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miércoles, 21 de noviembre de 2007

Desde mi punto de vista y mi propia experiencia: Testimonio de Sor. Lily Scullion, ocso

LA GRACIA CISTERCIENSE HOY: CONFORMACIÓN CON CRISTO

El concepto de escucha es central en la espiritualidad cisterciense. El comienzo de todo movimiento espiritual se encuentra en el corazón. “Conoce el corazón de Dios a través de la palabra de Dios”, fue una cita que me dio Sor Eleonor, RSM, que provocó el deseo de Dios en el interior de mi corazón. Empecé a atender a la voz interior y escuché la pregunta “¿Hago realmente lo que Dios espera de mí?” En busca de discernimiento con una hermana dominica, hallé en ella una mujer con una tremenda capacidad de escucha, una escucha con el propio corazón. Fue como estar en la presencia de Dios y por eso fui feliz siguiendo su consejo cuando me dijo:

“ Lily, solicita el puesto de monitora de jóvenes en Ballymurphy

y si se te ofrece el trabajo, tómalo y estate allí hasta que Dios

te dé una señal.”


Conseguí el puesto, trabajé y perseveré allí durante casi tres años. Ballymurphy es un guetto de Belfast y una plaza fuerte del I.R.A. en los “problemas” de los “seis condados” de Irlanda del norte. Fue una experiencia difícil y dolorosa. A menudo, como forma de escape, hubiera solicitado otros puestos, pero al final seguía trabajando con los pobres de la zona.

Para sobrevivir, me volvía a Jesús diariamente en la Eucaristía, que me dio la fuerza y el coraje para continuar trabajando y combatir el dolor y el sufrimiento que acarrea. Una noche, en el silencio y la soledad de mi dormitorio, tuve una experiencia que sólo puedo comparar a la de Jacob en lucha con Dios.[1] Luché con Dios toda la noche. Me sentía físicamente desamparada. Sentí la densidad de Su presencia y tuve miedo: miedo de lo que se me iba a pedir; miedo a perder mi identidad si Le dejaba tomar posesión de mi vida; miedo de ser apartada de mis amigos y de la gente “normal” de mi vivir cotidiano. Me llené de un humillante temor cuando pensé en mi maldad, las muchas veces que he jugado al escondite y las muchas veces que Le he mantenido fuera de mi vida. Pero no había escapatoria. Me sentía cercada, vencida, anonadada por su poderosa presencia. Fue una experiencia de muerte, cara a cara a solas con Dios. Comprendí que sí: “tengo que dejarme llevar, entrar libremente en esto y aceptar la realidad de esta situación”.

Este dejarse llevar no es fácil, es un tiempo de dolor y de lucha. ¿No es ésta la condición permanente de nuestras vidas? El sudor, el dolor, el miedo, fueron todos muy reales mientras la lucha, el regateo, continuaba. La noche fue oscura y larga. Amaneció y una voz amable dijo estas palabras:

“ Lily, es la vida de clausura lo que quiero de ti.”

Estaba hecha pedazos, confundida, aturdida y asustada. ¿Qué significaba esto? Me acordé de las palabras del profeta Isaías: “Te he llamado por tu nombre. Tú eres mío”.[2] Ser llamado por el nombre es una experiencia muy intensa y conmovedora.

Es imposible describir lo que ocurrió en ese íntimo encuentro con el Señor. Cuando volví a estar en calma y presente a la experiencia, me di cuenta de que había sido el Señor quien me hablaba, y entre lágrimas de pesar, alegría y gratitud respondí diciendo:

“ Sí, Señor, Tú has consentido mis voluntades todos estos años; por eso ahora, Señor, de Ti depende: haz conmigo lo que quieras. No tengo idea de lo que quieres de mí, pero te doy todo lo que tengo y confío en Ti para que me lleves allí donde me quieres.”


Con esto, experimenté un gran sentido de libertad interior y paz. Cuando llegó la mañana estaba todavía agitada por la experiencia y comprendí que la vida había tomado una nueva dirección. No necesitaba consultar a nadie. Él había hablado claramente y yo había cedido a la magnética atracción de Dios. En mi corazón sentía una fuerza interior y un coraje para confiar en su revelación acerca del camino que tenía por delante. Podría decir que el Señor tomó posesión de mí. Me sentía llena de una nueva confianza y apertura para mantener mi respuesta y compromiso, dados a Él en aquel intenso e íntimo encuentro.

El 21 de mayo de 1.980, conocí a la hermana Agnes de Glencairn y a través de ella experimenté la amabilidad de Cristo, que despertó mi curiosidad por el estilo de vida que hubiera detrás de su actitud.

