Los funerales de la soberbia
Ilustre soberano, además de poeta y músico,
La gente os ve bajo mil aspectos distintos. Desde hace siglos, los artistas os representan unas veces con la cítara, otras con la honda frente a Goliat, otras con el cetro sobre el trono, otras en la gruta de Engaddi, en el momento de cortar el manto de Saúl.
Los muchachos admiran la lucha que librasteis con Goliat y vuestras empresas de caudillo valiente y generoso.
La liturgia os recuerda, sobre todo, como antepasado de Cristo.
La Biblia presenta los diversos componentes de vuestra personalidad: poeta y músico; capitán brillante; rey prudente, implicado - ¡ay!, no siempre felizmente - en historias de mujeres y en intrigas de harén con las consiguientes tragedias familiares; y, no obstante, amigo de Dios gracias a la insigne piedad que os mantuvo siempre consciente de vuestra pequeñez ante Dios.
Esta última característica me es particularmente simpática y me alegra cuando la encuentro, por ejemplo, en el breve salmo 130, escrito por vos.
Decís en aquel salmo: Señor, mi corazón no se ensoberbece. Yo trato de seguir vuestro paso, pero, por desgracia, he de limitarme a pedir: ¡Señor, deseo que mi corazón no corra tras pensamientos soberbios...!
¡Demasiado poco para un obispo!, diréis. Lo comprendo, pero la verdad es que cien veces he celebrado los funerales de mi soberbia, creyendo haberla enterrado a dos metros bajo tierra con tanto requiescat, y cien veces la he visto levantarse de nuevo más despierta que antes: me he dado cuenta de que todavía me desagradaban las críticas, que las alabanzas, por el contrario, me halagaban, que me preocupaba el juicio de los demás sobre mí.
Cuando me hacen un cumplido, tengo necesidad de compararme con el jumento que llevaba a Cristo el día de los Ramos. Y me digo: ¡Cómo se habrían reído del burro si, al escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese ensoberbecido y hubiese comenzado - asno como era - a dar las gracias a diestra y siniestra con reverencias de prima donna! ¡No vayas tú a hacer un ridículo semejante...!
En cambio, cuando llegan las críticas, necesito ponerme en la situación del fray Cristóforo de Manzoni que, al ser objeto de ironías y mofas, se mantenía sereno diciéndose: "¡Hermano, recuerda que no estás aquí por ti mismo!"
El mismo fray Cristóforo, en otro contexto, "dando dos pasos atrás, poniendo la mano derecha sobre la cadera, levanta la izquierda con el dedo índice apuntando a don Rodrigo". Y lo mira fijamente con ojos inflamados. Este gesto agrada mucho a los cristianos de hoy, que reclaman "profecías", denuncias clamorosas, "ojos inflamados", "rayos fulminantes" a lo Napoleón.
A mí me gusta más cómo escribís vos, rey David: "mis ojos no se han alterado". Me gustaría poder sentir como Francisco de Sales cuando escribía: "Si un enemigo me sacara el ojo derecho, le sonreiría con el izquierdo; si me saltase los dos ojos, todavía me quedaría el corazón para amarlo".
Vos continuáis vuestro salmo: "No corro en busca de cosas grandes ni de cosas demasiado elevadas para mí". Postura muy noble si se compara con lo que decía don Abbondio: "Los hombres son así: siempre desean subir, siempre subir". Desgraciadamente, temo que don Abbondio tenía razón: tendemos a alcanzar a los que están más arriba que nosotros, a empujar hacia abajo a nuestros iguales, y a hundir todavía más a quienes están por debajo.
¿Y nosotros? Nosotros tendemos a sobresalir, a encumbrarnos mediante distinciones, ascensos y nombramientos. No es malo mientras se trate de sana emulación, de deseos moderados y razonables, que estimulan el trabajo y la búsqueda.
Pero ¿si se convierte en una especie de enfermedad? ¿Qué pasa si para avanzar, pisoteamos a los demás a golpe de injusticias y difamación? ¿Si, siempre por progresar, se nos reúne en "rebaños", con los pretextos más sutiles, pero en realidad para cerrar el paso a otros "rebaños", dotados incluso de "apetitos" más "avanzados"?
