este Concilio Vaticano II, ya que en otros documentos, también se resalta fuertemente la presencia y participación activa de los laicos en la Iglesia[ En este número solo les quiero compartir una simple percepción. Siento que aún existe una buena cuota de clericalismo en nuestro medio, el cual dificulta una mayor integración y participación activa de los laicos en nuestra Iglesia, aunque en muchas ocasiones esta es una responsabilidad compartida, entre nuestra jerarquía y el pueblo de Dios, ya que a ellos, en ciertas ocasiones se les brindan los espacios y no los han sabido resguardar y aprovechar. Este mismo capítulo culmina, con un tono de reconocimiento y también de exhortación, sobre la vivencia de la caridad, dirigida explícitamente a quienes la han querido vivir de una forma más radical abrazando como horizonte de su vida los Consejos Evangélicos. Es una bonita ilustración sobre la esencia de la vivencia del Amor, resumida en los tres ámbitos que abarcan nuestra integridad de personas.

CONCLUSIÓN.

Son tres las ideas que me quedan después de elaborar este informe con respecto a la santidad. La primera es como nosotros a pesar de nuestra humanidad frágil, vulnerable, pecadora, estamos siendo cooperadores de la voluntad de Dios y de la construcción de su reino. El pensar esto, ser cooperadores de Dios, me evoca fuertemente uno de los principios de nuestra espiritualidad franciscana, el ser Instrumentos de su bondad, de su justicia, de su misericordia, de su consuelo.

Lo segundo es que siento que la Santidad es una invitación concreta que Dios nos hace para ser mejores personas, para relacionarnos de mejor forma, para llevar a cabo una forma distinta nuestro diario vivir. El Señor nos dice: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn. 15,12). Esta invitación nos propone el vivir la Compasión, la Misericordia y la Humildad.

Somos Humildes cuando nos aceptamos ser pobres, limitados, frágiles, carentes y no lo somos, cuando pensamos ser alguien superior, ya sea por nuestra condición social, económica, política, cultural o religiosa.; cuando nos juzgamos mejores que los demás. Somos misericordiosos cuando hemos vivenciado profundamente la misericordia que proviene de Dios hacia nosotros, al descubrirnos pobres y débiles y no lo somos cuando dejamos reinar en nosotros los prejuicios, la indiferencia, el pesimismo. Somos compasivos cuando somos capaces de acercarnos con sincero corazón al que sufre, al necesitado, al enfermo, y no lo somos cuando aislamos a nuestros hermanos, cuando los dejamos solos en sus dificultades, cuando no nos interesa lo que le pasa, lo que siente, lo que vive.

Lo tercero que pienso es, que la santidad al ser una invitación de Dios, es una invitación que no se piensa, ni se vive en un pasado o un futuro, solo le pertenece al presente. Es decir, Dios nos invita a ser Santo como Él es Santo, nos invita a amarnos mutuamente, pero en nuestro tiempo, en una realidad concreta y específica. En muchas ocasiones nosotros pensamos que podríamos haber logrado la Santidad en tiempos pretéritos, cuando existían otras formas de vida religiosa y consagrada, cuando eran otros los parámetros y las inquietudes de la época y no reconocemos que Dios se encarnó en un tiempo concreto y que su palabra se hace actual en nuestra realidad. También solemos creer que seremos Santos cuando seamos mayores, cuando tengamos más tiempo para rezar, cuando vivamos más tranquilos, sin las actividades cotidianas. En ambas aspiraciones siento que perdemos el horizonte. La Santidad como tal, es una invitación de Dios para vivirla ahora, en el presente, con la conciencia que Dios nos ama por sobre todas las cosas y sin condiciones, nos ama con nuestras imperfecciones, debilidades, limitaciones, flaquezas y nos invita a amar con toda esta realidad, nos invita a hacer el bien hoy día, no ayer ni mañana, nos promueve a servir ahora y a amar ahora, en el presente, a pesar de nuestras limitaciones, ya que estas son parte de la humanidad, de la Iglesia y de la condición de discípulo, que sigue a su maestro para aprender, para mejorar, para crecer.

En síntesis, la Santidad para mí, no es algo que se alcanza al final de nuestra vida, por nuestros propios méritos. No es el resultado de la suma de los buenos actos realizados en la vida, es mucho más desafiante que una simple meta a alcanzar. La Santidad es una invitación constante, un proceso de descubrimiento del amor de Dios en nuestra vida. La Santidad es una forma de vida, a la que todos estamos llamados y que debemos seguir.

Por último, me gustaría terminar con las mismas palabras que utiliza el documento para cerrar el número 42: “Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos incluso en una servidumbre temporal, la caridad con que Dios amó al mundo”.

María, la Virgen dolorosa / Autor: P. Marcelino de Andrés

El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.


