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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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Mostrando las entradas para la consulta Alfonso Aguiló ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
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lunes, 5 de noviembre de 2007

"Decidir en conciencia" / Autor: Alfonso Aguiló

Jean Bernard es un sacerdote luxemburgués de treinta y cinco años, cautivo en el campo de concentración de Dachau. Lleva diez meses en el “Pfarrerblock”, un pabellón en el que están prisioneros 2771 sacerdotes y religiosos de toda Europa.

Un día de febrero de 1942, Jean Bernard es liberado y devuelto a su Luxemburgo natal. No se le dan explicaciones hasta que ya está allí. En realidad, aquello son sólo nueve días de libertad para que visite a su Obispo y le convenza para que haga una declaración de apoyo a Hitler, con objeto de intentar romper así la total resistencia del clero católico local. A cambio, las autoridades alemanas le ofrecen respetar su vida, la de su familia y la de los demás clérigos prisioneros. Si huye, o si el objetivo no se logra, los veinte sacerdotes luxemburgueses de Dachau serán ejecutados.

Un terrible compromiso

El terrible dilema moral planteado a este sacerdote, todavía joven pero con un notable prestigio en su tierra, es un hecho totalmente real y que él mismo describió en unos recuerdos que, a modo de diario, publicó al terminar la Segunda Guerra Mundial. El libro, titulado "Pfarrerblock 25487", en referencia a su número de recluso, está escrito con sobriedad, sin ningún patetismo, con una cierta distancia respecto a su propio sufrimiento. Habla de manera rigurosa y precisa, como si estuviera describiendo un paisaje, sin pretender convertirlo en literatura.

Esta dolorosa y lacerante vivencia de Jean Bernard protagoniza la película “El Noveno día”, del director alemán Volker Schlöndorff. El momento central del drama de aquel hombre es cuando le dicen que es libre, porque entonces se da cuenta de que es él quien tiene que decidir entre la vida y la muerte. Hasta entonces eran los jefes del campo de concentración los que decidían si vivía o moría, y de repente esa decisión se encuentra en sus propias manos.

Entre múltiples presiones

Antes sufría las brutalidades de Dachau, pero ahora sufre otra tortura mayor, pues han dejado en sus manos la vida del resto de sacerdotes detenidos. Como prisionero, bastaba con que obedeciese las órdenes de sus vigilantes, pero ahora, su libertad es una pesada losa sobre su conciencia. Un oficial de la Gestapo le presiona con su plan maquiavélico, y los encuentros entre ambos se convierten en un auténtico duelo dialéctico entre dos mundos dispares e irreconciliables.

Bernard sabe que no debe ceder a aquel chantaje, pero sufre enormemente al pensar en las consecuencias. Lo sufre con un heroísmo en soledad, porque va quedándose cada vez más solo ante su conciencia. Recibe presiones del oficial de la Gestapo, de un antiguo teólogo que le enreda con razones ideológicas, del vicario del obispo que pretende salvar a los condenados mediante la postura pro-nazi, y la de su propia familia que le aconseja la huída al extranjero o la simple claudicación, incapaz de comprender el martirio moral que está sufriendo. Cualquiera de las salidas que se le plantean, supone una tragedia. La película es un homenaje a todos esos héroes desconocidos que se enfrentaron a terribles situaciones de conciencia. Sale a relucir, por ejemplo, cómo una pastoral del obispo de Utrecht contra Hitler propició la deportación y muerte de 40.000 católicos holandeses, hecho que explica el prudente silencio por el que tuvo que optar Pío XII en algunas ocasiones, aunque algunos lo hayan considerado después como muestra de debilidad o de apoyo al régimen.

La propia conciencia

El sacerdote aparece con sus imperfecciones y sus dudas, con silencios que pueden ser entendidos como ambigüedad, pero también con la entereza y honestidad de quien actúa en conciencia. Él, como miles de personas, de entonces o de ahora, se comportó de modo heroico para decidirse por la mejor de las opciones posibles. Jean Bernard plantó cara al miedo y a la muerte, y volvió a Dachau. En el Pfarrerblock murieron más de mil quinientos sacerdotes católicos.

