El culmen de la vida de Jesús son las tres horas que pasa en el patíbulo de la cruz. Ya lo había previsto:
"Cuando yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí": Jn 12,32.
"Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre": Jn 3,14.
La cruz es el momento supremo de Jesús. Para esta hora había venido. No fue víctima de un complot o secuestro. Él mismo se entregó para mostrar y demostrar su amor por nosotros. La cruz es la consagración perfecta de Jesús.
Si el salario del pecado es la muerte y nosotros somos pecadores, éramos merecedores de muerte eterna. Sin embargo, Cristo Jesús toma nuestro puesto y muere en lugar nuestro para que podamos tener vida en su Nombre.
Dios se arriesga a enviar a su Hijo a los viñadores, sabiendo que anteriormente han despreciado a sus siervos, a otros los han apedreado e insultado. Dios no se guarda a su Hijo amado, sino que lo entrega a nosotros. En un exceso de confianza en los viñadores, envía a su Hijo, suponiendo que lo van a respetar. ¡Hasta dónde puede llegar la confianza divina!
Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, diciendo: "A mi hijo le respetarán": Mc 12,6.
Si alguno ha tenido la maravillosa experiencia de que otro lo ha amado tanto que ha dado su vida por él, podrá entender un poco mejor qué significa la entrega de Cristo Jesús hasta la muerte. O si al menos contamos con alguien que ha arriesgado la vida por nosotros, o ha metido la mano al fuego a nuestro favor, entonces seremos más sensibles a lo que Dios ha hecho por nosotros. El Padre arriesgó a su Hijo por nosotros.
Sin embargo, esto también tiene su dificultad. Para quienes somos padres de familia es sumamente difícil, diríamos imposible, exponer un hijo a la muerte para que otros desconocidos, o hasta enemigos que se han rebelado contra nosotros, se salven. Esto naturalmente no se entiende. Simplemente se acepta por la fe, se acoge y se agradece el don más inimaginable que Dios pudo hacer por nosotros.
Jesús murió el día de la preparación de la Pascua; es decir, a la hora que se preparaba el cordero que se habría de sacrificar la noche de Pascua, para conmemorar la liberación de la esclavitud.
Sin embargo, la muerte de Jesús no es un sacrificio sino un holocausto. En los sacrificios se compartía la víctima con los sacerdotes o con quienes la ofrecían. En los holocaustos era consumida completamente por el fuego y se consagraba plenamente a Dios. Jesús se da totalmente en la cruz. Ya el profeta lo había vislumbrado cuando dijo: "No había en él nada digno de ser estimado, varón de dolores y sabedor de dolencias...": Is 53,3.
Da hasta la última gota de su sangre. Le despojan de sus vestidos y muere desnudo, para cubrir nuestra desnudez. Ofrece el perdón a todos, comenzando con los verdugos. Entrega su Madre a todos nosotros, como un acto de donación suprema. Confía su espíritu en las manos de su Padre, en abandono de total confianza. No le quedó nada, absolutamente nada. Por eso cuando el soldado romano traspasa su corazón brota la última gota de su sangre, con un poco de agua.
Así es Dios: Se entrega todo. No da sólo algo a nosotros. Se dona totalmente. ¿Qué cosa hubo que Dios no hubiera hecho por nosotros? Lo cedió todo cuando entregó a su Hijo amado para que nosotros pudiéramos tener vida y vida en abundancia. La prueba del amor de Dios es una moneda de dos caras.
Por un lado en Juan encontramos esta declaración:
De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna: Jn 3,16.
Este pasaje algunas veces se traduce: “Tanto amó Dios al mundo...”. Pero el texto griego no habla de cantidad, sino de calidad: “De tal manera amó Dios al mundo...”. Dios se ha desbordado en amor por nosotros al entregarnos lo que más amaba. La muestra más grande del amor de Dios es que nos entregó a su propio Hijo.
Por otro lado, Pablo declara:
La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros: Rm 5,8.
San Pablo centra la prueba del amor de Dios no en el envío, sino en su entrega total en la cruz, cuando Jesús ofrece su vida por nosotros. Lo sublime es que lo realiza cuando nosotros todavía éramos pecadores. No lo hace cuando nos hemos convertido, sino antes, para que seamos capaces de responderle entregando nuestra vida también.
Jesús fue crucificado al medio día y muere a las tres de la tarde. En ese lapso de tiempo fue ultrajado, humillado y burlado. Hasta los ladrones que estaban a su lado lo retaban para que se bajara de la cruz. Sus enemigos también hacían mofa de él: "Bájate de la cruz y creeremos en ti". Ciertamente él había venido para que creyeran y creyendo tuvieran vida. ¿Por qué no aprovechó el cheque en blanco que le estaban firmando? Si mostraba su poder en ese momento, las autoridades se rendirían y confesarían que era el enviado de Dios. Ya no era el momento de mostrar su autoridad. Eso ya lo había hecho en Galilea y Judea por tres años, sin muy buenos resultados. Al contrario, lo acusaron de estar endemoniado y curar en sábado.
Ahora había llegado el tiempo de mostrar su amor y estaba dispuesto hasta las últimas consecuencias. Por eso no se bajó de la cruz. No buscaba admiradores de su poder sino ami-gos que supieran que alguien los amaba hasta el punto de dar su vida por ellos.
Cuando ha sido despojado de sus vestidos, crucificado y ultrajado y sus adversarios están satisfechos porque han logrado la venganza, entonces Jesús responde de manera soberana. No los acusa ni pide castigo celestial para sus verdugos. Al contrario, levanta los ojos al cielo y pide una sola cosa para sus enemigos: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen": Lc 23,34.
"No tienen culpa. Son inocentes. Si comprendieran no habrían cometido este crimen. Por eso te pido, Padre amado, perdónales". Sin duda que Dios escuchó esta oración de su Hijo amado. Frente a la tumba de Lázaro, Jesús dio gracias al Padre porque siempre lo escuchaba. Ahora que está cumpliendo el plan de salvación, evidentemente que su súplica tiene la garantía de ser respondida favorablemente.
Así es Dios: Dios nos excusa, pues sabe de qué barro fuimos hechos. Sabe que pecamos porque en pecado nacimos y pecadores fuimos concebidos en el vientre materno (Sal 51,7). Dios no es quien nos acusa de nuestros pecados ni nos descubre nuestras faltas. Él es el primero en ayudarnos, comprendernos y defendernos de cualquier acusación en contra nuestra. Dios no lleva cuenta de nuestros pecados sino que tiene piedad de nosotros según la medida de su misericordia.
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Fuente: Escuelas de Evangelización San Andrés
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