El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!


Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.

Eres un ser especial / Enviado por Vivy


Donde quieras que te encuentres,
y quién quieras que seas;
Quiero que estés seguro que tú eres un Ser sumamente especial.

Llevas contigo muchas cosas que quizás desconoces que posees.
Porque no te detienes en tú cotidiano afán a buscar dentro de tí mismo,
lo bueno que puedes brindar.
Otros no tienen lo especial que hay en tí,
porque solamente a tí se te ha dado para que lo compartas debidamente.

Desde el instante en que se te ha permitido la vida,
has pasado a formar parte del inmenso ronpecabezas que juntos debemos armar.
Y donde nadie esta de más ni de menos.

No hay un ser que lleve la vida en vano,
todos tenemos una misión especial, y cada cual le corresponde descubrirla,
y llevarla a cabo de la mejor forma.

Tú, que lees estas lineas no lo dudes.
Eres Indispensable.
Y Especial.

Pide al Espiritu Santo que te revele el propósito de Dios para tú Vida.

Si fuéramos buenos / Autor: Oscar Schmidt

Si fuéramos buenos, querríamos estar siempre últimos, y no primeros. Rogaríamos no ser invitados al escenario, ni a tomar el micrófono, ni a estar bajo el haz de los reflectores del mundo.

Si fuéramos buenos, disputaríamos dar lo mejor, y no recibir lo mejor. Insistiríamos ante quienes nos rodean, con fuerza y convicción, en que nos permitan darles lo mejor que tenemos, rechazando lo bueno que ellos nos ofrecen, para que sean ellos quienes lo disfrutan.

Si fuéramos buenos, no pensaríamos mal de los demás, sino que buscaríamos todo el tiempo la forma de comprender los actos de nuestros hermanos, como surgidos de una buena intención.

Si fuéramos buenos, viviríamos la vida con optimismo y esperanza, confiados en que dada día es un regalo maravilloso e irrepetible. Sin lugar para la depresión o las tristezas no justificadas, iluminaríamos el mundo con nuestras alegres miradas.

Si fuéramos buenos, nos alegraríamos infinitamente de todo lo bueno que les ocurre a los demás, sin hacer comparaciones con lo que nosotros somos o tenemos.

Si fuéramos buenos, daríamos gracias cada día a Dios por todo lo que El no nos da, porque ésta es Su forma de invitarnos a compartir Su Cruz.

Si fuéramos buenos, obedeceríamos con alegría a quienes Dios pone en nuestro camino como guías, sean nuestros padres, jefes, o nuestros maestros.

Si fuéramos buenos, buscaríamos por todos los medios no utilizar palabras que puedan herir a los demás, suavizando nuestro lenguaje hasta hacerlo un medio de transmitir hasta la noticia más dura, con ternura y sinceridad.

Si fuéramos buenos, no dejaríamos de hacer aquellas cosas que nos duelan, pero que por amor y justicia corresponden ser hechas.

Si fuéramos buenos, no sentiríamos vergüenza de dar testimonio de ser hijos de Dios, de amarlo por sobre todas las cosas, supeditando todos los actos de nuestra vida a Su Voluntad.

Si fuéramos buenos, seríamos verdaderos paladines en la defensa de la verdad, de la justicia, y de la búsqueda del camino de la luz.

Si fuéramos buenos, no dejaríamos sin ayuda a ese niño que hoy nos pidió dinero en la calle.

Si fuéramos buenos, le diríamos a nuestro padre y a nuestra madre que los amamos, que los necesitamos, y que el mundo no sería el mismo sin ellos.

Si fuéramos buenos, escucharíamos a nuestros hijos cuando nos dicen que nos aman, que nos necesitan, aunque lo hagan con palabras que no comprendemos totalmente.

Si fuéramos buenos, amaríamos la vida que Dios nos da, y la defenderíamos a muerte. Millones de niños abortados tendrían un ejército de mujeres y hombres dispuestos a luchar hasta detener esta matanza.

Si fuéramos buenos, daríamos el ciento por uno en retribución, por cada don que Dios nos da.

Si fuéramos buenos, veríamos en cada paso de nuestra vida, una oportunidad de ver la Mano de Dios obrando a nuestro alrededor. Y dejaríamos que sea El el que guíe nuestro camino.

Si fuéramos buenos, amaríamos...

domingo, 21 de octubre de 2007

El abandono confiando a la Divina Providencia (II) / Autor: San Claudio de la Colombière


2. Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores

Ved a esta madre amante que con mil caricias mira de apaciguar los gritos de su hijo, que le humedece con sus lágrimas mientras le aplican el hierro y el fuego; desde el momento en que esta dolorosa operación se hace ante sus ojos y por su mandato, ¿quién va a dudar de que este remedio violento debe ser muy útil a este hijo que después encontrará una perfecta curación o al menos el alivio de un dolor más vivo y duradero?

