Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: "A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido." También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: "Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!"
Había encima de él una inscripción: "Este es el Rey de los judíos."
Uno de los malhechores colgados le insultaba: "¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!"
Pero el otro le respondió diciendo: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?
Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho."
Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino."
Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso." Lc 23, 35-43
Joyas, oro, coronas, palacios, poderes y ejércitos, son las cosas que siempre hemos vinculado a la palabra realeza y a la palabra rey, especialmente en el pasado, cuando los reyes eran aquellos que ostentaban el poder, sobre todo un poder a través de la fuerza y a través del dominio.
Que diferente es el concepto de realeza que tenemos los humanos, al concepto de realeza que la Iglesia y el Evangelio nos presenta de Jesucristo, porque efectivamente a Él le preguntan: ¿Tú eres rey? Y Él dice que sí, aunque su reino no es de este mundo.
Jesús se nos presenta como rey desde la cruz. No trae consigo ni palacios, ni oro, ni coronas, ni joyas, y sin embargo, es más Rey que ninguno de los reyes que han existido en la historia. Porque verdaderamente el Padre ha querido entregar toda la creación a Jesús, y Él es el verdadero Rey de todo el universo. Algún día comprenderemos como toda la creación, toda la belleza de Dios, ha sido hecha desde la mente de Cristo – que es el conocimiento que tiene el Padre de sí – por medio del Espíritu Santo. Pero sobre todo, que Jesucristo sea el Rey del universo, significa para mí, que Jesucristo es mi Rey, es aquél a quien yo he querido entregar el señorío sobre mí, de quien yo he querido que toda mi vida dependa. Cada uno de nosotros tenemos que preguntarnos si tal vez no hallamos hecho muchas veces como aquellos judíos, que le rechazaron diciendo: “No queremos que sea nuestro rey, que nuestro rey sea el Cesar”.
“Que Cristo sea Señor y sea Rey”, así lo proponía la Iglesia al principio, en el primer sermón de San Pedro: “Jesús vive y es el Señor. Decir Señor o decir Rey es lo mismo, y por eso, Cristo tiene que reinar. Tiene que reinar en mi corazón, pero solo va a reinar si yo le dejo, porque Él no se impone por la fuerza. Él no se impone ni por las armas, ni por el miedo, ni por el castigo, sino que solamente se impone por el amor. Él solo quiere reinar si tú le abres las puertas, si tú eres capaz de decirle: “Quiero que reines en mí”.
Reinar en tí, significa dejarle que Él escriba tu historia, no revelarte ante su voluntad, aunque a veces la voluntad del Rey tenga forma de dolor o de cruz. No tenemos porque entender todos los designios del Rey, Él sabe más. Significa decirle: “Yo quiero que Tú reines, que seas mi Rey; el Rey de mis emociones, de mis sentimientos, de mis miedos, mis sueños, el Rey de mi vida”.
En esta última fiesta del tiempo ordinario, pidámosle a Cristo que reine en nosotros, en nuestros corazones, que reine en nuestras vidas. Que Cristo reine en todos mis actos, y para eso tendremos que abrir las puertas al Rey. Él quiso entrar en Jerusalén manso, sencillo, humilde y entrará así, también a través de la humildad y de la mansedumbre. Cuantas veces los salmos dicen: “Abridme las puertas del triunfo”, o cuantas veces: “Portones alzad los dinteles, va a entrar el Rey de la gloria”. Cristo sigue llamando a la puerta de los corazones, y sigue preguntando: ¿Me dejas reinar? ¿Me dejas que Yo sea tu rey? ¿Me dejas que Yo gobierne tus actos y quieres definitivamente confiar en Mí y saber que Yo te voy a conducir, como buen pastor, por praderas de hierba fresca, por fuentes tranquilas? Que aunque camines por cañadas oscuras no tendrás que temer, porque tu Rey y tu Señor te cuidará y te protegerá. Deja de ser tú tu propio rey, y deja que Cristo reine. Entrégale tu reino, tu voluntad, todo lo que tú eres. Déjalo en sus manos y veras que paz tan grande visitará tu corazón.
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