Convine en visitar Glencairn a finales de junio para ver como hacían sus tarjetas con flores prensadas. Durante las dos últimas horas de aquel viaje sentí emerger un conflicto interno. Un diálogo interior comenzó. El hecho de que iba a pasar un fin de semana con monjas se hizo insoportable. Tanto que al llegar al portón de entrada de la Abadía dï media vuelta y retomé el camino a casa. Tras una hora de retirada, paré el coche y comprendí que debía mantener mi cita, y volví a dar media vuelta. A las puertas de la Abadía me encontré nuevamente con la palabra “Clausura”, en la que no había pensado desde mi encuentro con el Señor. Los titubeos se acabaron con mi decisión de pasar la noche si no había rejas. Y no las había. Estaba, pues, obligada a pasar la noche. Me quedé todo el fin de semana y disfruté viendo la confección de las tarjetas y trabajando en el jardín.

Durante el viaje de vuelta me invadía una gran paz, que dio como resultado que me pusiera manos a la obra aquella misma noche y escribiera una carta a Glencairn diciendo que iría a finales de septiembre a unirme a la comunidad.

Desde el principio de mi noviciado me enseñaron a centrarme en Cristo, y pude experimentar cómo, cuando mi centro venía a ser cualquier otra cosa, la vida cisterciense se hacía dificultosa y sin sentido.

Comencé a seguir mis propios deseos, centrándome en las debilidades de los otros y enmarañándome en sentimientos de inferioridad. Todo lo cual da pábulo al conflicto y al dolor. Para mí, este centrarse en Cristo, que exige disciplina para vivir en su Espíritu, cargar cada día con la cruz de mi humanidad.

El dar tiempo y lugar para estar con Cristo en silencio, oración y soledad, no brotó de mí de un modo espontáneo. Antes de llegar al monasterio, yo llevaba una vida muy activa como trabajadora a jornada completa entre los jóvenes, las bombas, las balas, el ruido incesante de los helicópteros del ejército, el fragor de carros de combate, las tanquetas y los rifles, y el sufrimiento resultante de toda aquella situación. Acostumbrarme al silencio y la paz del entorno monástico fue mi primer reto, como podéis imaginaros fácilmente. Todo eso requería paciencia conmigo misma y paciencia también de las demás conmigo.

Poco a poco llegué a apreciar el valor del silencio y la soledad, y a darme cuenta de que lo que al principio parecía una pérdida de tiempo, como la lectio y la oración, estaban encaminadas a permitir al Espíritu de Cristo transformarme y modelarme.

La experiencia de la dimensión humana de la vida comunitaria puede ser donación de vida o negocio de muerte, dependiendo de cómo percibamos diversas situaciones. Como católica criada en los “seis condados” de Irlanda del Norte, para tener un sentido de identidad, yo aprendí desde muy joven a defender lo mío y a ser directa y franca acerca de mis sentimientos en las cosas importantes para mí. Estos rasgos provocaron muchos malentendidos en la comunidad de Glencairn. Algunas veces se tomaba por agresividad lo que para mí no era sino honestidad y rectitud. Debido a todo lo cual yo me sentía sola y como ajena. Y me causaba mucho dolor y sufrimiento. Reflexionando ahora, me doy cuenta de que la raíz de ese conflicto provenía de una diferencia cultural, que producía una profunda oscuridad en mí. Era como estar en un profundo pozo sin fondo. Nadie parecía entender por lo que estaba pasando. Cuando compartí mi experiencia con mi confesor, su respuesta fue: “Es muy pronto para pasar por la Noche Oscura”. Así que tuve que continuar en la misma. Durante aquel tiempo me identifiqué mucho con la Pasión de Cristo.

Gradualmente emergí de aquella oscuridad y pude salir a la luz con el acompañamiento de mi Maestra de Novicias, que transitó conmigo la oscuridad. Experimenté su paciencia, amabilidad y respeto, que mediaban para mí la presencia paciente, amable y respetuosa de Cristo. Fue para mí un nuevo amanecer.