Hago el mismo razonamiento cuando os veo en la adversidad. Os quejáis de que se os maltrate, os ultrajen, os denigren con calumnias, que os despojen injustamente de vuestros bienes: Vuestro Redentor &emdash;este nombre es aún más tierno que el de padre o madre&emdash;, vuestro Redentor es testigo de todo lo que sufrís, Él os lleva en su seno, y ha declarado que cualquiera que os toque, le toca a Él mismo en la niña del ojo; sin embargo. Él mismo permite que seáis atravesado, aunque pudiera fácilmente impedirlo, ¡y dudáis que esta prueba pasajera no os procure las más sólidas ventajas! Aunque el Espíritu Santo no hubiera llamado bienaventurados a los que sufren aquí abajo, aunque todas las páginas de la Escritura no hablaran en favor de las adversidades, y no viéramos que son el pago más corriente de los amigos de Dios, no dejaría de creer que nos son infinitamente ventajosas. Para persuadirme, basta saber que Dios ha preferido sufrir todo lo que la rabia de los hombres ha podido inventar en las torturas más horribles, antes de yerme condenado a los menores suplicios de la otra vida; basta, dije, que sepa que es Dios mismo quien me prepara, quien me presenta el cáliz de amargura que debo beber en este mundo. Un Dios que ha sufrido tanto para impedirme sufrir, no se dará el cruel e inútil placer de hacerme sufrir ahora.



HAY QUE CONFIAR EN LA PROVIDENCIA

Para mí, cuando veo a un cristiano abandonarse al dolor en las penas que Dios le envía, digo en primer lugar: «He aquí un hombre que se aflige de su dicha; ruega a Dios que le libre de la indigencia en que se encuentra y debería darle gracias de haberle reducido a ella. Estoy seguro que nada mejor podría acaecerle que lo que hace el motivo de su desolación; para creerlo tengo mil razones sin réplica. Pero si viera todo lo que Dios ve, si pudiera leer en el porvenir las consecuencias felices con las que coronará estas tristes aventuras, ¿cuánto más no me aseguraría en mi pensamiento?

En efecto, si pudiéramos descubrir cuales son los designios de la Providencia, es seguro que desearíamos con ardor los males que sufrimos con tanta repugnancia.

¡Dios mío!, si tuviéramos un poco más de fe, si supiéramos cuánto nos amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros intereses, ¿cómo miraríamos las adversidades? Iríamos en busca de ellas ansiosamente, bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere.

«¿Qué bien puede proporcionarme esta enfermedad que me obliga a interrumpir todos mis ejercicios de piedad?», dirá tal vez alguien. «¿Qué ventaja puedo obtener de la pérdida de todos mis bienes que me sitúa en el desespero, de esta confusión que abate mi valor y que lleva la turbación a mi espíritu?» Es cierto que estos golpes imprevistos, en el momento en que hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen y les sitúan fuera del estado de aprovecharse inmediatamente de su desgracia: Pero esperad un momento y veréis que es por allí por donde Dios os prepara para recibir sus favores más insignes. Sin este accidente, es posible que no hubierais llegado a ser peor, pero no hubierais sido tan santo. ¿No es cierto que desde que os habéis dado a Dios, no os habíais resuelto a despreciar cierta gloria fundada en alguna gracia del cuerpo o en algún talento del espíritu, que os atraía la estima de los hombres? ¿No es cierto que teníais aún cierto amor al juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es cierto que no os había abandonado el deseo de adquirir riquezas, de educar a vuestros hijos con los honores del mundo? Quizá incluso cierto afecto, alguna amistad poco espiritual disputaba aún vuestro corazón a Dios. Sólo os faltaba este paso para entrar en una libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no hubierais podido hacer aún este último sacrificio; sin embargo, ¿ de cuántas gracias no os privaba este obstáculo? Era poco, pero no hay nada que cueste tanto al alma cristiana como el romper este último lazo que le liga al mundo o a ella misma; sólo en esta situación siente una parte de su enfermedad; pero le espanta el pensamiento de su remedio, porque el mal está tan cerca del corazón que sin el socorro de una operación violenta y dolorosa, no se le puede curar; por esto ha sido necesario sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello, una mano hábil haya llevado el hierro adelante en la carne viva, para horadar esta úlcera oculta en el fondo de vuestras entrañas; sin este golpe, duraría aún vuestra languidez. Esta enfermedad que se detiene, esta bancarrota que os arruina, esta afrenta que os cubre de vergüenza, la muerte de esta persona que lloráis, todas estas desgracias harán en un instante lo que no hubieran hecho todas vuestras meditaciones, lo que todos vuestros directores hubieran intentado inútilmente.

