El problema tiene muchas raíces y se produce por motivos distintos. En algunos casos, es debido a errores de los padres en la educación de sus hijos. En otros, a un problema surgido entre los mismos hermanos en un momento puntual de su desarrollo infantil o juvenil. En otros, a conflictos que aparecen ya en la edad adulta: peleas por la herencia, puntos de vista opuestos respecto a la religión o la política, disconformidad por el piso o el trabajo escogido por el otro, etc.
Cada situación merecería ser tratada de un modo específico. Quisiéramos ahora hacer una breve reflexión sobre la necesidad de suscitar, cuidar y acrecentar el amor entre los hermanos.
Lo primero es suscitar o promover. Un grave error en la vida familiar es suponer que por vivir en la misma casa y tener la misma sangre surgirá de modo espontáneo el afecto y cariño entre los hermanos. La realidad es que el amor se construye día a día, a base de educación, de renuncia al propio egoísmo, de apertura al otro, por medio de un trato que vaya más allá de los saludos habituales entre quienes viven bajo el mismo techo.
Los padres tienen una responsabilidad enorme en esta tarea. Desde que los niños son pequeños, buscan darles lo mejor y lograr que cada uno se sienta igual de amado que los otros. Este esfuerzo es un primer paso muy importante, pero hay que ir más allá: hay que conseguir que cada hijo aprecie, respete y ame a sus hermanos.
Desde el amor, los padres pueden ayudar mucho a que entre los hijos se promueva un clima de respeto. Es lícito que cada uno tenga su pequeño espacio de autonomía (donde las dimensiones de la casa lo permitan...). Pero es más importante educar a cada hijo a no encerrarse en su pequeño mundo y a abrirse a sus hermanos con el mismo cariño, o incluso superior, con el que se abren y tratan con sus amigos de escuela o de barrio.
Es muy hermoso, en ese sentido, ver cómo el padre o la madre se sientan junto a la hija de 10 años para explicarle que su hermano adolescente está pasando por una edad difícil, que necesita comprensión, que hay que respetar sus cosas, que hay que rezar por él. O que hablan con la hija universitaria para pedirle que nunca le grite al hermanito pequeño por el caos que provoca en casa, sino que más bien sepa buscar momentos para ayudarle en sus deberes, para enseñarle a ordenar las cosas en la habitación, para motivarle a participar en las mil tareas de casa.
Lo segundo, en parte ya mencionado, es cuidar el amor. La vida familiar implica continuos roces. La niña quiere poner la música a todo volumen mientras que el “niño” (ya tiene 15 años...) ha pedido silencio por las tardes para sacar sus problemas de matemáticas. O el hermano mayor no quiere saber nada de ayudar a limpiar platos, mientras la hermana que le sigue en edad considera eso una injusticia machista que debe desaparecer cuanto antes.
Que haya conflictos es lo más normal del mundo. Pero saber superarlos con paciencia y, sobre todo, con un respeto que nace del cariño y que va más allá de las simples reglas de justicia, lleva a restablecer en seguida los lazos que unen a los hermanos entre sí.
Habrá ocasiones en que antes de ir a misa los padres pedirán a sus hijos que si alguno tiene rencor o rabia hacia algún hermano, antes de ir al altar pida perdón y ofrezca su perdón. Sólo así tiene sentido pleno participar en la misa como familia verdaderamente cristiana.
Lo tercero es acrecentar el amor. Si en casa ha sido promovido el amor; si el amor ha sido preservado y custodiado, a veces también “curado”, a lo largo de los meses; si padres e hijos se sienten no sólo miembros de una misma familia, sino realmente amigos que se quieren y se ayudan... Entonces este tesoro de cariño, que es un don maravilloso de Dios, necesita incrementarse con el tiempo.
El paso de los años lleva, como consecuencia normal, a que cada hijo haga su propia vida. Escoge su carrera, busca un trabajo, empieza el noviazgo, llega al día de bodas, vuela del nido. Pero ese momento no debe convertirse en una despedida o una ruptura. Se trata más bien de un paso hacia la madurez, hacia la creación de una nueva familia, que no debe significar un perder el tesoro de cariño que existe entre los hermanos.
En el respeto a la autonomía normal de cada adulto, es muy hermoso interesarse por el hermano que tiene problemas en su trabajo, que no sabe cómo atender a un hijo nacido con una enfermedad peligrosa, que no alcanza a pagar la mensualidad para su piso... Las situaciones son infinitas, y los tipos de ayuda que se pueden ofrecer varían mucho de caso a caso.
Es cierto que quien está necesitado no puede “abusar” de sus hermanos ni pedir continuamente dinero u otras ayudas. Pero también es cierto que existen muchas maneras de mostrar y vivir el cariño mutuo, especialmente cuando los problemas son más graves y uno necesita sentirse apoyado por quienes son de la misma sangre y, sobre todo, por quienes han aprendido a vivir unidos como “buenos hermanos”.
En la oración se encontrarán fórmulas para lograr esa armonía que hace tan hermosa la vida familiar. El amor entre los hermanos será, entonces, el mejor fruto de la siembra paterna, la mejor manera de vivir el cariño hacia unos padres que supieron promover, en un hogar que quiso vivir con alegría el Evangelio, ese amor en el que cada uno deja de lado sus gustos para servir al prójimo más prójimo: el propio hermano.
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Fuente: Catholic.net
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