La Regla de San Benito es cristocéntrica: Benito nos dice una y otra vez “No anteponer nada al amor de Cristo”,[3] “No preferir nada al amor de Cristo”.[4] Benito nos alienta a estar constantemente atentos a la presencia de Dios en nuestra vida diaria, que para mí se manifiesta en la relación con los demás, en la belleza de la naturaleza, en el trabajo manual y en la Liturgia. A este modo de vida es al que pienso que nuestro Abad General, Dom Bernardo, nos invita a todos cuando habla en su reciente Carta Circular de la dimensión mística de nuestro carisma cisterciense :

A esta hora de la historia humana, en este momento de transición cultural nosotros, monjes y monjas orientemos más decididamente nuestras vidas hacia el Misterio a fin de ser místicamente transformados por él. Nuestra mística cristiana es en última instancia, una experiencia de reforma y conformación con Cristo.[5]

Parte de esta reforma y conformación con Cristo empieza en el noviciado. No siempre respondemos a la llamada de Cristo en nuestras circunstancias diarias. Por eso tropezamos, retrocedemos y caemos en la oscuridad en nuestro esfuerzo por venir a la luz. De vez en cuando somos ambiciosos, llenos de orgullo, y nuestras voluntades son tercas y precisan mucho desgaste a través de los grados de humildad. San Benito señala en su Regla que “El primer grado de humildad es la obediencia sin demora, que es propia de quienes nada estiman más que a Cristo”.[6] Pienso que esta obediencia es el núcleo de la “Conformación con Cristo” en la vida cisterciense. Obediencia y amor no se pueden separar. Cristo amó y porque amó “Él se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.[7]

San Benito abre su regla diciendo:

“ Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón” [8]

De ahí la importancia de escuchar esta Regla y sus intuiciones acerca de la vida, con ilusión, o sea “Con el oído del corazón”. Es así que aprendemos a oír lo que Dios quiere en cada situación dada y con la gracia del Espíritu Santo nos disponemos para abrir nuestros corazones en respuesta amorosa a dicha llamada. Esto es la obediencia, la disposición para escuchar la voz de Dios en nuestras vidas diarias, que nos arrancará de nuestros pequeños mundos. Como seres humanos frecuentemente dejamos de atender y oír la voz de Cristo. A veces algunos podemos experimentar la ausencia de Cristo más que Su presencia a lo largo de nuestro camino.

Yo experimento Su presencia en mi vida de los siguientes modos. Por ejemplo en mis diecinueve años como hermana cisterciense, constantemente soy animada al ver a las Hermanas felices y realizadas en Glencairn. Pienso en la Madre Imelda Power, R.I.P, quien me alentó enormemente por el celo y alegría que ella exhalaba, y su profunda fe en medio de los altibajos de la vida diaria.

Mi comunidad está compuesta por 40 Hermanas, algunas de las cuales son ancianas y enfermas. A pesar de esto ellas están en la Iglesia preparadas para cantar el oficio a las 4 aún en las frías mañanas de invierno. A causa de estas cualidades de fidelidad a la oración, fe y alegría, las cuales se encarnan en las vidas de las Hermanas, la Iglesia del païs está constantemente atraida a Glencairn para aliviar sus angustias e inquietudes con una atenta escucha. La gente pide oraciones y con frecuencia participa personalmente en la Liturgia de las Horas.

Las más jóvenes son también alentadoras al traer con ellas la vitalidad, la frescura y el entusiasmo por la vida. Ellas muestran también una gran compasión hacia nuestras Hermanas mayores, lo que me lleva a preguntarme si yo misma doy por supuesto a mis hermanas.

Mi familia y mis amigos visitan la Abadía y reparan energías mediante la participación en nuestra Liturgia. Yo, a mi vez, me beneficio con la constancia de su fiel amistad, que anima y respalda mi vocación monástica. Así como la riqueza de esta Liturgia tiene la virtud de fortalecerme y confortarme, también solicita compromiso, generosidad, entrega, disciplina y fidelidad, tanto de mí como de cada miembro de mi comunidad.

Otra bendición de Glencairn es su situación geográfica en la campiña pintoresca de suaves colinas, flanqueada por el río Blackwater ( “el Rin irlandés”). Estoy segura de que muchos de vosotros estaréis de acuerdo si digo que Dios habla muy poderosamente a través de la naturaleza. Quedo fascinada ante el prodigio de Su creación.

Mis primeros años de formación estuvieron jalonados de experiencias que llamo “del huerto de Getsemaní”. Uno de los motivos de sufrimiento se centraba en un antagonismo de personalidades con mi Superiora, y la obediencia en tal situación no se hacía fácil. Mi oración entonces era aquella de Dom Marmion:

“ Señor, Tú me has traído aquí. De Ti depende que me quede.” [9]

A menudo, cuando atravesaba aquella oscuridad, las palabras de mi Maestra,

“ Tener a Cristo es todo...Gracias, Señor, por estar en Glencairn.”

alimentaban mi pensamiento y me auxiliaban en la lucha, para darme cuenta de que mi vocación era más fuerte que mi sufrimiento. Este sufrimiento fue recompensado el día de mi Profesión Solemne con un desbordante sentimiento de paz y de gracia por ser capaz de entregarme totalmente a Cristo en el camino de la vida cisterciense. Unos pocos años después, pude experimentar la alegría y la libertad de la reconciliación con mi Superiora.