VENTAJAS INESPERADAS DE LAS PRUEBAS

Y si la aflicción en que estáis por voluntad de Dios, os hastía de todas las criaturas, si os compromete a daros enteramente a vuestro Creador, estoy seguro que le estaréis más agradecidos por lo que os ha afligido, que por lo que le hubierais ofrecido en vuestros votos si os evitaba la aflicción; los demás favores que habéis recibido de Él, comparados con esta desgracia, no serán a vuestros ojos más que pequeños favores. Siempre habéis mirado las bendiciones temporales que ha derramado hasta ahora sobre vuestra familia como los efectos de su bondad hacia vosotros; pero entonces veréis claramente que nunca os amó tanto como cuando trastornó todo lo que había hecho para vuestra prosperidad, y que si había sido liberal al daros las riquezas, el honor, los hijos y la salud, ha sido pródigo al quitaros todos estos bienes.

No hablo de los méritos que se adquieren por la paciencia; por lo general, es cierto que se gana más para el cielo en un día de adversidad que durante varios años pasados en la alegría, por santo que sea el uso que se haga de ella.

Todo el mundo conoce que la prosperidad nos debilita; y es mucho cuando un hombre dichoso, según el mundo, se toma la pena de pensar en el Señor una o dos veces por día; las ideas de los bienes sensibles que le rodean ocupan tan agradablemente su espíritu que olvida con mucho lodo lo demás. Por el contrario la adversidad nos lleva de un modo natural a elevar los ojos al cielo, para, mediante esta visión, suavizar la amarga impresión de nuestros males. Sé que se puede glorificar a Dios en toda clase de estados y que no deja de honrarle la vida de un cristiano que le sirve en una alegre fortuna; pero ¡quién asegura que este cristiano le honra tanto como el hombre que le bendice en los sufrimientos! Se puede decir que el primero es semejante a un cortesano asiduo y regular, que no abandona nunca a su príncipe, que le sigue al consejo, que todo lo hace a gusto, que hace honor a sus fiestas; pero que el segundo es como un valiente capitán, que toma las ciudades para su rey, que le gana las batallas, a través de mil peligros y a precio de su sangre, que lleva lejos la gloria de las armas de su señor y los límites de su imperio.

Del mismo modo, un hombre que disfruta de una salud robusta, que posee grandes riquezas, que vive en honor, que tiene la estima del mundo, si este hombre usa como debe de todas estas ventajas, si las recibe con agradecimiento, si las refiere a Dios como a su divino Maestro por una conducta tan cristiana; pero si la Providencia le despoja de todos estos bienes, si le consume de dolores y de miserias y si en medio de tantos males, persevera en los mismos sentimientos, en las mismas acciones de gracias, si sigue al Señor con la misma prontitud y la misma docilidad, por un camino tan difícil, tan opuesto a sus inclinaciones, entonces es cuando publica las grandezas de Dios y la eficacia de su gracia, del modo más generoso y brillante.

OCASIONES DE MÉRITOS Y DE SALVACIÓN

Juzgad de ahí la gloria que deben esperar de Jesucristo las personas que le habrán glorificado en un camino tan espinoso. Entonces será cuando nosotros reconoceremos cuánto nos habrá amado Dios, dándonos las ocasiones de merecer una recompensa tan abundante; entonces nos reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que debería aumentar nuestra felicidad; de haber gemido, de haber suspirado, cuando deberíamos habernos alegrado; de haber dudado de la bondad de Dios, cuando nos daba las señales más seguras. Si un día han de ser así nuestros sentimientos, ¿por qué no entrar desde hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en medio de los males de esta vida, si estoy seguro que en el cielo le daré gracias eternas?

Todo esto nos hace ver que sea cuál sea el modo como vivamos deberíamos recibir siempre toda adversidad con alegría. Si somos buenos, la adversidad nos purifica y nos vuelve mejores, nos llena de virtudes y de méritos; si somos viciosos, nos corrige y nos obliga a ser virtuosos.

¿Por qué tantos tristes? / Autor: P. Mariano de Blas LC

El mundo está lleno de gente triste, desesperanzada, gente amargada. Y uno se pregunta: ¿Por qué? Muchos responden: ¿Es que es posible vivir de otra manera? ¿Hay alguna razón para vivir alegres?

Yo nada más digo: ¿ No tenemos por ahí un Dios, un Padre amoroso que se preocupa de nosotros? ¿Para qué lo queremos? ¿No tenemos una Madre en el cielo, la Virgen de Guadalupe, que es la mejor Madre, y que sabe cuidar de sus hijos? Me pregunto: ¿Para qué la queremos? Y ¿no tenemos una fe y no tenemos una Iglesia y no tenemos tantos buenos libros y tantas oportunidades? ¿No tiene estrellas el cielo?

