Solíamos ver a un hombre enfermo que asistía a misa todos los días y como un niño se maravillaba por las cosas del Señor. Con un esfuerzo sobrehumano se levantaba de su banca para ir a comulgar. Casi arrastraba los pies. Todos esperaban sabiendo que le movía un amor inmenso por Jesús Sacramentado.
Cuando ya no pudo levantrase, el sacerdote le llevaba la comunión a su banca y al final, cuando era imposible bajarse del auto, el padre caminaba hasta él y le daba la hostia santa. Su rostro, afligido por el dolor, se transformaba cuando recibía a Jesús Sacramentado y una leve sonrisa le iluminaba el rostro.
El dolor, las molestias, la incertidumbre, parecían quedar atrás. Sin que él lo supiera, muchos lo observaban. Yo era uno de ellos. A veces me sentaba a distancia para verlo, pero sobre todo, para recordarlo.
Le conocí bien, era mi papá.
No sé si te conté, pero fue hebreo. Se convirtió algunos años antes de morir. Muchas veces me detengo a reflexionar sobre este hecho. Y en la forma que transformó nuestras vidas.
Dios lo llevó de la mano, desde niño, sin que él lo supiera, hasta el día en que murió. Y nos envolvió a todos en ese maravilloso misterio que a muchos les tiene reservado: la conversión.
Se llamó Claudio. Su padre tuvo el nombre de Moisés Frank, y sus abuelos: Abraham y Samuel. Todos provenían de una familia con raíces hebreas, y eran profundamente religiosos, respetuosos de la Torá. Me cuentan que Abraham fue Rabino. Curiosamente mi papá nunca celebró su Bar Mitz-Vah. Tampoco le recuerdo en la Sinagoga. En cambio, nos acompañaba a misa.
En algún lado escuché que estabas predestinado a la conversión. A través de los años recibimos señales de este cambio sobrenatural.
En Costa Rica ocurrió un hecho significativo. Visitaba con mi mamá a Sor María Romero Meneses, en la Casa de María Auxiliadora. Una multitud de personas se preparaba para la procesión. Mi papá se mezcló entre el gentío. De repente un descubrimiento asombroso…
—¡Sor María!—exclamó mi mamá. Y señaló hacia la procesión—¡Mire donde va Claudio! Era quien cubría al Santísimo con el palio, al frente de la procesión.
—¿Puede creerlo?
—Sí Felicia—respondió sor María—Y también le veremos comulgar.
Esta profecía se cumplió al pie de la letra.
A los años nos enteramos de lo ocurrido. La iglesia estaba abarrotada de gente. Una monjita atraviesa la iglesia con dificultad, llega donde está mi papá y le pregunta:
—¿Nos haría el favor de llevar el palio?
Sin meditarlo mucho, acepta. ¿Sabía acaso lo que era un palio?
Mientras escribo pienso en él y en ese momento. Ya no puede echar para atrás. Debió ser impresionante. Siendo Hebreo, lleva el palio en la Casa de la Virgen.
—¿Qué habrá sentido?
—¿Cómo es que Dios me busca a mí, habiendo tantos a mi alrededor?
Nunca sabré con exactitud lo que sintió o lo que pensó. Seguramente esta experiencia lo estremeció hasta los huesos. La cercanía de Dios siempre estremece a las almas. Y las llama a vivir para Él y por Él.
¿Qué lo hizo cambiar? Esto ha sido un secreto celosamente guardado. Supo ser reservado. Y esperó.
La cercanía de la muerte derribó las últimas murallas y le hizo dar el salto definitivo. Dios lo llamó y él respondió sin reservas.
Ambos parecemos escuchar:
—¿Claudio, me amas?
Y ambos respondemos:
—Señor, Tú sabes que Te amo.
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Fuente: Catholic.net
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