Y luego, ¿para cuáles satisfacciones? Una es la impresión que causan a distancia los cargos, antes de ser conseguidos, y otra es la que producen de cerca, después de haberlos conseguido. Lo ha dicho muy bien uno que era más loco que vos, pero también poeta como vos: Jacopone de Todi. Cuando oyó que el hermano Pier di Morone había sido elegido Papa, escribió:
¿Qué harás Pier di Morone?...
¡Si no sabes defenderte bien
cantarás mala canción!
Yo me lo digo con frecuencia en medio de las preocupaciones del ministerio episcopal: "¡Ahora, querido, estás cantando la mala canción de Jacopone!" También vos lo dijisteis en el salmo 51 "contra las malas lenguas". Estas, según vuestro parecer, son "como navajas afiladas" que, en lugar de la barba, acuchillan el buen nombre.
Bien. Pero, pasada la navaja, poco tiempo después, la barba vuelve a crecer espontánea y florida. También el honor vejado y la fama despedazada crecen de nuevo. Por eso puede que a veces sea prudente callar, tener paciencia: ¡a su tiempo todo vuelve espontáneamente a su sitio!
***
Ser optimistas, a pesar de todo. Es esto lo que queréis decir al escribir: "Como niño de pecho en brazos de su madre..., así en mí está mi alma". La confianza en Dios debe ser el eje de nuestros pensamientos y de nuestras acciones. Si bien lo miramos, en realidad, los principales personajes de nuestra vida son dos: Dios y nosotros.
Mirando a estos dos, veremos siempre bondad en Dios y miseria en nosotros. Veremos la bondad divina bien dispuesta hacia nuestra miseria, y a nuestra miseria como objeto de la bondad divina. Los juicios de los hombres se quedan un poco fuera de juego: no pueden curar una conciencia culpable ni herir una conciencia recta.
Vuestro optimismo, al final del pequeño salmo, estalla en un grito de gozo: Me abandono en el Señor, desde ahora y para siempre. Al leeros no me parecéis ciertamente un amedrentado, sino un valiente, un hombre fuerte, que se vacía el alma de confianza en sí mismo para llenarla de la confianza y de la fuerza de Dios.
La humildad, en otras palabras, corre pareja con la magnanimidad. Ser buenos es algo grande y hermoso, pero difícil y arduo. Para que el ánimo no aspire a cosas grandes de forma desmesurada, he ahí la humildad. Para que no se acobarde ante las dificultades, he ahí la magnanimidad.
Pienso en San Pablo: desprecios, azotes, presiones, no deprimen a este magnánimo; éxtasis, revelaciones, aplausos no exaltan a este humilde. Humilde cuando escribe: "Soy el más pequeño de los apóstoles". Magnánimo y dispuesto a enfrentarse con cualquier riesgo cuando afirma: "Todo lo puedo en aquel que me conforta". Humilde, pero en su momento y lugar sabe luchar: "¿Son judíos? También yo... ¿Son ministros de Cristo? Digo locuras, más lo soy yo". Se pone por debajo de todos, pero en sus obligaciones no se deja doblegar por nada ni por nadie.
Las olas arrojan contra los escollos la nave en que viaja; las serpientes lo muerden; paganos, judíos, falsos cristianos lo expulsan y persiguen; es azotado con varas y arrojado a la cárcel, se lo hace morir cada día, creen que lo han atemorizado, aniquilado, y él vuelve a aparecer fresco y lleno de vigor para asegurarnos: "Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida..., ni lo presente ni lo futuro, ni la altura ni la profundidad, ni ninguna otra criatura, podrán separarme del amor de Dios que está en Cristo Jesús".
Es la puerta de salida de la humildad cristiana. ¡Esta no desemboca en la pusilanimidad, sino en el valor, en el trabajo emprendedor y en el abandono en Dios!
Febrero 1972
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* DAVID, rey de Israel desde aproximadamente 1010 a.C. La Biblia presenta las distintas facetas de su personalidad: músico y poeta; brillante guerrero, rey prudente, implicado en historias de mujeres y, sin embargo, amigo de Dios y modelo de arrepentimiento sincero, gracias a la insigne piedad que lo mantuvo consciente de su pequeñez.
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Muchas gracias por esta carta, la estaba buscando desde hace rato sin éxito. Un abrazo a todos desde Rio Tercero, Argentina. Hernan
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