¿Para qué queremos los días, la salud? ¿Para qué queremos los amigos, para qué queremos tantas cosas buenas que hay en el mundo? ¿Por qué empeñarnos en llevar los ojos mirando hacia la tierra, los ojos cerrados a tanta bondad, a tanta hermosura, que debieran hacernos profundamente felices?

La enfermedad más terrible y extendida se llama tristeza y desesperación.

“Así como nosotros perdonamos": Partos, medos y elamitas / Autor: P. Juan Manuel Martín-Moreno, s.j.













Uno de los signos de los tiempos en la Iglesia hoy es el despertar comunitario. La palabra comunidad pertenecía antiguamente al lenguaje espiritual de la vida religiosa. Era algo específico que diferenciaba al religioso de los laicos y de los sacerdotes diocesanos.

Hoy día, en cambio, las fronteras entre las diversas vocaciones cristianas se han desdibujado mucho. Hay una nostalgia generalizada por la vida de comunidad. Los laicos se sienten también llamados a ella y se asocian no sólo ya para <>, sino para <>, para <>. A medidas que los lazos familiares se han ido debilitando y empobreciendo, surge la necesidad de un marco cristiano de convivencia mucho más amplio del que puede dar la familia <> burguesa, tan pequeña y tan pobre para cubrir ella sola todas las necesidades espirituales de relación que tiene el hombre cristian1o.

En mi apostolado sacerdotal, aparte de mi propia experiencia comunitaria como religioso, he dedicado mucho de mi tiempo, energía e ilusiones a crear y consolidar este tipo nuevo de comunidades de laicos, en las que creo profundamente y en las que no veo el futuro de la Iglesia en medio de una sociedad secularizada.

Dentro de la inmensa producción literaria de hoy, he constatado que los manuales y revistas especializadas de moral dedican muchísimas páginas a problemas muy actuales, pero muy minoritarios: inseminación artificial, madres de alquiler, manipulación genética. En cambio, ¡qué poco se escribe sobre los problemas de ética comunitaria, tales como acogida mutua, comprensión, tolerancia y perdón en la vida ordinaria! En algunos manuales de moral no hay ni siquiera una sección dedicada a estos temas.

Son contados los títulos aparecidos últimamente sobre el perdón en las relaciones de familia y comunidad. Esto es lo que me ha impulsado a publicar estas reflexiones, nacidas de una experiencia comunitaria y dedicadas a todos aquellos que de una manera u otra viven en comunidad.

La comunidad cristiana comienza a latir en la sala alta de una casa de Jerusalén un domingo de Pentecostés. Ese día se han reunido en la ciudad partos, medos, elamitas y habitantes de todas las regiones del mundo conocido entonces, en una abigarrada mezcla de razas, lenguas y culturas.

Desciende sobre ellos el Espíritu y se produce el milagro. Los hombres comienzan a comprenderse. Las lenguas dejan de ser una barrera para la comunicación humana. No es que se produzca una lengua común, uniformada, sino que cada uno sigue hablando su propia lengua, y sin embargo es capaz de comprender las lenguas de los demás. La lección es bien clara: no son las lenguas, ni las razas, ni las culturas las que nos dividen, sino la falta de amor. Dondequiera que desciende el Espíritu y está presente el amor, las diversidades dejan de separar a los hombres.

Todo el pasaje de Pentecostés lo ha escrito Lucas en paralelismo con la escena de la torre de Babel. En Jerusalén se va a producir el fenómeno inverso al que sucedió en Babilonia. Allí hubo un intento humano por construir la unidad de los hombres simbolizada en aquella torre y en aquella ciudad.

Efectivamente, Babilonia como después Alejandro Magno, como después Roma o cualquier imperio de turno, han intentado construir una comunidad humana unificada, un gran imperio que abarcara a todas las razas, imponiendo una lengua común, destruyendo las culturas, uniformando las costumbres. Son imperios humanos, impuestos desde la bota militar, la <> (Is. 9,4). La unidad impuesta con violencia, la eliminación de las diversidades, el miedo enfermizo a los que son <> de nosotros.

El episodio de la torre de Babel tiene un desenlace trágico: los hombres, que en su orgullo han tratado de construir una ciudad, reciben un castigo de Dios: <> (Gén. 11,7).

No se puede alcanzar la unidad y la comunión de los hombres de esa manera. Sólo el Espíritu de Jesús congrega una comunidad cristiana de partos, medos y elamitas, respetando la lengua de cada uno, pero creando una comunión de amor que supera todas las diversidades, conservando <> (Ef. 4,3) donde <> (Gál. 3,28).

