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martes, 13 de noviembre de 2007

Evangelizando con poder /Autor: José H. Prado Flores

San Lucas afirma que los apóstoles evangelizaban “con gran poder” (Hech 4,33). Esto suscita muchas inquietudes: ¿Se puede evangelizar sin poder? ¿Qué distingue una evangelización con eficacia de otra que carece de ella? ¿La Iglesia de hoy está evangelizando con el poder de los apóstoles? ¿Evangelizar de manera diferente a como lo hizo la Iglesia primitiva no es ya una traición al Evangelio mismo?

Jesús envió a sus discípulos a proclamar la Buena Nueva a toda la creación. Para cumplir esta misión que superaba las capacidades humanas envió desde el cielo la fuerza del Espíritu Santo. Pasados 50 días de su resurrección, estando cerradas las puertas por miedo a los judíos, un viento huracanado llenó la casa donde se encontraban y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Inmediatamente Pedro y los Once bajaron del aposento alto y testificaron en la plaza de la ciudad la muerte y resurrección de Cristo Jesús que había sido constituido Señor y Mesías.

La cosecha del Espíritu fue maravillosa aquella mañana: Tres mil convertidos, gracias a una predicación de tres minutos. Esto contrasta con la crítica sagaz del padre Emiliano Tardif que decía: “Pedro, con un discurso convirtió a tres mil almas, y nosotros con tres mil discursos no convertimos a ninguno”. La diferencia radica en que la predicación de Pedro aquella mañana estaba ungida por el Espíritu de Dios y por eso fue capaz de traspasar tres mil corazones.

Inmediatamente después San Lucas nos trasporta a la explanada del templo de Jerusalén donde nos presenta un tullido que llevaba más de 40 años sentado a la sombra de la puerta Hermosa del templo y que se contentaba con las limosnas de los demás. Si tenía tanto tiempo allí y Jesús pasó decenas de veces a su lado, ¿por qué no lo curó ni tuvo compasión de él?

Una tarde Pedro y Juan subían al templo para la oración vespertina. Cuando Pedro vio al paralítico invocó el nombre de Jesús resucitado, le dio la mano derecha y lo levantó ante el asombro de todos. El hombre sanado, que saltaba y alababa a Dios por su curación total, evidenciaba de manera obvia que el crucificado había resucitado. Aquella tarde se convirtieron dos mil personas más que no habían sido alcanzadas por el discurso ungido del Espíritu el día de Pentecostés.

¿Por qué en el templo de Jerusalén se convirtieron quienes no se habían convertido en la plaza de la ciudad la mañana de Pentecostés, si la predicación y el predicador fueron los mismos? La única diferencia radica en la maravillosa curación de aquel hombre que nació y estaba condenado a morir lisiado.

Las autoridades supremas de Jerusalén se alarmaron y llamaron a los apóstoles, a quienes prohibieron anunciar “de cualquier forma”, no sólo con palabras y discursos, el nombre, la doctrina y la vida de Jesús de Nazaret. Habían entendido que una curación milagrosa es una forma poderosa e incontestable de anunciar el Evangelio y les prohíben realizar milagros y curaciones que provocan tantas conversiones.

La pequeña comunidad primitiva estaba amenazada de muerte por las supremas autoridades y parecía que sus días estaban contados. Se podían replegar, claudicar o enfrentar la guerra que ya se había iniciado. Pero en vez de encerrarse otra vez en el cenáculo solicitaron más poder para realizar más milagros y curaciones en el nombre de Jesús de Nazaret. Habían descubierto dónde se encontraba la eficacia y la fuerza de la evangelización y pidieron refuerzos precisamente en esa línea.

Cuenta San Lucas que en cuanto acabó aquella oración comunitaria, tembló el lugar y descendió el poder del Espíritu sobre todos ellos. Entonces salieron a anunciar con toda valentía y poder a Jesús de Nazaret como único Salvador y Señor.

Jesús no curó al paralítico pero dio el poder a sus apóstoles para que ellos lo sanaran y así se convirtieran dos mil personas. Las enfermedades y sufrimientos no son para glorificar a Dios, pues Jesús ya cargó con ellos en la cruz, sino la oportunidad para mostrar el poder de la resurrección de Jesús y que se puedan convertir miles de personas. El dolor no es para manifestar la cruz sino oportunidad para demostrar el poder de la cruz. Una sola curación puede ser la ocasión de miles de conversiones. Por tanto, si se quiere llegar a nuevas personas, a la unción del Espíritu hay que añadir el poder del Espíritu que realiza signos, prodigios y milagros.

Se evangeliza con gran poder cuando el anuncio de la muerte y resurrección de Jesús no se reduce a la comunicación de una verdad o al recuento de una historia, sino que se muestra con hechos portentosos que Jesús ha resucitado y es capaz de restablecer y curar a quienes la ciencia humana y las instituciones religiosas son incapaces.

Que la Parresía (valentía y unción del Espíritu) y la Dynamis (el poder para hacer milagros) lleguen a ser elementos normales en la vida de los creyentes en el anuncio del Evangelio, de modo que no nos admiremos cuando sucedan curaciones milagrosas, sino que nos preocupemos cuando no aparezcan, porque esto reduciría la evangelización a una simple transmisión de verdades y recuento de historias del pasado.

Que corra la Palabra de Dios, con prodigios y señales que muestren que Jesús está vivo y da vida a los que creen en su nombre.

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Fuente: Escuelas de Evangelización San Andrés

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