El clima espiritual de nuestros días se caracteriza por el énfasis en la autenticidad de la vida humana. La calidad de nuestras relaciones con el otro es la medida de nuestra relación con Dios. Como monjes y monjas en comunidad, estamos llamados a ser una epifanía de “Iglesia/ecclesia”. En la ceremonia de Profesión, la comunidad reconoce la importancia de la oración de intercesión. Compartir es un aspecto esencial de nuestros votos. Las Constituciones hablan de la participación en la vida común, nos llaman a la “mutua solicitud, cooperación y obediencia” [10] y afirman que “ la Abadesa gobernará a las hermanas con respeto hacia la persona humana, creada a imagen de Dios”.[11] Yo veo esto como una llamada a una profundización en la comunión con cada uno a través de un diálogo en el que escuchemos su verdad. A veces, cuando toca definir situaciones, tomar decisiones, redactar informes de la Casa, etc, una comunidad puede sorprenderse en una dinámica de conflicto en la que los miembros se pongan a la defensiva, den rienda suelta a sus enojos, su egocentrismo, fiscalizando y juzgando a los demás. La unidad se pierde si no se centra en un bien más alto. Esto requiere mutua obediencia, en la que cada cual renuncia a su propio deseo en servicio al otro. Cuando nos abrimos a las indicaciones del Espíritu, nos hacemos capaces de conformarnos al deseo de Cristo.

Un grupo de cistercienses que fueron capaces de conformarse hasta el punto del martirio fueron los hermanos de Atlas. El suyo es un mensaje profético para nuestra generación. Reflejado en sus vidas, tal y como presentadas en “Una herencia demasiado grande para nosotros”, lo que me impresiona es la dimensión de su unanimidad. Este grupo de monjes que durante unos cuantos años habían constantemente dialogado juntos frente a una muerte inminente, alcanzó una creencia común acerca de lo que la conformidad con Cristo quería decir dada su situación. En su dialogar habían oído y escuchado a cada uno y finalmente se habían convertido en un solo miembro efectivo del Cuerpo Místico de Cristo invitando a sus hermanos y hermanas argelinos a la Mesa del Amor y de la Reconciliación. Conseguir llegar a ser obedientes incluso en la muerte, una muerte de cruz, es la forma más alta de libertad para un cristiano. Hace dos mil años Jesús hizo exactamente eso, y nos abrió el camino del Misterio Pascual. Nuestros hermanos del Atlas, por medio de su amor, fidelidad, humildad y obediencia, llegaron a ese nivel de libertad y unidad en el Espíritu y, por ello mismo, fueron arrebatados a los amorosos brazos de nuestro Padre Eterno.

Sí, la comunidad de Atlas fue un grupo ordinario de monjes viviendo nuestra vida cisterciense de un modo extraordinario, modo que conforma radicalmente con Cristo. He aquí una descripción de la comunidad en las propias palabras de P. Christian:

“ Nuestra vida como monjes nos ata a la voluntad de Dios para con nosotros, la cual es una vida de oración y sencillez, trabajo manual, hospitalidad y generosidad con todos, especialmente con los más pobres. Estas razones para vivir son una libre elección de cada uno de nosotros, que nos comprometen hasta la muerte...” [12]

Nosotros, los primeros cistercienses que estamos en el umbral de un milenio, hemos testimoniado y compartido en la gracia de estas vidas entregadas a “Dios y Argelia”. Con humilde corazón, demos gracias a Dios por sus vidas, por nuestras propias vidas. Pido en oración para que cada uno de nosotros responda a esa misma reforma y conformación con Cristo, que en momentos de crisis y cambios, podamos abrazar el espíritu de estas palabras del testamento de P. Christian:

“ Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez

que me permita pedir el perdón de Dios

y el de mis hermanos los hombres,

y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón,

a quien me hubiera herido.”
[13]

Unida a vosotros en Cristo

Sor. Lily Scullion, ocso

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[1] Gen. 32, 26-32.

[2] Is. 43,1.

[3] RB. c.4.

[4] Ibid. c.5.

[5] Dom Bernardo, Carta Circular 1999 ; RB. c.5.

[6] RB. c.5.

[7] Fil. 2,8.

[8] RB. Prólogo.

[9] Dom Marmion, Christ the Soul of the Monk.

[10] Cst. 16,2.

[11] Ibid. 16,3.

[12] Dom Donald Glynn, Nunraw , A Heritage too big for us.

[13] Testamento del Hno. Christian, como referido en A Heritage too big for us.

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