Éste es el gran desafío que la Iglesia lanza al mundo. ¿Es posible la convivencia? ¿Es posible la comunión? Pensadores pesimistas de todos tiempos han analizado la tragedia del hombre, creado para entrar en comunión con los demás, pero radicalmente incapacitado para conseguir esa comunión. Schopenhauer compara a los hombres erizos llenos de púas, que en una noche de invierno tienen frío y se acercan unos a otros para conseguir algo de calor. Pero al acercarse se lastiman y se hieren
profundamente hasta el punto de tenerse que separar. Nuevamente se les impone el frío y vuelven a buscarse, para herirse y alejarse una vez más. La historia se repite interminablemente. El hombre es un ser sin sentido, creado para una comunión inalcanzable. Sartre hablará de una <>. Para él, <>, pues estamos condenados a convivir con los demás como unos hombres atrapados en un ascensor.

Para Trotsky el hombre no era sino un <>, y Hobbes repetía <>, el hombre es un lobo para los otros hombres. Mauriac llamaba a la comunidad <>. ¿Para qué seguir citando?
No seamos demasiado fáciles en descalificar esta filosofía pesimista. ¿A quién no le ha tocado experimentar lo difícil que es la convivencia? Pensemos en la convivencia entre marido y mujer, a pesar de la atracción del amor físico; de padres e hijos, a pesar de lo espeso de la sangre; no digamos nada ya de la convivencia entre dos hermanas solteras que se han quedado a vivir juntas, o entre la suegra y la nuera…
Tenemos que ser conscientes de tantos fracasos como hay en la convivencia; tantas comunas empezadas de manera ilusionada y utópica, que han terminado a los pocos meses como el <>.

En su película <> nos presenta Buñuel a una chica idealista que sueña con formar una comunidad con los pobres, e invita a su mesa a toda una tropa de mendigos. Al final acaban destrozando la casa y los muebles, violándola a ella y arruinando la bonita utopía y los sueños de la muchacha. ¿A quién se le ocurre formar una comunidad de pobres? Y pobres somos todos, con nuestros tics, nuestras carencias afectivas, nuestra posesividad, nuestras miradas ansiosas, nuestras expectativas abrumadoras. Pobres erizos encerrados en nuestra armadura de púas, ¿podremos entrar en comunión con los demás?

Pues bien, es nada menos que Jesús quien tuvo este sueño, esta utopía: formar una comunidad de pobres. El Señor creyó en esta posibilidad, apostó por ella. Para eso murió, resucitó y envió su Espíritu en Pentecostés. (…). Si ya era difícil la convivencia entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos de sangre, el Señor llamó a convivir a gentes entre quienes no se dan lazos de sangre ni parentesco; personas de distintas generaciones, que votan a distintos partidos políticos, con niveles culturales bien diversos, partos, medos y elamitas. ¿Locura, utopía, realismo?
En la comunidad de discípulos de Jesús estaban a la vez Simón el Zelote (versión palestina-bíblica de los etarras de hoy), fanáticos violentos que acuchillaban a la guarnición romana, y Mateo el publicano, colaboracionista con los romanos, explotador del pueblo, comprometido hasta las cejas en la sucia economía de su época. ¿Podrán habitar juntos el lobo y el cordero, el leopardo y el cabrito, la vaca y la osa? (Is. 11,6).

El cóctel fantástico, exótico y variopinto de nuestras comunidades, ‘no acabará convirtiéndose en un cóctel Molotov que estalle en mil pedazos? ¿Será el sueño de la comunidad cristiana un sueño loco e imposible? Ciertamente que es imposible para los hombres, pero <> (Mc. 10,27).

Éste es el gran reto de la comunidad cristiana, el mayor milagro que pondrá en evidencia el poder de la resurrección de Jesús. <<¡Alegría, hermanos, que si hoy nos queremos es que resucitó!>>. Una comunidad de amor en un mundo donde es tan difícil la convivencia es la credencial de Cristo resucitado. <> (Jn. 17,21). Está en juego el que el mundo crea. La posibilidad de la comunión es en nuestro mundo de hoy un milagro no menos persuasivo que el dar vista a los ciegos o limpiar leprosos. Está en juego nada menos que la credibilidad del evangelio.

El Señor nos dice: <>. El amor mutuo es el signo más preciado de que es posible una vida nueva, una vida resucitada. Es el signo de Jesús. <> (Jn. 13,35).

<> (Eclo 25,1). Esta comunión y concordia entre hermanos es el adorno de Jesús, el vestido radiante que refleja toda su hermosura, su blanca túnica sin costuras (Jn. 19,24). ¿Qué puede haber tan importante o tan urgente como el contribuir a la credibilidad del testimonio de Jesús, a la hermosura de su presencia entre los hombres?