Las decisiones importantes tomadas en conciencia no suelen ser fáciles. Todos somos tentados por la salida cómoda. Todos tememos las consecuencias desagradables de actuar con honestidad. A todos nos asusta la coacción de quienes procuran forzarnos a una decisión a su interés. Son dilemas y decisiones que todos afrontamos casi siempre en soledad, ante el tribunal de nuestra propia conciencia. Y todos sentimos también, como Jean Bernard, el peso de la propia cobardía, de la propia debilidad, del dolor de las consecuencias no queridas de nuestro obrar bien. Pero sabemos también que la honestidad de nuestra conciencia debe estar por encima de todo eso, por mucho que cueste.

sábado, 27 de octubre de 2007

"El paquete de galletas" / Autor: Alfonso Aguiló


Aquella tarde, cuando ella llegó a la estación, le informaron de que el tren en que viajaba se retrasaría casi media hora. La elegante señora, bastante contrariada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua. Se dirigió hacia el andén central, justo donde debía llegar su tren, y se sentó en un banco, dispuesta para la espera.

Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico. De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si no se hubiese dado cuenta. Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.

Entre enfados y sonrisas

Como respuesta, el chico tomó otra galleta e hizo algo parecido, esbozando incluso una ligera sonrisa. Aquello terminó de alterarla. Tomó otra galleta y, de modo aún más ostensible, se la comió manteniendo de nuevo la mirada a aquel muchacho tan atrevido. El diálogo de miradas y pensamientos continuó entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho parecía estar cada vez más divertido.

Finalmente, cuando ya sólo quedaba la última galleta, ella pensó: «No podrá ser tan descarado». El chico alargó la mano, tomó la galleta, la partió en dos y ofreció la mitad a la señora. «¡Gracias!», dijo la mujer, intentando a duras penas contener su enfado.

Entonces el tren anunció su llegada. La señora se levantó y subió hasta su asiento. Antes de arrancar, desde la ventanilla todavía podía ver al muchacho en el andén y pensó: «¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este país con una juventud así!». Sintió entonces que tenía sed, por las galletas y quizá por la ansiedad que aquella situación le había producido. Abrió el bolso para sacar la botella de agua y se quedó petrificada cuando encontró dentro del bolso su paquete de galletas intacto.

Los juicios demasiado rápidos

No es infrecuente que nos suceda esto. Hacemos juicios rotundos, implacables, incuestionables..., pero con un pequeño detalle: están fundamentados sobre un dato que hemos supuesto pero que luego resulta equivocado.

Muchas personas tienden a hacer ese tipo de juicios de modo habitual. Presuponen con gran facilidad la mala acción o la mala intención ajena, construyen enseguida una explicación de lo que creen que sucede o ha sucedido, y deducen una rápida conclusión que luego les cuesta mucho variar. Son personas que suelen manifestar un exceso de seguridad, una especial predilección por las evidencias que no son tales, y una gran velocidad de juicio, sobre todo cuando se trata de malinterpretar lo que hacen los demás. Es un fenómeno que suele ir asociado al victimismo, pues quien se ha acostumbrado a pensar mal de los demás suele ceder pronto a la comodidad del papel de víctima, que, aunque sea triste y amargo, ofrece la seguridad de las explicaciones maquinativas y de las conclusiones irreductibles.

Si con demasiada frecuencia las cosas nos parecen evidentes e intolerables, debiéramos tener el valor de preguntarnos de vez en cuando si realmente nuestras ideas son tan claras y tan comprobadas como pensamos, si otorgamos a los demás al menos el beneficio de la duda y, por último, si nosotros mismos resistiríamos unos juicios tan demoledores como nosotros hacemos de los demás.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Sensibilidad ante los sentimientos ajenos / Autor: Alfonso Aguiló

Falta de intuición ante los sentimientos

Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.

A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo están logrando herirle.
• O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto.
• O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente.
• O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.

—¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería?

No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.

Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.

Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo.

Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.

Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.

—Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.

Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.

Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos..., en fin, para casi todo.


Desde la primera infancia

La capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros, por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en gran parte, a la educación.

—¿Y cómo se aprende?

Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su conducta supone para otras personas.

Hacerle caer en la cuenta de las repercusiones que sus palabras o sus hechos tienen en los sentimientos de los demás.

Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho.

• Sano y cordial inconformismo

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas. Por eso, tantas veces, hasta las personas intelectualmente más brillantes pueden llegar a fracasar estrepitosamente en su relación con los demás, y resultar arrogantes, insensibles, o incluso odiosas.

Hay toda una serie de habilidades sociales que nos permiten relacionarnos con los demás, motivarles, inspirarles simpatía, transmitirles una idea, manifestarles cariño, tranquilizarles, etc. A su vez, la carencia de esas habilidades puede llevarnos con facilidad a inspirarles antipatía, desalentarles, despertar en ellos una actitud defensiva, ponerles en contra de lo que hacemos o decimos, inquietarles, enfadarles, etc.

Se trata de un aprendizaje emocional que, como hemos dicho, comienza desde una edad muy temprana. Puede consistir en que el niño aprenda a:
• contener las emociones (por ejemplo, para dominar su desilusión ante un regalo bienintencionado, pero que ha defraudado sus expectativas),
• o bien a estimularlas (por ejemplo, procurando poner y manifestar interés en una cortés conversación de compromiso que de por sí no le resulta interesante).

—Pero, en cierta manera, eso es esconder los verdaderos sentimientos y sustituirlos por otros que no se tienen, y que por tanto son falsos, o al menos artificiales.

No se trata de eso.

Lo que debe buscarse no es el falseamiento de los sentimientos, sino el automodelado
del propio estilo emocional.

Si una persona advierte, por ejemplo, que está siendo dominada por sentimientos de envidia, o de egoísmo, o de resentimiento, lo que debe hacer es procurar contener esos sentimientos negativos, al tiempo que procura estimular los sentimientos positivos correspondientes. De esa manera, con el tiempo logrará que éstos acaben imponiéndose sobre aquéllos, y así irá transformando positivamente su propia vida emocional.

—Pero muchos sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino adecuados o inadecuados a la situación en que estamos.

Sí, y por esa razón en muchas ocasiones es preciso esforzarse en compartimentar las emociones, es decir, procurar no seguir bajo su influencia cuando las circunstancias han cambiado y exigen en nosotros otra actitud.

Por ejemplo, podemos tener una situación en el trabajo que nos lleva a emplear nuestra autoridad de una manera que probablemente luego no es nada adecuada al llegar a casa. O quizá hemos tenido una conversación algo tensa, o una reunión difícil, y salimos algo alterados, con o sin razón, pero... quizá esa actitud, o ese tono de voz, o esa cara, son rigurosamente inoportunos e inadecuados para la reunión o la conversación siguientes.

Por eso, la dificultad de trato de muchas personas no está en que les falte afabilidad o cordialidad, sino en que no saben compartimentar. Al permitir que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males. Ese tipo de personas sufre con facilidad muchas decepciones, porque se ven arrastradas por sus estados de desánimo, crispación o euforia. Son un poco simples, se lee en ellos como en un libro abierto, y son por eso muy vulnerables: el que sepa captar sus cambios de humor jugará con ellos como con una marioneta, con sólo saber tocar los puntos oportunos en el momento oportuno.

—Es cierto que muchas veces experimentamos sentimientos que no nos parecen adecuados..., pero estar todo el día pendientes de corregirlos, produce una tensión interior..., ¿eso es bueno?

Es que no debe ser una tensión crispada, ni agobiante. Debe ser un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad, que no nos agota ni nos angustia sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida.

—¿Y cuándo puede uno sentirse ya satisfecho de cómo es su estilo sentimental? Porque esto es una historia sin fin...

Soy partidario de un sano, cordial y prudente inconformismo, pues quienes son demasiado conformistas con lo que ya son, hipotecan mucho su felicidad.