Vivir en comunidad es ya un fin en sí mismo; nunca un mero medio para conseguir una mayor eficacia en nuestra evangelización, o para potenciar nuestros esfuerzos individuales. Es verdad que toda comunidad debe estar abierta a la misión, pero la comunidad no es un mero instrumento al servicio de la misión. Vivimos en comunidad para reflejar la vida trinitaria de Dios, que es comunidad, para celebrar la presencia total de Cristo, que lo es <> (Col. 3,11). Vivimos en comunidad para tener la oportunidad de vivir la misericordia del Padre en el continuo perdón y acogida mutuos.

Y ¿qué hay tan evangelizador como el amor? San Agustín dice que el amor entre los cristianos es <> .

Para esto se nos concede el Espíritu, y esto se puede vivir en el Espíritu. Descorazonados ante la dificultad de la convivencia, algunas congregaciones religiosas han tratado de facilitar las cosas y crear comunidades homogéneas, pisitos para jóvenes y conventos clásicos para mayores. En definitiva, han intentado crear unas comunidades para partos, otras para medos y otras para elamitas. Pero ni siquiera eso ha funcionado. Aun en esas comunidades homogéneas las personas siguen teniendo dificultad para comprenderse entre sí. La solución no es rasgar la túnica de Cristo, ni eliminar la riqueza de nuestras diferencias. La única solución es vivir auténticamente en el Espíritu. Donde está presente el Espíritu de Jesús, ni las mayores diferencias serán capaces de desunir. Donde no está el Espíritu de Jesús, ni las mayores uniformidades serán capaces de producir comunión.

Para eso se nos concede el Espíritu: para crear comunidad. Desgraciadamente hay quienes identifican personalidad carismática con hombre extravagante, bohemio, individualista, con caminos propios. Nada más lejos de la verdad. El hombre carismático, el hombre del Espíritu es un hombre de unidad.

La primera carta de los Corintios tiene por finalidad precisamente probar que el Espíritu no se concede para fomentar experiencias personales más o menos psicodélicas, ni para aventuras extravagantes, sino para crear hombres verdaderamente espirituales, es decir, hombres de comunión. <> (1 Cor. 3,3). San Pablo se ríe de todos los carismas que puedan tener los corintios, mientras no haya en ellos unidad y amor, que son la manifestación más inequívoca de la presencia del Espíritu de Jesús.

El centro del mensaje está en el capítulo 13. <> (1 Cor. 13,1-3): es decir, mientras no seáis hombres de comunión, no sois espirituales, sino carnales, por sabiduría que tengáis. Permanecéis en la carne por muchos carismas que creáis poseer, por más activos que seáis, por más milagros que hagáis o por más comprometidos con los pobres que estéis.

Uno de los libros más hermosos que se han escrito sobre la comunidad cristiana es el libro de Jean Vanier titulado La comunidad: lugar de perdón y fiesta . En este libro se subraya que en el corazón de toda comunidad se sitúa el perdón. Si el Espíritu Santo es capaz de crear comunidad es precisamente haciendo posible el perdón, la reconciliación continua entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos de comunidad, amigos, compañeros de trabajo.

He querido comenzar este libro sobre el perdón con unas consideraciones generales acerca de la comunidad cristiana, porque es sólo en este marco donde el perdón puede hacerse inteligible.


Lectura complementaria:
El Sacramento del perdón en el Catecismo de la Iglesia


Segunda Parte: La celebración del misterio cristiano
CAPITULO SEGUNDO: LOS SACRAMENTOS DE CURACION
Artículo 4: EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACION


1422 "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11).

I. EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO

1423 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

1424 Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una "confesión", reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente "el perdón y la paz" (OP, fórmula de la absolución).

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: "Ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5,24).

II. POR QUÉ UN SACRAMENTO DE LA RECONCILIACION DESPUES DEL BAUTISMO

1425 "Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquél que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol S. Juan dice también: "Si decimos: `no tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

1426 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG 40).

III. LA CONVERSION DE LOS BAUTIZADOS

1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La según da conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).

S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, "existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia" (Ep. 41,12).

IV. LA PENITENCIA INTERIOR

1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).

1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).

1432 El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento (S. Clem. Rom. Cor 7,4).

1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48).


V. DIVERSAS FORMAS DE PENITENCIA EN LA VIDA CRISTIANA

1434 La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de pecados" (1 P 4,8).

1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales" (Cc. de Trento: DS 1638).

1437 La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

1438 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el Padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

VI. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACION

1440 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11).

Sólo Dios perdona el pecado

1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del "ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado "en nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a través de él, exhorta y suplica: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20).


Reconciliación con la Iglesia

1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).

1444 Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16,19). "Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza (cf Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)" LG 22).

1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón

1446 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como "la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia" (Tertuliano, paen. 4,2; cf Cc. de Trento: DS 1542).

1447 A lo largo de los siglos la forma concreta, según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este "orden de los penitentes" (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica "privada" de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.

1448 A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.

1449 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia:

Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (OP 102).

VII. LOS ACTOS DEL PENITENTE

1450 "La penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra toda humildad y fructífera satisfacción" (Catech. R. 2,5,21; cf Cc de Trento: DS 1673) .

La contrición

1451 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar" (Cc. de Trento: DS 1676).

1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama "contrición perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Cc. de Trento: DS 1677).

1453 La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf Cc. de Trento: DS 1678, 1705).

1454 Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6, etc.).

La confesión de los pecados

1455 La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

1456 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia: "En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos" (Cc. de Trento: DS 1680):

Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque `si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora' (S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Cc. de Trento: DS 1680).

1457 Según el mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al menos una vez la año, los pecados graves de que tiene conciencia" (CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). "Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes" (CIC, can. 916; cf Cc. de Trento: DS 1647; 1661; CCEO can. 711). Los niños deben acceder al sacramento de la penitencia antes de recibir por primera vez la sagrada comunión (CIC can.914).

1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (cf Cc. de Trento: DS 1680; CIC 988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):

El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados, si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho...Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz (S. Agustín, ev. Ioa. 12,13).

La satisfacción

1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Cc. de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama también "penitencia".

1460 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Unico que expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, "ya que sufrimos con él" (Rm 8,17; cf Cc. de Trento: DS 1690):

Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda "del que nos fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda "nuestra gloria" está en Cristo...en quien satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc 3,8) que reciben su fuerza de él, por él son ofrecidos al Padre y gracias a él son aceptados por el Padre (Cc. de Trento: DS 1691).

VIII. EL MINISTRO DE ESTE SACRAMENTO

1461 Puesto que Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20,23; 2 Co 5,18), los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

1462 El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título, desde los tiempos antiguos como el que tiene principalmente el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial (LG 26). Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la tarea de administrarlo sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa, a través del derecho de la Iglesia (cf CIC can 844; 967-969, 972; CCEO can. 722,3-4).

1463 Ciertos pecados particularmente graves están sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos eclesiásticos (cf CIC, can. 1331; CCEO, can. 1431. 1434), y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, al Papa, al obispo del lugar, o a sacerdotes autorizados por ellos (cf CIC can. 1354-1357; CCEO can. 1420). En caso de peligro de muerte, todo sacerdote, aun el que carece de la facultad de oír confesiones, puede absolver de cualquier pecado (cf CIC can. 976; para la absolución de los pecados, CCEO can. 725) y de toda excomunión.

1464 Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez que los cristianos lo pidan de manera razonable (cf CIC can. 986; CCEO, can 735; PO 13).

1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

1466 El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo (cf PO 13). Debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor.

1467 Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas (CIC can. 1388,1; CCEO can. 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama "sigilo sacramental", porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda "sellado" por el sacramento.

IX. LOS EFECTOS DE ESTE SACRAMENTO

1468 "Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con él con profunda amistad" (Catech. R. 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Cc. de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):

Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación (RP 31).

1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre en juicio" (Jn 5,24)

XI. LA CELEBRACION DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

1480 Como todos los sacramentos, la Penitencia es una acción litúrgica. Ordinariamente los elementos de su celebración son: saludo y bendición del sacerdote, lectura de la Palabra de Dios para iluminar la conciencia y suscitar la contrición, y exhortación al arrepentimiento; la confesión que reconoce los pecados y los manifiesta al sacerdote; la imposición y la aceptación de la penitencia; la absolución del sacerdote; alabanza de acción de gracias y despedida con la bendición del sacerdote.

1481 La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: "Que el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén."

1482 El sacramento de la penitencia puede también celebrarse en el marco de una celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan gracias por el perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados y la absolución individual están insertadas en una liturgia de la Palabra de Dios, con lecturas y homilía, examen de conciencia dirigido en común, petición comunitaria del perdón, rezo del Padrenuestro y acción de gracias en común. Esta celebración comunitaria expresa más claramente el carácter eclesial de la penitencia. En todo caso, cualquiera que sea la manera de su celebración, el sacramento de la Penitencia es siempre, por su naturaleza misma, una acción litúrgica, por tanto, eclesial y pública (cf SC 26-27).

1483 En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados graves en su debido tiempo (CIC can. 962,1). Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen las condiciones requeridas para la absolución general (CIC can. 961,2). Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave.

1484 "La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión" (OP 31). Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: "Hijo, tus pecados están perdonados" (Mc 2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él (cf Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia.